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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XXVI
Donde se toma tren expreso del ferrocarril del Pacífico

Ocean to ocean1, así dicen los americanos, y esas tres palabras debían ser la denominación general de la gran línea que atraviesa los Estados Unidos de América en su mayor anchura. Pero, en realidad, Pacific Railway se divide en dos secciones distintas: Central Pacific, entre San Francisco y Odgen, y Union Pacific, entre Odgen y Omaha. Allí enlazan cinco líneas diferentes que ponen a Omaha en comunicación frecuente con Nueva York.

Nueva York y San Francisco están, por lo tanto, unidas por una cinta ininterrumpida de metal que no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis millas. Entre Omaha y el Pacífico, el ferrocarril cruza una región frecuentada todavía por los indios y las fieras, dilatada extensión de territorio que los mormones comenzaron a colonizar en 1845, después de haber sido expulsados de Ilinois.

Anteriormente, empleábanse, en las circunstancias más favorables, seis meses para ir de Nueva York a San Francisco. Ahora se hace el viaje en siete días.

En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de los diputados del Sur, que querían una línea más meridional, se fijó el trazado del ferrocarril entre los 41 y 42 grados de latitud. El presidente Lincoln, de tan sentida memoria, fijó, por sí mismo en el estado de Nebraska la ciudad de Omaha como cabeza de línea del nuevo camino. Los trabajos comenzaron en seguida, y se prosiguieron con esa actividad americana que no es papeletera ni burócrata. La rapidez de la mano de obra no debía, en modo alguno, perjudicar la buena ejecución del camino. En el llano se avanzaba a razón de milla y media por día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la víspera, traía los del día siguiente y corría sobre ellos a medida que se iban colocando.

El Pacific Railway tiene numerosas ramificaciones en su trayecto por los estados de Iowa, Kansas, Colorado y Oregón. Al salir de Omaha, marcha por la orilla izquierda de Platte river hasta la embocadura de la derivación del norte, y luego sigue la derivación del sur; atraviesa los terrenos de Laramie y las montañas Wahsatch, da vuelta al lago Salado, llega a Salt Lake City, capital de los mormones, penetra en el valle de la Tuilla, recorre el desierto americano, los montes de Cedar y Humboldt, Humboldt river, Sierra Nevada, y baja por Sacramento hasta el Pacífico, sin que este trazado tenga pendientes mayores de doce pies por mil, aun en el trayecto de las Montañas Rocosas.

Tal era esa larga arteria que los trenes recorren en siete días, y que iba a permitir al honorable Phileas Fogg, así al menos lo esperaba, tomar el 11, en Nueva York, el vapor de Liverpool.

El vagón ocupado por Phileas Fogg era una especie de ómnibus largo, que descansaba sobre dos juegos de cuatro ruedas cada uno, cuya movilidad permitía salvar las curvas de pequeño radio. En el interior no había compartimentos, sino dos filas de asientos dispuestos a cada lado, perpendicularmente al eje, y entre los cuales estaba reservado un paso que conducía a los gabinetes de tocador y otros, con que cada vagón va provisto. En toda la longitud del tren, los coches comunican entre sí por unos puentecillos, y los viajeros podían circular de uno a otro extremo del convoy, que ponía a su disposición vagones-salones, vagones-terrazas, vagones-restaurantes, vagones-cafés. No faltaban mas que vagones-teatros, pero algún los habrá, sin duda.

Por los puentecillos circulaban sin cesar vendedores de libros y periódicos ofreciendo su mercancía, y vendedores de licores, comestibles y cigarros, que no carecían de compradores.

Los viajeros habían salido de la estación de Oakland a las seis de la tarde. Ya era de noche, noche fría, sombría, con el cielo encapotado, cuyas nubes amenazaban convertirse en nieve. El tren no avanzaba con mucha rapidez. Teniendo en cuenta las paradas, no recorría más de veinte millas por hora, velocidad que, sin embargo, le permitía atravesar los Estados Unidos en el tiempo reglamentario.

Se conversaba poco en el vagón, y por otra parte el sueño iba a apoderarse pronto de los viajeros. Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de policía, pero no le hablaba. Desde los últimos acontecimientos, sus relaciones se habían enfriado notablemente. Ya no había simpatía ni intimidad. Fix no había cambiado nada de su modo de ser; pero Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y dispuesto a estrangular a su antiguo amigo a la menor sospecha.

Una hora después de la salida del tren comenzó a caer una nieve que no podía entorpecer, afortunadamente, la marcha del tren. Por las ventanillas ya no se veía más que una inmensa alfombra blanca, sobre la cual, desarrollando sus espirales, se destacaba, ceniciento, el vapor de la locomotora.

A las ocho, un camarero entró en el vagón y anunció a los pasajeros que había llegado la hora de acostarse. Ese vagón era un sleeping-car, que en algunos minutos queda transformado en dormitorio. Los respaldos de los bancos se doblaron; unos colchoncitos, curiosamente empaquetados, se desarrollaron por un sistema ingenioso; quedaron improvisados en pocos instantes unos camarotes y cada viajero pudo tener a su disposición una cama confortable defendida por recias cortinas contra toda mirada indiscreta. Las sábanas eran blancas, las almohadas blandas, y no había más que acostarse y dormir, lo que cada cual hizo como si se hubiera encontrado en el cómodo camarote de un barco, mientras el tren corría a todo vapor por el estado de California.

En esa porción del territorio que se extiende entre San Francisco y Sacramento, el suelo es poco accidentado. Esa parte del ferrocarril, llamada Central Pacific Road, tomaba a Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro del que partía de Omaha. De San Francisco, la capital de California, la línea corría directamente al nordeste, siguiendo el American river, que desagua en la bahía de San Pablo. Las ciento veinte millas comprendidas entre estas dos importantes ciudades fueron recorridas en seis horas, y hacia la medianoche, mientras los viajeros se hallaban entregados a su primer sueño, pasaron por Sacramento, no pudiendo, por lo tanto, ver nada de esa considerable ciudad, residencia de la legislatura del estado de California, ni sus bellos muelles, ni sus anchas calles, ni sus espléndidos palacios, ni sus plazas, ni sus templos.

Más allá de Sacramento, el tren, después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Auburn y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de la mañana cuando pasó por la estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio era de nuevo un vagón ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los pintorescos paisajes de aquel montañoso país. El trazado del ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido sobre los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de curvas atrevidas, penetrando en gargantas estrechas que parecían sin salida. La locomotora, brillante como unas andas, con su gran chimenea, que despedía fulgores rojizos y su plateada campana, mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas, retorciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.

Había pocos túneles o ninguno, y no existían puentes. El ferrocarril seguía los contornos de las montañas no buscando en la línea recta el camino más corto de uno a otro punto y no violentando a la naturaleza.

Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren penetraba en el estado de Nevada, siguiendo siempre la dirección nordeste. A las doce pasaba por Reno, donde los viajeros tuvieron veinte minutos para almorzar.

Desde este punto, la vía férrea, costeando el Humboldt river, se elevó durante algunas millas hacia el norte, siguiendo su curso; después torció al este, no debiendo ya separarse de ese río hasta llegara a los Humboldt ranges, donde nace, casi a la extremidad oriental del estado de Nevada.

Después de haber almorzado, mister Fogg, mistress Auda y sus compañeros volvieron a sus asientos. Phileas Fogg, la joven Auda y sus compañeros, confortablemente colocados, contemplaban el variado paisaje que se presentaba a su vista; dilatadas praderas, montañas que se perfilaban en el horizonte y creeks de espumosas aguas. De vez en cuando aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño de bisontes cual dique movedizo. Esos innumerables ejércitos de rumiantes oponen a veces un obstáculo insuperable al paso de los trenes. Se han visto millares de ellos desfilar, durante horas y horas en apiñadas hileras a través de los raíles. La locomotora tiene entoces que detenerse y aguardar a que la vía esté libre.

Y eso fue lo que aconteció en aquella ocasión. A las tres de la tarde, la vía quedó interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas. La máquina, después de haber amortiguado su velocidad, intentó introducir su espolón en tan inmensa columna; pero, al fin, hubo de detenerse ante la impenetrable masa.

Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a veces formidables mugidos. Tenían una estatura superior a los de Europa; piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las astas separadas en la base; la cabeza, cuello y espalda cubiertos con una melena de largo pelo. No podía pensarse en detener aquella emigración. Cuando los bisontes adoptan una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de carne viva que no puede ser contenido por dique alguno.

Los viajeros, diseminados sobre los pasadizos, contemplaban el curioso espectáculo; pero el que debía tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había permanecido en su puesto, esperando filosóficamente a que los búfalos quisieran dejarle paso. Picaporte estaba enfurecido por la tardanza que ocasionaba aquella aglomeración de animales. De buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de revólveres.

-¡Qué país! -exclamó-. ¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así en procesión sin prisa ninguna, como si no estorbasen la circulación! ¡Caracoles! ¡Quisiera yo saber si mister Fogg había previsto este contratiempo en su programa! ¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina a través de ese ganado!

El maquinista no había intentado forzar el obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera aplastado, sin duda alguna, a los primeros búfalos atacados por el espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la máquina, habría hecho alto en seguida, dando lugar a un descarrilamiento y a una detención indefinida del tren.

Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril, mientras las primeras filas desaparecían por el horizonte meridional.

Eran, pues, las ocho cuando el tren cruzó los desfiladeros de los Humboldt ranges, y las nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago Salado, el curioso país de los mormones.

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1. De océano a océano.

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