Una ciudad flotante
Capítulo XXXIII
Se había formado la tempestad; la huella de los
elementos iba a comenzar. Una densa bóveda de miles de tinte
uniforme se iba extendiendo sobre nuestras cabezas. La atmósfera
sombría presentaba un aspecto muy triste. La Naturaleza
quería justificar los presentimientos del doctor Pitferge.
El steam ship iba poco a poco acortando su
marcha. Las ruedas no daban mas que tres o cuatro vueltas por minuto;
por las válvulas entreabiertas se escapaban espirales de humo
blanquecino; las cadenas de las áncoras estaban preparadas. En
el palo de mesana ondeaba el pabellón inglés.
El capitán Anderson había tomado todas
sus disposiciones para fondear. Desde el tambor de estribor, el
práctico hacía señales con lamano, ordenaba las
evoluciones del buque en los estrechos canales; pero el reflujo bajaba
y el Great Eastern no podía pasar la barra que corta la
embocadura de Hudson. Había que esperar la marca creciente.
¡Aún faltaba un día!
A las cinco menos cuarto, y por orden del
práctico, se soltaron las anclas, cuyas cadenas resbalaron por
los escobenes con un ruido comparable al del trueno. Hubo un instante
en que creí que la tempestad empezaba. Cuando las uñas de
las anclas mordieron la arena, el steam ship permaneció
inmóvil. Ni la menor ondulación desnivelaba el mar. El
Great Eastern era un islote.
En aquel instante la bocina resonó por
última vez. Llamaba a los pasajeros para la comida de despedida.
La Sociedad de Fletadores iba a prodigar el champaña a sus
huéspedes; ninguno de éstos se hubiera atrevido a faltar
a la cita. Un cuarto de hora después los comedores se hallaban
llenos de comensales, y la cubierta enteramente desierta.
Sin embargo, siete personas debían dejar
desocupados sus puestos; los dos adversarios que iban a arriesgar su
vida en el duelo, los cuatro amigos y el doctor que debía
asistirlos. Se había escogido perfectamente la hora del
encuentro, así como el sitio. No había nadie sobre
cubierta; todos los pasajeros estaban en los dining rooms, los
marineros en sus puestos, los oficiales en su comedor particular y ni
un solo timonel a popa pues el steam ship se mantenía
inmóvil sujeto por sus anclas.
A las cinco y diez minutos de la tarde, Fabián
y Corsican se unieron al doctor y a mí. Desde la escena del
juego, yo no había vuelto a ver a Fabián. Me
pareció triste, pero en extremo tranquilo, y nada preocupado. En
aquel momento su pensamiento y sus inquietas miradas se dirigían
y buscaban siempre a Elena. Se limitó a apretarme la mano sin
pronunciar una palabra.
-¿No ha venido Drake? -me preguntó
Corsican.
-Aún no -le contesté.
-Vámonos hacia la popa. Allí es la
cita.
Fabián, el capitán Corsican y yo,
echamos a andar. El cielo se obscurecía. Sordos gruñidos
se oían en el límite del horizonte. Era como un bajo
continuo sobre el que destacaba vivamente la algazara que salía
de los salones. Algunos relámpagos lejanos desgarraban la espesa
bóveda de las nubes. La atmósfera estaba impregnada de
electricidad.
A las cinco y veinte minutos llegaron Drake y sus
testigos.
Aquellos señores nos saludaron, saludo que les
fue ceremoniosamente devuelto. Drake no habló una palabra. Sin
embargo, en su fisonomía se traslucía una
excitación mal contenida. Lanzó a Fabián una
mirada llena de odio. Nuestro amigo, que estaba apoyado en el
enjaretado, ni siquiera le vio. Se hallaba absorto en una
contemplación profunda, y, al parecer no pensaba en el papel que
debía representar en aquel drama.
Corsican, dirigiéndose al yankee, uno de
los testigos de Drake, le pidió las espadas; éste se las
presentó. Eran espadas de desafío cuyas anchas conchas
resguardaban la mano del que las esgrimía. Corsican las
tomó, las examinó, doblando y blandiendo las hojas y
midiéndolas, y luego dejó que el yankee escogiera
una de ellas. Mientras hacía estos preparativos, Drake, se
quitó el sombrero, se despojó del gabán, se
desabrochó el cuello y la pechera de la camisa y se
remangó los puños.
Luego tomó la espada. Entonces observó
que era zurdo, indudable ventaja para él, acostumbrado a batirse
con los que manejaban el acero con la mano derecha.
Fabián no se había movido de su sitio,
como si no tuviera nada que ver con todos aquellos preparativos.
Corsican le tocó con la mano y le presentó la espada.
Fabián miró aquel brillante acero, y pareció que
volvía de pronto a recobrar toda su memoria.
Tomó la espada con mano segura y
murmuró:
-Sí, es justo; ¡ya recuerdo!
Después se colocó delante de Drake, el
que inmediatamente se puso en guardia. En aquel reducido espacio era
imposible retroceder, pues el combatiente que lo hubiese hecho, se
habría visto acorralado contra la pared del salón; era
pues, indispensable batirse a pie firme.
-¡Vamos, señores! -dijo el capitán
Corsican.
Las espadas se cruzaron. Desde las primeras
arremetidas algunos rápidos uno-dos, tirados por una y otra
parte, y ciertos ataques y paradas, me demostraron que Fabián y
Drake debían hallarse poco más o menos a igual altura y
esto me hizo augurar bien respecto a Fabián, el cual se mostraba
sereno y dueño de sí mismo; no manifestaba cólera
y más bien demostraba una indiferencia en el combate, mayor sin
duda que la de los propios testigos. Enrique Drake, por el contrario,
le miraba con furibundos ojos. A través de sus entreabiertos
labios asomaban sus dientes apretados; tenía la cabeza casi
metida entre sus hombros, y su fisonomía presentaba todas las
señales de un verdadero odio que le privaba de su sangre
fría. Quería matar a todo trance.
Después de algunos minutos de lucha se bajaron
las espadas; ninguno había sido tocado hasta entonces, aunque
Fabián tenía algo desgarrada la manga de la camisa. Se
les concedió un breve descanso.
Drake se limpiaba el sudor que inundaba su rostro.
La tempestad se desencadenaba con todo su furor. El
rumor del trueno era incesante y a cada momento se oían
estampidos tremendos.
La electricidad se desarrollaba con toda su
intensidad, las espadas chispeaban, despidiendo luminosos destellos a
la manera de los pararrayos entre los nubarrones tempestuosos.
Después de un instante de descanso, el capitán Corsican
dio de nuevo la señal de combate. Fabián y Drake
volvieron a ponerse en guardia. El segundo ataque fue más
violento que el primero. Fabián se defendía con admirable
calma; Drake atacaba con rabia. Algunas veces, después de una
estocada furiosa de su contrario, creí yo que Fabián iba
a responder con otra pero ni siquiera lo intentaba.
De pronto, tras una tirada en tercera, Drake se
tiró a fondo. Creí que Fabián había sido
herido en el pecho; pero éste había parado en quinta pues
el golpe iba bajo, descargando un golpe seco en la espada de Drake, el
cual se retiró cubriéndose con un rápido
semicírculo, mientras los relámpagos desgarraban las
nubes sobre nuestras cabezas.
Fabián tuvo ocasión de responder al
ataque pero no lo hizo.
Aguardó a que su adversario se repusiera. Lo
confieso, aquella generosidad no fue de mi agrado; Drake era uno de
esos hombres a quienes no se deben tener miramientos.
De pronto, y sin que yo pudiera explicarme aquel
extraño abandono de sí propio, Fabián dejó
caer su espada. ¿Había sido herido mortalmente sin que lo
sospechásemos? Toda mi sangre se agolpó al
corazón. Y, sin embargo, la mirada de Fabián había
adquirido una animación singular.
-¡Eh! ¡defiéndase! -gritó
Drake afirmándose sobre sus piernas, rugiendo como un tigre y
dispuesto a precipitarse sobre su enemigo.
Al ver desarmado a Fabián le consideré
perdido. Corsican iba a arrojarse entre él y su adversario, para
impedir que se asesinara a un hombre indefenso, pero Enrique Drake, se
quedó también inmóvil.
Me volví. Pálida como un cadáver,
con las manos extendidas, Elena avanzaba hacia los combatientes.
Fabián, fascinado por aquella aparición,
permaneció con los brazos abiertos sin moverse.
-¡Tú! -exclamó Drake,
dirigiéndose a Elena-. ¡Tú aquí!
La espada le temblaba en las manos. Parecía la
de San Miguel empuñada por Satanás.
De pronto, un relámpago deslumbrador, una
violenta iluminación envolvió toda la popa del buque y
sin saber cómo caí al suelo, casi sofocado. El
relámpago y él trueno habían sido
simultáneos. Se percibió un fuerte olor a azufre. Merced
a un esfuerzo supremo, recobré mis sentidos. Había
caído sobre una rodilla, me levanté como pude y
miré. Elena se apoyaba en el brazo de Fabián. Drake se
había quedado petrificado, en la misma postura y tenía el
rostro negro.
El desdichado, atrayendo el rayo con la punta de su
espada había hecho que descargara sobre él.
Elena dejó a Fabián, se aproximó
a Drake, le miró llena de angelical compasión y le puso
la mano en el hombro... Aquel ligero contacto bastó para hacerle
perder el equilibrio y para que el cuerpo de Drake cayera al suelo como
una masa inerte.
Elena se inclinó sobre él mientras
nosotros retrocedíamos espantados.
El miserable Drake era cadáver.
-¡Muerto por el rayo! -dijo el doctor,
asiéndome del brazo-; ¡muerto por el rayo! ¡Ah!
¡no quería usted creer en la intervención del
rayo!
En efecto, ¿Drake había sido muerto por
descarga eléctrica como aseguraba el doctor Dean Pitferge, o
como después lo sostuvo el médico de a bordo, se le
había abierto una arteria en el pecho? No lo sé. Lo
cierto es que no teníamos ante los ojos más que un
cadáver.
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