Una ciudad flotante
Capítulo XXXIX
Algunos instantes después bajábamos por
una rampa muy larga de la orilla canadiense que nos condujo al borde
del río, que estaba casi enteramente obstruido por el hielo.
Allí nos esperaba un bote para pasarnos a América. Un
viajero lo ocupaba ya. Era un ingeniero de Kentucky, que dijo su nombre
y circunstancias al doctor. Nos embarcamos sin perder tiempo ya
rechazando los témpanos, ya rompiéndolos, la canoa
llegó al medio del río donde la corriente tenía el
paso más libre. Desde allí dirigimos una última
mirada a aquella admirable catarata del Niágara. Nuestro
compañero la observaba atentamente.
-¡Qué hermoso es eso! -le dije-,
¡es admirable!
-Sí -me respondió-, pero,
¡cuánta fuerza motriz desperdiciada! ¡cuántos
molinos se podrían poner en movimiento con semejante salto de
agua!
Jamás he sentido más vivos deseos de
arrojar un ingeniero al agua.
En la otra orilla un pequeño ferrocarril,
movido por un canal desviado de la catarata americana nos llevó
en algunos segundos hasta la altura. A la una y media tomamos el tren
expreso que nos dejó en Buffalo a las dos y cuarto.
Después de haber visitado aquella moderna y gran ciudad,
después de haber gustado el agua del lago Erie, tomamos de nuevo
el New York Central Railway a las seis de la tarde.
A la mañana siguiente, dejando las
cómodas literas de un sleeping car, llegamos a Albany, y
el railroad del Hudson, que corre a flor de agua a lo largo de
la orilla izquierda del río, nos dejó en Nueva York a las
pocas horas.
Al día siguiente, quince de abril,
acompañado del infatigable doctor, recorrí la ciudad, el
río Este y Brooklyn. Llegada la noche di el último
adiós a Dean Pitferge, y me separé con pesar de tan
excelente amigo.
El martes 16 de abril, era el día fijado para
la partida del Great Eastern. A las once me dirigí al
embarcadero treinta y siete, donde el tender debía
esperar a los viajeros.
Estaba lleno ya de pasajeros y de bultos. Me
embarqué, y en el momento en que el tender iba a
desatracar, me agarraron por el brazo. Me volví y me
encontré frente a frente al doctor Pitferge.
-¡Usted! -exclamé asombrado-.
¿Vuelve a Europa?
-Sí, amigo mío.
-¿En el Great Eastern?
-Exacto. He reflexionado y parto. Tal vez sea
éste el último viaje del Great Eastern, el viaje
del que no volverá.
Iba a darse la señal de partida cuando uno de
los camareros del Fifth Avenue Hotel corriendo desesperado, me
entregó un telegrama fechado en Niagara Falls:
"Elena ha vuelto en sí. Ha recobrado la
razón. El doctor responde de ella.
Corsican"
Comuniqué la grata nueva a Pitferge.
-¡Responde de ella! ¡responde de ella!
-murmuró mi compañero de viaje-. También yo
respondo. Pero, ¿esto qué prueba? ¡Amigo
mío, quien responda de mí, de usted, de todos nosotros,
puede equivocarse!
Doce días después llegamos a Brest, y al
día siguiente a París. La travesía de vuelta se
había realizado sin que ocurriera nada digno de notarse con gran
disgusto de Dean Pitferge, que continuaba esperando su naufragio.
Y cuando estuve sentado ante mi mesa si no hubiese
tenido a la vista mis apuntes diarios, aquel Great Eastern,
aquella ciudad flotante en la que había habitado por espacio de
un mes; aquel encuentro con Elena y Fabián; aquel incomparable
Niágara todo me hubiera parecido un sueño. ¡Ah!
¡qué hermoso es viajar, "aunque se vuelva del
viaje", diga lo que quiera el doctor Pitferge!
Durante ocho meses no oí hablar de mi original
amigo; pero un día el correo me trajo una carta llena de sellos
de varios colores, y que principiaba con estas palabras:
"A bordo del Coringuy, arrecife de Auckland.
¡Por fin he naufragado!
Y terminaba así:
"Jamás me he encontrado mejor
Su afectísimo amigo
Dean Pitferge"
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