Una ciudad flotante
Capítulo XXXVI
El Saint John y su gemelo el Dean Richmond, eran los
más hermosos steam boats del río; son más
bien edificios que barcos. Tienen dos o tres pisos con plataformas,
corredores, galerías y paseos, asemejándose a la morada
flotante de un plantador; el conjunto lo dominan unos veinte postes
empavesados y ligados entre si por armaduras de hierro que consolidan
el total de la construcción. Sus dos enormes tambores estaban
pintados al fresco como los tímpanos de la iglesia de San Marcos
de Venecia; detrás de cada rueda se eleva la chimenea de las dos
calderas, las cuales no van colocadas dentro del casco del steam
boat, precaución muy prudente para el caso de una
explosión.
En el centro, entre los tambores, se mueve una
máquina de extrema sencillez: un cilindro, un émbolo que
pone en movimiento un largo balancín, el cual sube y baja como
el enorme martillo de una fragua y una sola biela que mueve el
árbol de aquellas macizas ruedas.
Una muchedumbre de pasajeros llenaba ya completamente
la cubierta del Saint John. Pitferge y yo fuimos a instalarnos a un
camarote que daba a un inmenso salón, especie de galería
de Diana cuya redondeada bóveda descansaba en una serie de
columnas corintias. Por todas partes comodidad y lujo: alfombras,
divanes, canapés, objetos de arte, pinturas, espejos y hasta
gas, fabricado a bordo en un pequeño gasómetro.
En aquel momento la colosal máquina se puso en
marcho, y yo subí a los puentes superiores. En la proa
había una caseta cuidadosamente pintada. Era la cámara de
los timoneles. Cuatro hombres vigorosos se mantenían junto a los
rayos de la doble rueda del timón.
Después de un paseo de algunos minutos,
volví a bajar a cubierta entrelas calderas enrojecidas ya de las
que se escapaban pequeñas llamas azules, por efecto de la
acción del aire que despedían los ventiladores.
Del Hudson no podía ver nada. La noche avanzaba
y, con la noche, nos venía encima una nube la que podía
cortarse con un cuchillo.
El Saint John bramaba como un formidable mastodonte.
Apenas se distinguían las luces de las poblaciones situadas en
las riberas, y los fanales de los buques de vapor que remontaban las
obscuras aguas lanzando fuertes silbidos.
A las ocho entré en el salón. El doctor
me llevó a cenar a un magnífico restaurant, instalado en
el entre puente, y servido por un ejército de criados negros.
Pitferge, me hizo saber que pasaban de cuatro mil los viajeros que iban
a bordo, entre los cuales se contaban mil quinientos emigrantes,
alojados en la parte más baja del steam boat. Terminada
la cena fuimos a acostarnos en nuestros cómodos camarotes.
A las once me despertó una especie de choque.
El Saint John se había parado. No pudiendo el capitán
maniobrar en medio de aquellas densas tinieblas mandó hacer
alto. El enorme buque dio fondo en el canal, y se durmió
tranquilamente sobre sus anclas.
A las cuatro de la madrugada el Saint John
prosiguió su marcha. Me levanté y pasé a la
galería de proa. La lluvia había cesado, se
deshacían las nubes y las aguas del río aparecieron
nuevamente a nuestra vista; luego las orillas; la derecha ondulada
cubierta de una verde arboleda y de arbustos que le daban el aspecto de
un largo cementerio.
En último término cerraban el horizonte
altas colinas, formando una graciosa línea. En la orilla
izquierda sucedía lo contrario, pues todo eran terrenos llanos y
pantanosos. En el lecho del gran río, entre sus islas,
aparejaban muchas goletas para aprovechar las primeras brisas; los
steam boats remontaban la rápida corriente del
Hudson.
El doctor había ido a buscarme a la
galería.
-Buenos días, compañero -me dijo
después de aspirar el aire fresco-. ¿Sabe usted que
gracias a esta maldita niebla no llegaremos a Albany a tiempo de
alcanzar el primer tren? Esto va a variar mi programa.
-Lo siento, doctor, pues no tenemos tiempo de
sobra.
-¡Bah! Todo se reduce a llegar a las cataratas
de noche, en vez de llegar por la tarde.
Esto no me convenía, pero era preciso
conformarme.
En efecto, el Saint John no quedó amarrado al
muelle de Albany antes de las ocho. El tren de la mañana ya
había salido, había que aguardar el de la una y cuatro
minutos de la tarde. Podíamos, pues, visitar descansadamente
aquella curiosa ciudad, que forma el centro legislativo del estado de
Nueva York. La ciudad baja comercial y populosa se sitúa en la
orilla derecha del Hudson, y la ciudad alta con sus casas de ladrillo,
sus establecimientos públicos, y su notable museo de
fósiles, parecían uno de los grandes barrios de Nueva
York transportado a la falda de aquella colina sobre la que se extiende
en forma de anfiteatro.
A la una, después de almorzar, estábamos
en la estación del ferrocarril, estación libre, sin
barrera ni guardianes. El tren paraba en medio de la calle como un
ómnibus. Se sube cuando se quiere en aquellos largos vagones,
sostenidos en su parte delantera y en la trasera por un sistema de
cuatro ruedas. Estos vagones se comunican entre sí por medio de
puentecillos que permiten a los viajeros pasearse de un extremo al otro
del convoy. A la hora marcada sin que hubiésemos visto
ningún empleado, sin sonar campana alguna, sin el menor aviso,
la jadeante locomotora adornada como un estuche, como un objeto de
orfebrería, se puso en movimiento, arrastrándonos con una
velocidad de doce leguas por hora; pero en vez de estar hacinados como
en los vagones de los ferrocarriles europeos, podíamos ir y
venir a comprar libros y periódicos "no sellados". La
estampilla no entra en las costumbres americanas; a ningún
censor de aquel país singular se le ha ocurrido la idea de que
es preciso vigilar con más cuidado las lecturas de los que leen
en un vagón de ferrocarril que la de los que lo hacen en un
rincón de su hogar arrellanados cómodamente en un
sillón. Todo esto podíamos hacerlo sin tener que esperar
a llegar a una estación. Las botillerías ambulantes y las
bibliotecas, todo marcha con los viajeros; el tren atravesaba campos
sin barreras, y bosques recién desmontados, a riesgo de tropezar
con troncos echados por el suelo; con poblaciones nuevas de calles
anchas, cruzadas de ferrocarriles, pero a las que aun faltaban las
casas; ciudades embellecidas con los nombres más
poéticos: Roma, Siracusa, Palmira. Así desfiló a
nuestra vista todo el valle del Mohawk, aquel país de Fenimore
que pertenece al novelista americano, lo mismo que el país de
Rob Roy, a Walter Scott.
En el horizonte, brilló por un momento el lago
Ontario, teatro de las escenas de la obra maestra de Cooper.
Aquel teatro de la gran epopeya de Bas de Cuir,
región salvaje poco tiempo antes, es un campo muy bien cultivado
en la actualidad.
Esto no agradaba al doctor. Se obstinaba en llamarme
Ojo de Halcón, y no respondía más que por el
nombre de Chingakook.
A las once de la noche cambiábamos de tren en
Rochester, y pasabamos las corrientes del Tennesee, que huían en
forma de cascadas bajo los vagones. A las dos de la madrugada
después de haber costeado el Niágara sin verlo, durante
algunas leguas, llegamos a la ciudad de Niagara Falls, y el
doctor me condujo a una magnífica fonda llamada Cataract
House.
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