Una ciudad flotante
Capítulo IV
Fabián se separó de mí para
reconocer su alojamiento en el camarote 37 de la serie del gran
salón, número que tenía su billete. En aquel
momento salían grandes remolinos de humo por las anchas
chimeneas del buque; oíase el estremecimiento de las calderas
huta en el fondo de la nave; el vapor ensordecía huyendo por los
tubos de escape, y cayendo después sobre cubierta en forma de
lluvia. Los remolinos del agua anunciaban que se estaban probando las
máquinas; el ingeniero dio la señal de que tenía
suficiente presión, y, en una palabra, podíamos ya
zarpar.
Ante todo fue necesario levar el ancla. La marea
subía aún, y el Great Eastern evitaba su empuje
presentándole la proa. Todo estaba dispuesto para bajar el
río. El capitán Anderson había debido escoger
aquel momento para aparejar, pues la mucha eslora del Great
Eastern no le permitía maniobrar en el Mersey. No siendo
arrastrado por el reflujo, sino al contrario, resistiéndole era
más dueño de su buque y estaba seguro de maniobrar
hábilmente en medio de los numerosos barcos que surcaban el
río. El más pequeño choque de aquel coloso hubiera
ocasionado un desastre.
Levar el ancla en aquellas condiciones exigía
esfuerzos considerables.
En efecto, el steam ship, impulsado por la
corriente, estiraba las cadenas con que estaba amarrado: además
un fuerte viento del sudoeste que rompía en su mole unía
su acción a la del flujo, de suerte que era necesario emplear
aparatos de gran potencia para arrancar las pesadas áncoras de
aquel cenagoso fondo. Un anchor boat, especie de buque destinado
a estas operaciones, fue a recoger las cadenas; pero sus cabrestantes
no fueron suficientes y hubo necesidad de servirse de los aparejos
mecánicos con que contaba el Great Eastern.
Había en la proa una máquina de la
fuerza de setenta caballos para izar las áncoras. Bastaba hacer
pasar el vapor de las calderas a aquellos cilindros para obtener
inmediatamente una fuerza considerable que podía aplicarse
directamente al cabrestante, al cual estaban amarradas las cadenas.
Así se hizo. Pero por mucha que fuese su fuerza la
máquina resultó insuficiente, y fue preciso buscar otra
ayuda. El capitán Anderson hizo encajar las palancas, y unos
cincuenta hombres de la tripulación fueron a virar el
cabrestante.
El steam ship empezó a espiar sobre sus
anclas, pero con mucha lentitud: los eslabones rechinaban
trabajosamente en los escobenes de la roda; y a mi juicio, se
habría podido disminuir el peso de las cadenas dando algunas
vueltas a la rueda y embragándolas así más
fácilmente.
En aquel momento estaba yo en la proa con cierto
número de pasajeros observando los detalles de la
operación y los progresos de la preparación para hacerse
a la mar. Cerca de mí, un viajero impacientado, sin duda por la
lentitud de la maniobra se encogía de hombros a cada momento
haciendo chistes sobre la impotencia de la máquina.
Era un hombre pequeño, delgado, nervioso, de
movimientos febriles, cuyos ojos apenas se distinguían bajo los
pliegues de sus párpados. Un fisonomista hubiese comprendido a
la primera ojeada que la vida debía presentarse de color de rosa
a aquel filósofo de la escuela de Demócrito, cuyos
músculos cigomáticos indispensables para la acción
de la risa no permanecían jamás en reposo. En resumidas
cuentas, como después tuve ocasión de conocer, era un
amable compañero de viaje.
-Señor - me dijo -, hasta ahora había
creído que las máquinas estaban hechas para ayudar a los
hombres y no los hombres para ayudar a las máquinas.
Iba yo a responder a aquella justa observación,
cuando se oyeron gritos. Mi interlocutor y yo corrimos a la proa y
vimos que todos los hombres que manejaban las palancas habían
sido derribados; unos se levantaban, otros yacían aún
sobre el puente. Había saltado un piñón de la
máquina; y el cabrestante había girado en sentido inverso
bajo la poderosa acción de las cadenas.
Los marineros, tomados de rechazo, habían sido
heridos con extraordinaria violencia en la cabeza o en el pecho. Al
saltar las palancas de los tomadores rotos, a la manera de un
metrallazo, acababan de matar a cuatro marineros y de herir a doce.
Entre estos últimos se contaba el
contramaestre, que era un escocés natural de Dundee.
Todos acudimos a auxiliarles. Los heridos fueron
conducidos a la enfermería situada en la popa y se mandó
desembarcar los cuatro cadáveres.
Pero los anglosajones miran con tal indiferencia la
vida de las gentes, que aquel acontecimiento no produjo más que
una mediana impresión a bordo. Para ellos, aquellos infortunados
muertos o heridos no eran más que los dientes de una rueda muy
fáciles de reemplazar.
Se hizo la señal para llamar de nuevo al
tender que se alejaba y que a los pocos minutos se acostaba al
buque.
Me dirigí hacia la porta de mura. La escalera
no se había recogido aún. Los cuatro cadáveres,
envueltos en mantas, fueron bajados y colocados en el tender
sobre cubierta. Uno de los médicos de a bordo se embarcó
a fin de acompañarlos hasta Liverpool, con el encargo de volver
al Great Eastern lo antes posible. El tender se
alejó al instante, y los marineros se ocuparon en lavar las
manchas de sangre que ensuciaban la cubierta.
Un pasajero, ligeramente lesionado por el golpe de una
palanca se aprovechó de aquella circunstancia para volver a
tierra en el tender. Ya no tenía confianza en el Great
Eastern.
Yo me puse a mirar cómo se alejaba el
pequeño buque a todo vapor, y al volverme hallé a mi
compañero, el del semblante irónico, que murmuraba de
tras de mí:
-¡Buen principio de viaje!
-No empieza bien por ahora, señor -le
respondí-. ¿A quién tengo el honor de hablar?
-Al doctor Dean Pitferge.
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