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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo IV
En los pasos

Hacia el 23 de julio, un reflejo elevado sobre el mar anunció los primeros bancos de hielos que, saliendo entonces del estrecho de Davis, se precipitaban al océano. A partir de este momento, se recomendó a los vigías una vigilancia muy activa, porque era importante no chocar con aquellas masas enormes.

La tripulación fue dividida en dos guardias; la primera estaba compuesta por Fidele Misonne, Gradlin y Gervique; la segunda, por André Vasling, Aupic y Penellan. Estas guardias no debían durar más de dos horas, porque bajo esas frías regiones la fuerza del hombre queda disminuida en la mitad. Aunque La joven audaz sólo estuviese todavía a setenta y tres grados de latitud, el termómetro ya marcaba nueve grados centígrados bajo cero.

Con frecuencia caían la lluvia y la nieve en abundancia. Durante los claros, cuando el viento no soplaba con demasiada violencia, María permanecía en el puente, y sus ojos se acostumbraban a las rudas escenas de los mares polares.

El primero de agosto se paseaba por la popa del brick y hablaba con su tío, André Vasling y Penellan. La joven audaz entraba entonces en un paso de tres millas de ancho, por el que hileras de témpanos rotos bajaban rápidamente hacia el sur.

-¿Cuándo divisaremos la tierra? – preguntó la joven.

-Dentro de tres o cuatro días a más tardar – respondió Juan Cornbutte.

-¿Pero encontraremos en ella nuevos indicios del paso de mi pobre Luis?

-¿Tal vez, hija mía, pero mucho me temo que aun estemos lejos del término de nuestro viaje? Hemos de temer que el Froöern haya sido arrastrado más al norte.

-Así debe ser – añadió André Vasling –, porque la borrasca que nos separó del navío noruego duró tres días, y en tres días un navío hace mucho camino cuando está averiado al no poder resistir el empuje del viento.

-Permítame decirle, señor Vasling – respondió Penellan –, que fue en el mes de abril, que el deshielo no había comenzado entonces y que, por consiguiente, el Froöern debió ser detenido pronto por los hielos...

-Y sin duda se rompió en mil pedazos – respondió el segundo –, puesto que su tripulación ya no podía maniobrar.

-Pero esas llanuras de hielos – dijo Penellan – le ofrecían un medio fácil de alcanzar tierra, de la que no podía estar muy lejos.

-¡Esperémoslo! – dijo Juan Cornbutte interrumpiendo una discusión que se renovaba todos los días entre el segundo y el timonel –. Creo que veremos tierra dentro de poco.

-¡Ahí está! – exclamó María –. Miren esas montañas.

-No, hija mía – respondió Juan Cornbutte –. Son montañas de hielo, las primeras que encontramos. Nos aplastarían como si fuésemos gusanos si nos dejáramos atrapar entre ellas. Penellan y Vasling, vigilen la maniobra.

Aquellas masas flotantes que, en número superior a cincuenta, aparecían entonces en el horizonte se acercaron poco a poco al brick. Penellan tomó el gobernalle, y Juan Cornbutte, subido en las barras del juanete de proa, indicó la ruta a seguir.

Hacia el atardecer, el brick estaba completamente metido en aquellos escollos movedizos, cuya fuerza de aplastamiento es irresistible. Se trataba entonces de atravesar aquella flota de montañas porque la prudencia ordenaba avanzar. Otra dificultad se añadía a estos peligros: no podía comprobarse con utilidad la dirección del navío, pues todos los puntos circundantes se desplazaban sin cesar y no ofrecían ninguna perspectiva estable. La oscuridad aumentó al punto con la bruma. María bajó a su camarote y, por orden del capitán, los ocho hombres de la tripulación tuvieron que permanecer en el puente. Estaban armados con largos bicheros provistos de puntas de hierro para preservar al navío del choque de los hielos.

La joven audaz entró al punto en un paso tan estrecho que a menudo la extremidad de sus vergas era rozada por las montañas a la deriva; sus botalones tuvieron que ser metidos. Se vieron obligados incluso a orientar la gran verga hasta rozar los obenques. Por suerte, esta medida no hizo perder al brick nada de su velocidad, porque el viento sólo podía alcanzar las velas superiores, y éstas bastaron para empujarlo con rapidez. Gracias a la finura de su casco, se hundió en aquellos valles que llenaban torbellinos de lluvia, mientras los témpanos chocaban entre sí con siniestros crujidos.

Juan Cornbutte bajó al puente. Sus miradas no podían taladrar las tinieblas circundantes. Fue necesario cargar las velas altas porque el navío amenazaba con chocar y en tal caso hubiera estado perdido.

-¡Maldito viaje! – gruñía André Vasling en medio de los marineros de proa que, con el bichero en la mano, evitaban los choques más amenazadores.

-Lo cierto es que si salimos de ésta, deberemos colocar una vela a Nuestra Señora de los Hielos -dijo Aupic.

-¡Quién sabe la cantidad de montañas flotantes que todavía nos queda por atravesar! – añadió el segundo.

-¡Y quién sabe lo que encontraremos tras ellas! – exclamó el marinero.

-No hables tanto, charlatán – dijo Gervique –, y vigila tu lado. ¡Cuándo hayamos pasado será el momento de refunfuñar! ¡Ten cuidado con el bichero!

En aquel momento, un enorme bloque de hielo, introducido en el estrecho paso que seguía La joven audaz, se deslizaba rápidamente a contraborda; parecía imposible evitarlo porque obstaculizaba toda la anchura del canal y el brick se encontraba en la imposibilidad de virar.

-¿Sientes el timón? – preguntó Juan Cornbutte a Penellan.

-¡No, capitán! ¡El navío ya no gobierna!

-¡Vamos, muchachos! – grito el capitán a su tripulación –. No tengan miedo y apoyen con fuerza sus bicheros contra la borda.

El bloque tenía sesenta pies de alto aproximadamente, y si se lanzaba contra el brick, éste quedaría destrozada. Hubo un indefinible momento de angustia, y la tripulación se echó hacia atrás, abandonando su puesto a pesar de las órdenes del capitán.

Pero en el momento en que el bloque estaba sólo a medio cable de La joven audaz, se dejó oír un ruido sordo y una verdadera tromba de agua cayó primero sobre la proa del navío, que se elevó luego en el lomo de una ola enorme.

Todos los marineros lanzaron un grito de terror; pero cuando sus miradas se dirigieron hacia proa, el bloque había desaparecido. El paso estaba libre y, más allá, una inmensa llanura blanca, iluminada por los últimos rayos del día, aseguraba una navegación fácil.

-¡Todo en este mundo va del mejor modo! – exclamo Penellan –. ¡Orientemos nuestras gavias y nuestra mesana!

 

Acababa de producirse un fenómeno muy común en estos parajes, Cuando esas masas flotantes se despegan unas de otras en la época del deshielo, bogan en un equilibrio perfecto; pero al llegar al océano, donde el agua es relativamente más caliente, no tardan en minarse por la base, que se derrite poco a poco y que, además, es sacudida por el choque de otros témpanos, llega, pues, un momento en que el centro de gravedad de esas masas se encuentra desplazado, y entonces se dan la vuelta desmoronándose por completo. Si aquel bloque se hubiera dado la vuelta dos minutos más tarde se habría precipitado sobre el brick destrozándolo en su caída.

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