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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo VI

Al día siguiente, 27 de marzo, el Great Eastern seguía por estribor la costa occidental de Irlanda. Yo había escogido mi camarote de primera entre los de proa. Era una pequeña cámara muy bien alumbrada por dos anchas portillas. Una segunda hilera de camarotes la separaba del primer salón de proa, de suerte que ni el ruido de las conversaciones, ni sonido de los pianos que no cesaban nunca a bordo, podían llegar a él. Era una choza aislada en el extremo de un arrabal. Un canapé, una litera y un tocador constituían el mobiliario.

A las siete de la mañana atravesé los dos primeros salones y subí a cubierta. Algunos pasajeros paseaban ya por ella. Un balance casi imperceptible movía el steam ship. Soplaba una fuerte brisa pero no había mucho oleaje por impedirlo la proximidad de la costa. Yo auguraba bien de aquella indiferencia del Great Eastern.

Al llegar al smoking room, divisé aquella larga extensión de costa elegantemente perfilada cuya eterna verdura le ha valido el nombre, de "Costa esmeralda". Algunas casas solitarias, un puesto de aduaneros, un penacho de vapor blanco, señalando el paso de un tren entre las colinas; un semáforo aislado haciendo señales a los buques de alta mar, la animaban aquí y allá.

Entre la costa y nuestro buque el mar presenta un matiz verde sucio, como si fuese una plancha machada de sulfato de cobre, con irregularidad. El viento seguía fresco empujando algunas brumas con gran polvareda; numerosos buques, bricks o goletas destacaban en la ribera y los steamers pasaban arrojando humo negro, mientras el Great Eastern, que todavía no se hallaba animado de una gran velocidad, los adelantaba sin forzar las máquinas.

Al poco rato dimos vista a Queen's Town, puertecillo de arribada ante el cual maniobraba una flotilla de pescadores. En este puerto es donde todo buque ya proceda de América o de los mares del Sur, ya sea de vapor o de vela transatlántico o buque mercante, suele dejar las valijas de la correspondencia: un tren correo, siempre preparado, las lleva a Dublin en algunas horas. Allí las recoge un paquebote que siempre está con la máquina encendida, un steamer, "pur sang" todo máquinas, verdadero haz de ruedas que pasa a través de las olas, buque de corso, tan útil como el Gladiateur, o la Fille de l'air, y las cartas, atravesando el estrecho con una velocidad de diez y ocho millas por hora son llevadas a Liverpool, de suerte, que la correspondencia adelanta así un día a los más rápidos transatlánticos.

A las nueve, el Great Eastern viró al oeste-noroeste. Acababa yo de bajar de la toldilla cuando se acercó a mí el capitán Mac Elwin. Le acompañaba uno de sus amigos; un hombre de seis pies de estatura, rubio, cuyos largos bigotes perdidos entre sus patillas, dejaban descubierta la barbilla siguiendo la moda de aquel tiempo. El recién llegado tenía el tipo de oficial inglés: llevaba la cabeza erguida pero sin altivez; su mirada era segura su aire desenvuelto, su andar desembarazado; en una palabra su aspecto denotaba que poseía ese valor bastante raro, que puede llamarse "valor sin cólera". No me equivoqué acerca de su profesión.

-Mi amigo Archibaldo Corsican -me dijo Fabián -; capitán como yo en el 22 de línea del ejército de las Indias.

Hecha esta presentación, el capitán y yo nos saludamos.

-Ayer apenas nos vimos, mi querido Fabián -dije al capitán Mac Elwin, estrechándole la mano -. Nos hallábamos en el momento de la partida y sólo sé que nuestro encuentro en el Great Eastern no fue debido a la casualidad. Ya sabe que si puedo serle útil en cualquier cosa referente a la determinación que ha tomado...

-Sin duda, mi querido camarada -me respondió Fabián -. Cuando el capitán Corsican y yo llegamos a Liverpool con objeto de tomar pasaje a bordo del China, de la línea Cunard, supimos que el Great Eastern iba a hacer una nueva travesía entro Inglaterra y América; lo cual era una buena ocasión. Supe que estaba usted a bordo y esto era para mí un placer. No nos habíamos visto hacía tres años, después de nuestro agradable viaje por las estados escandinavos, y no vacilé un instante; por eso el tender nos trajo ayer a su presencia.

-Creo, Fabián -le respondí-, que ni el capitán Corsican ni usted se arrepentirán de su determinación. La travesía del Atlántico en este gran buque no puede dejar de ser interesante, aun para ustedes, por poco marinos que sean. Su última carta que aún no tiene seis semanas de fecha llevaba el sello de correos de Bombay; tenía pues, motivo para creer que estaba usted en su regimiento.

-Estábamos en él hace tres semanas -respondió Fabián-. Allí pasábamos esa existencia medio militar, medio campestre de los oficiales de la India durante la cual se organizan más cacerías que razzias.

Aquí tiene usted al capitán Archibaldo, que es un temible destructor de tigres, el terror de la jungla. Pero, aunque somos solteros y sin familia la añoranza nos ha impu1ado a conceder algún descanso a aquellos pobres carnívoros de la península y venir a respirar algunas moléculas del aire europeo.

Hemos obtenido un año de licencia y por el Mar Rojo, Suez y Francia hemos llegado con la rapidez de un tren expreso a nuestra vieja Inglaterra.

-¡Nuestra vieja Inglaterra! -repuso sonriendo el capitán Corsican-; ya no estarnos en ella Fabián, pues aun cuando el buque sea inglés, está fletado por una compañía francesa y nos lleva a América. Tres banderas diferentes ondean sobre nuestras cabezas, y prueban que pisamos un suelo franco-anglo-americano.

-¿Qué importa? -respondió Fabián, arrugando la frente cual si estuviese dominado por una impresión dolorosa-; ¿qué importa con tal que nuestra licencia vaya transcurriendo? El movimiento es la vida. ¡Cuán bueno es olvidar el pasado, y matar el presente contemplando siempre cosas nuevas! Dentro de algunos días estaremos en Nueva York, en donde abrazaré a mi hermana y a mis sobrinos, a quienes no he visto hace muchos años. Después visitaremos los grandes lagos; bajaremos por el Mississipi hasta Nueva Orleans, y daremos una batida por el Amazonas. Desde América pasaremos a Africa donde los leones y, los elefantes se han dado cita en el Cabo para celebrar la llegada del capitán Corsican, y, desde allí volveremos a imponer a los cipayos la voluntad de la metrópoli.

Fabián hablaba con una volubilidad nerviosa, pero con el pecho henchido de suspiros. Era indudable que amargaba su vida alguna desgracia que yo ignoraba aún y que sus cartas no me habían dejado traslucir. Pero me pareció que Archibaldo Corsican estaba al corriente de todo, pues demostraba una gran amistad a Fabián, que era algo más joven que él; parecía ser hermano mayor de Mac Elwin, aquel arrogante capitán que según las circunstancias podía llevar su lealtad hasta el heroísmo.

En aquel momento interrumpió nuestra conversación el sonido de la bocina de a bordo, tocada por un mofletudo camarero, anunciando, con un cuarto de hora de anticipación, el lunch de las doce y media.

Con gran satisfacción de los viajeros, resonaba así su ronca bocina cuatro veces al día: a las ocho y media para el desayuno; a las doce y media para el lunch, a las cuatro para la comida y a las siete, y media para el té. En un momento quedaron desiertos los largos bulevares, pues todo el mundo pasó al vasto salón, a donde fui también a tomar asiento junto a Fabián y el capitán Corsican.

Cuatro filas de mesas amueblaban aquel comedor, sobre las cuales las botellas y los vasos, colocados en platillos especiales para evitar que el balance los volcara se mantenían fijos y perfectamente, perpendiculares.

En el steam ship no se sentían las ondulaciones del mar, así es que los pasajeros, hombres, mujeres y niños, pedían comer con toda tranquilidad. Empezaron a circular los platos, muy bien presentados y servidos por numerosos y atentos camareros, que suministraban a cada cual, con arreglo a lo que escribía en una pequeña tarjeta ad hoc, los vinos y licores o manjares que debían pagarse aparte.

Los californianos se distinguían por su afición al champagne. Una lavandera enriquecida en los lavaderos de San Francisco, acompañada de su marido, antiguo aduanero, bebía cliquot de tres dólares la botella. Dos o tres jóvenes misses, pálidas y delicadas, devoraban tajadas de buey chorreando sangre. Largas mistress de colmillos marfileños, vaciaban en pequeños vasos el contenido de muchos huevos pasados por agua. Otras saboreaban con manifiesta fruición tortas al ruibarbo o apio del desierto. Todos devoraban con verdadero entusiasmo. Cualquiera se hubiera creído en un restaurante de los bulevares, en pleno París y no en medio del Océano.

Terminado el almuerzo, volvió a llenarse de gente la cubierta.

Los viajeros se saludaban al paso, o trababan conversación como en los paseos de Hyde Park; los niños jugaban, corrían, lanzaban sus pelotas, rodaban sus aros, como si estuvieran en el jardín de las Tullerías.

La mayor parte de los hombres fumaban paseando; las damas, sentadas en sillas de tijeta trabajaban, leían o conversaban unas con otras; las nodrizas y las ayas vigilaban a los pequeñuelos; algunos norteamericanos panzudos se columpiaban en sillones de balancín, y los oficiales del buque iban y venían, hacían sus cuartos de guardia en los puentes, vigilaban la brújula o contestaban a las preguntas, muchas veces ridículas, de los pasajeros. De vez en cuando se percibía a través del murmullo de la brisa el sonido de un órgano colocado en la cámara de popa y los dulces acordes de tres pianos de Pleyel que se hacían una deplorable competencia en los salones bajos.

A las tres resonaron estrepitosos hurras. Los pasajeros invadieron las toldillas. El Great Eastern se hallaba a dos cables de un paquebote al que había adelantado con facilidad. Era el Propontis que navegaba con rumbo a Nueva York y cuya tripulación nos saludó siendo enseguida contestado por la nuestra.

A las cuatro y media se divisaba aún la tierra a tres millas a estribor, si bien con alguna dificultad a causa de un nublazón repentino.

Pronto apareció una luz; era el faro de Fastenet, colocado sobre una roca aislada. No tardó en cerrar la noche, durante la cual debíamos doblar el cabo Clear, última punta de la costa de Irlanda.

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