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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo X

A pesar de los movimientos desordenados del buque la vida de a bordo se iba organizando. Para un anglosajón, nada hay más fácil: el paquebote es su barrio, su calle su habitación que se movía y estaban como en su casa. El francés, por el contrario, siempre parece que viaja cuando viaja.

Cuando el tiempo lo permitía la multitud afluía a las anchas calles de la cubierta. Todos aquellos paseantes, que conservaban la perpendicular a pesar de los balances, parecían beodos a quienes la embriaguez hubiese producido en un mismo instante el mismo modo de andar. Cuando los pasajeros no subían a cubierta permanecían ya en las cámaras particulares, ya en el gran salón, donde se entretenían oyendo las ruidosas armonías de los pianos. Preciso es confesar que aquellos instrumentos, tan borrascosos como el mar, no hubieran permitido a todo un Listz dar pruebas de su talento. Los bajos faltaban cuando el are se inclinaba a babor y los tiples cuando a estribor, produciendo claros en la armonía y vacíos en la melodía; pero esto no preocupaba gran cosa a los sajones. Entre aquellos aficionados, me llamó la atención una mujer alta y flaca que debía ser muy inteligente en música. En efecto, para facilitar la lectura de las piezas que ejecutaba había señalado todas las notas con un número, y todas las teclas del piano con otro número correspondiente. Si la nota estaba señalada con el veintisiete, tocaba la tecla veintisiete y si aquella llevaba el cincuenta y tres pulsaba la tecla cincuenta y tres, sin preocuparse del ruido que producía en torno de ella ni del estrépito de otros pianos que resonaban en los salones vecinos, ni de los importunos chiquillos que iban a destruir los acordes descargando puñetazos en las octavas libres del teclado.

Durante el concierto, los concurrentes leían los libros esparcidos por las mesas. Si uno de ellos tropezaba con un pasaje interesante, lo leía en voz alta mientras su auditorio le escuchaba complacido y lo saludaba con un murmullo de aprobación. En los divanes había una porción de esos periódicos ingleses o americanos que parecen viejos, aunque no se cortan jamás. La operación de desdoblar aquellos inmensos pliegos es incómoda puesto que extendidos ocuparían una superficie de muchos metros cuadrados; pero está de moda no cortarlos, y no se cortan. Un día tuve la paciencia de leer el New York Herald en tales condiciones, y leerlo de cabo a rabo; pero júzguese si quedaría recompensado mi trabajo al hallar este, anuncio: "M. X..., ruega a la bella miss Z, a quien encontró ayer en el ómnibus de la calle veinticinco, se sirva pasar a verlo al cuarto núm. 17 del hotel San Nicolás, pues desea tratar con ella de matrimonio". ¿Qué hizo la bella miss Z? No quise saberlo.

Pasé toda aquella tarde en el salón principal observando y charlando.

La conversación no podía dejar de ser interesante, pues mi amigo Dean Pitferge, había venido a sentarse a mi lado.

-¿Está usted mejor de su caída? -le pregunté.

-Perfectamente -me respondió-. Pero esto no marcha.

-¿Qué es lo que no marcha? ¿Usted?

-No, el buque. Las calderas de la hélice funcionan mal. No hay suficiente, presión.

-¿Desea usted llegar pronto a Nueva York?

-Nada de eso. Hablo como mecánico solamente. Me hallo muy a gusto aquí, y sentiría de veras separarme de esa colección de seres originales, que la casualidad ha reunido a bordo... para mi entretenimiento.

-¡De seres originales! -exclamé, mirando a los viajeros que afluían al salón-. ¡Pero si toda esa gente se parece!

-¡Bah! -exclamó el doctor-; se ve que no los conoce usted muy bien. La especie es la misma convengo en ello, pero, ¡cuánta variedad existe! Considérela en ese grupo de despreocupados, que tienen las piernas extendidas sobre los divanes y el sombrero encasquetado. Esos son yankees, pero de pura raza de los pequeños estados del Maine, de Vermont o de Connecticut, productos de la Nueva Inglaterra, hombres de inteligencia y de acción; un poco sometidos a la influencia de los reverendos, pero que estornudan sin volver la cara. ¡Ah! amigo mío, ésos son verdaderos sajones de naturaleza a propósito para el lucro.

Encierre usted dos yankees en una habitación, y al cabo de una hora uno de ellos habrá ganado diez dólares al otro.

-No le pregunto cómo -respondí riendo-; pero con ellos veo un hombrecillo que se mueve como una veleta vestido con un largo gabán y un pantalón negro algo corto. ¿Quién es ese señor?

-Es un ministro protestante; un hombre considerable de Massachusetts y que va a reunirse con su mujer, una ex institutriz, muy comprometida en un proceso célebre.

-¿Y aquel otro alto y sombrío, que parece hallarse absorto en sus cálculos?

-Ese hombre, calcula en efecto -dijo el doctor-. Calcula siempre.

-¿Problemas?

-No. Sobre su fortuna. Es un hombre considerable. A toda hora sabe lo que posee, hasta el último centavo. Es tan rico que, en Nueva York, un barrio entero está construido en terrenos de su propiedad. Hace un instante poseía un millón seiscientos veinticinco mil trescientos sesenta y siete dólares; mas ahora sólo le queda un millón seiscientos veinticinco mil trescientos sesenta y seis dólares y un cuarto.

-¿Y por qué esa diferencia en su fortuna?

-Porque acaba de fumarse un cigarro de treinta sueldos.

Las salidas del doctor Dean Pitferge, me hacían mucha gracia.

Le señalé otro grupo reunido en otro punto del salón.

-Aquéllos -me dijo-, son habitantes del Far West. El más corpulento, que parece el primer pasante de un abogado, es un hombre considerable, el gobernador del Banco de Chicago. Lleva siempre debajo del brazo un álbum, con vistas de su querida ciudad. Está orgulloso de ella y con razón: ¡una ciudad fundada en 1836 en un desierto, y que cuenta hoy con cuatro mil almas, incluso la suya! ¿Y no ve, usted junto a él una pareja californiana? La joven es delicada y encantadora, el marido demacrado, en extremo, es antiguo mozo de labranza que cierto día se puso a labrar pepitas de oro. Ese personaje...

-Es un hombre considerable - dije yo.

-Exacto -contestó el doctor-, como que su capital se cuenta por millones.

-¿Y ese individuo alto, que mueve sin cesar la cabeza de arriba abajo como un negro de reloj?

-Ese personaje -respondió el doctor- en el célebre Cokburn de Rochester, el estadístico universal, que lo ha pesado y medido todo, que ha calculado todas las dosis, que lo ha contado todo. Interrogue usted a ese inofensivo maniático. Él le dirá cuánto pan ha comido en toda su vida un hombre de cincuenta años y el número de metros cúbicos de aire que ha respirado. Él le dirá cuantos volúmenes en cuarto llenarían las palabras de un abogado del Temple Bar, y cuántas millas camina diariamente un cartero llevando sólo cartas amorosas. Él le dirá el número de viudas que pasan en una hora por el puente de Londres, y cuál sería la altura de una pirámide construida con los sandwiches consumidos anualmente por los ciudadanos de la Unión. Él le dirá....

El doctor, lanzado a toda velocidad, hubiera continuado si otros personajes que desfilaron por delante de nosotros no le hubieran interesado.

¡Qué tipos tan diversos entre aquella multitud de pasajeros!

Pero ni un desocupado, pues no se pasa de un continente a otro sin motivos serios. La mayor parte iba a buscar fortuna sin duda a aquella tierra americana olvidando que a los veinte años un yankee se ha hecho ya una posición, y que a los veinticinco es demasiado viejo para entrar en lucha.

Entre aquellos buscadores, inventores y buscavidas, me indicó el doctor Dean Pitferge algunos muy interesantes, como por ejemplo, un sabio químico, un rival del doctor Liebig, que pretendía haber encontrado el modo de condensar todos los elementos nutritivos de un buey en una pastilla de carne el tamaño de un peso, e iba a acuñar monedas con los rumiantes de las Pampas; otro inventor de un motor portátil, un caballo de vapor que llevaba encerrado en una caja de reloj, corría a explotar su privilegio de invención a la Nueva Inglaterra; otro, francés, de la calle Chapon, llevaba treinta mil muñecas de cartón, que decían "papá" con acento americano y no dudaba que tenía hecha ya su fortuna.

Y sin contar aquellos entes originales, ¡cuántos otros había cuyos secretos no podía suponerse! Quizá entre ellos había algún cajero que iba huyendo de una caja vacía, mientras que algún detective, fingiéndose amigo suyo, esperaba tan sólo que el Great Eastern llegase a Nueva York para echarle mano. Tal vez podría reconocerse entre aquella muchedumbre alguno de esos emprendedores de negocios clandestinos y nada limpios, que hallan siempre accionistas crédulos, aún cuando el negocio se titule "Compañía oceánica para alumbrado por gas de la Polinesia" o "Sociedad general de los carbones incombustibles".

En aquel momento me distrajo la entrada de una joven pareja, que parecía invadida de un prematuro aburrimiento.

-Esos son peruanos -me dijo el doctor-, casados hace un año; van paseando su luna de miel por todo el mundo. Salieron de Lima la noche de bodas; se adoraron en el Japón, se amaron en Australia, se toleraron en Francia; riñeron en Inglaterra y probablemente se separarán en América.

-Y, ¿quién es ese hombre alto y de altivo porte que entra en este momento? Con su negro bigote parece un militar.

-Es un mormón -me respondió el doctor-; un elder, Mr. Hatch, uno de los grandes predicadores de la Ciudad de los Santos. ¡Qué buen tipo! Repare usted en su arrogante mirada, en esa fisonomía digna, en ese continente tan distinto de los yankees. Mister Hatch regresa de Alemania y de Inglaterra donde ha predicado el mormonismo con buen resultado, puesto que esa secta cuenta en Europa con muchos adeptos; a quienes permite conformarse con las leyes de todos los países.

-Yo creía que en Europa estaba prohibida la poligamia.

-Sin duda pero no crea usted que la poligamia sea obligatoria para los mormones. Briggam Young tenía un harén, porque así le convenía; pero no todos sus adeptos lo imitan en las orillas del lago Salado.

-¡Caramba! ¿Y mister Hatch?

-Mister Hatch sólo tiene una esposa y aun le parece demasiado. Además, ya nos explicará su sistema en una conferencia que dará una noche de éstas.

-Se llenará el salón - dije.

-Sí -respondió Pitferge-, si el juego no le quita el auditorio. Ya sabe usted que se juega en la cámara de proa. Allí hay un inglés de figura aviesa y desagradable que según creo, dirige esa turba de jugadores. Es un canalla de la peor especie. ¿Ha reparado en él?

Algunos pormenores que añadió el doctor, me hicieron recordar el individuo que aquella mañana se señaló por sus apuestas. Mis sospechas no me habían engañado. Dean Pitferge me hizo saber que se llamaba Enrique Drake, hijo de un negociante de Calcuta, jugador, libertino, duelista y casi arruinado, que iba probablemente a América a probar una vida de aventuras.

-Esas gentes -añadió el doctor-, encuentran siempre aduladores que les estimulan, y ése tiene ya su círculo de pillos, del cual forma el punto céntrico. Entre ellos está un hombrecillo bajo, de cara redonda, nariz chata, labios gruesos y con anteojos de oro, que debe ser un judío alemán injerto de bordelés. Se titula doctor, y dice que va a Quebec, pero me parece, un farsante de baja estofa y un admirador de Drake.

Dean Pitferge, que pasaba con facilidad de un asunto a otro, me tocó con el codo. Dirigí la vista a la puerta del salón, y vi un joven de veintidós años y una señorita de diecisiete que entraban asidos del brazo.

-¿Dos recién casados? -pregunté.

-No -me respondió el doctor con un tono medio enternecido-; dos antiguos prometidos que sólo esperan llegar a Nueva York para casarse. Acaban de dar la vuelta al mundo, con la autorización de sus familias, se entiende y ahora saben ya que han nacido el uno para el otro. ¡Guapos jóvenes! Da gusto al verlos asomados a la escotilla de la máquina muy entretenidos en contar las vueltas de las ruedas, que no andan con la velocidad que ellos desearían. ¡Ay, si nuestras calderas pudieran calentarse hasta el rojo blanco como esos corazones, ya vería usted cómo subiría su presión!

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