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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo XII
Regreso al buque

En aquel momento un hombre casi moribundo que salió de la choza se arrastró sobre el hielo. Era Luis Cornbutte.

-¡Hijo mío!

-¡Mi prometido!

Aquellos dos gritos brotaron al mismo tiempo, y Luis Cornbutte cayó desvanecido entre los brazos de su padre y de la joven, que le llevaron a la choza, donde sus cuidados le reanimaron.

-¡Padre! ¡María! – exclamó Luis Cornbutte –. Por lo menos los habré vuelto a ver antes de morir.

-¡Tu no morirás! – respondió Penellan –, porque todos tus amigos están a tu lado.

Era necesario que André Vasling sintiera mucho odio para no tender la mano a Luis Cornbutte, pero no se la tendió.

Pierre Nouquet no cabía en sí de alegría. Abrazaba a todo el mundo; luego echó madera en la estufa, y pronto la cabaña alcanzo una temperatura soportable.

En ella también había dos hombres que ni Juan Cornbutte ni Penellan conocían.

Eran Jocki y Herming, los dos únicos marineros noruegos que quedaban de la tripulación del Froöern.

-¡Amigos míos, nos hemos salvado! – dijo Luis Cornbutte –. ¡Padre mío! ¡María! ¡A cuántos peligros se han expuesto!

-No lo lamentamos, Luis mío – respondió Juan Cornbutte –. Tu brick, La joven audaz, está solidamente anclada en los hielos a sesenta leguas de aquí. Llegaremos a ella todos juntos.

-Cuando Cortrois vuelva – dijo Pierre Nouquet –, sí que se pondrá contento.

Un silencio triste siguió a esta reflexión, y Penellan informó a Pierre Nouquet y a Luis Cornbutte de la muerte de su compañero, al que había matado el frío.

-Amigos míos – dijo Penellan –, esperaremos aquí a que el frío disminuya. ¿Tienen víveres y madera?

-Sí, y quemaremos lo que nos queda del Froöern.

En efecto, el Froöern había sido arrastrado a cuarenta millas del lugar en que Luis Cornbutte invernaba. Allí fue destrozado por los témpanos que flotaban en el deshielo, y los náufragos se vieron arrastrados, con una parte de los restos con que habían construido su cabaña, a la orilla meridional de la isla Shannon.

Los náufragos eran entonces cinco: Luis Cornbutte, Cortrois, Pierre Nouquet, Jocki y Herming. En cuanto al resto de la tripulación noruega, se había hundido con la chalupa en el momento del naufragio.

Cuando Luis Cornbutte, arrastrado a los hielos, vio éstos cerrarse a su alrededor, tomó todas las precauciones para pasar el invierno. Era un hombre enérgico, de una gran actividad, así como de gran valor; pero a pesar de su firmeza, había sido vencido por aquel clima horrible, y, cuando su padre le encontró, no esperaba otra cosa que la muerte. Además, no había tenido que luchar sólo contra los elementos, sino contra la mala voluntad de los dos marineros noruegos que, sin embargo, le debían la vida. Eran dos especie de salvajes, prácticamente inaccesibles a los sentimientos más naturales. Por eso, cuando Luis Cornbutte tuvo ocasión de hablar con Penellan, le recomendó que desconfiara de ellos. A cambio Penellan le puso al corriente de la conducta de André Vasling. Luis Cornbutte no lo podía creer, pero Penellan le demostró que, desde su desaparición, André Vasling siempre había actuado con el objetivo de asegurarse la mano de la joven.

Pasaron toda aquella jornada descansando y entregados al placer de volverse a ver. Fidele Misonne y Pierre Nouquet mataron algunas aves marinas, cerca de la casa, de la que no era prudente apartarse. Aquellos víveres frescos y el fuego que fue avivado devolvieron la fuerza a los más enfermos. Luis Cornbutte mismo experimentó una sensible mejoría. Era el primer momento de placer que experimentaban aquellas valerosas gentes. Por eso lo festejaron con entusiasmo, en aquella miserable cabaña, a seiscientas leguas en los mares del Norte, con un frío de treinta grados bajo cero.

Esta temperatura duró hasta el fin de la luna, y solo el 17 de noviembre, ocho días después de su reunión, Juan Cornbutte y sus compañeros pudieron pensar en la partida. No tenían ya el resplandor de las estrellas para guiarse, pero el frío era menos vivo, e incluso cayó un poco de nieve.

Antes de abandonar aquel lugar, cavaron una tumba para el pobre Cortrois. ¡Triste ceremonia que afectó vivamente a sus compañeros! Era el primero de ellos que no debía volver a ver su país.

Misonne había construido con las tablas de la cabaña una especie de trineo destinado al transporte de provisiones, y los marineros lo arrastraron alternándose. Juan Cornbutte dirigió la marcha por caminos ya conocidos. Los campamentos se organizaban, a la hora del descanso, con gran presteza. Juan Cornbutte esperaba reencontrar sus depósitos de provisiones, que se volvían casi indispensables con aquel aumento de cuatro personas. Por eso trató de no alejarse de la ruta.

Por una suerte providencial, recuperó su trineo, que había zozobrado junto con el promontorio en que todos habían corrido tantos peligros. Los perros, después de haber comido las correas para satisfacer su hambre, habían atacado las provisiones del trineo. Esto les había retenido, y fueron ellos mismos los que guiaron a la tropa hacia el trineo, donde aún había víveres en gran cantidad.

La pequeña tropa continuó su ruta hacia la bahía de invernada. Los perros fueron uncidos al trineo y ningún nuevo incidente acaeció a la expedición.

Sólo comprobaron que Aupic, André Vasling y los noruegos se mantenían aparte y no se mezclaban con sus compañeros; pero, sin saberlo, eran vigilados de cerca. No obstante, aquel germen de disensión sembró más de una vez el terror en el alma de Luis Cornbutte y de Penellan.

Hacia el 7 de diciembre, veinte días después de su reunión, divisaron la bahía donde invernaba La joven audaz. ¡Cuál no sería su sorpresa al divisar al brick encaramado cerca de cuarenta metros en el aire sobre bloques de hielo! Corrieron, muy inquietos por sus compañeros, y fueron recibidos con gritos de alegría por Gervique, Turquiette y Gradlin. Todos se encontraban con buena salud, y, sin embargo, también ellos habían corrido grandes peligros.

La tempestad se había dejado sentir en todo el mar polar. Los hielos habían sido rotos y desplazados, y, deslizándose unos sobre otros, habían invadido el lecho en que descansaba el navío. Como su gravedad específica tiende a empujarlos fuera del agua, habían alcanzado una potencia incalculable, y el brick se encontró elevado de pronto fuera de los límites del mar.

Consagraron los primeros momentos a la alegría del regreso. Los marinos de la exploración se alegraban de encontrar todo en buen estado, cosa que les aseguraba un invierno rudo, sin duda, pero en última instancia soportable. El alzamiento no había estropeado el navío, y estaba perfectamente sólido. Cuando llegase la estación del deshielo, no habría que hacer otra cosa que deslizarlo sobre un plano inclinado, lanzarlo, en una palabra, a la mar que nuevamente estaría libre.

Pero una mala noticia ensombreció el rostro de Juan Cornbutte y de sus compañeros. Durante la terrible borrasca, el almacén de nieve construido sobre la costa había resultado completamente destrozado; los víveres que guardaba fueron dispersados y no había sido posible salvar la menor parte. Cuando supieron esta desgracia, Juan y Luis Cornbutte visitaron la cala y el pañol del brick para saber a qué atenerse sobre las provisiones que quedaban.

El deshielo no llegaría hasta el mes de mayo, y el brick no podía abandonar la bahía de invernada antes de esa época. Por tanto, tenían que pasar en medio de los hielos cinco meses, durante los cuales deberían alimentarse catorce personas. Una vez hechos los cálculos, Juan Cornbutte comprendió que, poniendo a todo el mundo a media ración, dispondrían de víveres como máximo hasta el momento de la partida. Según esto la caza resultaba imprescindible para conseguir alimentación en mayor abundancia.

Por temor a que se repitiese aquella desgracia, decidieron no depositar más provisiones en tierra. Todo quedó a bordo del brick, y asimismo dispusieron camas para los recién llegados en el alojamiento común de los marineros. Turquiette, Gervique y Gradlin habían excavado, durante la ausencia de sus compañeros, una escalera en el hielo, que permitía llegar sin esfuerzo al puente del navío.

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