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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XX

Ni Corsican ni yo teníamos la menor duda; aquella sombra era Elena, la prometida de Fabián, la mujer de Enrique Drake. La fatalidad había reunido a los tres en el mismo buque. Fabián no la había reconocido aun cuando había gritado: ¡Ella! ¡ella! Y, ¿cómo había de reconocerla? Pero no se había engañado al decir: ¡Una loca! porque sin duda el dolor, la desesperación, su amor, muerto en su corazón, el contacto del hombre indigno que la había arrebatado a Fabián, la ruina, la miseria, la vergüenza habían destrozado su alma trastornado su juicio.

De esto hablábamos al día siguiente Corsican y yo.

No dudábamos ya sobre la identidad de aquella joven: era Elena, a quien Drake llevaba consigo al continente, americano asociándola a su vida aventurera.

Los ojos del capitán brillaban al pensar en aquel miserable. Yo sentía que mi corazón iba a estallar. ¿Qué podíamos nosotros contra él, el marido, el dueño?

Nada. Pero lo más importante era impedir un nuevo encuentro entre Fabián y Elena, pues Fabián acabaría por reconocer a su prometida lo cual ocasionaría la catástrofe que queríamos evitar. Aun podíamos abrigar la esperanza de que aquellos dos desgraciados no volviesen a verse más. La desventurada Elena no se presentaba durante el día ni en los salones ni sobrecubierta; sólo de noche, burlando a su carcelero, sin duda venía a bañarse en aquel ambiente húmedo, y a pedir a la brisa un pasajero alivio. De allí a cuatro días, a más tardar, el Great Eastern habría arribado a Nueva York, y podíamos confiar en que la casualidad no burlaría nuestra vigilancia y que Fabián ignoraría la presencia de Elena en aquella travesía del Atlántico.

Durante la noche, había variado algo el rumbo del steam ship, pues, a consecuencia de haberse encontrado tres veces el agua a una temperatura de veintisiete grados Fahrenheit, es decir, a cuatro grados centígrados bajo cero, el buque había bajado hacia el Sur. Indudablemente teníamos cerca grandes hielos.

En efecto, aquella mañana el cielo presentaba un resplandor especial; la atmósfera era blanca; todo el Norte se iluminaba con una intensa reverberación producida evidentemente por la reflexión de los icebergs. Una brisa penetrante atravesaba el espacio, y a las diez, una nieve muy sutil vino súbitamente a cubrir de blanco el steam ship.

Se elevó luego en derredor nuestro una espesa faja de nubes, en medio de la cual señalábamos nuestra presencia con incesantes silbidos, cuyo sonido fuerte, y atronador espantaba las bandadas de gaviotas que se posaban en las vergas de la nave.

Habiéndose disipado la niebla a las diez y media vimos un vapor de hélice en el horizonte, por la parte de estribor. La blanca extremidad de su chimenea indicaba que pertenecía a la compañía Inman, y que transportaba emigrantes de Liverpool a Nueva York. Aquel buque nos dio su número: era el City of Limerik, de mil quinientas treinta toneladas y doscientos cincuenta y seis caballos. Había salido de Nueva York el sábado, y, por lo tanto, llevaba algún retraso.

Antes del almuerzo, algunos pasajeros organizaron una especie de lotería que no podía desagradar a los aficionados al juego o lo que lo parece. El resultado de aquella rifa no debía conocerse hasta que transcurrieran cuatro días; era lo que se llamaba la "rifa del práctico". Es sabido que cuando un buque llega a la entrada de un puerto, un práctico sube a bordo. Se dividen las veinticuatro horas del día y de la noche, en cuarenta y ocho medias horas, o en noventa y seis cuartos según el número de jugadores. Cada uno de éstos pone un dólar y la suerte le señala una de aquellas medias horas o cuartos de hora, ganando los cuarenta y ocho o noventa y seis dólares el pasajero durante cuyo cuarto de hora pone el práctico el pie en el buque. Según se ve, el juego es sencillo, no es una carrera de caballos, sino de cuartos de hora.

Un canadiense, el honorable Mac Alpine, tomó la dirección de este negocio. Reunió con facilidad noventa y seis jugadores, entre los cuales había algunas pasajeras que no eran las menos aficionadas al juego. Seguí la corriente general y di un dólar. La suerte me designó el cuarto de hora número sesenta y cuatro, un máximo número que no ofrecía ninguna probabilidad de ganancia. En efecto, aquella subdivisión del tiempo se contaba desde el mediodía al siguiente: había, pues, cuartos de hora diurnos y nocturnos. Fácilmente se comprenderá que estos últimos no tienen valor aleatorio; pues es raro que los buques se aproximen a los fondeaderos en medio de la obscuridad, y, por consiguiente, es difícil que se reciba un práctico a bordo durante la noche; las probabilidades de ganar son muy pocas; pero me consolé fácilmente.

Al bajar al salón, vi anunciada una lectura para aquella noche.

El misionero de Utah anunciaba una conferencia sobre el mormonismo. Buena ocasión para iniciarse en los misterios de la Ciudad de los Santos. Además, aquel elder, mister Hatch, debía ser un buen orador y convencido. La ejecución no podía menos de ser digna de la obra. El anuncio de dicha conferencia fue bien acogido.

Tomada la altura resultaron las siguientes cifras:

Latitud: 42º 32' N.
Longitud. 51º 59' O.
Distancia: 254 millas.

A las tres de la tarde los timoneles anunciaron un gran steamer de cuatro palos. Aquel buque modificó algo su rumbo para acercarse al Great Eastern con objeto de dar su número. Por su parte el capitán se acercó a él un poco y el vapor hizo la señal de su nombre. Era el Atlanta uno de los grandes buques que hacen el servicio de Londres a Nueva York tocando en Brest. Nos saludó y le devolvimos el saludo. A los pocos instantes desapareció.

Entonces Dean Pitferge me hizo saber, con manifiesta complacencia que se había suspendido la conferencia de mister Hatch. Las puritanas de a bordo no habían permitido a sus maridos que se iniciaran en los misterios del mormonismo.

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