Una ciudad flotante
Capítulo XVII
En la noche del lunes al martes, el mar estuvo
más agitado. Volvieron a crujir las mamparas de los camarotes, y
las maletas rodaron de nuevo. Cuando subí a cubierta a las siete
de la mañana llovía. El viento empezó a refrescar,
y el oficial de cuarto mandó cargar las velas; pero entonces, el
buque no teniendo apoyo, empezó a dar fuertes bandazos. Aquel
día 2 de abril, no se vio nadie sobre cubierta y hasta los
salones estuvieron desiertos. Los pasajeros no salieron de sus
camarotes, faltando al almuerzo y a la comida; tampoco fue posible
jugar al whist, pues las mesas se escapaban bajo las manos de
los jugadores, y en los dados no había ni qué pensar.
Algunos pasajeros, más intrépidos que los otros, tendidos
en los canapés, leían o dormían. Tanto
valía desafiar la lluvia sobre cubierta por donde los marineros,
vestidos con sus chaquetas impermeables, se paseaban
filosóficamente. El segundo, firme en el puente, y envuelto en
su capote de caucho, hacía su cuarto. Sus ojuelos brillaban de
contento entre los chubascos y las ráfagas. Aquel hombre estaba
en sus glorias, y eso que el buque se balanceaba excesivamente.
Las aguas del río y del mar se
confundían en la bruma a algunos cables de distancia. La
atmósfera gris. Algunas aves paraban chillando a través
de la niebla. A las diez se avistó por la banda de estribor una
fragata que navegaba viento en popa pero no pudo reconocerse su
nacionalidad.
A eso de las once, el viento se calmó y
roló dos cuartos al NO. La lluvia cesó de pronto. A
través de los claros de las nubes se dejaron ver algunos jirones
de cielo. El sol asomó un momento y pudo hacerse una
observación, que dio este resultado:
Latitud: 46º 29' N.
Longitud: 42º 25' O.
Distancia: 256 millas.
Por consiguiente, a pesar de la mayor presión
de las calderas, la rapidez del buque no había aumentado, pero
la culpa era debida al viento del Oeste, que atacando de proa al
steam ship, retardaba su marcha. A las dos, volvió a
espesarse la niebla y de nuevo refrescó la brisa. La bruma era
tan intensa que los oficiales situados en los puentecillos no
veían a los hombres que se hallaban a proa.
Esos obscuros vapores, acumulados sobre las olas
constituyen el peligro mayor en toda navegación y son causa de
abordajes inevitables y mucho más peligrosos que un incendio.
Así es que cuanto más densa era la niebla más
redoblaban su vigilancia los oficiales y marineros, vigilancia que no
fue inútil, pues a las tres de la tarde apareció una
fragata a doscientos metros del Great Eastern, con sus velas
inutilizadas por un fuerte golpe de viento, y sin gobierno; el Great
Eastern pudo maniobrar a tiempo, y evitar pasarla por ojo, gracias
a la prontitud con que los vigías de guardia avisaron al timonel
valiéndose de bien combinadas señales, que se
hacían con una campana colocada en el castillo de proa. Un toque
indicaba buque a proa; dos, buque a estribor, y tres, buque a babor. El
marino, que se hallaba en la barra gobernaba convenientemente y se
evitaba el abordaje.
El viento siguió refrescando hasta el anochecer
pero los balances disminuyeron, porque la mar, cubierta ya a un lado
por los bancos de Terranova no podía seguir alborotada.
Así fue que sir James Anderson se determinó a
anunciar un nuevo "entretenimiento" para aquella noche. A la
hora indicada los salones se llenaron de gente, pero aquella vez no se
trataba de juegos de manos ni de naipes. James Anderson contó la
historia del cable transatlántico, que el mismo había
colocado; enseñó fotografías que representaban los
diferentes aparatos inventados para la inmersión, e hizo
circular los modelos de empalme de los trozos de dicho cable. Por
último, mereció, y con mucha justicia los tres hurras con
que todos los concurrentes acogieron su conferencia; de cuyos aplausos,
una parte, y no corta recayó en el promotor de aquella empresa:
el honorable Cyrus Field, que asistía a la reunión.
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