Una ciudad flotante
Capítulo II
La cubierta parecía un inmenso arsenal lleno de
un ejército de trabajadores. No podía yo creer que estaba
a bordo de un buque. Muchos millares de hombres, obreros, tripulantes,
maquinistas, oficiales, carpinteros y curiosos se cruzaban y codeaban
sin molestarse; los unos en la cubierta los otros en las
máquinas; éstos corriendo sobre el puente,
aquéllos encaramados en los tambores. Aquí grúas,
volantes elevando enormes piezas de fundición, allí
gruesos maderos izados con cabrias de vapor; sobre el departamento de
las máquinas se balanceaba un cilindro de hierro, verdadero
tronco de metal; en la proa las vergas subían gimiendo a lo
largo de los masteleros de cofa; en popa se elevaba un andamio que
cubría sin duda algún edificio en construcción.
Allí se martillaba, se encajaba, se aserraba se remachaba y
cepillaba en medio de un incomparable desorden.
Mi equipaje había sido transbordado.
Pregunté por el capitán Anderson, que no estaba
aún a bordo, pero uno de los camareros se encargó de
instalarme e hizo transportar mis bultos a uno de los camarotes de
popa.
-Amigo -le dije -, se ha anunciado la salida del
Great Eastern para el 20 de marzo; pero es imposible que todos
esos preparativos queden terminados en veinticuatro horas.
¿Cuándo cree usted que podremos zarpar de Liverpool?
El interpelado, que no estaba más enterado que
yo, me miró y se fue sin contestar. Entonces resolví
visitar todos los rincones de aquel inmenso hormiguero y comencé
mi paseo como hubiera podido hacerlo un viajero en una ciudad
desconocida. Un fango negro, ese lodo británico de que suele
estar lleno el empedrado de las ciudades inglesas, cubría el
puente del steam ship. Varios arroyos fétidos
serpenteaban aquí y allá. Cualquiera hubiera
creído hallarse en uno de los peores parajes del Upper Thames
Street, cerca del puente de Londres.
Yo andaba a lo largo de los camarotes de popa; entre
ellos y los empalletados se extendían dos anchas calles o,
más bien dos bulevares obstruidos por una compacta multitud. Por
allí llegué al mismo centro de la nave, en medio de los
tambores, unidos por un doble sistema de pasarelas.
Allí se abría un verdadero abismo
destinado a contener los órganos de la máquina de ruedas.
Entonces vi aquel admirable artificio de locomoción. Unos
cincuenta obreros estaban diseminados por las claraboyas
metálicas de la armazón de hierro; unos enganchados a
largos émbolos inclinados que formaban diversos ángulos;
otros suspendidos de las bielas; éstos nivelando el
excéntrico, aquéllos atornillando con enormes llaves
inglesas los cojinetes de los muñones. El tronco de metal que
descendía lentamente por la escotilla era un nuevo árbol
de armadura, destinado a transmitir a las ruedas el movimiento de las
bielas. De aquel abismo salía un ruido continuo, mezcla de
sonidos desagradables y discordantes.
Después de haber echado una rápida
ojeada sobre aquellos trabajos de ajuste, emprendí de nuevo mi
paseo y llegué a la proa. Allí, los tapiceros acababan de
decorar una cámara espaciosa designada con el nombre de
smoking room, saloncillo de fumadoras, verdadero bar de aquella
ciudad flotante magnifico café iluminado por catorce ventanas,
con el techo blanco y dorado y las paredes ensambladas de madera de
limonero. Atravesando luego una especie de plazoleta triangular que se
formaba en la proa llegué junto al estrave cortado a plomo sobre
la superficie del agua.
Regresando de aquel punto extremo vi a través
de la bruma desgarrado, por una ráfaga la popa del Great
Eastern a una distancia de más de dos hectómetros. No
se podía emplear otra medida para apreciar las dimensiones de
aquel coloso.
Volví sobre mis pasos por el bulevar de
estribor, pasando entre la obra muerta y la empavesada evitando el
choque de las poleas que se balanceabanen el aire, y, los latigazos de
las jarcias cimbreadas por la brisa; huyendo de tropezar con una
grúa volante, y esquivando más adelante, las escorias
inflamadas qué arrojaba una fragua como si fuese fuegos
artificiales. Apenas divisaba el tope de los mástiles que
tenían doscientos pies de altura y se perdían en la
niebla a la que los tenders de servicio y "carboneros"
mezclaban su humo negro. Después de haber traspuesto la gran
escotilla de la máquina de ruedas, vi un pequeño hotel
que se elevaba a mano izquierda, y junto a él la larga fachada
lateral de un palacio coronado de una azotea cuyo parapeto estaban
bruñendo. Por fin llegué a la popa del steam ship,
y al lugar en que se elevaba el andamio que he indicado ya.
Allí, entre el último camarote y el vasto sobresano,
encima del cual se elevaban las cuatro ruedas del timón,
acababan los mecánicos de instalar una máquina de vapor,
compuesta de dos cilindros horizontales, con un sistema de
piñones, de palancas, y de bombas.
Por primera vez el timón iba a ser movido por
el vapor. Para esta maniobra era para lo que los mecánicos
montaban aquella máquina en la popa. El timonel colocado en el
puente del centro, entre los aparatos de señales de las ruedas y
de la hélice, tenía ante la vista un cuadrante, provisto
de una aguja movible que le indicaba a cada instante la posición
de la barra. Para modificarla le bastaba imprimir un ligero movimiento
a una pequeña rueda que apenas tenía un pie de
diámetro, colocada verticalmente al alcance de su mano.
Cuando las válvulas se abrían, el vapor
de las calderas se precipitaba por largos tubos conductores en los dos
cilindros de la pequeña máquina; los émbolos se
movían con rapidez, las piezas de transmisión actuaban y
el timón obedecía instantáneamente a sus
guardianes, irresistiblemente atraídos. Si aquel sistema daba
buen resultado, un hombre podría gobernar con un dedo la mole
colosal del Great Eastern.
Cinco días prosiguieron los trabajos con una
febril actividad. Aquella demora perjudicaba considerablemente a los
fletadores; pero los operarios no podían hacer más. La
partida se fijó irrevocablemente para el 26 de marzo. El 25,
aún estaba obstruida la cubierta de toda clase de artefactos
suplementarios.
Por fin, durante este último día los
pasadizos, los puentes y camarotes de cubierta quedaron desembarazados
poco a poco; quitáronse los andamios; desaparecieron las
grúas; se acabó el ajuste de las máquinas; los
últimos tornillos fueron apretados, y los últimos pernos
repasados; se cubrieron las piezas bruñidas con una capa de
pintura blanca que debía preservarles de la oxidación
durante el viaje; los depósitos de aceite se llenaron, y la
última plancha cayó en fin sobre su mortaja de metal.
Aquel día el ingeniero en jefe hizo la prueba de las calderas.
Una enorme cantidad de vapor se precipitó en la cámara de
las máquinas. Asomado a la escotilla envuelta en aquellas
cálidas emanaciones, no veía nada; pero oí
rechinar los largos émbolos en sus cajas y el ruido de los
enormes cilindros al girar sobre sus sólidos ejes. Debajo de los
tambores producíase un gran hervidero mientras que las paletas
sacudían lentamente las obscuras aguas del Mersey. A popa la
hélice azotaba las olas con su cuádruple rama. Las dos
máquinas, independientes una de otra estaban prontas a
funcionar.
A eso de las cinco de la tarde acostóse una
lancha de vapor, destinada al Great Eastern, y enseguida se
desamarró su locomóvil izándolo sobre cubierta por
medio de cabrestantes; pero no pudo hacerse lo mismo con la chalupa: su
casco de acero pesaba tanto, que las palancas se doblaban bajo su carga
lo cual no hubiera sucedido sin duda si se hubiesen sostenido por medio
de balancines. Fue, pues, necesario abandonar aquella lancha; pero
quedaba todavía en el Great Eastern una hilera de seis
embarcaciones colgadas en sus pescantes.
Aquella tarde todo quedó terminado; en los
pasadizos no se veían ni huellas de lodo; por allí
había pasado todo un ejército de baldeadores.
La carga estaba estivada. Las despensas, las bodegas y
los pañoles estaban abarrotados de víveres,
mercancías, y carbón. Sin embargo, el buque no llegaba a
su línea de flotación, pues no calaba los nueve metros de
reglamento. Esto era un inconveniente para sus ruedas, cuyas paletas,
insuficientemente sumergidas, imprimían necesariamente un empuje
menor; no obstante, se podía partir. Me acosté, pues, con
la esperanza de hacerme a la mar a la mañana siguiente. No me
engañé.
El 25 de marzo, al amanecer vi ondear en el palo
trinquete el pabellón americano; en el palo mayor el
francés y en la mesana el de Inglaterra.
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