Una ciudad flotante
Capítulo XXIV
Fue mala la noche; el steam ship,
espantosamente azotado al sesgo, arfaba de una manera atroz. Los
muebles bailaban con estrépito y los objetos de tocador
empezaron su música. El viento debió refrescar mucho. El
Great Eastern navegaba entonces por esos parajes tan fecundos en
siniestros, donde la mar es siempre mala.
A las seis de la mañana me arrastró
hasta la escalera del salón principal. Agarrándome a los
peldaños y aprovechando los intervalos de las oscilaciones,
logré subir a cubierta y desde allí dirigirme, no sin
gran trabajo, al castillo de proa. Aquel sitio estaba desierto, si
así puede llamarse un lugar donde se hallaba el doctor Dean
Pitferge, fuertemente agarrado y vuelto de espaldas al viento, con la
pierna derecha pasada por uno de los montantes del pasamano. Me hizo
seña de que me acercara. Por supuesto, con la cabeza, pues no
podía valerse de los brazos, que lo sostenían contra la
violencia de la tempestad. Arrastrándome como un anélido,
llegué al castillo de proa y me aferré con el doctor.
-¡Ea! -me dijo-, esto marcha; precisamente en el
momento de llegar damos con una tromba una verdadera tromba hecha como
de encargo para este buque. ¡Bien por el
Great-Eastern!
El doctor hablaba con frases entrecortadas; el viento
se llevaba la mitad de sus palabras; pero yo le comprendía. La
voz tromba lleva en sí su propia definición.
Ya sabemos lo que son estas tempestades giratorias,
llamadas huracanes en el Océano Indico y en el Atlántico,
tornados en la costa de Africa, simoun en él desierto y
tifón en los mares de la China. Tempestades que con su empuje
irresistible ponen en peligro los buques de mayor porte.
En aquel instante, una tromba había sorprendido
al Great Eastern. ¿Cómo le haría frente el
gigante los mares?
-Este buque la va a pasar mal -me decía Dean
Pitferge-; repare usted cómo esconde la nariz entre la
pluma.
Esta metáfora marítima respondía
perfectamente a la situación en que se encontraba el
steam-ship.
Su estrave desaparecía por completo en una
montaña de agua espumosa que le embestía por la proa y
por babor. No se veía a lo lejos.
Todos los síntomas del huracán
aparecieron. A las siete se declaró la tempestad. La mar
había crecido de una manera monstruosa.
Aquellas pequeñas ondulaciones intermedias que
marcaban el desnivel de las grandes olas, desaparecieron aplastadas por
el viento. El océano se hinchaba en prolongadas olas cuyas cimas
se rompían con indescriptible impetuosidad. A cada momento
aumentaba la altura del oleaje y el Great Eastern, que las
recibía de través, daba espantosos bandazos.
-Sólo quedan dos recursos -dijo el doctor con
el aplomo de un marino-, o recibir de frente las olas, capeando a poca
máquina o escapar sin obstinarse en luchar con esta mar
endemoniada; pero el capitán Anderson no mandará ninguna
de estas dos maniobras.
-¿Y por qué? -le pregunté.
-¿Por qué?... -respondió el
doctor-, porque es preciso que le suceda algo.
Al volver la cabeza vi al capitán, al segundo y
al primer maquinista envueltos en sus capuchones y agarrados a los
pasamanos. La bruma de las olas los envolvía de pies a cabeza.
El capitán se sonreía según su costumbre; el
segundo reía enseñando, sus dientes blancos y viendo a su
buque balancearse de manera que parecía que sus mástiles
y sus chimeneas iban a derrumbarse.
Sin embargo, la terquedad del capitán en
empeñarse en luchar con el mar me admiraba. A las siete y media
era espantoso el aspecto que presentaba el Atlántico. Por la
parte de proa el oleaje cubría el buque. Yo miraba aquel sublime
espectáculo, aquella tremenda lucha del coloso contra las olas;
hasta cierto punto comprendía la obstinación del
"amo, después de Dios", el cual no quería
ceder, pero entonces olvidaba que el poder del mar es infinito, y que
nada de lo que haya salido de las manos del hombre puede resistirlo, en
verdad, por fuerte y poderoso que fuese el gigante, se vería
obligado a huir ante la tempestad.
A eso de las ocho se produjo un choque; era un
formidable golpe de mar que acababa de descargar sobre el buque por la
parte de babor de la proa.
-Esto no es un arañazo -dijo el doctor-, sino
un puñetazo en la cara.
Efectivamente, el puñetazo nos había
hecho daño. En la cresta de las olas aparecieron algunas
astillas. ¿Eran pedazos de nuestra propia carne, o los trozos de
algún cuerpo extraño? A una señal del
capitán, el Great Eastern viró un cuarto para
esquivar aquellos fragmentos que amenazaban meterse por entre las palas
de las ruedas. Miré con más detención y vi que el
golpe de mar acababa de llevarse el pavés de babor, a pesar de
hallarse a cincuenta pies de altura sobre el nivel de las aguas. Los
pares de jabalcón estaban destrozados; muchas planchas del forro
habían saltado; otras temblaban retenidas aún por
algún clavo. El Great Eastern se había estremecido
al choque pero seguía marchando con imperturbable audacia. Era
preciso quitar cuanto antes los restos que obstruían la proa
para lo cual era preciso correr el temporal, pero el steam ship
se obstinaba en afrontarlos. Toda la soberbia de su capitán lo
animaba y no quería ceder, no cedería. Un oficial y
algunos hombres fueron a limpiar la cubierta por la parte de proa.
-¡Atención! -me dijo entonces el doctor-;
la catástrofe está cerca.
Los marineros avanzaron hacia la proa. Nosotros nos
agarramos al segundo palo y desde allí mirábamos por
entre las brumas. Las olas barrían la cubierta. De pronto, otro
golpe de mar más violento que el primero pasó por entre
las brechas abiertas en la obra muerta. Arrancó una enorme
plancha de hierro que cubría la bita de proa, demolió la
maciza escotilla por donde se bajaba al departamento de la
tripulación, y dando de lleno en la borda de estribor, la hizo
pedazos llevándosela como si fueran trozos de lienzo echados al
aire.
Los hombres yacían por tierra. Uno de ellos, un
oficial, medio ahogado, se sacudió sus rubias patillas y se
levantó; y viendo tendido y sin conocimiento a uno de sus
marineros sobre un áncora se precipitó sobre su cuerpo,
lo cargó sobre sus espaldas y se lo llevó. La
tripulación huía en todas direcciones. En el entre puente
había tres pies de agua. Nuevos residuos cubrían el mar,
y entre otros algunos miles de muñecas que mi compatriota de la
calle Chapon pensaba aclimatar en América. Todas aquellas
muñequitas, arrebatadas de sus cajas por un golpe de mar,
bailaban sobre las olas, escena que hubiera provocado, sin duda la risa
en otra situación menos grave. La inundación
aumentaba.
Líquidas masas de agua se precipitaban por
entre las aberturas, y la invasión de la mar fue tal, que
según la relación del ingeniero, el Great Eastern
recibió más de dos mil toneladas de agua, lo bastante
para echar a pique a una grande fragata.
-¡Muy bien! -exclamó el doctor, al ver
que una ráfaga le llevaba el sombrero.
La situación era insostenible. Hubiera sido una
locura prolongarla por más tiempo. Era preciso huir más
que deprisa. El steam ship, empeñado en resistir las olas
de frente, era como un hombre que se obstinara en nadar entre dos aguas
con la boca abierta.
El capitán Anderson lo comprendió al
fin. Le vi asir la ruedecilla que dirigía los movimientos del
timón. El vapor se introdujo precipitadamente en los cilindros
de popa, giró el timón, y el coloso, como si fuera una
lancha, puso la proa al Norte, huyendo ante la tempestad.
En aquel momento el capitán, por lo
común tan sereno y tan dueño de sí mismo,
exclamó con rabia:
-¡Mi buque está deshonrado!
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