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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XIX

Salí del salón y subí a cubierta con el capitán Corsican. La noche era obscura; ni una sola estrella brillaba en el firmamento. El buque estaba envuelto en una sombra impenetrable; las ventanas de las cámaras resplandecían como hornos encendidos. Apenas se veían los marineros de cuarto que se paseaban lentamente por las toldillas; pero se respiraba el aire libre, y el capitán, que aspiraba aquellas frescas moléculas con todos sus pulmones, me dijo:

-Me ahogaba en el salón; aquí al menos nadamos en plena atmósfera. ¡Esta absorción es vivificante! Necesito cien metros cúbicos de aire cada veinticuatro horas o me asfixio.

-Respire usted, capitán, respire a sus anchas -le contesté-. Aquí hay aire para todos, pues la brisa no se economiza. El oxígeno es una gran cosa y debemos confesar que los habitantes de París y Londres no lo conocen más que de nombre.

-Si -replicó el capitán-, prefieren el ácido carbónico; cuestión de gustos. Por mi parte lo detesto, hasta en el champaña.

Hablando así llegamos hasta la borda de estribor que se hallaba al abrigo del viento por las altas pares de los camarotes. Los espesos remolinos de humo producían una verdadera lluvia de chispas que se escapaban de las negras chimeneas. El mugido de las máquinas acompañaba al silbido de las brisas que pasando por entre los obenques metálicos, los hacían vibrar como cuerdas de arpa. A este rumor se mezclaba a cada cuarto de hora el grito de los marineros: ¡All's well! ¡All's well! ¡Sin novedad! ¡Sin novedad! No se había olvidado ninguna precaución para la seguridad del buque en medio de los parajes frecuentados por los hielos flotantes. El capitán hacía sacar un cubo de agua cada media hora con objeto de reconocer la temperatura y si ésta hubiera descendido a un grado inferior no hubiera vacilado en variar de rumbo. Sabía efectivamente que, quince días antes, el Péreire, se había visto cercado por los icebergs en aquella latitud, peligro que debía evitarse. Por lo demás, su consigna nocturna prescribía una vigilancia rigurosa. Él mismo no se acostaba.

Dos oficiales se quedaron con el capitán en el puente; el uno observaba la marcha de las ruedas, el otro la de la hélice. Además, otro oficial y dos marineros hicieron la guardia en el alcázar de proa, mientras que un contramaestre y un marinero se mantenían en el estrave.

El pasaje podía estar tranquilo.

Después de haber observado estas disposiciones, Corsican y yo nos volvimos a popa. Se nos ocurrió la idea de pasear algún tiempo sobre cubierta antes de retirarnos a nuestros camarotes, como dos pacíficos ciudadanos en la plaza de su pueblo.

Creíamos estar solos allí; sin embargo, cuando nos acostumbramos a aquella obscuridad, percibimos un hombre apoyado en el parapeto, completamente inmóvil. Corsican, después de mirarlo atentamente, me dijo:

-Es Fabián.

En efecto, era Fabián. Lo conocimos; pero él, sumido en una muda contemplación, no nos vio; sus ojos parecían fijarse en un ángulo de las cámaras y se les veía brillar en la sombra. ¿Qué miraba? ¿Cómo podía horadar aquella profunda obscuridad? Me pareció que lo mejor era dejarlo entregado a sus meditaciones; pero, acercándose el capitán Corsican le dijo:

-¡Fabíán!

El joven no respondió; no le había oído. Corsican le llamó de nuevo. Entonces volvió un instante la cabeza y murmuró:

-¡Silencio!

Luego, señaló con la mano una sombra que se movía lentamente, al extremo de las líneas de las cámaras. Aquella forma apenas visible era lo que miraba Fabián.

-¡La dama negra! -murmuró después, sonriendo tristemente.

Me estremecí. El capitán Corsican me agarró de un brazo y sentí que también temblaba. El mismo pensamiento nos había asaltado. Aquella sombra era la aparición anunciada por Pitferge.

Fabián se había entregado nuevamente a su contemplación. Yo, con el pecho oprimido, con la mirada vaga miré aquella forma apenas esbozada en la sombra, y que poco a poco, se fue marcando más netamente a nuestras miradas. Avanzaba, vacilaba, andaba, se paraba, volvía a emprender su marcha y parecía más bien deslizarse que andar, ¡un alma errante! A diez pasos de nosotros se quedó inmóvil. Entonces pude distinguir la forma de una mujer esbelta y envuelta en una especie de albornoz, y cubierto su rostro con espeso velo.

-¡Una loca, una loca! ¿no es así? -murmuró Fabián.

Y era en efecto, una loca; pero Fabián no hablaba con nosotros, sino consigo mismo.

Aquella pobre criatura se acercó más aún. Me pareció ver brillar sus ojos a través del velo cuando se fijaron en Fabián. La velada se acercó más a él, y Fabián se levantó electrizado. Se puso ella la mano sobre su corazón, como para contar sus latidos... y después, huyó, desapareció detrás de la cámara.

Fabián cayó de rodillas con las manos extendidas.

-¡Ella! -murmuró.

Luego, moviendo la cabeza añadió:

-¡Qué alucinación!

Entonces el capitán Corsican le tomó la mano.

-¡Ven Fabián, ven! -dijo, y se llevó consigo a su desgraciado amigo.

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