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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo V
Donde el burgomaestre y el consejero van a hacer una visita al Doctor Ox, y lo que sigue

El consejero Niklausse y el burgomaestre van Tricasse supieron al fin lo que es una noche agitada. El grave acontecimiento ocurrido en casa del doctor Ox les causó un verdadero insomnio. ¿Qué consecuencia tendría la cosa? No podían imaginarlo. ¿Habría que adoptar alguna decisión? ¿Tendría que intervenir la autoridad municipal que ellos representaban? ¿Se publicarían edictos para que semejante escándalo no se renovase?

Estas dudas no podían menos que perturbar a tan blandas naturalezas. Por eso la víspera, antes de separarse, habían decidido volverse a ver al día siguiente.

Al día siguiente, pues, antes de comer, el burgomaestre van Tricasse se dirigió en persona a casa del consejero Niklausse, a quien encontró más tranquilizado. También él recobró la serenidad.

-¿No hay nada de nuevo? -preguntó van Tricasse.

-Nada de nuevo desde ayer -contestó Niklausse.

-¿Y el médico Domingo Custos?

-No he oído hablar de él ni más ni menos que del abogado Andrés Schut.

Después de una hora de conversación que ocuparía tres líneas y que es inútil referir, el consejero y el burgomaestre habían resuelto visitar al doctor Ox, a fin de obtener algunas aclaraciones, sin aparentarlo.

Tomada esta resolución contra sus hábitos, ambas notabilidades se decidieron a ejecutarla rápidamente. Abandonaron la casa y se dirigieron a la fábrica del doctor Ox, situada fuera de la población, cerca de la puerta de Audenarde, la que amenazaba ruina.

El burgomaestre y el canciller no se daban el brazo pero andaban, passibus oequis, con el paso lento y solemne, que no les hacía adelantar sino tres pulgadas apenas por segundo. Por lo demás, este era el paso mismo de sus administrados que desde memoria de hombre no habían visto a nadie correr por las calles de Quiquendone.

De vez en cuando, en una travesía sosegada y tranquila en la esquina de una calle pacífica las dos notabilidades se paraban para saludar a la gente.

-Buenos días, señor burgomaestre -decía uno.

-Buenos días, amigo mío -respondía van Tricasse.

-¿No hay nada nuevo, señor consejero? -preguntaba otro.

-Nada nuevo -respondía Niklausse.

Mas por ciertas cataduras atónitas y por ciertas miradas indagadoras, podía comprenderse que la reyerta de la víspera era conocida en la ciudad. Con sólo ver la dirección seguida por van Tricasse, el más obtuso de los quiquendoneses hubiera acertado que el burgomaestre iba a dar algún grave paso. El asunto de Custos y de Schut preocupaba todos los ánimos, pero nadie tomaba todavía partido por uno o por otro. El abogado y el médico eran, en suma, dos personas muy estimadas. El primero no había tenido ocasión nunca de informar en una ciudad donde los procuradores y alguaciles sólo existían por memoria, y, por consiguiente, no había perdido pleito alguno. En cuanto al segundo, era un práctico honroso que a ejemplo de sus colegas, curaba a los enfermos de todas sus enfermedades, menos de la que morían, hábito desagradable adquirido desgraciadamente por los miembros de todas las facultades en cualquier país que ejerzan su profesión.

Al llegar a la puerta de Audenarde, el consejero y el burgomaestre dieron prudentemente un ligero rodeo, a fin de no pasar por el radio de caída de la torre, y luego la consideraron con atención.

-Creo que se caerá -dijo van Tricasse.

-También lo creo -respondió Niklausse.

-A no ser que la apuntalen -añadió van Tricasse-. ¿Pero debe apuntalarse? Esa es la cuestión.

-Es, en efecto, la cuestión -respondió Niklausse.

Algunos instantes después se presentaban a la puerta de la fábrica.

-¿Está visible el doctor Ox? preguntaron.

El doctor Ox estaba siempre visible para las primeras autoridades de la villa, y éstas fueron introducidas en el gabinete del célebre fisiólogo. Tal vez los dos notables aguardaron una hora larga, antes que el doctor apareciese. Al menos hay fundamento para creerlo, porque el burgomaestre, lo cual no le había sucedido en toda su vida, manifestó cierta impaciencia, de la cual tampoco se sintió exento su compañero.

El doctor Ox entró por fin y se excusó por haber hecho esperar a los señores; pero había tenido que aprobar un plano de gasómetro, y que rectificar una ramificación de tubería...

Por lo demás, todo marchaba bien. Los conductos destinados al oxígeno estaban ya colocados. Antes de algunos meses, la población estaría dotada de un espléndido alumbrado. Las dos notabilidades podían ver ya los orificios de los tubos que daban sobre el gabinete del doctor.

Después de estas explicaciones, el doctor se informó del motivo que le proporcionaba la honra de recibir en su casa al burgomaestre y al consejero.

-Para verlo, doctor, para verlo -respondió van Tricasse-. Hace mucho tiempo que no habíamos tenido ese gusto. Salimos poco en nuestra villa de Quiquendone. Contamos nuestros pasos y nuestras andadas. Felices cuando nada viene a interrumpir nuestra uniformidad...

Niklausse miraba a su amigo. Este no había hablado nunca tanto, al menos sin tomarse tiempo ni espaciar sus frases con dilatadas pausas. Parecíale que van Tricasse se expresaba con cierta volubilidad que no le era natural. El mismo Niklausse sentía también como una irresistible comezón de hablar.

En cuanto al doctor Ox, miraba cuidadosamente al burgomaestre con cierta malicia.

Van Tricasse, que nunca discutía sino después de haberse instalado a sus anchas en un buen sillón, se había levantado esta vez. No sé qué sobreexcitación nerviosa, enteramente contraria a su temperatura, se había apoderado de él. Todavía no gesticulaba, pero esto no podía tardar. En cuanto al consejero, se rascaba las pantorrillas y respiraba a lentas, pero anchas, bocanadas. Su mirada se animaba poco a poco y estaba decidido a sostener contra todo, en caso necesario, a su leal amigo el burgomaestre.

Van Tricasse se había levantado, y después de dar algunos pasos, vino a colocarse de nuevo enfrente del doctor.

-¿Y dentro de cuántos meses -preguntó con tono algo acentuado-, dentro de cuántos meses dice usted que estarán sus trabajos concluidos?

-Dentro de tres o cuatro meses, señor burgomaestre.

-¡Tres o cuatro meses! Muy largo es eso -dijo van Tricasse.

-¡Demasiado largo! -añadió Niklausse, que, no pudiendo aguantar más en su sitio, se había levantado también.

-Necesitamos ese tiempo para acabar nuestra instalación -respondió el doctor-. Los obreros que hemos escogido en la población de Quiquendone no son muy activos.

-¡Cómo que no! -exclamó el burgomaestre, que tomaba, al parecer, esas palabras como una ofensa personal.

-No, señor burgomaestre -respondió al doctor Ox insistiendo-. Un obrero francés haría en un día el trabajo de diez de sus administrados. Ya lo sabe usted, son flamencos puros.

-¡Flamencos! -exclamó el consejero Niklausse, cuyos puños se crisparon. ¿Qué sentido quiere usted dar a esa palabra, caballero?

-El sentido... amable que todo el mundo le da -respondió, sonriendo, el doctor.

-¡Cuidado, caballero! -dijo el burgomaestre, recorriendo a grandes pasos el gabinete de uno a otro lado-, no me gustan esas insinuaciones. Los obreros de Quiquendone valen tanto como los de cualquiera otra ciudad del mundo, entiende, y no es a París ni a Londres a donde iremos a buscar modelos. En cuanto a los trabajos que le conciernen, le ruego que acelere su ejecución. Las calles están desempedradas para la colocación de los tubos, y ésa es una traba de la circulación. El comercio acabará por quejarse, y yo, administrador responsable, no quiero incurrir en reconvenciones harto legítimas.

¡El bravo burgomaestre! ¡Había hablado de comercio y de circulación, y estas palabras, a que no estaba acostumbrado, no le desollaban los labios! ¿Qué le pasaba, pues?

-Por otra parte -añadió Niklausse, la población no puede estar por más tiempo privada de luz.

-Sin embargo -dijo el doctor-, una población que lo espera hace ochocientos o novecientos años...

-Razón de más, caballero -repuso el burgomaestre acentuando las sílabas-. ¡Otro tiempo, otras costumbres! El progreso marcha y no queremos quedarnos atrás. Antes de un mes entenderemos que nuestras calles han de estar alumbradas, o bien pagará usted una indemnización considerable por cada día de retraso. ¿Qué sucedería si en medio de las tinieblas ocurriese alguna riña?

-Efectivamente -exclamó Niklausse-, basta una chispa para inflamar a un flamenco. Flamenco, flama.

-Y a propósito -dijo el burgomaestre a las palabras de su amigo, el comisario Passauf, jefe de la policía municipal, nos ha dado parte de que una discusión se había entablado anoche en sus salones, señor doctor. ¿Se ha equivocado al decir que se trataba de una discusión política?

-En efecto, señor burgomaestre -respondió el doctor, que reprimía, no sin pena, un suspiro de satisfacción.

-¿Y no hubo un altercado entre el médico Domingo Custós y el abogado Andrés Schut?

-Sí, señor consejero, pero las expresiones que se cruzaron no tenían nada de grave.

-¡Nada de grave! -exclamó el burgomaestre.

-¿Nada grave cuando un hombre dice a otro que no mide el alcance de sus palabras? Entonces, ¿con qué barro está usted amasado, caballero? ¿No sabe usted que en Quiquendone no se necesita más para acarrear consecuencias funestas? Y, caballero, si usted o cualquier otro se permitiese hablarme así...

-Y a mí -añadió el consejero Niklausse.

Y al pronunciar estas palabras, con tono amenazador, ambas notabilidades, cruzadas de brazos y con el pelo erizado, miraban de frente al doctor Ox, en disposición de jugarle una mala pasada, si un gesto, menos que un gesto, una mirada hubiera revelado en él la intención de contrariarles.

Pero el doctor no pestañeó.

-En todo caso, caballero -prosiguió el burgomaestre-, entiendo hacerle responsables de lo que pase en su casa. Garantizo la tranquilidad de la población y no quiero que se vea turbada. Los acontecimientos de anoche no se renovarán o cumpliré con mi deber, caballero. ¿Lo ha entendido? Pero responda, caballero.

Al hablar así, el burgomaestre, bajo el imperio de una sobreexcitación extraordinaria, elevaba la voz hasta el diapasón de la cólera. Estaba furioso aquel digno van Tricasse, y ciertamente que debieron oírle desde fuera. Por último, fuera de sí, y viendo que el doctor no respondía a sus provocaciones, dijo:

-Venga, Niklausse.

Y, cerrando la puerta con una violencia que conmovió la casa, el burgomaestre arrastró al consejero en pos de sí. Poco a poco, y después de andar unos veinte pasos por la campiña, los dignos notables se calmaron. Su marcha se amortiguó y su andar se modificó. El enrojecimiento de su rostro se apagó y de encarnado pasó a color de rosa. Y un cuarto de hora después de haber salido de la fábrica, van Tricasse decía con apacible tono al consejero Niklausse:

-¡Qué hombre tan amable es el doctor Ox! Le veré siempre con el mayor placer.

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