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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo VI
En donde Frantz Niklausse y Suzel van Tricasse forman algunos proyectos para el porvenir

Nuestros lectores saben que el burgomaestre tenía una hija, la señorita Suzel; mas por perspicaces que sean no han podido adivinar que el consejero Niklausse tenía un hijo, el señor Frantz. Y aun cuando lo hubiesen adivinado, nada les permitiría imaginar que Frantz fuese el novio de Suzel. Añadiremos que estos dos jóvenes estaban hechos el uno para el otro, y que se amaban como se ama en Quiquendone.

No debemos creer que los corazones jóvenes dejasen de palpitar en aquella población excepcional; sólo que latían con cierta lentitud. Se casaban como en cualquiera otra ciudad del mundo, pero se tomaban tiempo para ello. Los futuros, antes de enredarse en los terribles lazos, querían estudiarse, y los estudios duraban lo menos diez años, como en el colegio. Raras veces se recibía nadie antes de ese tiempo.

Sí. ¡diez años! ¡Durante diez años se cortejaban! ¿Es acaso demasiado cuando se trata de ligarse por toda la vida? ¿Se estudia diez años para ser ingeniero o médico, abogado o consejero de prefectura, y se pretende adquirir en menos tiempo los conocimientos necesarios para marido? Esto es inadmisible, y sea por temperamento o por razón, los quiquendoneses están, a nuestro parecer, en lo cierto al prolongar así sus estudios. Cuando en otras poblaciones libres y ardientes se ven efectuar los casamientos en pocos meses, hay que encogerse de hombros y darse prisa en enviar a los muchachos al colegio y a las muchachas a la enseñanza de Quiquendone.

No se citaba, en medio siglo, más que un matrimonio hecho en dos años y aún así por poco paró en mal. Frantz Niklausse quería, pues, a Suzel van Tricasse, pero apaciblemente, como se ama cuando se tienen diez años por delante para adquirir el objeto amado. Todas las semanas, una sola vez, y a la hora convenida, Frantz venía a buscar a Suzel y la conducía a la orilla del Vaar, cuidando de llevarse la caña de pescar, mientras que su amada no olvidada el cáñamo de tapicería, en el cual sus bonitos dedos casaban las flores más inverosímiles.

Conviene decir aquí que Frantz era un joven de veintidós años, en cuyo rostro apuntaba un ligero bozo de melocotón, y cuya voz apenas acababa de descender de una octava a otra.

En cuanto a Suzel, era rubia y sonrosada. Contaba diecisiete años, y no desdeñaba el pescar con caña. ¡Singular ocupación, sin embargo, que obliga a luchar en astucia con un barbito! Pero a Frantz le gustaba esto, y semejante pasatiempo cuadraba bien con su carácter. Paciente cuanto se puede serlo, complaciéndose en seguir con meditabunda vista el tapón de corcho que se mecía al hilo del agua, sabía esperar, y cuando después de una sesión de seis horas un modesto barbo, compadeciéndose de él, consentía en dejarse pescar, era feliz, aunque sabía contener su emoción.

Aquel día los dos futuros, puede decirse que los dos prometidos, estaban sentados sobre la verde orilla. El límpido Vaar murmuraba a algunos pies debajo de ellos. Suzel impelía indolentemente su aguja por entre el cañamazo.

Frantz arrastraba automáticamente su sedal de izquierda a derecha, y luego le dejaba seguir la corriente de derecha a izquierda. Los barbitos trazaban en el agua redondeles caprichosos que se entrecruzaban alrededor del corcho, mientras que el anzuelo se paseaba vacío por las capas más inferiores.

De vez en cuando decía sin levantar siquiera los ojos sobre la niña:

-Creo que pica.

-¿Lo crees, Frantz? -respondía Suzel, que, abandonando un momento su labor, seguía con vista conmovida el cordel de su prometido.

-Pero no -añadía Frantz-. Había creído sentir un pequeño movimiento. Me he equivocado.

-Ya picará, Frantz -replicaba Suzel con pura y dulce voz-. Pero no olvide de tirar a tiempo. Siempre se retarda algunos segundos y el pececillo los aprovecha para escapar.

-¿Quiere usted tomar la caña, Suzel?

-Con mucho gusto, Frantz.

-Entonces deme el cañamazo. Veremos si soy más diestro con la aguja que con el anzuelo.

Y la joven tomaba la caña con trémula mano, mientras que el mozo hacía pasar la aguja por las mallas del cañamazo. Y durante horas enteras cruzaban así tiernas palabras, y sus corazones palpitaban cuando el corcho se estremecía sobre el agua. ¡Ah!, no olvidarán nunca aquellos encantadores momentos, en que, sentados el uno junto al otro, escuchaban el susurro de las aguas. Aquel día el sol estaba ya muy inclinado sobre el horizonte, y a pesar de los talentos combinados de Suzel y Frantz, nada había mordido. Los barbitos no se habían mostrado apiadados y se reían de los jóvenes, que eran demasiado buenos para guardarles rencor por eso.

-Seremos más afortunados otra vez, Frantz -dijo Suzel, cuando el joven pescador hincó su anzuelo, siempre virgen, en la planchuela de pino.

-Debemos esperarlo Suzel -respondió Frantz.

Y, después, caminando ambos uno junto a otro, emprendieron la vuelta a casa, sin cruzar una sola palabra, tan mudos como sus sombras, que se prolongaban delante de ellos. Suzel se veía grande, muy grande, bajo los oblicuos rayos del sol poniente. Frantz parecía flaco, muy flaco como el largo cordel que tenía en la mano.

Llegaron a casa del burgomaestre. Unas verdes matas de hierbas adornaban las relucientes losas, y se hubieran guardado muy bien de arrancarlas, porque sirviendo de mullido a la calle, apagaban el ruido de los pasos.

En el momento en que iba a abrirse la puerta, Frantz creyó deber decir a su prometida;

-Ya lo sabe usted, Suzel, el gran día se acerca.

-Se acerca, en efecto, Frantz -respondió la niña entornando sus párpados.

-Sí -dijo Frantz-, dentro de cinco o seis años.

-Hasta la vista, Frantz -dijo Suzel.

-Hasta la vista, Suzel -respondió el joven Frantz.

Y después que la puerta se cerró, el joven tomó con paso igual y sosegado el camino de la casa del consejero Niklausse.

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