Diez horas de caza
IV
¡Al fin llegó el siguiente día!
¡Qué gran noche pasamos en la posada de Hérisart!
Un cuarto para ocho, una nube de parásitos fraternalmente
distribuídos entre nosotros y los perros, que se rascaban con
una rabia capaz de hundir el piso.
A mi, ¡oh inocente!, se me ocurrió
preguntar a la posadera, una vieja desgarbada, si había pulgas
en el cuarto.
-No señor -me respondió-, se las
comerían los chinches.
En vista de esto, me decidí a dormir vestido
sentado en una silla medio desvencijada. No podía tenerme de
dolores cuando me levanté.
Naturalmente fuí el primero en levantarme.
Bretignot, Matifat, Pontcloué, Duvauchelle y sus
compañeros roncaban todavía. Deseaba por momentos estar
en el campo, como los cazadores sin experiencia que quieren salir antes
del amanecer y antes de haber comido. Pero los profesores, a los que
con el debido respeto fui despertando uno a uno, calmaron mis
impaciencias de neófito. Sabían los muy tunantes que las
perdices al amanecer tienen las alas todavía húmedas y se
las encuentra con dificultad.
Tuvimos pues que esperar a que el sol se bebiera todas
las lágrimas del rocío.
Al fin, después de almorzar, dejamos la posada
y nos dirigimos a la llanura en que estaban los terrenos
reservados.
En el momento de llegar a ella, Bretignot se
acercó y me dijo:
-Tenga usted bien la escopeta, en sentido
oblícuo, el cañón hacia el suelo, y tenga cuidado
de no matarnos a alguno.
-Haré lo posible -respondí-, sin embargo
no me comprometo.
Bretignot hizo un gesto desdeñoso, y la caza
empezó.
Hérisart es un lugar bastante feo, bastante
árido, pero a pesar de eso, según Matifat, había
muchas liebres. Con esta agradable perspectiva todas aquellas gentes
estaban de buen humor.
Seguimos andando. El tiempo era magnífico.
Algunos rayos de sol empezaban a atravesar las nubes matutinas que
cubrían el horizonte. Por todas partes se oían gritos,
gorjeos, silbidos. De cuando en cuando una nube de pájaros se
levantaba.
Más de una vez preparé la escopeta.
-No tire usted, no tire usted -me dijo mi amigo
Bretignot, que no dejaba de observarme ni un solo momento.
-¿Porqué no tirar? ¿no son
codornices?
-No, son alondras.
Excuso decir que Maximon, Duvauchelle,
Pontcloué, Matifat y los otros, empezaron a mirarme con malos
ojos. Poco a poco se fueron separando de mí, con sus perros, los
que con el hocico bajo olfateando... y con los rabos levantados...
parecían signos de interrogación que yo hubiera podido
responder.
Se me ocurrió que todos aquellos caballeros no
deseaban continuar en los límites de la zona de un novato, cuya
escopeta les inquietaba un poco.
-¡Caramba! Tenga usted bien la escopeta -me dijo
Bretignot, en el momento que se separaba de mí.
-No la tengo peor que otro cualquiera -respondí
yo, un poco incomodado por aquel lujo de recomendaciones.
Bretignot se encogió de hombros y se fue a la
izquierda; como no deseaba quedarme atrás apreté el
paso.
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