Una ciudad flotante
Capítulo X
A pesar de los movimientos desordenados del buque la
vida de a bordo se iba organizando. Para un anglosajón, nada hay
más fácil: el paquebote es su barrio, su calle su
habitación que se movía y estaban como en su casa. El
francés, por el contrario, siempre parece que viaja cuando
viaja.
Cuando el tiempo lo permitía la multitud
afluía a las anchas calles de la cubierta. Todos aquellos
paseantes, que conservaban la perpendicular a pesar de los balances,
parecían beodos a quienes la embriaguez hubiese producido en un
mismo instante el mismo modo de andar. Cuando los pasajeros no
subían a cubierta permanecían ya en las cámaras
particulares, ya en el gran salón, donde se entretenían
oyendo las ruidosas armonías de los pianos. Preciso es confesar
que aquellos instrumentos, tan borrascosos como el mar, no hubieran
permitido a todo un Listz dar pruebas de su talento. Los bajos
faltaban cuando el are se inclinaba a babor y los tiples cuando a
estribor, produciendo claros en la armonía y vacíos en la
melodía; pero esto no preocupaba gran cosa a los sajones. Entre
aquellos aficionados, me llamó la atención una mujer alta
y flaca que debía ser muy inteligente en música. En
efecto, para facilitar la lectura de las piezas que ejecutaba
había señalado todas las notas con un número, y
todas las teclas del piano con otro número correspondiente. Si
la nota estaba señalada con el veintisiete, tocaba la tecla
veintisiete y si aquella llevaba el cincuenta y tres pulsaba la tecla
cincuenta y tres, sin preocuparse del ruido que producía en
torno de ella ni del estrépito de otros pianos que resonaban en
los salones vecinos, ni de los importunos chiquillos que iban a
destruir los acordes descargando puñetazos en las octavas libres
del teclado.
Durante el concierto, los concurrentes leían
los libros esparcidos por las mesas. Si uno de ellos tropezaba con un
pasaje interesante, lo leía en voz alta mientras su auditorio le
escuchaba complacido y lo saludaba con un murmullo de
aprobación. En los divanes había una porción de
esos periódicos ingleses o americanos que parecen viejos, aunque
no se cortan jamás. La operación de desdoblar aquellos
inmensos pliegos es incómoda puesto que extendidos
ocuparían una superficie de muchos metros cuadrados; pero
está de moda no cortarlos, y no se cortan. Un día tuve la
paciencia de leer el New York Herald en tales condiciones, y
leerlo de cabo a rabo; pero júzguese si quedaría
recompensado mi trabajo al hallar este, anuncio: "M. X..., ruega a
la bella miss Z, a quien encontró ayer en el ómnibus de
la calle veinticinco, se sirva pasar a verlo al cuarto núm. 17
del hotel San Nicolás, pues desea tratar con ella de
matrimonio". ¿Qué hizo la bella miss Z? No quise
saberlo.
Pasé toda aquella tarde en el salón
principal observando y charlando.
La conversación no podía dejar de ser
interesante, pues mi amigo Dean Pitferge, había venido a
sentarse a mi lado.
-¿Está usted mejor de su caída?
-le pregunté.
-Perfectamente -me respondió-. Pero esto no
marcha.
-¿Qué es lo que no marcha?
¿Usted?
-No, el buque. Las calderas de la hélice
funcionan mal. No hay suficiente, presión.
-¿Desea usted llegar pronto a Nueva York?
-Nada de eso. Hablo como mecánico solamente. Me
hallo muy a gusto aquí, y sentiría de veras separarme de
esa colección de seres originales, que la casualidad ha reunido
a bordo... para mi entretenimiento.
-¡De seres originales! -exclamé, mirando
a los viajeros que afluían al salón-. ¡Pero si toda
esa gente se parece!
-¡Bah! -exclamó el doctor-; se ve que no
los conoce usted muy bien. La especie es la misma convengo en ello,
pero, ¡cuánta variedad existe! Considérela en ese
grupo de despreocupados, que tienen las piernas extendidas sobre los
divanes y el sombrero encasquetado. Esos son yankees, pero de
pura raza de los pequeños estados del Maine, de Vermont o de
Connecticut, productos de la Nueva Inglaterra, hombres de inteligencia
y de acción; un poco sometidos a la influencia de los
reverendos, pero que estornudan sin volver la cara. ¡Ah! amigo
mío, ésos son verdaderos sajones de naturaleza a
propósito para el lucro.
Encierre usted dos yankees en una
habitación, y al cabo de una hora uno de ellos habrá
ganado diez dólares al otro.
-No le pregunto cómo -respondí riendo-;
pero con ellos veo un hombrecillo que se mueve como una veleta vestido
con un largo gabán y un pantalón negro algo corto.
¿Quién es ese señor?
-Es un ministro protestante; un hombre considerable de
Massachusetts y que va a reunirse con su mujer, una ex institutriz, muy
comprometida en un proceso célebre.
-¿Y aquel otro alto y sombrío, que
parece hallarse absorto en sus cálculos?
-Ese hombre, calcula en efecto -dijo el doctor-.
Calcula siempre.
-¿Problemas?
-No. Sobre su fortuna. Es un hombre considerable. A
toda hora sabe lo que posee, hasta el último centavo. Es tan
rico que, en Nueva York, un barrio entero está construido en
terrenos de su propiedad. Hace un instante poseía un
millón seiscientos veinticinco mil trescientos sesenta y siete
dólares; mas ahora sólo le queda un millón
seiscientos veinticinco mil trescientos sesenta y seis dólares y
un cuarto.
-¿Y por qué esa diferencia en su
fortuna?
-Porque acaba de fumarse un cigarro de treinta
sueldos.
Las salidas del doctor Dean Pitferge, me hacían
mucha gracia.
Le señalé otro grupo reunido en otro
punto del salón.
-Aquéllos -me dijo-, son habitantes del Far
West. El más corpulento, que parece el primer pasante de un
abogado, es un hombre considerable, el gobernador del Banco de Chicago.
Lleva siempre debajo del brazo un álbum, con vistas de su
querida ciudad. Está orgulloso de ella y con razón:
¡una ciudad fundada en 1836 en un desierto, y que cuenta hoy con
cuatro mil almas, incluso la suya! ¿Y no ve, usted junto a
él una pareja californiana? La joven es delicada y encantadora,
el marido demacrado, en extremo, es antiguo mozo de labranza que cierto
día se puso a labrar pepitas de oro. Ese personaje...
-Es un hombre considerable - dije yo.
-Exacto -contestó el doctor-, como que su
capital se cuenta por millones.
-¿Y ese individuo alto, que mueve sin cesar la
cabeza de arriba abajo como un negro de reloj?
-Ese personaje -respondió el doctor- en el
célebre Cokburn de Rochester, el estadístico
universal, que lo ha pesado y medido todo, que ha calculado todas las
dosis, que lo ha contado todo. Interrogue usted a ese inofensivo
maniático. Él le dirá cuánto pan ha comido
en toda su vida un hombre de cincuenta años y el número
de metros cúbicos de aire que ha respirado. Él le
dirá cuantos volúmenes en cuarto llenarían las
palabras de un abogado del Temple Bar, y cuántas millas
camina diariamente un cartero llevando sólo cartas amorosas.
Él le dirá el número de viudas que pasan en una
hora por el puente de Londres, y cuál sería la altura de
una pirámide construida con los sandwiches consumidos
anualmente por los ciudadanos de la Unión. Él le
dirá....
El doctor, lanzado a toda velocidad, hubiera
continuado si otros personajes que desfilaron por delante de nosotros
no le hubieran interesado.
¡Qué tipos tan diversos entre aquella
multitud de pasajeros!
Pero ni un desocupado, pues no se pasa de un
continente a otro sin motivos serios. La mayor parte iba a buscar
fortuna sin duda a aquella tierra americana olvidando que a los veinte
años un yankee se ha hecho ya una posición, y que
a los veinticinco es demasiado viejo para entrar en lucha.
Entre aquellos buscadores, inventores y buscavidas, me
indicó el doctor Dean Pitferge algunos muy interesantes, como
por ejemplo, un sabio químico, un rival del doctor Liebig, que
pretendía haber encontrado el modo de condensar todos los
elementos nutritivos de un buey en una pastilla de carne el
tamaño de un peso, e iba a acuñar monedas con los
rumiantes de las Pampas; otro inventor de un motor portátil, un
caballo de vapor que llevaba encerrado en una caja de reloj,
corría a explotar su privilegio de invención a la Nueva
Inglaterra; otro, francés, de la calle Chapon, llevaba treinta
mil muñecas de cartón, que decían
"papá" con acento americano y no dudaba que
tenía hecha ya su fortuna.
Y sin contar aquellos entes originales,
¡cuántos otros había cuyos secretos no podía
suponerse! Quizá entre ellos había algún cajero
que iba huyendo de una caja vacía, mientras que algún
detective, fingiéndose amigo suyo, esperaba tan sólo que
el Great Eastern llegase a Nueva York para echarle mano. Tal vez
podría reconocerse entre aquella muchedumbre alguno de esos
emprendedores de negocios clandestinos y nada limpios, que hallan
siempre accionistas crédulos, aún cuando el negocio se
titule "Compañía oceánica para alumbrado por
gas de la Polinesia" o "Sociedad general de los carbones
incombustibles".
En aquel momento me distrajo la entrada de una joven
pareja, que parecía invadida de un prematuro aburrimiento.
-Esos son peruanos -me dijo el doctor-, casados hace
un año; van paseando su luna de miel por todo el mundo. Salieron
de Lima la noche de bodas; se adoraron en el Japón, se amaron en
Australia, se toleraron en Francia; riñeron en Inglaterra y
probablemente se separarán en América.
-Y, ¿quién es ese hombre alto y de
altivo porte que entra en este momento? Con su negro bigote parece un
militar.
-Es un mormón -me respondió el doctor-;
un elder, Mr. Hatch, uno de los grandes predicadores de la
Ciudad de los Santos. ¡Qué buen tipo! Repare usted en su
arrogante mirada, en esa fisonomía digna, en ese continente tan
distinto de los yankees. Mister Hatch regresa de Alemania y de
Inglaterra donde ha predicado el mormonismo con buen resultado, puesto
que esa secta cuenta en Europa con muchos adeptos; a quienes permite
conformarse con las leyes de todos los países.
-Yo creía que en Europa estaba prohibida la
poligamia.
-Sin duda pero no crea usted que la poligamia sea
obligatoria para los mormones. Briggam Young tenía un
harén, porque así le convenía; pero no todos sus
adeptos lo imitan en las orillas del lago Salado.
-¡Caramba! ¿Y mister Hatch?
-Mister Hatch sólo tiene una esposa y aun le
parece demasiado. Además, ya nos explicará su sistema en
una conferencia que dará una noche de éstas.
-Se llenará el salón - dije.
-Sí -respondió Pitferge-, si el juego no
le quita el auditorio. Ya sabe usted que se juega en la cámara
de proa. Allí hay un inglés de figura aviesa y
desagradable que según creo, dirige esa turba de jugadores. Es
un canalla de la peor especie. ¿Ha reparado en él?
Algunos pormenores que añadió el doctor,
me hicieron recordar el individuo que aquella mañana se
señaló por sus apuestas. Mis sospechas no me
habían engañado. Dean Pitferge me hizo saber que se
llamaba Enrique Drake, hijo de un negociante de Calcuta, jugador,
libertino, duelista y casi arruinado, que iba probablemente a
América a probar una vida de aventuras.
-Esas gentes -añadió el doctor-,
encuentran siempre aduladores que les estimulan, y ése tiene ya
su círculo de pillos, del cual forma el punto céntrico.
Entre ellos está un hombrecillo bajo, de cara redonda, nariz
chata, labios gruesos y con anteojos de oro, que debe ser un
judío alemán injerto de bordelés. Se titula
doctor, y dice que va a Quebec, pero me parece, un farsante de baja
estofa y un admirador de Drake.
Dean Pitferge, que pasaba con facilidad de un asunto a
otro, me tocó con el codo. Dirigí la vista a la puerta
del salón, y vi un joven de veintidós años y una
señorita de diecisiete que entraban asidos del brazo.
-¿Dos recién casados?
-pregunté.
-No -me respondió el doctor con un tono medio
enternecido-; dos antiguos prometidos que sólo esperan llegar a
Nueva York para casarse. Acaban de dar la vuelta al mundo, con la
autorización de sus familias, se entiende y ahora saben ya que
han nacido el uno para el otro. ¡Guapos jóvenes! Da gusto
al verlos asomados a la escotilla de la máquina muy entretenidos
en contar las vueltas de las ruedas, que no andan con la velocidad que
ellos desearían. ¡Ay, si nuestras calderas pudieran
calentarse hasta el rojo blanco como esos corazones, ya vería
usted cómo subiría su presión!
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