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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo VIII
En que el antiguo y solemne vals alemán se vuelve torbellino

Pero si los espectadores, después de salir del teatro, recobraron su calma acostumbrada; si se dirigieron pacíficamente a sus casas, sin conservar más que una especie de atolondramiento pasajero, no habían dejado de sufrir una exaltación extraordinaria; y anonadados, rendidos, como si hubieran cometido algún exceso en la comida, cayeron pesadamente en sus camas.

Al día siguiente tuvieron todos una especie de recuerdo de lo ocurrido la víspera. En efecto, al uno le faltaba el sombrero, perdido en la zambra, al otro un faldón de la levita rasgado en la pelea, a esta su fino zapato de rusel1, a aquella su manto de los días señalados. Volvió la memoria a aquellos honrados ciudadanos y con la memoria cierto pudor de su incalificable efervescencia. Les aparecía todo como una orgía de la cual hubieran sido héroes inconscientes.

Ni lo mencionaban ni querían pensar en ello. Pero el personaje más aturdido de la población era el burgomaestre van Tricasse. Cuando al día siguiente se despertó, no pudo hallar su peluca. Lotche la había buscado por todas partes. Nada. La peluca se había quedado en el campo de batalla. En cuanto a hacerla reclamar por Juan Mistrol, el trompeta juramentado de la villa, no. Valía más sacrificarla que exhibirse a la vergüenza, teniendo la honra de ser el primer magistrado de la población.

El digno van Tricasse meditaba, tendido bajo sus mantas, molido el cuerpo, pesada la cabeza, tumefacta la lengua, ardiente el pecho. No sentía gana alguna de levantarse, al contrario, y su cerebro trabajó aquella mañana más que en cuarenta años.

El honorable magistrado coordinaba en su mente todos los incidentes de tan inexplicable representación. Los comparaba con los hechos acaecidos en casa del doctor Ox y buscaba las razones de esta singular excitabilidad que por dos veces acababa de declararse entre sus más recomendables administrados.

¿Pero qué ocurre? -decía para sí-. ¿Qué vértigo es ese que se ha apoderado de mi pacífica villa de Quiquendone? ¿Es que vamos a volvernos locos y habrá que convertir la población en un vasto manicomio? ¿Por qué, en fin, ayer estábamos todos allí, notables, consejeros, jueces, abogados, médicos, académicos, y todos, si la memoria me es fiel, hemos pasado por ese acceso de furiosa demencia? ¿Pero qué había pues, en aquella música infernal? Es inexplicable. Sin embargo, yo no había comido ni bebido nada que pudiera producir en mí semejante excitación. No. Ayer en la comida, una tajada de ternera muy hecha, alguna cucharada de espinacas con azúcar, huevos batidos y dos vasos de cerveza floja cortada con agua pura, eso no puede subirse a la cabeza. No. Algo hay que no puedo explicarme, y como, en suma, soy responsable de los actos de mis administrados, mandaré instruir indagatoria.

Pero la indagatoria, decretada por el consejo municipal, no produjo resultado alguno. Si los hechos eran patentes, la búsqueda de los magistrados no dio con sus causas. Por otro lado, la calma se había restablecido en los ánimos y con la calma vino el olvido de los excesos. Los periódicos de la localidad se abstuvieron de hablar de ello, y la reseña de la representación, que apareció en el Memorial de Quiquendone, no hizo alusión alguna al desenfrenado entusiasmo de la concurrencia entera.

Pero si, entretanto, la población volvió a su habitual apatía, si tornó a ser, al menos en apariencia, flamenca como antes, se experimentaba que en el fondo el carácter y temperamento de sus habitantes se iba poco a poco modificando. Hubiera podido decirse con verdad, según la expresión del médico Domingo Custos, que les nacían los nervios.

Expliquémonos, sin embargo. Este cambio indudable, por nadie contradicho, sólo se presentaba con ciertas condiciones. Cuando los quiquendonenses iban por la calle, al aire libre, por las plazas y a lo largo del Vaar, seguían siendo aquellas buenas gentes frías y metódicas, de antiguo conocidas. Asimismo, cuando se confinaban en su morada, unos trabajando de manos y otros de cabeza, ni los unos hacían nada, ni los otros discurrían en lo más mínimo. Su vida privada era silenciosa, fuerte, vegetativa como siempre. Ni había reyertas ni reconvenciones en las familias, ni aceleración de palpitaciones en el corazón, ni excitación alguna de la medula encefálica. El promedio de las pulsaciones seguía siendo el de los buenos tiempos, de cincuenta a cincuenta y dos por minuto2.

Pero, fenómeno absolutamente inexplicable; que hubiera dejado burlada la sagacidad de los fisiólogos más ingeniosos de la época, si los habitantes de Quiquendone no se modificaban en su vida privada, se transformaban visiblemente por el contrario en la vida común, con motivo de las relaciones que entre los individuos se establecen.

Así es que si se reunían en un edificio público, ya no andaba la cosa bien, como decía el comisario Passauf. En la Bolsa, en el Ayuntamiento, en el anfiteatro de la Academia, en las sesiones del consejo, en las reuniones de los doctos, se producía una especie de revivificación o sobreexcitación singular que se apoderaba de los asistentes. Al cabo de una hora las relaciones ya eran agrias. A las dos horas la discusión degeneraba en disputa. Las cabezas se calentaban y se acudía a las personalidades. En la iglesia misma, durante el sermón, los fieles no podían oír con sangre fría al ministro Stabel, que, agitándose en el púlpito, los amonestaba con más severidad que de costumbre. En fin, este estado de cosas trajo nuevos altercados, ¡ay!, más graves que el del médico Custos con el abogado Schut, y si no necesitaron nunca la intervención de la autoridad fue porque los pendencieros, una vez en su casa, hallaban allí con la calma el olvido de las ofensas hechas y recibidas.

Sin embargo, esa particularidad no había podido llamar la atención de unos entendimientos absolutamente impropios para reconocer lo que pasaba en ellos. Sólo un personaje de la población, aquel mismo cuyo cargo pensaba el consejo en suprimir, el comisario Miguel Passauf, había observado que la excitación, nula en las casas particulares, se revelaba pronto en los edificios públicos, y discurría no sin cierta ansiedad sobre lo que acontecería si algún día se propagase ese frenesí por las habitaciones, y si la epidemia, así la llamaba, se esparcía por las calles de Quiquendone. Entonces ya no habría olvido de injurias, ni intermitencias de delirio, sino una excitación permanente que lanzaría indudablemente a los quiquendonenses unos contra otros.

-¿Y qué sucedería? -decía para sí, con espanto, el comisario Passauf-. ¿Cómo contener tan salvajes furores? ¿Cómo tener a raya los temperamentos aguijoneados? Entonces mi cargo ya no será una sinecura, y habría precisión de que el consejo duplique mi sueldo, a no ser que tenga que ser yo mismo preso por infracción y perturbación del orden público.

Ahora bien estos justísimos temores no tardaron en realizarse. De la Bolsa, del templo, del teatro, de la casa municipal, de la Academia, del mercado, el mal invadió las casas particulares, y esto menos de quince días después de la terrible representación de Los Hugonotes.

Los primeros síntomas de la epidemia se declararon en casa del banquero Collaert.

Este rico personaje daba un baile, o al menos un sarao a las notabilidades de la población. Había emitido, algunos meses antes, un empréstito de treinta mil francos, que se suscribió en sus tres cuartas partes, y satisfecho de este éxito financiero había abierto sus salones y dado una fiesta a sus compatriotas.

Sabido es lo que son esas reuniones flamencas, puras y tranquilas, en las cuales hacen todo el gasto la cerveza y los jarabes. Algunas conversaciones sobre el tiempo que hace, el aspecto de la cosecha, el buen estado de los jardines, el entretenimiento de las flores y, sobre todo, de los tulipanes; de cuando en cuando una danza lenta y acompasada como un minué; a veces un vals, pero uno de esos valses alemanes que no dan más de vuelta y media por minuto y durante los cuales los que bailan se hallan tan lejos uno de otro como los brazos lo permiten, tales eran las circunstancias ordinarias de los bailes a que concurría la alta sociedad de Quiquendone. Se había intentado aclimatar la polka después de ponerla a cuatro tiempos, pero las parejas siempre se quedaban atrás de la orquesta, por lento que fuese el compás, de modo que hubo necesidad de renunciar a ella.

Aquellas reuniones pacíficas en que los donceles y doncellas hallaban un placer virtuoso y moderado, nunca habían producido escándalos funestos. ¿Por qué, entonces, aquella noche, en casa del banquero Collaert, los jarabes parecieron transformarse en vinos licorosos, en champaña chispeante y en incendiario ponche? ¿Por qué a mitad de la fiesta se apoderó de todos los convidados una especie de inexplicable embriaguez? ¿Por qué se convirtió el minué en tarantela? ¿Por qué los músicos de la orquesta apresuraron la medida? ¿Por qué las bujías alumbraron como en el teatro con brillo insólito? ¿Qué corriente eléctrica era la que invadía los salones del banquero? ¿De dónde provino que las parejas se acercaron, que las manos se estrecharon con más convulsivo apretón y que los caballeros en sus solos se distinguieron por algunos pasos atrevidos, durante aquella pastorela antes tan grave, tan solemne, tan modesta?

¡Ay! ¿Cuál seria el Edipo que pudiera responder a tan insolubles preguntas? El comisario Passauf, presente en la función, veía muy bien que la borrasca venía, más no podía dominarla sin huir, sintiendo como una embriaguez que le subía al cerebro. Todas sus facultades físicas e impulsivas de la pasión se desarrollaban y se le vio diferentes veces echarse sobre los dulces y desvalijar los platos, como si hubiera salido de una larga dieta.

Entretanto, la animación del baile se aumentaba. Un largo murmullo, como un zumbido sordo, se exhalaba de todos los pechos. Se bailaba de veras, agitándose los pies con creciente frenesí. Los rostros se encendían cual si fueran caras de Sileno. Los ojos brillaban como carbunclos. La fermentación general llegaba a todo su colmo.

Y cuando la orquesta entonó el vals de Freyschütz, cuando este vals tan alemán y de movimiento tan lento fue atacado con desenfrenado brazo por los músicos, ¡ay!, ya no fue un vals sino un torbellino insensato, una rotación vertiginosa, un giro digno de ser conducido por algún Mefistófeles, que llevase el compás con un tizón ardiendo. Después un galop3, un galop infernal, durante una hora, sin poder desviarlo ni suspenderlo, desatado en revueltas por entre salas, salones, antecámaras y escaleras, desde el sótano hasta el desván de la opulenta mansión, arrastró a los mozos y doncellas, padres, madres, individuos de toda edad, de todo peso y de todo sexo, y al grueso banquero Collaert y a la señora de Collaert, y a los consejeros y magistrados y al gran Juez, y a Niklausse y a la señora van Tricasse, y al burgomaestre van Tricasse y al mismo comisario Passauf, quien jamás pudo acordarse de quién fue su pareja aquella noche.

Pero «ella» no lo olvidó. Y desde aquel día, «ella» vio en sueños al avasallador comisario. ¡Y «ella» era la amable Tatanemancia!

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1. Género de lana asargada.
2. La frecuencia de las pulsaciones varia según la edad, siendo de 120 en el recién nacido y 60 en el anciano. El término medio es de 70 a 80 por minuto.
3. Danza antigua en compás de 2 por 4 y movimiento muy vivo.

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