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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XXI
Donde el patrón de la "Tankadera" corre grave
riesgo de perder una prima de doscientas libras

Era muy aventurado el emprender aquella navegación de ochocientas millas sobre una embarcación de veinte toneladas y, sobre todo, en aquella época del año. Los mares de la China son generalmente malos; están expuestos a terribles borrascas, en particualr durante los equinoccios, y aún no habían transcu-rido los primeros días de noviembre.

Muy ventajoso hubiera sido, desde luego, para el piloto, conducir los pasajeros a Yokohama, puesto que le pagaban a tanto por día; pero arrostraría la grave imprudencia de intentar semejante travesía en tales condiciones, y era ya bastante audacia, si no temeridad, el subir hasta Shangai. No obstante, John Bunsby tenía mucha confianza en su Tankadera, que se elevaba sobre el oleaje como una malva, y quizá no iba descaminado.

Durante las últimas horas de aquella jornada, la Tankadera navegó por los caprichosos pasos de Hong-Kong, y en todas sus maniobras conducíase admirablemente.

-No necesito, piloto -dijo Phileas Fogg, en el momento en que la goleta salía mar afuera-, recomendarle toda la diligencia posible.

-Confíe Su Honor en mí -respondió John Bunsby-. En materia de velas, llevamos todo lo que el viento permite llevar.

-Es su oficio, y no el mío, piloto, y confío en usted.

Phileas Fogg, con el cuerpo erguido, las piernas separadas, a plomo como un marino, miraba, sin alterarse, el ampollado mar. La joven viuda, sentada a popa, se sentía conmovida al contemplar el océano, oscurecido ya por el crepúsculo, y sobre el cual se arriesgaba en una débil embarcación. Por encima de su cabeza desplegábanse las blancas velas, que la arrastraban por el espacio cual olas gigantescas. La goleta, levantada por el viento, parecía volar por el aire.

Llegó la noche. La luna entraba en el primer cuarto, y su insuficiente luz no tardaría en extinguirse entre las brumas del horizonte. Las nubes que venían del este iban invadiendo ya una parte del cielo.

El piloto había dispuesto sus luces de posición, precaución indispensable en aquellos mares, muy frecuentados en las cercanías de la costa. Los encuentros con buques no eran raros, y con la velocidad que navegaba, la goleta se hubiera estrellado al más ligero choque.

Fix estaba meditabundo en la proa. Se mantenía apartado, pues sabía que Fogg era poco hablador; por otra parte, le repugnaba hablar con el hombre de quien aceptaba servicios. También pensaba en el porvenir. Le parecía cierto que mister Fogg no se detendría en Yokohama, y que tomaría inmediatamente el vapor de San Francisco con objeto de llegar a América, cuya vasta extensión le aseguraría la impunidad y la seguridad. El plan de Phileas Fogg le parecía sumamente sencillo.

En vez de embarcarse en Inglaterra para los Estados Unidos, como un bribón vulgar, Fogg había dado la vuelta, atravesando las tres cuartas partes del globo, para alcanzar con más seguridad el continente americano, donde se comería tranquilamente los millones del Banco, después de haber desorientado a la policía. Pero, una vez en los Estados Unidos, ¿qué haría Fix? ¿Abandonar a aquel hombre? No, y cien veces no. Mientras no hubiese conseguido su extradición, no lo soltaría. Era su deber, y lo cumpliría hasta el fin. En todo caso, se había presentado una circunstancia feliz. Picaporte no estaba ya con su amo, y, sobre todo, después de las confidencias de Fix importaba que amo y criado no volvieran a verse jamás.

Phileas Fogg, por su parte, no dejaba de pensar en su criado, que, de modo tan singular, había desaparecido. Después de meditar mucho, no le parecía imposible que, por mala inteligencia del pobre mozo se hubiese embarcado en el Carnatic en el último momento. También era ésta la opinión de mistress Auda, que echaba de menos a aquel fiel servidor, a quien tanto debía. Podía, pues, acontecer que le encontrasen en Yokohama, y sería fácil saber si el Camatic lo había llevado.

Hacia las diez de la noche, la brisa refrescó. Acaso hubiera sido prudente tomar un rizo; pero el piloto, después de observar con atención el estado del cielo, dejó el velamen tal como estaba. Por otra parte, la Tankadera llevaba admirablemente el trapo con gran calado de agua, y todo estaba preparado para aferrar inmediatamente, en caso de chubasco.

A medianoche, Phileas Fogg y Auda bajaron a la cámara. Fix les había precedido y se había tendido en el diván. En cuanto al piloto y sus hombres, permanecieron toda la noche sobre cubierta.

El siguiente día, 8 de noviembre, al salir el sol, la goleta había recorrido más de cien millas. La corredera indicaba que el promedio de velocidad estaba entre las ocho y nueve millas. La Tankadera, durante esta jornada, no se alejó sensiblemente de la costa, cuyas corrientes le eran favorables. La tenían a cinco millas, lo más, por babor, y aquella costa, irregularmente perfilada, aparecía de vez en cuando entre algunos claros. Viniendo el viento de tierra, la mar era menos fuerte, feliz circunstancia para la goleta, porque las embarcaciones de poco calado sufren por el oleaje, que corta su velocidad y las mata, valiéndonos de la expresión de aquellos marinos.

A mediodía, la brisa amainó algo, y el viento cambió para el sudeste. El piloto mandó desplegar los cuchillos, pero al cabo de dos horas, los aferró, porque el viento arreciaba de nuevo.

Mister Fogg y la joven, refractarios por fortuna al mareo, comieron con apetito las conservas y la galleta de a bordo. Invitaron a Fix, quien tuvo que aceptar, sabiendo que es tan necesario dar lastre al estómago como a los buques; pero esto le contrariaba. ¡Viajar a expensas de aquel hombre, nutrirse con sus propios víveres, le parecía algo desleal! No obstante, comió con algún melindre, es verdad, pero, al fin, comió.

Con todo, después de dar fin a la comida, creyó que debía llamar a mister Fogg aparte, y le dijo:

-Caballero...

Esta palabra "caballero" le escocía algo, y aun se contenía para no echar la mano al cuello de aquel "caballero".

-Caballero, ha estado muy obsequioso ofreciéndome pasaje; pero si bien mis recursos no me permiten obrar con tanta esplendidez como usted, pretendo pagar mi parte...

-No hablemos más de esto, caballero -respondió Mister Fogg.

-Pero si me empeño...

-No, señor -repitió Fogg con voz que no admitía réplica-. Eso entra en los gastos generales.

Fix se inclinó; se ahogaba, y yendo a recostarse a proa, no volvió a pronunciar palabra en todo el día.

Entretanto, se andaba rápidamente. John Bunsby tenía buena esperanza. Varias veces dijo a mister Fogg que se llegaría a tiempo a Shangai y mister Fogg respondía que contaba con ello. Por lo demás, toda la tripulación desplegaba su celo ante la recompensa que los engolosinaba. No había, por lo tanto, escota que no se hallase bien tendida, ni vela que no estuviese bien reclamada, ni podía imputarse al timonel ningún falso borneo. No se hubiera maniobrado con más maestría en una regata del Royal Yacht Club.

Por la tarde, el piloto daba como recorridas doscientas veinte millas desde Hong-Kong, y Phileas Fogg podía esperar que al llegar a Yokohama no tendría tardanza ninguna que apuntar en su programa. Por ende, el primer contratiempo grave que experimentaba desde su salida de Londres no le causaría, con toda probabilidad, perjuicio alguno.

Durante la noche, hacia las primeras horas de la mañana, la Tankadera entraba francamente en el estrecho de Fu-Kieu, que separa la costa china de la gran isla de Formosa, y cortaba el trópico de Cáncer. El mar estaba muy duro en ese estrecho, lleno de remolinos, formados por contracorrientes. La goleta iba muy trabajada. La marejada quebrantaba su marcha, y era dificilísimo tenerse en pie sobre cubierta.

Con el alba, el viento arreció más. Había en el cielo apariencias de un próximo chubasco. Además, el barómetro anunciaba un cercano cambio en la atmósfera; su marcha diuma era irregular, y el mercurio oscilaba caprichosamente. La marejada hacia el sudeste se presentaba ampollada como indicio precursor de la tempestad. La víspera, el sol se había puesto entre una bruma roja, en medio de los destellos fosforescentes del océano.

El piloto onservó un buen espacio de tiempo aquel mal aspecto del cielo, y murmuró entre dientes, algunas palabras poco inteligibles. En cierto momento, dijo en voz baja a su pasajero:

-¿Puede decirse todo a Su Honor?

-Todo -contestó Phileas Fogg.

-Pues bien; vamos a tener chubasco.

-¿Del norte o del sur? -preguntó sencillamente mister Fogg.

-Del sur. Véalo usted. Se está preparando un tifón.

-Bienvenido el tifón del sur, puesto que nos empujará hacia el buen camino -respondió Fogg.

-Si así lo toma usted -replicó el piloto-, nada tengo que decir.

Los presentimientos de John Bunsby no le engañaban. En una época menos avanzada del año, el tifón, según expresiones de un célebre meteorólogo, se hubiera desvanecido en cascada luminosa de llamarada eléctrica; pero en el equinoccio de invierno era de temer que estallase con violencia.

El piloto tomó de antemano sus precauciones. Arrió todas las velas de la goleta y retiró las vergas sobre cubierta. Los botadores fueron despasados. Las escotillas se condenaron cuidadosamente. Ni una gota de agua podría penetrar en el casco de la embarcación. Sólo se izó en el trinquete una sola vela triangular para conservar a la goleta con viento en popa, y así, todo listo, se esperó.

John Bunsby había recomendado a sus pasajeros que bajasen a la cámara; pero, en tan estrecho espacio, casi privado de aire, y con los sacudimientos de la marejada, no podía tener nada de agradable aquel encierro. Ni mister Fogg, ni mistress Auda, ni el mismo Fix, consintieron en abandonar la cubierta.

A las ocho, la borrasca de agua y de ráfagas cayó a bordo. Sólo con su trinquetilla, la Tankadera fue despedida como una pluma por aquel viento, del cual no se puede formar exacta idea sino cuando sopla en tempestad. Comparar su velocidad a la cuádruple marcha de una locomotora lanzada a todo vapor sería quedar por debajo de la verdad.

Durante toda la jornada la embarcación corrió así hacia el norte, arrastrada por olas monstruosas, y conservando, por fortuna, una velocidad igual a la de ellas. Veinte veces estuvo a pique de quedar anegada por una de las montañas de agua que se levantaban por popa, pero la catástrofe se evitaba con un diestro golpe de timón dado por el piloto. Los pasajeros quedaban, algunas veces empapados por los rociadas que recibían con toda filosofía. Fix gruñía incesantemente; pero la intrépida Auda, con la vista fija en su compañero, cuya sangre fría admiraba, se manifestaba digna de él, y arrostraba a su lado la tonnenta. En cuanto a Phileas Fogg, parecía que el tifón formaba parte de su programa.

Hasta entonces, la Tankadera había hecho siempre rumbo hacia el norte; mas por la tarde, como era de temer, el viento saltó tres cuartos al noroeste. La goleta, dando entoces el costado a la marejada, fue sacudida espantosamente. El mar la hería con violencia suficiente para espantar, cuando no se sabe, como en aquel caso con qué solidez están enlazadas entre sí todas las partes de un buque.

Con la noche la tempestad se acentuó, y viendo llegar la oscuridad y con ésta crecer la tormenta, John Bunsby abrigó serios temores. Se preguntó si sería tiempo de dirigirse a la costa, y consultó a la tripulación, después de lo cual se acercó a Fogg y le dijo:

-Creo, Su Honor, que haríamos bien en arribar a un puerto de la costa.

-Yo también lo creo -contestó Phileas Fogg.

-¡Ah! -dijo el piloto-; ¿pero en cuál?

-Sólo conozco uno -respondió tranquilamente con su habitual flema mister Fogg.

-¿Y es?

-Shangai...

El piloto estuvo algunos momentos sin comprender lo que significaba semejante respuesta y lo que encerraba de obstinación y de tenacidad. Después exclamó:

-¡Pues bien, sí! Su Honor tiene razón. ¡A Shangai!

Y la dirección de la Tankadera se mantuvo denodadamente hacia el norte.

¡Noche ciertamente terrible! Fue un milagro que no volcase la goleta. Dos veces se vio comprometida, y todo hubiera desaparecido de cubierta, a no mantenerse firmes las trincas. Auda estaba destrozada, pero no profirió queja alguna. Más de una vez tuvo mister Fogg que acudir a ella para protegerla contra la violencia de las olas.

Al asomar el día, la tempestad se desencadenaba todavía con extraordinario furor. Sin embargo, el viento volvió al sudeste. Era una modificación favorable, y la Tankadera hizo rumbo otra vez en aquel mar bravío, cuyas olas se estrellaban entonces con las producidas por la nueva dirección del viento. De aquí el choque de marejadas encontradas que hubiera desmantelado una embarcación construída con menos solidez.

A intervalos regulares se divisaba la costa por entre las rasgadas brumas, pero ni un solo buque a la vista. La Tankadera era la única que se aguantaba a la mar.

A mediodía, hubo algunos síntomas de calma, que con el descenso del sol en el horizonte, se acentuaron con más decisión.

La corta duración de la tempestad fue debida a la misma violencia. Los pasajeros, quebrantados, pudieron tomar algún alimento.

La noche fue relativamente apacible. El piloto ordenó restablecer las velas en bajos rizos. La velocidad de la embarcación era considerable. Al amanecer del 11, reconocida la costa, aseguró John Bunsby que Shangai no distaba cien millas.

No quedaba más que aquella jornada para andar esas cien millas. Aquella misma tarde debía llegar mister Fogg a Shangai si no quería faltar a la salida del vapor de Yokohama. A no estallar la tempestad, durante la cual perdió bastantes horas, hubiera estado en aquel momento a treinta millas del puerto.

La brisa amainaba sensiblemente, y la mar se calmaba a la vez. La goleta se cubrió de trapo. Cuchillos, velas de estay, contrafoque, en todo hacía presa el viento, levantando espuma en el mar la velocidad del barco.

A mediodía, la Tankadera no estaba a más de cuarenta y cinco millas de Shangai. Le faltaban seis horas para llegar al puerto, antes de la salida del vapor de Yokohama.

Los temores se despertaron con viveza. Se quería llegar a toda costa. Todos, excepto Phileas Fogg, sentían latir de impaciencia su corazón. ¡Era necesario que la goleta se mantuviese en un promedio de nueve millas por hora, y el viento seguia calmándose! Era una brisa irregular que soplaba de la costa a rachas, después de cuyo paso desaparecía el oleaje.

No obstante, la embarcación era tan ligera, sus velas, de tejido fino, recogían tan bien los movimientos sueltos de la brisa, que con ayuda de la corriente, a las seis, John Bunsby no contaba ya más que diez millas hasta el golfo de Shangai, porque esta ciudad esta a doce millas de la embocadura.

A las siete aún faltaban tres millas hasta Shangai. De los labios del piloto se escapó una formidable imprecación. La prima de doscientas libras iba a escapársele. Miró a mister Fogg, quien estaba impasible, a pesar de que en aquel momento se jugaba la fortuna entera.

Entonces apareció sobre el agua un largo huso negro, coronado por un penacho de humo. Era el vapor americano, que salía como de costumbre a la hora reglamentaria.

-¡Maldición! -exclamó John Bunshy, que rechazó la barca con desesperado brazo.

-¡Señales! -dijo simplemente Phileas Fogg.

En la proa de la Tankadera había un cañoncito de bronce que servía para señales en tiempo de bruma.

El cañón fue cargado hasta la boca; pero, en el momento en que el piloto iba a aplicar la mecha, dijo mister Fogg:

-¡Bandera color castaño!

La bandera se arrió a medio mástil en demanda de auxilio, esperando que al verla el vapor americano modificaría su rumbo para acudir a la embarcación.

-¡Fuego! - dijo mister Fogg.

Y la detonación del cañoncito estalló por los aires.

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