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Diez horas de caza

Editado
© Cristian A. Tello
30 de diciembre del 2003
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Diez horas de caza
IV

¡Al fin llegó el siguiente día! ¡Qué gran noche pasamos en la posada de Hérisart! Un cuarto para ocho, una nube de parásitos fraternalmente distribuídos entre nosotros y los perros, que se rascaban con una rabia capaz de hundir el piso.

A mi, ¡oh inocente!, se me ocurrió preguntar a la posadera, una vieja desgarbada, si había pulgas en el cuarto.

-No señor -me respondió-, se las comerían los chinches.

En vista de esto, me decidí a dormir vestido sentado en una silla medio desvencijada. No podía tenerme de dolores cuando me levanté.

Naturalmente fuí el primero en levantarme. Bretignot, Matifat, Pontcloué, Duvauchelle y sus compañeros roncaban todavía. Deseaba por momentos estar en el campo, como los cazadores sin experiencia que quieren salir antes del amanecer y antes de haber comido. Pero los profesores, a los que con el debido respeto fui despertando uno a uno, calmaron mis impaciencias de neófito. Sabían los muy tunantes que las perdices al amanecer tienen las alas todavía húmedas y se las encuentra con dificultad.

Tuvimos pues que esperar a que el sol se bebiera todas las lágrimas del rocío.

Al fin, después de almorzar, dejamos la posada y nos dirigimos a la llanura en que estaban los terrenos reservados.

En el momento de llegar a ella, Bretignot se acercó y me dijo:

-Tenga usted bien la escopeta, en sentido oblícuo, el cañón hacia el suelo, y tenga cuidado de no matarnos a alguno.

-Haré lo posible -respondí-, sin embargo no me comprometo.

Bretignot hizo un gesto desdeñoso, y la caza empezó.

Hérisart es un lugar bastante feo, bastante árido, pero a pesar de eso, según Matifat, había muchas liebres. Con esta agradable perspectiva todas aquellas gentes estaban de buen humor.

Seguimos andando. El tiempo era magnífico. Algunos rayos de sol empezaban a atravesar las nubes matutinas que cubrían el horizonte. Por todas partes se oían gritos, gorjeos, silbidos. De cuando en cuando una nube de pájaros se levantaba.

Más de una vez preparé la escopeta.

-No tire usted, no tire usted -me dijo mi amigo Bretignot, que no dejaba de observarme ni un solo momento.

-¿Porqué no tirar? ¿no son codornices?

-No, son alondras.

Excuso decir que Maximon, Duvauchelle, Pontcloué, Matifat y los otros, empezaron a mirarme con malos ojos. Poco a poco se fueron separando de mí, con sus perros, los que con el hocico bajo olfateando... y con los rabos levantados... parecían signos de interrogación que yo hubiera podido responder.

Se me ocurrió que todos aquellos caballeros no deseaban continuar en los límites de la zona de un novato, cuya escopeta les inquietaba un poco.

-¡Caramba! Tenga usted bien la escopeta -me dijo Bretignot, en el momento que se separaba de mí.

-No la tengo peor que otro cualquiera -respondí yo, un poco incomodado por aquel lujo de recomendaciones.

Bretignot se encogió de hombros y se fue a la izquierda; como no deseaba quedarme atrás apreté el paso.

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