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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XXXIII

Se había formado la tempestad; la huella de los elementos iba a comenzar. Una densa bóveda de miles de tinte uniforme se iba extendiendo sobre nuestras cabezas. La atmósfera sombría presentaba un aspecto muy triste. La Naturaleza quería justificar los presentimientos del doctor Pitferge.

El steam ship iba poco a poco acortando su marcha. Las ruedas no daban mas que tres o cuatro vueltas por minuto; por las válvulas entreabiertas se escapaban espirales de humo blanquecino; las cadenas de las áncoras estaban preparadas. En el palo de mesana ondeaba el pabellón inglés.

El capitán Anderson había tomado todas sus disposiciones para fondear. Desde el tambor de estribor, el práctico hacía señales con lamano, ordenaba las evoluciones del buque en los estrechos canales; pero el reflujo bajaba y el Great Eastern no podía pasar la barra que corta la embocadura de Hudson. Había que esperar la marca creciente.

¡Aún faltaba un día!

A las cinco menos cuarto, y por orden del práctico, se soltaron las anclas, cuyas cadenas resbalaron por los escobenes con un ruido comparable al del trueno. Hubo un instante en que creí que la tempestad empezaba. Cuando las uñas de las anclas mordieron la arena, el steam ship permaneció inmóvil. Ni la menor ondulación desnivelaba el mar. El Great Eastern era un islote.

En aquel instante la bocina resonó por última vez. Llamaba a los pasajeros para la comida de despedida. La Sociedad de Fletadores iba a prodigar el champaña a sus huéspedes; ninguno de éstos se hubiera atrevido a faltar a la cita. Un cuarto de hora después los comedores se hallaban llenos de comensales, y la cubierta enteramente desierta.

Sin embargo, siete personas debían dejar desocupados sus puestos; los dos adversarios que iban a arriesgar su vida en el duelo, los cuatro amigos y el doctor que debía asistirlos. Se había escogido perfectamente la hora del encuentro, así como el sitio. No había nadie sobre cubierta; todos los pasajeros estaban en los dining rooms, los marineros en sus puestos, los oficiales en su comedor particular y ni un solo timonel a popa pues el steam ship se mantenía inmóvil sujeto por sus anclas.

A las cinco y diez minutos de la tarde, Fabián y Corsican se unieron al doctor y a mí. Desde la escena del juego, yo no había vuelto a ver a Fabián. Me pareció triste, pero en extremo tranquilo, y nada preocupado. En aquel momento su pensamiento y sus inquietas miradas se dirigían y buscaban siempre a Elena. Se limitó a apretarme la mano sin pronunciar una palabra.

-¿No ha venido Drake? -me preguntó Corsican.

-Aún no -le contesté.

-Vámonos hacia la popa. Allí es la cita.

Fabián, el capitán Corsican y yo, echamos a andar. El cielo se obscurecía. Sordos gruñidos se oían en el límite del horizonte. Era como un bajo continuo sobre el que destacaba vivamente la algazara que salía de los salones. Algunos relámpagos lejanos desgarraban la espesa bóveda de las nubes. La atmósfera estaba impregnada de electricidad.

A las cinco y veinte minutos llegaron Drake y sus testigos.

Aquellos señores nos saludaron, saludo que les fue ceremoniosamente devuelto. Drake no habló una palabra. Sin embargo, en su fisonomía se traslucía una excitación mal contenida. Lanzó a Fabián una mirada llena de odio. Nuestro amigo, que estaba apoyado en el enjaretado, ni siquiera le vio. Se hallaba absorto en una contemplación profunda, y, al parecer no pensaba en el papel que debía representar en aquel drama.

Corsican, dirigiéndose al yankee, uno de los testigos de Drake, le pidió las espadas; éste se las presentó. Eran espadas de desafío cuyas anchas conchas resguardaban la mano del que las esgrimía. Corsican las tomó, las examinó, doblando y blandiendo las hojas y midiéndolas, y luego dejó que el yankee escogiera una de ellas. Mientras hacía estos preparativos, Drake, se quitó el sombrero, se despojó del gabán, se desabrochó el cuello y la pechera de la camisa y se remangó los puños.

Luego tomó la espada. Entonces observó que era zurdo, indudable ventaja para él, acostumbrado a batirse con los que manejaban el acero con la mano derecha.

Fabián no se había movido de su sitio, como si no tuviera nada que ver con todos aquellos preparativos. Corsican le tocó con la mano y le presentó la espada. Fabián miró aquel brillante acero, y pareció que volvía de pronto a recobrar toda su memoria.

Tomó la espada con mano segura y murmuró:

-Sí, es justo; ¡ya recuerdo!

Después se colocó delante de Drake, el que inmediatamente se puso en guardia. En aquel reducido espacio era imposible retroceder, pues el combatiente que lo hubiese hecho, se habría visto acorralado contra la pared del salón; era pues, indispensable batirse a pie firme.

-¡Vamos, señores! -dijo el capitán Corsican.

Las espadas se cruzaron. Desde las primeras arremetidas algunos rápidos uno-dos, tirados por una y otra parte, y ciertos ataques y paradas, me demostraron que Fabián y Drake debían hallarse poco más o menos a igual altura y esto me hizo augurar bien respecto a Fabián, el cual se mostraba sereno y dueño de sí mismo; no manifestaba cólera y más bien demostraba una indiferencia en el combate, mayor sin duda que la de los propios testigos. Enrique Drake, por el contrario, le miraba con furibundos ojos. A través de sus entreabiertos labios asomaban sus dientes apretados; tenía la cabeza casi metida entre sus hombros, y su fisonomía presentaba todas las señales de un verdadero odio que le privaba de su sangre fría. Quería matar a todo trance.

Después de algunos minutos de lucha se bajaron las espadas; ninguno había sido tocado hasta entonces, aunque Fabián tenía algo desgarrada la manga de la camisa. Se les concedió un breve descanso.

Drake se limpiaba el sudor que inundaba su rostro.

La tempestad se desencadenaba con todo su furor. El rumor del trueno era incesante y a cada momento se oían estampidos tremendos.

La electricidad se desarrollaba con toda su intensidad, las espadas chispeaban, despidiendo luminosos destellos a la manera de los pararrayos entre los nubarrones tempestuosos. Después de un instante de descanso, el capitán Corsican dio de nuevo la señal de combate. Fabián y Drake volvieron a ponerse en guardia. El segundo ataque fue más violento que el primero. Fabián se defendía con admirable calma; Drake atacaba con rabia. Algunas veces, después de una estocada furiosa de su contrario, creí yo que Fabián iba a responder con otra pero ni siquiera lo intentaba.

De pronto, tras una tirada en tercera, Drake se tiró a fondo. Creí que Fabián había sido herido en el pecho; pero éste había parado en quinta pues el golpe iba bajo, descargando un golpe seco en la espada de Drake, el cual se retiró cubriéndose con un rápido semicírculo, mientras los relámpagos desgarraban las nubes sobre nuestras cabezas.

Fabián tuvo ocasión de responder al ataque pero no lo hizo.

Aguardó a que su adversario se repusiera. Lo confieso, aquella generosidad no fue de mi agrado; Drake era uno de esos hombres a quienes no se deben tener miramientos.

De pronto, y sin que yo pudiera explicarme aquel extraño abandono de sí propio, Fabián dejó caer su espada. ¿Había sido herido mortalmente sin que lo sospechásemos? Toda mi sangre se agolpó al corazón. Y, sin embargo, la mirada de Fabián había adquirido una animación singular.

-¡Eh! ¡defiéndase! -gritó Drake afirmándose sobre sus piernas, rugiendo como un tigre y dispuesto a precipitarse sobre su enemigo.

Al ver desarmado a Fabián le consideré perdido. Corsican iba a arrojarse entre él y su adversario, para impedir que se asesinara a un hombre indefenso, pero Enrique Drake, se quedó también inmóvil.

Me volví. Pálida como un cadáver, con las manos extendidas, Elena avanzaba hacia los combatientes. Fabián, fascinado por aquella aparición, permaneció con los brazos abiertos sin moverse.

-¡Tú! -exclamó Drake, dirigiéndose a Elena-. ¡Tú aquí!

La espada le temblaba en las manos. Parecía la de San Miguel empuñada por Satanás.

De pronto, un relámpago deslumbrador, una violenta iluminación envolvió toda la popa del buque y sin saber cómo caí al suelo, casi sofocado. El relámpago y él trueno habían sido simultáneos. Se percibió un fuerte olor a azufre. Merced a un esfuerzo supremo, recobré mis sentidos. Había caído sobre una rodilla, me levanté como pude y miré. Elena se apoyaba en el brazo de Fabián. Drake se había quedado petrificado, en la misma postura y tenía el rostro negro.

El desdichado, atrayendo el rayo con la punta de su espada había hecho que descargara sobre él.

Elena dejó a Fabián, se aproximó a Drake, le miró llena de angelical compasión y le puso la mano en el hombro... Aquel ligero contacto bastó para hacerle perder el equilibrio y para que el cuerpo de Drake cayera al suelo como una masa inerte.

Elena se inclinó sobre él mientras nosotros retrocedíamos espantados.

El miserable Drake era cadáver.

-¡Muerto por el rayo! -dijo el doctor, asiéndome del brazo-; ¡muerto por el rayo! ¡Ah! ¡no quería usted creer en la intervención del rayo!

En efecto, ¿Drake había sido muerto por descarga eléctrica como aseguraba el doctor Dean Pitferge, o como después lo sostuvo el médico de a bordo, se le había abierto una arteria en el pecho? No lo sé. Lo cierto es que no teníamos ante los ojos más que un cadáver.

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