Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a
Charleston
Capítulo IX Entre dos
fuegos
La lancha, impelida por seis robustos remeros, volaba.
La niebla se iba condensando y Jacobo conseguía, no sin trabajo,
mantenerse en la línea de sus señales. Crockston estaba
hacia la proa y el señor Halliburtt hacia la popa, junto al
capitán. El prisionero, asombrado de la presencia de su criado,
había querido hablarle; pero éste le había rogado
por señas que guardara silencio.
Pero, así que la lancha estuvo en plena rada,
Crockston se decidió a hablar, pues comprendía la
ansiedad de su amo.
-Sí, querido amo -dijo-, el carcelero ocupa mi
lugar en el calabozo, gracias a dos puñetazos que le he
propinado, uno en la nuca y otro en el estómago, a manera de
narcótico, en el momento en que me entraba la cena.
¡Qué agradecido soy! Le he quitado la ropa y las llaves,
le he ido a buscar y le he conducido fuera de la ciudadela, a las
barbas de los soldados. ¡No era muy difícil!
-Pero ¿y mi hija? -preguntó
mister Halliburtt.
-A bordo del buque que nos ha de llevar a
Inglaterra.
-¡Mi hija está aquí! -gritó
el americano, levantándose del banco.
-¡Silencio! -exclamó Crockston-. Dentro
de algunos minutos estaremos a salvo.
La embarcación corría velozmente pero
algo a la ventura. En medio de la oscuridad, Jacobo no
distinguía los faroles del Delfín. Vacilaba acerca
de la dirección que debía seguir, y la oscuridad era tal
que los marineros no veían las extremidades de sus remos.
-¿Qué sucede, señor Jacobo? -dijo
Crockston.
-Debemos haber andado más de milla y media
-respondió el capitán-. ¿No ves nada,
Crockston?
-Nada, y tengo buena vista. Pero ¡bah! ya
llegaremos. No saben nada allá abajo.
Aún no había pronunciado estas palabras
cuando un cohete rasgó las tinieblas hasta una altura
prodigiosa.
-¡Una señal! -exclamó Jacobo
Playfair.
-¡Diablo! -dijo Crockston-. Debe venir de la
ciudadela. Esperemos.
Otro cohete, y después otro siguieron al
primero. Casi en el acto, la misma señal se repitió a una
milla de distancia de la embarcación, hacia delante.
-Este viene del fuerte Sumter -exclamó
Crockston-, y es la señal de la evasión. ¡Fuerza!
¡De remo! ¡Todo está descubierto!
-¡Remen firme, amigos míos! -gritó
Jacobo, animando a sus marineros-. Esos cohetes han alumbrado mi
camino. El Delfín no dista de nosotros cien yardas. Oigo
la campana de a bordo. ¡Adelante! ¡Veinte libras para
ustedes si llegamos en cinco minutos!
La barca parecía rozar sólo las olas.
Todos los corazones palpitaban con violencia. Un cañonazo
acababa de resonar en dirección a la ciudad, a veinte brazas de
la embarcación. Crockston oyó pasar un cuerpo
rápido que podía ser un proyectil.
La campana del Delfín se había
lanzado a vuelo. La lancha se acercaba. Algunos golpes de remo hicieron
que atracasen, y pocos segundos después, Jenny caía en
brazos de su padre.
La lancha fue izada enseguida y Jacobo subió a
la toldilla.
-Señor Mathew, ¿hay presión?
-Sí, capitán.
-Corte la amarra, y a toda máquina.
Algunos minutos después, las dos hélices
llevaban el buque hacia el paso principal, separándole del
fuerte Sumter.
-Señor Mathew -dijo Jacobo-, no podemos pensar
en tomar los pasos de Sullivan, pues caeríamos bajo el fuego de
los confederados.
Acerquémonos cuanto podamos a la derecha de la
rada, aunque nos expongamos a recibir los proyectiles federales.
¿Tiene usted un hombre seguro en el timón?
-Sí, capitán.
-Mande apagar todas las luces. Demasiado nos venden
los reflejos de la máquina que no se pueden ocultar.
El Delfín marchaba con suma rapidez;
pero al acercarse a la derecha de Charleston Harbour,
había tenido que seguir un canal que le acercaba
momentáneamente al fuerte Sumter, y no se hallaba a media milla
de éste, cuando todas sus cañoneras se iluminaron a la
vez, y un diluvio de hierro pasó por delante del buque,
resonando una espantosa detonación.
-¡Demasiado pronto, torpes! -gritó Jacobo
soltando una carcajada
-¡Fuerce, maquinista! ¡Es preciso pasar
entre dos andanadas!
Los fogoneros activaron. Todo el Delfín
gemía a los esfuerzos de su máquina, como si fuera a
deshacerse.
Resonó una segunda detonación y otra
granizada de proyectiles silbó detrás del barco.
-¡Demasiado tarde, imbéciles! -
exclamó el joven capitán.
-Ya nos hemos librado de uno -gritó Crockston
desde la toldilla-. Dentro de algunos minutos no habrá que temer
a los confederados.
-¿Crees que no tenemos ya más que temer
del fuerte de Sumter? -preguntó Jacobo.
-Nada. Pero sí del fuerte Moultrie, al extremo
de la punta Sullivan, aunque sólo nos molestará por
espacio de medio minuto. Que apunten bien, si quieren tocarnos. Nos
acercamos.
-¡Bien! la posición del fuerte Moultrie
nos permite entrar de lleno en el canal principal. ¡Fuego, pues,
fuego!
En el mismo instante, como si Jacobo hubiera mandado
por sí mismo el fuego de las baterías, una triple
línea de relámpagos iluminó el fuerte. Se
oyó un espantoso estrépito y se produjeron chasquidos a
bordo del buque.
-¡Nos han tocado! - exclamó
Crockston.
-¡Señor Mathew! - gritó el
capitán a su segundo, que estaba en la proa -.
¿Qué hay?
-El penol del bauprés en el agua.
-¿Hay heridos?
-No.
-¡Pues al diablo la arboladura! Derechos al
paso, ¡adelante! ¡Gobierne hacia la isla!
-¡Se han fastidiado los confederados!
-gritó Crockston- ¡Si hemos de recibir balas, que sean del
norte! ¡Se digieren mejor!
No se habían evitado todos los peligros; el
Delfín no podía cantar victoria, pues aunque la
isla de Morris no estaba aún armada con las temibles piezas que
se establecieron en ella algunos meses más tarde, sus
cañones y morteros bastaban y sobraban para echar a pique buques
como el Delfín.
El fuego de los fuertes Sumter y Moultrie había
dado el alerta a los federales de la isla, y a los buques del bloqueo.
Los sitiadores, aunque no comprendían aquel ataque nocturno, que
no parecía dirigido contra ellos, debían estar dispuestos
a responder.
Sobre esto reflexionaba Jacobo al avanzar hacia los
pasos de Morris, y tenía motivo para temer, pues al cabo de un
cuarto de hora multitud de luces surcaban las tinieblas cayendo una
lluvia de granadas alrededor del buque, y haciendo saltar agua por
encima de sus bordas; algunas llegaron a herir la cubierta del
Delfín, pero por su base, lo cual le salvó de una
pérdida segura. En efecto, aquellas granadas, como se supo
después, debían romperse en cien fragmentos y cubrir cada
una, una superficie de ciento veinte pies cuadrados, con fuego griego
imposible de apagar, y que ardía por espacio de veinte
minutos.
Una sola de aquellas bombas podía incendiar una
nave.
Afortunadamente para el Delfín, aquellos
proyectiles de nueva invención, eran muy defectuosos; lanzados
al aire, un falso movimiento de rotación los mantenía
inclinados y en el momento del choque caían sobre su base, en
vez de golpear con la punta donde estaba la espoleta de
percusión. Ese defecto de construcción salvó al
Delfín, pues la caída de aquellas granadas de poco
peso, no le hizo gran daño y continuó avanzando por el
paso.
En aquel momento, a pesar de las órdenes de
Jacobo, Halliburtt y su hija fueron a reunirse a él sobre la
toldilla. Jenny declaró que no se separaría del
capitán aunque éste se opusiera. Mister
Halliburtt, que acababa de saber cuán noble había sido la
conducta de Jacobo, le estrechó la mano sin poder articular una
palabra.
El Delfín avanzaba con gran ligereza
hacia alta mar; le bastaba seguir el paso durante otras tres millas
para hallarse en el Atlántico; si el paso estaba libre en su
entrada, se había salvado. Como Playfair conocía
maravillosamente todos los secretos de la bahía de Charleston,
dirigía su buque entre las tinieblas con admirable seguridad.
Podía esperar que su atrevida marcha le proporcionaría un
feliz resultado, cuando el vigía, gritó:
-¡Un buque!
-¿Un buque? - gritó Jacobo.
-¡Sí, por babor!
La niebla, que se había elevado,
permitía distinguir una gran fragata, que maniobraba para cerrar
el paso al Delfín. Era necesario a toda costa ganarle en
velocidad, pidiendo a la máquina, un exceso de fuerza impulsiva;
si no todo estaba perdido.
-¡Toda barra a estribor! - gritó el
capitán.
Y se lanzó al puente colocado sobre la
máquina. Por orden suya, se detuvo el movimiento de una
hélice, y por el impulso de la otra, el Delfín
viró con rapidez maravillosa en un círculo muy reducido.
Así evitó correr hacia la fragata federal y avanzó
con ello hacia la entrada del paso. La cuestión era de
rapidez.
Jacobo comprendió que en ello estribaba su
salvación, la de Jenny y su padre, la de toda la
tripulación. La fragata llevaba considerable delantera. Los
torrentes de negro humo que brotaban de su chimenea, revelaban que
forzaba sus fuegos. Jacobo no era hombre capaz de darse por
vencido.
-¿Cómo estamos? -preguntó al
maquinista.
-En el máximum de presión
-contestó éste-. El vapor se escapa por todas las
válvulas.
-¡Cárguelas! -mandó el
capitán.
Sus órdenes se ejecutaron a riesgo de volar el
buque.
El Delfín marchó aun más
deprisa; los émbolos funcionaban con espantosa
precipitación; todas las planchas de asiento de la
máquina temblaban. El espectáculo hacia estremecer los
corazones más templados.
-¡Fuercen! -gritaba Jacobo-. ¡Fuercen
siempre!
-Imposible -respondió el maquinista-. Las
válvulas están herméticamente cerradas y los
hornillos están llenos hasta la boca.
-¿Qué importa? ¡se pueden atacar
con algodón impregnado de espíritu de vino! ¡Es
preciso a toda costa dejar atrás a la maldita fragata!
Al oír semejantes palabras, los más
intrépidos marineros se miraron, pero nadie vaciló. Se
echaron a la cámara de la máquina algunas balas de
algodón, y se desfondó en ella un barril de
espíritu de vino. La nueva materia combustible se introdujo, no
sin peligro, en los incandescentes hornillos. El rugido de las llamas
no permitía que los fogoneros se oyesen. Pronto las planchas de
los hornillos llegaron al rojo blanco; los émbolos iban y
venían como los de una locomotora; los manómetros
marcaban una tensión espantosa; el barco volaba; sus junturas
crujían; por sus chimeneas brotaban llamas mezcladas con el
humo. Su velocidad era vertiginosa, insensata, pero ganaba espacio
sobre la fragata; la rebasaba, y al cabo de diez minutos estaban fuera
del canal.
-¡Nos hemos salvado! -gritó el
capitán.
-¡Nos hemos salvado! -repitió la
tripulación batiendo palmas.
Ya el faro de Charleston empezaba a desaparecer hacia
el sudoeste, palideciendo su brillo, y parecía que el
Delfín se hallaba fuera de peligro cuando una bomba,
disparada por una cañonera que cruzaba al largo, zumbó en
las tinieblas. Podía seguirse su rastro a causa de la espoleta,
que dejaba tras sí una línea de fuego.
Aquél fue un momento de indescriptible
ansiedad. Todos callaban mirando con espantados ojos la parábola
descrita por el proyectil; nada podía hacerse para evitarla;
después de medio minuto cayó con horrible estruendo sobre
la proa del Delfín.
Los marineros, horrorizados, se refugiaron en la popa;
nadie se atrevía a dar un paso, mientras la espoleta
crepitaba.
Pero un hombre, valiente, entre los valientes,
corrió hacia aquel formidable artificio de destrucción:
era Crockston. Tomó la bomba en sus brazos vigorosos, y mientras
millares de chispas se desprendían de la espoleta, la
arrojó, haciendo un sobrehumano esfuerzo, por encima de la
borda.
Apenas había llegado a la superficie del agua,
estalló la bomba con espantosa detonación.
-¡Hurra! ¡hurra! -exclamó en coro
la tripulación mientras Crockston se frotaba las manos.
Poco después el Delfín surcaba las aguas
del Atlántico; la costa americana desaparecía entre las
tinieblas y los fuegos lejanos que se cruzaban en el horizonte
indicaban que el ataque era general entre las baterías de la
isla Morris y los fuertes de Charleston Harbour.
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