Una ciudad flotante
Capítulo VI
Al día siguiente, 27 de marzo, el Great
Eastern seguía por estribor la costa occidental de Irlanda.
Yo había escogido mi camarote de primera entre los de proa. Era
una pequeña cámara muy bien alumbrada por dos anchas
portillas. Una segunda hilera de camarotes la separaba del primer
salón de proa, de suerte que ni el ruido de las conversaciones,
ni sonido de los pianos que no cesaban nunca a bordo, podían
llegar a él. Era una choza aislada en el extremo de un arrabal.
Un canapé, una litera y un tocador constituían el
mobiliario.
A las siete de la mañana atravesé los
dos primeros salones y subí a cubierta. Algunos pasajeros
paseaban ya por ella. Un balance casi imperceptible movía el
steam ship. Soplaba una fuerte brisa pero no había mucho
oleaje por impedirlo la proximidad de la costa. Yo auguraba bien de
aquella indiferencia del Great Eastern.
Al llegar al smoking room, divisé
aquella larga extensión de costa elegantemente perfilada cuya
eterna verdura le ha valido el nombre, de "Costa esmeralda".
Algunas casas solitarias, un puesto de aduaneros, un penacho de vapor
blanco, señalando el paso de un tren entre las colinas; un
semáforo aislado haciendo señales a los buques de alta
mar, la animaban aquí y allá.
Entre la costa y nuestro buque el mar presenta un
matiz verde sucio, como si fuese una plancha machada de sulfato de
cobre, con irregularidad. El viento seguía fresco empujando
algunas brumas con gran polvareda; numerosos buques, bricks o
goletas destacaban en la ribera y los steamers pasaban arrojando
humo negro, mientras el Great Eastern, que todavía no se
hallaba animado de una gran velocidad, los adelantaba sin forzar las
máquinas.
Al poco rato dimos vista a Queen's Town,
puertecillo de arribada ante el cual maniobraba una flotilla de
pescadores. En este puerto es donde todo buque ya proceda de
América o de los mares del Sur, ya sea de vapor o de vela
transatlántico o buque mercante, suele dejar las valijas de la
correspondencia: un tren correo, siempre preparado, las lleva a Dublin
en algunas horas. Allí las recoge un paquebote que siempre
está con la máquina encendida, un steamer,
"pur sang" todo máquinas, verdadero haz de ruedas que
pasa a través de las olas, buque de corso, tan útil como
el Gladiateur, o la Fille de l'air, y las cartas,
atravesando el estrecho con una velocidad de diez y ocho millas por
hora son llevadas a Liverpool, de suerte, que la correspondencia
adelanta así un día a los más rápidos
transatlánticos.
A las nueve, el Great Eastern viró al
oeste-noroeste. Acababa yo de bajar de la toldilla cuando se
acercó a mí el capitán Mac Elwin. Le
acompañaba uno de sus amigos; un hombre de seis pies de
estatura, rubio, cuyos largos bigotes perdidos entre sus patillas,
dejaban descubierta la barbilla siguiendo la moda de aquel tiempo. El
recién llegado tenía el tipo de oficial inglés:
llevaba la cabeza erguida pero sin altivez; su mirada era segura su
aire desenvuelto, su andar desembarazado; en una palabra su aspecto
denotaba que poseía ese valor bastante raro, que puede llamarse
"valor sin cólera". No me equivoqué acerca de
su profesión.
-Mi amigo Archibaldo Corsican -me dijo Fabián
-; capitán como yo en el 22 de línea del ejército
de las Indias.
Hecha esta presentación, el capitán y yo
nos saludamos.
-Ayer apenas nos vimos, mi querido Fabián -dije
al capitán Mac Elwin, estrechándole la mano -. Nos
hallábamos en el momento de la partida y sólo sé
que nuestro encuentro en el Great Eastern no fue debido a la
casualidad. Ya sabe que si puedo serle útil en cualquier cosa
referente a la determinación que ha tomado...
-Sin duda, mi querido camarada -me respondió
Fabián -. Cuando el capitán Corsican y yo llegamos a
Liverpool con objeto de tomar pasaje a bordo del China, de la
línea Cunard, supimos que el Great Eastern iba a hacer
una nueva travesía entro Inglaterra y América; lo cual
era una buena ocasión. Supe que estaba usted a bordo y esto era
para mí un placer. No nos habíamos visto hacía
tres años, después de nuestro agradable viaje por las
estados escandinavos, y no vacilé un instante; por eso el
tender nos trajo ayer a su presencia.
-Creo, Fabián -le respondí-, que ni el
capitán Corsican ni usted se arrepentirán de su
determinación. La travesía del Atlántico en este
gran buque no puede dejar de ser interesante, aun para ustedes, por
poco marinos que sean. Su última carta que aún no tiene
seis semanas de fecha llevaba el sello de correos de Bombay;
tenía pues, motivo para creer que estaba usted en su
regimiento.
-Estábamos en él hace tres semanas
-respondió Fabián-. Allí pasábamos esa
existencia medio militar, medio campestre de los oficiales de la India
durante la cual se organizan más cacerías que
razzias.
Aquí tiene usted al capitán Archibaldo,
que es un temible destructor de tigres, el terror de la jungla. Pero,
aunque somos solteros y sin familia la añoranza nos ha impu1ado
a conceder algún descanso a aquellos pobres carnívoros de
la península y venir a respirar algunas moléculas del
aire europeo.
Hemos obtenido un año de licencia y por el Mar
Rojo, Suez y Francia hemos llegado con la rapidez de un tren expreso a
nuestra vieja Inglaterra.
-¡Nuestra vieja Inglaterra! -repuso sonriendo el
capitán Corsican-; ya no estarnos en ella Fabián, pues
aun cuando el buque sea inglés, está fletado por una
compañía francesa y nos lleva a América. Tres
banderas diferentes ondean sobre nuestras cabezas, y prueban que
pisamos un suelo franco-anglo-americano.
-¿Qué importa? -respondió
Fabián, arrugando la frente cual si estuviese dominado por una
impresión dolorosa-; ¿qué importa con tal que
nuestra licencia vaya transcurriendo? El movimiento es la vida.
¡Cuán bueno es olvidar el pasado, y matar el presente
contemplando siempre cosas nuevas! Dentro de algunos días
estaremos en Nueva York, en donde abrazaré a mi hermana y a mis
sobrinos, a quienes no he visto hace muchos años. Después
visitaremos los grandes lagos; bajaremos por el Mississipi hasta Nueva
Orleans, y daremos una batida por el Amazonas. Desde América
pasaremos a Africa donde los leones y, los elefantes se han dado cita
en el Cabo para celebrar la llegada del capitán Corsican, y,
desde allí volveremos a imponer a los cipayos la voluntad de la
metrópoli.
Fabián hablaba con una volubilidad nerviosa,
pero con el pecho henchido de suspiros. Era indudable que amargaba su
vida alguna desgracia que yo ignoraba aún y que sus cartas no me
habían dejado traslucir. Pero me pareció que Archibaldo
Corsican estaba al corriente de todo, pues demostraba una gran amistad
a Fabián, que era algo más joven que él;
parecía ser hermano mayor de Mac Elwin, aquel arrogante
capitán que según las circunstancias podía llevar
su lealtad hasta el heroísmo.
En aquel momento interrumpió nuestra
conversación el sonido de la bocina de a bordo, tocada por un
mofletudo camarero, anunciando, con un cuarto de hora de
anticipación, el lunch de las doce y media.
Con gran satisfacción de los viajeros, resonaba
así su ronca bocina cuatro veces al día: a las ocho y
media para el desayuno; a las doce y media para el lunch, a las
cuatro para la comida y a las siete, y media para el té. En un
momento quedaron desiertos los largos bulevares, pues todo el mundo
pasó al vasto salón, a donde fui también a tomar
asiento junto a Fabián y el capitán Corsican.
Cuatro filas de mesas amueblaban aquel comedor, sobre
las cuales las botellas y los vasos, colocados en platillos especiales
para evitar que el balance los volcara se mantenían fijos y
perfectamente, perpendiculares.
En el steam ship no se sentían las
ondulaciones del mar, así es que los pasajeros, hombres, mujeres
y niños, pedían comer con toda tranquilidad. Empezaron a
circular los platos, muy bien presentados y servidos por numerosos y
atentos camareros, que suministraban a cada cual, con arreglo a lo que
escribía en una pequeña tarjeta ad hoc, los vinos
y licores o manjares que debían pagarse aparte.
Los californianos se distinguían por su
afición al champagne. Una lavandera enriquecida en los lavaderos
de San Francisco, acompañada de su marido, antiguo aduanero,
bebía cliquot de tres dólares la botella. Dos o
tres jóvenes misses, pálidas y delicadas,
devoraban tajadas de buey chorreando sangre. Largas mistress de
colmillos marfileños, vaciaban en pequeños vasos el
contenido de muchos huevos pasados por agua. Otras saboreaban con
manifiesta fruición tortas al ruibarbo o apio del desierto.
Todos devoraban con verdadero entusiasmo. Cualquiera se hubiera
creído en un restaurante de los bulevares, en pleno París
y no en medio del Océano.
Terminado el almuerzo, volvió a llenarse de
gente la cubierta.
Los viajeros se saludaban al paso, o trababan
conversación como en los paseos de Hyde Park; los niños
jugaban, corrían, lanzaban sus pelotas, rodaban sus aros, como
si estuvieran en el jardín de las Tullerías.
La mayor parte de los hombres fumaban paseando; las
damas, sentadas en sillas de tijeta trabajaban, leían o
conversaban unas con otras; las nodrizas y las ayas vigilaban a los
pequeñuelos; algunos norteamericanos panzudos se columpiaban en
sillones de balancín, y los oficiales del buque iban y
venían, hacían sus cuartos de guardia en los puentes,
vigilaban la brújula o contestaban a las preguntas, muchas veces
ridículas, de los pasajeros. De vez en cuando se percibía
a través del murmullo de la brisa el sonido de un órgano
colocado en la cámara de popa y los dulces acordes de tres
pianos de Pleyel que se hacían una deplorable competencia en los
salones bajos.
A las tres resonaron estrepitosos hurras. Los
pasajeros invadieron las toldillas. El Great Eastern se hallaba
a dos cables de un paquebote al que había adelantado con
facilidad. Era el Propontis que navegaba con rumbo a Nueva York
y cuya tripulación nos saludó siendo enseguida contestado
por la nuestra.
A las cuatro y media se divisaba aún la tierra
a tres millas a estribor, si bien con alguna dificultad a causa de un
nublazón repentino.
Pronto apareció una luz; era el faro de
Fastenet, colocado sobre una roca aislada. No tardó en cerrar la
noche, durante la cual debíamos doblar el cabo Clear,
última punta de la costa de Irlanda.
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