Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX
Indicador Capítulo XX
Indicador Capítulo XXI
Indicador Capítulo XXII
Indicador Capítulo XXIII
Indicador Capítulo XXIV
Indicador Capítulo XXV
Indicador Capítulo XXVI
Indicador Capítulo XXVII
Indicador Capítulo XXVIII
Indicador Capítulo XXIX
Indicador Capítulo XXX
Indicador Capítulo XXXI
Indicador Capítulo XXXII
Indicador Capítulo XXXIII
Indicador Capítulo XXXIV
Indicador Capítulo XXXV
Indicador Capítulo XXXVI
Indicador Capítulo XXXVII
Indicador Capítulo XXXVIII
Indicador Capítulo XXXIX

Una ciudad flotante
Capítulo XXXVIII

Al día siguiente, trece de abril, figuraba en el programa del doctor una visita a la orilla canadiense. Un simple paseo. Bastaba seguir las alturas que forman la derecha del Niágara por espacio de dos millas, para llegar al puente colgante. Salimos a las siete de la mañana, por un sendero sinuoso que se prolongaba por la orilla derecha y desde la cual se veían las aguas tranquilas del río, que ya no llevaba impresa la agitación producida por su caída.

A las siete y media llegamos a Suspension Bridge, que es el único puente que conduce al GreatWestern, y el New York Central Rail Road, el único que da entrada al Canadá en los confines del estado de Nueva York. Dicho puente, está formado de dos niveles: por el superior pasan los trenes, y por el inferior, colgado veintitrés pies más abajo, pasan los carruajes y los peatones. La imaginación se niega a seguir en su trabajo al audaz ingeniero John A. Roebling, de Trendon (Nueva Jersey), que osó construir aquel viaducto en tales condiciones: un puente colgante que da paso a trenes, situado a doscientos cincuenta pies, sobre el Niágara, y transformado de nuevo en rápido. El Suspension Bridge tiene ochocientos pies de largo y veinticuatro de ancho. Sólidos machones de hierro hundidos fuertemente en las orillas, le preservan del balance. Los cables que le sostienen formados cada uno de cuatro mil alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y pueden resistir un peso de doce mil cuatrocientas toneladas. Se inauguró en 1855 y costó quinientos mil dólares. En el momento en que llegábamos al centro del Suspension Bridge, un tren pasaba por encima de nuestras cabezas y advertimos que el nivel se hundía más de un metro bajo nuestros pies.

Un poco más abajo de este puente está el sitio por donde Blondin pasó el Niágara por una cuerda tirante, de orilla a orilla. No lo atravesó, pues, por encima de las cataratas. La empresa no era por eso menos arriesgada. Mas, si Blondin nos asombraba por su audacia ¿no debe admirarnos más el amigo que montado en sus hombros le acompañaba en aquel viaje aéreo?

-Debía ser un glotón -dijo el doctor-, pues, Blondin hacía las tortillas, admirablemente sobre su cuerda tensa.

Estábamos ya en la tierra canadiense y remontamos la orilla izquierda del Niágara para ver el salto bajo un nuevo aspecto. Media hora después entrábamos en una fonda inglesa donde el doctor hizo que nos sirvieran un buen desayuno. Entretanto hojeé el libro de los viajeros donde figuran algunos miles de nombres. Entre los más célebres me llamaron la atención los siguientes: Roberto Peel, Lady Franklin, conde de París, duque de Chartres, príncipe de Joinville, Luis Napoleón (1846), príncipe y princesa Napoleón, Barnum, Mauricio Sand (1865), Agassiz, (1854), Almonte, príncipe Hohenlohe, Rothschild, Bertin (París), Lady Elgin, Burkardt (1832), etc.

-Y ahora a las cataratas -me dijo el doctor cuando terminó el almuerzo.

Seguí a Dean Pitferge. Un negro nos condujo a un guardarropa donde nos dieron un pantalón impermeable, un water proof y un sombrero de hule. Así vestidos, nuestro guía nos condujo por un sendero resbaladizo surcado de grietas ferruginosas, lleno de piedras negras de agudas aristas, hasta el nivel inferior del Niágara. Después, en medio de los vapores del agua pulverizada pasamos a situarnos detrás de la gran catarata que caía delante de nosotros como el telón de un teatro delante de los actores. Pero, ¡qué teatro! ¡Qué corrientes tan impetuosas formaban las capas atmosféricas violentamente desalojadas! Mojados, ciegos, ensordecidos, no podíamos ni vernos ni oírnos en aquella caverna tan herméticamente cerrada por las paredes líquidas de la catarata, como si la naturaleza la hubiera cerrado con un muro de granito.

A las nueve regresamos a la fonda donde nos quitamos nuestros empapados vestidos. Al volver a la orilla lancé un grito de sorpresa y alegría.

-¡Corsican!

El capitán me oyó y se dirigió hacia mí.

-¡Usted aquí! -exclamó-, ¡qué alegría!

-¿Y Fabián? ¿Y Elena? -pregunté a Corsican estrechándole la mano.

-Están ahí todo lo bien que es posible. Fabián lleno de esperanza y Elena recobrando poco a poco la razón.

-Mas, ¿cómo es que les encuentro en Niágara?

-El Niágara -me respondió Corsican-, es en verano el punto de cita de los ingleses y los americanos. Vienen a respirar aquí, a restablecerse de sus dolencias, ante el sublime espectáculo de las cataratas. Nuestra Elena se ha impresionado a la vista de este delicioso sitio, y por eso nos hemos quedado a las orillas del Niágara. ¿Ve usted aquella casa de campo, Clifton House en medio de los árboles, a la mitad de la colina? Allí es donde habitamos, en familia con mistress R.... la hermana de Fabián, que se ha consagrado a nuestra pobre amiga.

-¿Y Elena -le pregunté-, ha reconocido a Fabián?

-Aún no -me respondió el capitán-. Ya sabe usted que cuando Enrique Drake cayó herido de muerte, Elena tuvo un instante, de lucidez.

Su razón se abrió paso a través de las tinieblas que la envolvían; pero aquella lucidez desapareció pronto. Con todo, desde que la hemos traído a respirar este aire puro, en este ambiente apacible, el doctor ha observado una mejoría sensible en el estado de Elena. Está serena, su sueño es tranquilo, y se nota en sus ojos como un esfuerzo para recordar alguna cosa ya sea presente o pasada.

-¡Ah, querido amigo! -exclamé- la curarán ustedes. Pero, ¿dónde están Fabián y su amada?

-Mire usted -me dijo Corsican extendiendo el brazo hacia el Niágara.

En la dirección indicada por el capitán vi a Fabián, que todavía no nos había visto. Estaba en pie sobre una roca, y delante de él se hallaba Elena sentada e inmóvil. Fabián no apartaba de ella los ojos. Aquel sitio se conocía con el nombre de Table Rock. Era una especie de promontorio peñascoso tendido sobre el río que muge a doscientos pies debajo de él. Antes presentaba una superficie ovalada más considerable; pero las caídas sucesivas de enormes trozos de roca le han dejado reducida a muy pocos metros.

Elena miraba y parecía sumida en un éxtasis profundo. El aspecto de las cataratas desde aquel sitio, es most sublime, como dicen los guías, y tienen razón. Es una vista de conjunto de ambas cataratas. A la derecha la canadiense cuya cresta coronada de vapores cierra el paisaje por aquel lado, como el horizonte del mar; enfrente, la americana y encima la elegante masa del Niagara Falls, medio perdida entre los árboles; a la izquierda te da la perspectiva del río que huye entre sus elevadas orillas; debajo, el torrente luchando con los témpanos desprendidos.

Yo no quería distraer a Fabián. Corsican, el doctor y yo, nos habíamos aproximado a Table Rock. Elena conservaba la inmovilidad de una estatua. ¿Qué impresión producía aquella escena en su espíritu?

¿Renacía su razón poco a poco bajo la influencia de aquel grandioso espectáculo? De pronto, vi a Fabián dar un paso hacia ella. Elena levantándose bruscamente, avanzaba hacia el abismo; pero se detuvo de repente y se pasó la mano por la frente, como si hubiese querido borrar de ella alguna imagen dolorosa. Fabián, pálido como un cadáver, pero sereno, se había colocado de un salto entre Elena y el abismo.

Elena había sacudido su rubia cabellera; su cuerpo encantador se estremeció.

¿Veía a Fabián? No. Parecía una muerta, volviendo a la vida y buscando en torno suyo una nueva existencia.

Corsican y yo no nos atrevimos a dar un paso, aunque viéndoles tan cerca del abismo, temíamos una desgracia. Pero el doctor Pitferge nos detuvo.

-Déjenlos -dijo-, dejen hacer a Fabián.

Se oían los sollozos que hinchaban el pecho de la joven. De sus labios salían palabras inarticulables. Parecía que trataba de hablar y no podía. Por fin exclamó:

-¡Dios mío! ¡Dios todopoderoso! ¿dónde estoy?

Entonces se dio cuenta de que había alguien cerca de ella, y al volverse un poco nos pareció completamente transfigurada. Brillaba una mirada nueva en sus ojos. Fabián estaba en pie, tembloroso, mudo, con los brazos abiertos.

-¡Fabián! ¡Fabián! -gritó al fin Elena.

Fabián la recibió en sus brazos, en los cuales cayó exánime. El joven lanzó un grito desgarrador, pues creía a Elena muerta; pero el doctor intervino.

-Tranquilícese Fabián -le dijo-; esta crisis la salvará...

Elena fue transportada a Clifton House y depositada en su cama en donde pasado el desmayo, se durmió con apacible sueño.

Fabián, animado por el doctor y lleno de esperanza puesto que ella lo había conocido, se acercó a nosotros.

-¡La salvaremos -me dijo-, la salvaremos! Todos los días asisto a la resurrección de su alma. Hoy, mañana quizá, mi Elena me será devuelta. ¡Ah, Dios mío! ¡Bendito seas! Permaneceremos aquí cuanto tiempo sea necesario. ¿No es cierto, Archibaldo?

El capitán estrechó a su amigo contra su pecho. Fabián se volvió a mí y al doctor prodigándonos muestras de cariño, y haciéndonos partícipes de su esperanza. Y, a la verdad, era ésta muy fundada. La curación de Elena estaba próxima.

Pero era indispensable marchar. Apenas nos quedaba una hora para volver a Niagara Falls.

En el momento de encontrarnos debíamos dejar a aquellos tan queridos amigos. Elena dormía aún. Fabián nos abrazó. Corsican nos prometió que nos expediría un telegrama para informarnos del estado de Elena. Medió el último adiós, y al mediodía salimos de Clifton House.

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.