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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo III
Donde el comisario Passauf hace una entrada tan ruidosa como inesperada

Cuando la interesante conversación que más arriba hemos referido entre el consejero y el burgomaestre había comenzado, eran las tres menos cuarto de la tarde. A las tres y cuarenta y cinco minutos fue cuando van Tricasse encendió su ancha pipa que podía contener un cuarterón de tabaco y a las cinco y treinta y cinco minutos cuando acabó de fumar.

Durante todo este tiempo, ambos interlocutores no hablaron una sola palabra.

A las seis, el consejero, que siempre procedía por pretermisión1, o aposiopesis, manifestó:

-¿Conque nos decidimos?

-A no decidir nada -replicó el burgomaestre.

-Creo, en suma, que tiene usted razón, van Tricasse.

-También lo creo, Niklausse. Tomaremos una resolución respecto del comisario civil cuando estemos mejor enterados; más tarde... No llevamos un mes apenas...

-Ni siquiera un año respondió Niklausse desdoblando su pañuelo del cual se servía, por otra parte, con perfecta discreción.

Se estableció otro silencio que duró todavía una hora larga, sin que nada turbase esta nueva parada en la conversación, ni aun la aparición del perro de la casa, el honrado Lento, que, no menos flemático que su amo, vino a dar con mucha suavidad una vuelta al aposento. ¡Digno perro! ¡Modelo para todos los de su especie! De cartón fuera, con ruedecillas en las patas, que no hubiera hecho menos ruido en su visita.

A eso de las ocho, después que Lotche trajo la lámpara antigua de vidrio deslustrado, el burgomaestre dijo al consejero:

-¿No tenemos otro asunto urgente que despachar, Niklausse?

-No, van Tricasse, ninguno que yo sepa.

-¿No me ha dicho, sin embargo -preguntó el burgomaestre- que la torre de la puerta de Audenarde amenaza ruina?

-En efecto -respondió el consejero-, y ciertamente que no me llevaría chasco si algún día aplastase a un transeúnte.

-¡Oh! Antes que suceda tal desgracia, espero que habremos tomado una decisión respecto de esa torre.

-Así lo espero, van Tricasse.

-Hay cuestiones más urgentes que resolver.

-Sin duda -respondió el consejero-; por ejemplo, la cuestión del mercado de cueros.

-¿Todavía sigue ardiendo? -preguntó el burgomaestre.

-Así sigue hace tres semanas.

-¿No hemos decidido en consejo dejarlo arder?

-Sí, van Tricasse, y eso a propuesta suya.

-¿No era el medio más seguro y sencillo de acabar con el incendio?

-Sin duda alguna.

-Pues bien, esperemos. ¿No hay más?

-No hay más -respondió el consejero, rascándose la frente, como para asegurarse de que no olvidaba algún asunto importante.

-¡Ah! -dijo el burgomaestre-. ¿No ha oído hablar también de un escape de agua que amenazaba inundar el barrio de Santiago?

-Efectivamente -respondió el consejero-. Y es de sentir que el escape no se haya declarado encima del mercado de cueros, porque hubiera naturalmente combatido el incendio, lo cual nos ahorraría los gastos de discusión.

-¿Qué quiere usted, Niklausse? No hay cosa que menos lógica tenga que los accidentes. No tienen enlace alguno entre sí y no es posible, como se quisiera, aprovechar el uno para atenuar el otro.

Esta aguda observación de van Tricasse exigió algún tiempo para que la saborease plenamente su interlocutor y amigo.

-Pero -repuso algunos instantes después el consejero Niklausse-, ni siquiera hablamos de nuestro gran negocio.

-¿Cuál? ¿Conque tenemos un gran negocio?

-¡Sin duda! Se trata del alumbrado de la población.

-¡Ah, sí! -respondió el burgomaestre-. Si mi memoria es fiel, me quiere usted hablar del alumbrado del doctor Ox.

-Precisamente.

-¿Y bien?

-La cosa marcha, Niklausse. Se está procediendo a la colocación de los tubos y la fábrica se encuentra del todo concluida.

-Quizá nos hemos precipitado mucho en ese negocio -dijo el consejero, torciendo la cabeza.

-Quizá; pero nos sirve de excusa que el doctor Ox hace todos los gastos del experimento y que no nos cuenta un céntimo.

-Esa es, en efecto, nuestra excusa. Además, es menester ir con el siglo. Si el experimento sale bien, Quiquendone será la primera población de Flandes que se alumbre con gas ox... ¿Cómo se llama ese gas?

-El gas oxhídrico.

-Vaya, pues, con el gas oxhídrico.

En aquel momento se abrió la puerta y Lotche vino a anunciar a su amo que la cena estaba lista.

El consejero Niklausse se levantó para despedirse de van Tricasse, a quien tantas decisiones adoptadas y tantos negocios tratados habían dado apetito. Después convinieron en reunir dentro de un plazo bastante largo el consejo de notables, a fin de resolver si se tomaría una medida provisional sobre la cuestión realmente urgente de la torre de Audenarde.

Los dos dignos administradores se dirigieron entonces hacia la puerta que daba a la calle, acompañando el uno al otro. El consejero, al llegar al último descansillo, encendió una pequeña linterna que debía guiarle por las calles oscuras de Quiquendone, no alumbradas todavía por el sistema del doctor Ox. La noche estaba oscura, era el mes de octubre, y una ligera neblina tendía su sombra sobre la población.

Los preparativos de la salida del consejero Niklausse exigieron un buen cuarto de hora, porque después de haber encendido la linterna, se calzó las almadreñas articuladas de becerro y se puso los espesos guantes de piel de carnero; después levantó el peludo cuello de su levita, abatió su visera sobre los ojos, aseguró en las manos el enorme paraguas de puño encorvado y se dispuso a salir.

En el momento en que Lotche, alumbrando a su amo, iba a retirar la barra de la puerta, estalló por fuera un ruido inesperado. ¡Sí! Por inverosímil que esto pareciera, un ruido, un verdadero ruido, tal como no lo había oído la villa desde la toma del torreón por los españoles en 1513, un espantoso ruido despertó los adormecidos ecos de la antigua casa van Tricasse. Llamaban a la puerta, virgen hasta entonces de todo brutal tocamiento. Se daban aldabonazos con un instrumento contundente que debía ser un palo nudoso o manejado por robusta mano. A los golpes se añadían gritos como llamando, y se oían claramente estas palabras:

-Señor van Tricasse, señor burgomaestre, abran, abran pronto.

El burgomaestre y el consejero, absolutamente atolondrados, se miraron sin decir palabra, porque lo que pasaba era superior a lo que su imaginación podía concebir. Si se hubiese disparado la vieja culebrina del castillo, que no funcionaba desde el año 1385, no quedarían más estropeados, permítasenos esta palabra y sea excusable su trivialidad, en gracia de su expresión.

Entretanto, los golpes, los gritos, los llamamientos redoblaban, y Lotche, recobrando su serenidad, se atrevió a hablar.

-¿Quién está ahí? -preguntó ella.

-Soy yo, yo, yo.

-¿Y quién es yo?

-El comisario Passauf.

¡El comisario Passauf! Aquel mismo cuyo cargo se trataba de suprimir hacía diez años. ¿Qué sucedía, pues? ¿Habían invadido los borgoñeses a Quinquendone como en el siglo XIV? Nada menos que un acontecimiento de esa especie se necesitaba para conmover hasta ese punto al comisario Passauf, que en nada cedía al mismo burgomaestre en cuanto a calmoso y flemático.

A una seña de van Tricasse, porque el buen señor no hubiera podido articular una sola palabra, el barrote se apartó y se abrió la puerta.

El comisario Passauf se precipitó en el recibimiento cual si fuera un huracán.

-¿Qué hay, señor comisario? -preguntó Lotche, valiente chica que no perdía la cabeza en las circunstancias más graves.

-¿Lo que hay? -dijo Passauf, cuyos ojos abultados expresaban una emoción real-. Hay, que vengo de casa del doctor Ox, donde había recepción y allí...

-¿Allí? -dijo el consejero.

Allí he sido testigo de un altercado tal que... señor burgomaestre, han hablado de política.

-¡Política! -repitió van Tricasse mesándose la peluca hasta erizarla.

-¡Política! -repuso el comisario Passauf-. Lo cual no ha sucedido quizá en cien años en Quiquendone. Entonces la discusión se acaloró. ¡El abogado Andrés Schut y el médico Domingo Custos han tenido tan violenta discusión que quizá se vean precisados a ir al terreno!

-¡Al terreno! -exclamó el consejero. ¡Un duelo en Quiquendone! ¿Pues qué se han dicho el abogado Schut y el médico Custos?

-Esto textualmente, «Señor abogado -ha dicho el médico a su adversario-, va usted un poco lejos me parece, y no piensa en modo alguno en medir sus palabras.»

El burgomaestre van Tricasse juntó las manos. El consejero palideció y dejó caer su linterna. El comisario movió la cabeza.

¡Una frase tan provocadora pronunciada por dos notables del país!

-Ese médico Custos -susurró van Tricasse- es decididamente hombre peligroso, cabeza exaltada; ¡vengan, señores!

Y con esto, el consejero Niklausse y el comisario entraron en la casa con el burgomaestre van Tricasse..

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1. También preterición: acción y efecto de preterir. En retórica, es la figura que consiste en aparentar que se quiere pasar por alto aquello que se dice encarecidamente. La palabra aposiopesis significa reticencia.

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