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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo XI
La nubecilla de humo

Al día siguiente, cuando los marinos se despertaron, se encontraron envueltos en una oscuridad completa. La lámpara se había apagado. Juan Cornbutte despertó a Penellan para pedirle el mechero, que éste le pasó. Penellan se levantó para encender el hornillo; pero al levantarse su cabeza chocó contra el techo de hielo. Quedó espantado, porque la víspera todavía podía permanecer de pie. Una vez encendido el hornillo, a la luz débil del alcohol se dio cuenta de que el techo había descendido un pie.

Penellan volvió al trabajo con rabia.

En aquel momento la joven, a los resplandores que proyectaba el hornillo en el rostro del timonel, comprendió que la desesperación y la voluntad luchaban sobre su ruda fisonomía. Se acercó a él, le tomó las manos y se las estrechó con cariño. Penellan sintió que recobraba el valor.

-¡Ella no puede morir así! – exclamó.

Volvió a apoderarse del hornillo y empezó nuevamente a arrastrarse por la estrecha abertura. Allí, con mano vigorosa, hundió su bastón herrado y no sintió resistencia. ¿Había llegado o las capas blandas de nieve? Retiró su bastón y un rayo brillante se adentró en la casa de hielo.

-¡Vengan, amigos! – gritó.

Y con los pies y las manos empujó la nieve, pero la superficie exterior no estaba deshelada como había creído. Con el rayo de luz, un frío violento penetró en la cabaña y se apoderó de todas las partes húmedas que se solidificaron en un momento. Con la ayuda de su cuchillo, Penellan agrandó la abertura y por fin pudo respirar aire libre. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios y pronto se le unieron la joven y sus compañeros.

 

Una luna magnífica iluminaba la atmósfera, cuyo frío riguroso no pudieron soportar los marinos. Volvieron a entrar, pero antes Penellan miró a su alrededor. El promontorio no estaba ya allí, y la choza se encontraba en medio de una inmensa llanura de hielo. Penellan quiso dirigirse hacia el lado del trineo, donde estaban las provisiones: ¡el trineo había desaparecido!

La temperatura le obligó a entrar. No dijo nada a sus compañeros. Ante todo tenían que secar sus ropas, cosa que hicieron con la ayuda del hornillo de alcohol. El termómetro, que pusieron un momento en el exterior, bajó a treinta grados bajo cero.

Al cabo de una hora, André Vasling y Penellan decidieron afrontar el frío exterior. Se envolvieron en sus ropas todavía húmedas y salieron por la abertura, cuyas paredes ya habían adquirido la dureza de la roca.

Hemos sido arrastrados hacia el nordeste – dijo André Vasling orientándose por las estrellas que brillaban con un fulgor extraordinario.

-No habría mal en ello – respondió Penellan – si nuestro trineo nos hubiera acompañado.

-¿No está ya el trineo? – exclamó André Vasling – Entonces, ¡estamos perdidos!

-Busquemos – respondió Penellan.

Dieron la vuelta alrededor de la choza, que formaba un bloque de más de quince pies de altura. Una inmensa cantidad de nieve había caído durante la tempestad y el viento la había acumulado contra la única elevación que presentaba la llanura. El bloque entero había sido arrastrado por el viento, en medio de los témpanos helados, a más de veinticinco millas al nordeste, y los prisioneros habían sufrido el destino de su cárcel flotante. El trineo, soportado por otro témpano, había derivado, sin duda, hacia otro lado, porque no se veía rastro alguno de él, y los los perros debían haber sucumbido en aquella espantosa tempestad.

André Vasling y Penellan sintieron que la desesperación se deslizaba en su alma. No se atrevían a volver a la casa de hielo. ¡No se atrevían a anunciar aquella fatal noticia a sus compañeros de infortunio! Treparon al bloque de hielo en que se encontraba excavada la gruta y no divisaron otra cosa que aquella inmensa blancura que los rodeaba por todas partes. El frío volvía rígidos sus miembros y la humedad de sus ropas se transformaba en témpanos que colgaban a su alrededor.

En el momento en que Penellan iba a bajar del montículo, echó una ojeada sobre André Vasling. Le vio mirar de pronto ávidamente hacia un lado, luego estremecerse y palidecer.

-¿Qué le pasa, señor Vasling? – le preguntó.

-No es nada – respondió éste –. Bajemos y procuremos abandonar cuanto antes estos parajes que nunca debimos haber pisado.

Pero en lugar de obedecer, Penellan volvió a subir y dirigió su vista hacia el lado que había atraído la atención del segundo. En él se produjo un efecto muy diferente, porque lanzó un grito de alegría y exclamo:

-¡Bendito sea Dios!

Al nordeste se elevaba una ligera humareda. No podía equivocarse. Allí respiraban seres animados. Los gritos de alegría de Penellan atrajeron a sus compañeros, y todos pudieron convencerse por sus propios ojos de que el timonel no se engañaba.

Inmediatamente, sin preocuparse por la falta de víveres, sin pensar en el rigor de la temperatura, cubiertos con sus capuchones, todos avanzaron deprisa hacia el lugar señalado.

La humareda se elevaba hacia el nordeste, y la pequeña tropa tomó rápidamente aquella dirección. La meta a alcanzar se encontraba a unas cinco o seis millas y resultaba muy difícil caminar hacia allí de modo directo. La humareda había desaparecido y ninguna elevación podía servir de punto de referencia porque la llanura de hielo estaba completamente unida. Era importante, sin embargo, no desviarse de la línea recta.

-Puesto que no podemos guiarnos por objetos alejados – dijo Juan Cornbutte –, el medio que utilizaremos es este: Penellan caminará delante, Vasling a veinte pasos tras él, yo a veinte pasos detrás de Vasling. Entonces podré juzgar si Penellan se aparta de la línea recta.

La marcha duraba ya media hora caminando de este modo cuando Penellan se detuvo de pronto y pregunto:

-¿No han oído nada?

-Nada – respondió Misonne.

-¡Qué raro! – dijo Penellan –. Me pareció que de aquel lado venían gritos.

-¿Gritos? – exclamó la joven –. Entonces es que estarnos cerca de nuestra meta.

-Esa no es una razón – respondió André Vasling –. Bajo estas latitudes elevadas y con estos fríos tan grandes, el sonido llega a distancias extraordinarias.

-Sea como fuere – dijo Juan Cornbutte –, sigamos caminando, porque si no nos helaremos.

-¡No! – exclamó Penellan –. ¡Escuchen!

Algunos sonidos débiles, pero sin embargo perceptibles, se dejaban oír. Aquellos gritos parecían gritos de dolor y de angustia, Se repitieron dos veces. Se hubiera dicho que alguien pedía ayuda. Luego todo volvió al silencio.

– No me he equivocado – dijo Penellan –. ¡Adelante!

Y echó a correr en dirección al lugar de donde provenían los gritos. Así caminó durante dos millas aproximadamente, y su estupefacción fue grande cuando divisó a un hombre tumbado en el hielo. Se acercó a él, lo levantó y alzó al cielo los brazos con desesperación. André Vasling, que le seguía de cerca con el resto de los marineros, acudió y exclamó:

– ¡Es uno de los náufragos! Es nuestro marinero Cortrois.

– Está muerto – indicó Penellan – ¡muerto de frío!

Juan Cornbutte y María llegaron junto al cadáver, que el hielo ya había puesto rígido. La desesperación se pintó en todos los rostros. El muerto era uno de los compañeros de Luis Cornbutte.

-¡Adelante! – exclamó Penellan.

Todavía caminaron durante media hora, sin decir palabra, y alcanzaron a divisar una elevación del suelo, que con toda seguridad debía ser la tierra.

-Es la isla Shannon – dijo Juan Cornbutte. Al cabo de una milla distinguieron con nitidez una humareda que salía de una casa de hielo cerrada por una puerta de madera. Se pusieron a gritar. Dos hombres salieron fuera de la choza, y Penellan reconoció a Pierre Nouquet.

-¡Pierre! – exclamó. Este se había quedado como estupefacto, sin tener conciencia de lo que pasaba a su alrededor. André Vasling miraba con inquietud mezclada con cruel alegría a Pierre Nouquet, porque éste no reconocía a Luis Cornbutte.

-¡Pierre! ¡Soy yo! – exclamó Penellan –. ¡Somos tus amigos!

Pierre Nouquet volvió en sí y cayó en brazos de su viejo compañero.

-¿Y mi hijo? ¿Y Luis? – exclamó Juan Cornbutte con el acento de la desesperación más profunda.

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