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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XIV
En el que Phileas Fogg desciende todo el admirable
valle del Ganges sin siquiera pensar en verlo

Había tenido éxito el atrevido rapto de Auda, y una hora después Picaporte se estaba riendo aún de su triunfo. Sir Francis Cromarty había estrechado la mano del intrépido muchacho. Su amo le había dicho: "Bien", lo cual en boca de este impasible caballero, equivalía a una honrosa aprobación. A esto había respondido Picaporte que todo el honor de la hazaña correspondía a su amo. Para él no había habido más que una chistosa ocurrencia, y se reía al pensar que durante algunos instantes, él, Picaporte, antiguo gimnasta, ex sargento de bomberos, había sido el viudo de una linda dama, un viudo a punto de ser incinerado.

En cuanto a la joven india, no había tenido conciencia de lo sucedido. Envuelta en mantas de viaje, descansaba entonces en uno de los cuévanos.

Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por el parsi, corría rápidamente por la selva todavía oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de Pillaji, se lanzaba al través de una dilatada llanura. A las siete se hizo alto. La joven seguía en una postración completa. El guía le hizo beber algunos tragos de agua y de brandy; pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella debía prolongarse todavía por algún tiempo.

Sir Francis Cromarty, que conocía los efectos de la embriaguez producida por la inhalación de los vapores de cáñamo, no abrigaba inquietud alguna.

Pero aunque el restablecimiento de la joven india no inquietaba el ánimo del brigadier general, no le sucedía lo mismo cuando pensaba en el porvenir. No vaciló, pues, en decir a Phileas Fogg que si Auda se quedaba en la India, volvería a caer irremisiblemente en manos de sus verdugos. Estos energúmenos se extendían por toda la península indostánica, y ciertamente, a pesar de la policía inglesa, recobrarían a su víctima, fuese en Madrás, Bombay o Calcuta. Y sir Francis Cromarty citaba en apoyo de su afirmación un hecho de igual naturaleza que había ocurrido recientemente. A su modo de pensar, la joven sólo estaría segura marchándose del Indostán.

Phileas Fogg respondió que tendría presente semejante observacion y resolvería.

Hacia las diez, el guía anunció la estación de Allahabad. Allí arrancaba de nuevo la interrumpida línea férrea, cuyos trenes recorren en menos de un día y una noche la distancia que separa Allahabad de Calcuta.

Phileas Fogg llegaría, pues, con el tiempo suficiente para tomar el vapor que partía al siguiente día, 25 de octubre, a las doce de la mañana, en dirección de Hong-Kong.

La joven fue depositada en un cuarto de la estación. Se encargó a Picaporte que fuese a comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal, abrigo, etc... lo que encontrase. Su amo le abrió crédito ilimitado.

Picaporte partió al punto y recorrió las calles de la población. Allahabad es la Ciudad de Dios, una de las más venerables de la India, en razón de estar construida en la confluencia de los dos ríos sagrados, el Ganges y el Junna, cuyas aguas atraen a los peregrinos de toda la península indostánica. Sabido es, por otra parte, que según la leyenda del Ramayana, el Ganges nace en el Cielo, desde donde, gracias a Brahma, baja hasta la Tierra.

Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la ciudad, antes defendida por un fuerte magnífico, que se ha convertido en la actualidad, en prisión del Estado. Ya no hay comercio ni industria en esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte, que buscaba en vano una tienda de novedades, como si hubiera estado en Regent Street, a algunos pasos de Farmer y Cía, no halló más que a un revendedor, viejo judío dificultoso, que le diese los objetos que necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y un magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual no vaciló en pagar setenta y cinco libras. Y luego se volvió triunfante a la estación.

Auda empezaba a recobrar el conocimiento. La influencia del narcótico que le habían administrado los sacerdotes de Pillaji se iba disipando poco a poco, y sus hermosos ojos recobraban toda su dulzura india.

Cuando el rey poeta, Uxaf Uddol, celebraba los encantos de la reina de Almahnagra, se expresó así:

"Su brillante cabellera, regularmente dividida en dos partes, sirve de cerco a los armoniosos contornos de sus mejillas delicadas y blancas, brillantes de lustre y de frescura. Sus cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del arco de Kama, dios del amor, y bajo sus sedosas pestañas, en la negra pupila de sus grandes ojos límpidos, nadan como en los lagos sagrados del Himalaya los más puros reflejos de la celeste luz. Pequeños, iguales y blancos, sus dientes resplandecen entre la sonrisa de sus labios, como gotas de rocío en el seno semicerrado de una flor de granado. Sus lindas orejas de simétricas curvas, sus sonrosadas manos, sus piececitos arqueados y tiernos como las yemas del loto, brillan con el resplandor de las más bellas perlas de Ceylán, de los más bellos diamantes de Golconda. Su delgada y flexible cintura, que puede abarcarse con una sola mano, realza la elegante configuración de sus redondas caderas y la riqueza de su busto, en el cual la juventud en flor ostenta sus más perfectos tesoros; y bajo los sedosos pliegues de su túnica parece haber sido cincelada en plata por la mano divina de Vicvacarma, el escultor eterno."

Pero sin toda esa amplificación poética, baste decir que Auda, la viuda del rajah de Bundelkund, era una hermosa mujer en toda la acepcion europea de la palabra. Hablaba inglés con suma pureza, y el guía no había exagerado al afirmar que aquella joven parsi había sido transformada por la educación.

Entretanto, el tren iba a dejar la estación de Allahabad. El parsi estaba esperando. Mister Fogg le pagó lo convenido, sin darle un farthing de más. Esto asombró algo a Picaporte, que sabía todo lo que debía su amo a la adhesión del guía. El parsi había, en efecto, arriesgado la vida voluntariamente en el lance de Pillaji, y si más tarde los indios llegaban a saberlo, difícilmente se libraría de su venganza.

Quedaba también por ventilar la cuestión de Kiouni. ¿Qué hacían de un elefante que tan caro había costado?

Pero Phileas Fogg había tomado ya una resolución.

-Parsi -dijo al guía-, has sido servicial y adicto. He pagado tu servicio, pero no tu adhesión. ¿Quieres ese elefante? Tuyo es.

Los ojos del guía brillaron.

-¡Es una fortuna lo que me da! -exclamó.

-Acéptala -insistió mister Fogg- y aún seré deudor tuyo.

-Enhorabuena -exclamó Picaporte-. Toma, amigo mío, Kiouni es un animal animoso y valiente.

Y yendo hacia el elefante le ofreció algunos terrones de azúcar, diciendo:

-¡Toma, Kiouni, toma, toma!

El elefante lanzó algunos gruñidos de satisfacción, y luego cogió a Picaporte por la cintura y lo levantó hasta la altura de su cabeza. Picaporte, sin asustarse, hizo una caricia al animal, el cual lo volvió a dejar en tierra suavemente, y al apretón de trompa del buen Kiouni respondió un apretón de manos del honrado mozo.

Pocos momentos después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte, instalados en un cómodo vagón cuyo mejor asiento iba ocupado por Auda, corrían a todo vapor hacia Benarés.

Ochenta millas a lo sumo separan a esta ciudad de Allababad, las cuales fueron recorridas dos horas.

Durante el trayecto, la joven recobró por completo los sentidos, quedando disipados los vapores embriagadores del hang.

¡Cuál fue su asombro al encontrarse en aquel compartimiento del ferrocarril, vestida a la europea y en medio de viajeros que le eran desconocidos en absoluto!

Principiaron sus compañeros prodigándole cuidados y reanimándola con algunas gotas de licor; y después el brigadier general le refirió lo ocurrido. Insistió sobre la decisión de Phileas Fogg, que no había vacilado en comprometer su vida para salvarla, y sobre el desenlace de la aventura, debido a la audaz imaginación de Picaporte.

Mister Fogg dejó hablar, sin decir una palabra. Picaporte, avergonzado, repetía que la cosa no merecía tanto.

Auda dio gracias a sus libertadores, con una efusión expresada con sus lágrimas más que con sus palabras. Sus hennosos ojos, mejor que sus labios, fueron los intérpretes de su reconocimiento. Y después, llevándola en pensamiento a las escenas del sutty, y viendo sus miradas esa tierra india donde tantos peligros la amenazaban, fue acometida de un estremecimiento de terror.

Phileas Fogg comprendió lo que pasaba en el ánimo de Auda, y para tranquilizarla le ofreció con mucha frialdad conducirla a Hong-Kong, donde viviría hasta que aquel asunto se olvidase.

Auda aceptó la oferta con reconocimiento. Precisamente residía en Hong-Kong uno de sus parientes, parsi como ella, y uno de los principales comerciantes de la ciudad, que es por completo inglesa, aun cuando se halla en las costas de China.

A las doce y media el tren se detenía en la estación de Benarés. Las leyendas indias afirman que esta ciudad ocupa el sitio de la vetusta Casi, que antiguamente hallábase suspendida en el espacio entre el cenit y el nadir, como la tumba de Mahoma. Pero en la época actual, más positiva, Benarés, la Atenas de la India, según los orientalistas, descansaba prosaicamente sobre el suelo, y Picaporte pudo, por un momento, entrever sus casas de ladrillo y sus chozas de cañizo, que le daban un aspecto desairado en absoluto, sin color local ninguno.

Allí debía detenerse sir Francis Cromarty. Las tropas de cuyo mando debía hacerse cargo estaban acampadas a algunas millas al norte. El brigadier general se despidió de Phileas Fogg, deseándole todo el éxito posible y expresando el voto de que repitiese el viaje de un modo menos original y más provechoso. Mister Fogg estrechó ligeramente los dedos de su companero de viaje. Los cumplidos de Auda fueron más afectuosos. Jamás olvidaría ella lo que debía a sir Francis Cromarty. En cuanto a Picaporte, fue honrado con un buen apretón de manos de parte del brigadier general. Conmovido, le preguntó cuándo podría prestarle algún servicio. Después se separaron.

Desde Benarés; la vía férrea seguía en buena parte el valle del Ganges. A través de los cristales del vagón, y con un tiempo sereno, contemplaban el paisaje variado de Behar, montañas cubiertas de verdor, campos de cebada, maíz y trigo, ríos y estanques poblados por verdosos caimanes, aldeas bien acondicionadas y selvas que aún conservaban la hoja. Algunos elefantes y cebús con su protuberancia dorsal o giba como los camellos, iban a bañarse a las aguas del río sagrado; y también, a pesar de lo adelantado de la estación y de la temperatura ya fría, veíanse cuadrillas de indios de ambos sexos que cumplían piadosamente sus santas abluciones. Esos fieles encarnizados enemigos del budismo, son sectarios fervientes de la religión brahmánica, que se encama en tres personas: Vishnú, la divinidad solar; Siva, la personificación divina de las fuerzas naturales, y Brahma, el jefe supremo de los sacerdotes y legisladores. ¡Pero con qué ojo Brahma, Siva y Vishnú debían considerar a esa India, ahora britanizada, cuando algún barco de vapor pasaba silbando y turbaba las aguas sagradas del Ganges, espantando a las gaviotas que revoloteaban en la superficie, a las tortugas que pululaban en sus orillas y a los devotos tendidos a lo largo de sus márgenes!

Todo este panorama desfiló como un relámpago, y frecuentemente sus pormenores quedaron ocultos por una nube de vapor blanco. Los viajeros apenas pudieron entrever el fuerte de Chunar, a veinte millas al sur de Benazepur, y sus importanes fábricas de agua de rosas; el sepulcro de lord Cornwallis, que se eleva en la orilla izquierda del Ganges; la ciudad fortificada de Buxar, Patna, la gran población industrial y mercantil, donde existe el principal mercado del opio de la India; Monghir, ciudad, más que europea, inglesa como Manchester o Birmingham, conocida por sus fundiciones de hierro, sus fábricas de armas blancas, y cuyas altas chimeneas parecían tiznar con su negro humo el cielo de Brahma, ¡verdadera mancha en el país de los ensueños!

Después llegó la noche, y entre los alaridos de los tigres, osos y lobos que huían ante la locomotora, el tren pasó a toda velocidad, no pudiéndose, pues, ver nada de las maravillas de Bengala, ni Golconda, ni las ruinas de Gurni Muhshedabad, que antes fue capital, ni Burdwan, ni Huyl, ni Chandernagor, ese punto francés del territorio indio, donde se hubiera conmovido Picaporte al ver ondear la bandera de su patria.

Por último, a las siete de la mañana llegaron a Calcuta. El vapor que salía para Hong-Kong no levaba anclas hasta mediodía; Phileas Fogg podía disponer, por consiguiente, de cinco horas.

Según el itinerario, debía llegar a la capital de la India el 25 de octubre, veintitrés días después de haber salido de Londres, y llegaba el día fijado. No llegaba, pues, ni adelantado, ni atrasado. Desgraciadamente, los días ganados entre Londres y Bombay, quedaban perdidos, del modo que se sabe, en la travesía de la península indostánica; pero es de suponer que Phileas Fogg no lo sentía.

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