Una ciudad flotante
Capítulo XXXVIII
Al día siguiente, trece de abril, figuraba en
el programa del doctor una visita a la orilla canadiense. Un simple
paseo. Bastaba seguir las alturas que forman la derecha del
Niágara por espacio de dos millas, para llegar al puente
colgante. Salimos a las siete de la mañana, por un sendero
sinuoso que se prolongaba por la orilla derecha y desde la cual se
veían las aguas tranquilas del río, que ya no llevaba
impresa la agitación producida por su caída.
A las siete y media llegamos a Suspension
Bridge, que es el único puente que conduce al
GreatWestern, y el New York Central Rail Road, el
único que da entrada al Canadá en los confines del estado
de Nueva York. Dicho puente, está formado de dos niveles: por el
superior pasan los trenes, y por el inferior, colgado veintitrés
pies más abajo, pasan los carruajes y los peatones. La
imaginación se niega a seguir en su trabajo al audaz ingeniero
John A. Roebling, de Trendon (Nueva Jersey), que osó construir
aquel viaducto en tales condiciones: un puente colgante que da paso a
trenes, situado a doscientos cincuenta pies, sobre el Niágara, y
transformado de nuevo en rápido. El Suspension Bridge
tiene ochocientos pies de largo y veinticuatro de ancho. Sólidos
machones de hierro hundidos fuertemente en las orillas, le preservan
del balance. Los cables que le sostienen formados cada uno de cuatro
mil alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y pueden resistir
un peso de doce mil cuatrocientas toneladas. Se inauguró en 1855
y costó quinientos mil dólares. En el momento en que
llegábamos al centro del Suspension Bridge, un tren
pasaba por encima de nuestras cabezas y advertimos que el nivel se
hundía más de un metro bajo nuestros pies.
Un poco más abajo de este puente está el
sitio por donde Blondin pasó el Niágara por una cuerda
tirante, de orilla a orilla. No lo atravesó, pues, por encima de
las cataratas. La empresa no era por eso menos arriesgada. Mas, si
Blondin nos asombraba por su audacia ¿no debe admirarnos
más el amigo que montado en sus hombros le acompañaba en
aquel viaje aéreo?
-Debía ser un glotón -dijo el doctor-,
pues, Blondin hacía las tortillas, admirablemente sobre su
cuerda tensa.
Estábamos ya en la tierra canadiense y
remontamos la orilla izquierda del Niágara para ver el salto
bajo un nuevo aspecto. Media hora después entrábamos en
una fonda inglesa donde el doctor hizo que nos sirvieran un buen
desayuno. Entretanto hojeé el libro de los viajeros donde
figuran algunos miles de nombres. Entre los más célebres
me llamaron la atención los siguientes: Roberto Peel, Lady
Franklin, conde de París, duque de Chartres, príncipe de
Joinville, Luis Napoleón (1846), príncipe y princesa
Napoleón, Barnum, Mauricio Sand (1865), Agassiz, (1854),
Almonte, príncipe Hohenlohe, Rothschild, Bertin (París),
Lady Elgin, Burkardt (1832), etc.
-Y ahora a las cataratas -me dijo el doctor cuando
terminó el almuerzo.
Seguí a Dean Pitferge. Un negro nos condujo a
un guardarropa donde nos dieron un pantalón impermeable, un
water proof y un sombrero de hule. Así vestidos, nuestro
guía nos condujo por un sendero resbaladizo surcado de grietas
ferruginosas, lleno de piedras negras de agudas aristas, hasta el nivel
inferior del Niágara. Después, en medio de los vapores
del agua pulverizada pasamos a situarnos detrás de la gran
catarata que caía delante de nosotros como el telón de un
teatro delante de los actores. Pero, ¡qué teatro!
¡Qué corrientes tan impetuosas formaban las capas
atmosféricas violentamente desalojadas! Mojados, ciegos,
ensordecidos, no podíamos ni vernos ni oírnos en aquella
caverna tan herméticamente cerrada por las paredes
líquidas de la catarata, como si la naturaleza la hubiera
cerrado con un muro de granito.
A las nueve regresamos a la fonda donde nos quitamos
nuestros empapados vestidos. Al volver a la orilla lancé un
grito de sorpresa y alegría.
-¡Corsican!
El capitán me oyó y se dirigió
hacia mí.
-¡Usted aquí! -exclamó-,
¡qué alegría!
-¿Y Fabián? ¿Y Elena?
-pregunté a Corsican estrechándole la mano.
-Están ahí todo lo bien que es posible.
Fabián lleno de esperanza y Elena recobrando poco a poco la
razón.
-Mas, ¿cómo es que les encuentro en
Niágara?
-El Niágara -me respondió Corsican-, es
en verano el punto de cita de los ingleses y los americanos. Vienen a
respirar aquí, a restablecerse de sus dolencias, ante el sublime
espectáculo de las cataratas. Nuestra Elena se ha impresionado a
la vista de este delicioso sitio, y por eso nos hemos quedado a las
orillas del Niágara. ¿Ve usted aquella casa de campo,
Clifton House en medio de los árboles, a la mitad de la
colina? Allí es donde habitamos, en familia con mistress
R.... la hermana de Fabián, que se ha consagrado a nuestra pobre
amiga.
-¿Y Elena -le pregunté-, ha reconocido a
Fabián?
-Aún no -me respondió el
capitán-. Ya sabe usted que cuando Enrique Drake cayó
herido de muerte, Elena tuvo un instante, de lucidez.
Su razón se abrió paso a través
de las tinieblas que la envolvían; pero aquella lucidez
desapareció pronto. Con todo, desde que la hemos traído a
respirar este aire puro, en este ambiente apacible, el doctor ha
observado una mejoría sensible en el estado de Elena.
Está serena, su sueño es tranquilo, y se nota en sus ojos
como un esfuerzo para recordar alguna cosa ya sea presente o
pasada.
-¡Ah, querido amigo! -exclamé- la
curarán ustedes. Pero, ¿dónde están
Fabián y su amada?
-Mire usted -me dijo Corsican extendiendo el brazo
hacia el Niágara.
En la dirección indicada por el capitán
vi a Fabián, que todavía no nos había visto.
Estaba en pie sobre una roca, y delante de él se hallaba Elena
sentada e inmóvil. Fabián no apartaba de ella los ojos.
Aquel sitio se conocía con el nombre de Table Rock. Era
una especie de promontorio peñascoso tendido sobre el río
que muge a doscientos pies debajo de él. Antes presentaba una
superficie ovalada más considerable; pero las caídas
sucesivas de enormes trozos de roca le han dejado reducida a muy pocos
metros.
Elena miraba y parecía sumida en un
éxtasis profundo. El aspecto de las cataratas desde aquel sitio,
es most sublime, como dicen los guías, y tienen
razón. Es una vista de conjunto de ambas cataratas. A la derecha
la canadiense cuya cresta coronada de vapores cierra el paisaje por
aquel lado, como el horizonte del mar; enfrente, la americana y encima
la elegante masa del Niagara Falls, medio perdida entre los
árboles; a la izquierda te da la perspectiva del río que
huye entre sus elevadas orillas; debajo, el torrente luchando con los
témpanos desprendidos.
Yo no quería distraer a Fabián.
Corsican, el doctor y yo, nos habíamos aproximado a Table
Rock. Elena conservaba la inmovilidad de una estatua.
¿Qué impresión producía aquella escena en
su espíritu?
¿Renacía su razón poco a poco
bajo la influencia de aquel grandioso espectáculo? De pronto, vi
a Fabián dar un paso hacia ella. Elena levantándose
bruscamente, avanzaba hacia el abismo; pero se detuvo de repente y se
pasó la mano por la frente, como si hubiese querido borrar de
ella alguna imagen dolorosa. Fabián, pálido como un
cadáver, pero sereno, se había colocado de un salto entre
Elena y el abismo.
Elena había sacudido su rubia cabellera; su
cuerpo encantador se estremeció.
¿Veía a Fabián? No.
Parecía una muerta, volviendo a la vida y buscando en torno suyo
una nueva existencia.
Corsican y yo no nos atrevimos a dar un paso, aunque
viéndoles tan cerca del abismo, temíamos una desgracia.
Pero el doctor Pitferge nos detuvo.
-Déjenlos -dijo-, dejen hacer a
Fabián.
Se oían los sollozos que hinchaban el pecho de
la joven. De sus labios salían palabras inarticulables.
Parecía que trataba de hablar y no podía. Por fin
exclamó:
-¡Dios mío! ¡Dios todopoderoso!
¿dónde estoy?
Entonces se dio cuenta de que había alguien
cerca de ella, y al volverse un poco nos pareció completamente
transfigurada. Brillaba una mirada nueva en sus ojos. Fabián
estaba en pie, tembloroso, mudo, con los brazos abiertos.
-¡Fabián! ¡Fabián!
-gritó al fin Elena.
Fabián la recibió en sus brazos, en los
cuales cayó exánime. El joven lanzó un grito
desgarrador, pues creía a Elena muerta; pero el doctor
intervino.
-Tranquilícese Fabián -le dijo-; esta
crisis la salvará...
Elena fue transportada a Clifton House y
depositada en su cama en donde pasado el desmayo, se durmió con
apacible sueño.
Fabián, animado por el doctor y lleno de
esperanza puesto que ella lo había conocido, se acercó a
nosotros.
-¡La salvaremos -me dijo-, la salvaremos! Todos
los días asisto a la resurrección de su alma. Hoy,
mañana quizá, mi Elena me será devuelta.
¡Ah, Dios mío! ¡Bendito seas! Permaneceremos
aquí cuanto tiempo sea necesario. ¿No es cierto,
Archibaldo?
El capitán estrechó a su amigo contra su
pecho. Fabián se volvió a mí y al doctor
prodigándonos muestras de cariño, y haciéndonos
partícipes de su esperanza. Y, a la verdad, era ésta muy
fundada. La curación de Elena estaba próxima.
Pero era indispensable marchar. Apenas nos quedaba una
hora para volver a Niagara Falls.
En el momento de encontrarnos debíamos dejar a
aquellos tan queridos amigos. Elena dormía aún.
Fabián nos abrazó. Corsican nos prometió que nos
expediría un telegrama para informarnos del estado de Elena.
Medió el último adiós, y al mediodía
salimos de Clifton House.
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