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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo VII
La instalación para la invernada

Penellan tenía razón una vez más; todo salía del mejor modo posible, y aquel terremoto de hielos había abierto al navío una ruta practicable hasta la bahía. Los marinos no tuvieron más que disponer hábilmente de las corrientes para dirigir por ellas los témpanos y seguir así una ruta.

El 19 de septiembre el brick quedó, por fin, fijado, con dos cables a tierra, en su bahía de invernada, y sólidamente anclado en un buen fondo. A partir del día siguiente, el hielo se había formado ya alrededor de su casco; pronto se volvió lo bastante fuerte para soportar el peso de un hombre, y la comunicación pudo establecerse de modo directo con la tierra.

Según la costumbre de los navegantes árticos, el aparejo permaneció tal como estaba; las velas fueron cuidadosamente plegadas sobre las vergas y metidas en su funda, y el nido de cornejas se quedó en su sitio, tanto para permitir observar a lo lejos corno para atraer la atención sobre el navío.

El sol ya apenas se levantaba por encima del horizonte. Desde el solsticio de junio, las espirales que había descrito eran cada vez más bajas, y no tardaría en desaparecer del todo.

La tripulación se apresuró a hacer sus preparativos. Penellan fue el gran ordenador de ellos. Pronto el hielo se espesó alrededor del navío, y era de temer que su presión resultase peligrosa; pero Penellan esperó a que, debido al vaivén de los témpanos flotantes y a su adherencia, hubiera alcanzado una veintena de pies de espesor; entonces le hizo cortar a bisel alrededor del casco, de modo que, por debajo del navío, cuya forma tomó, estuviese unido; enclavado en un lecho, el brick no tenía que temer, a partir de entonces, la presión de los hielos, que no podían hacer ningún movimiento.

Los tripulantes alzaron luego a lo largo de las cintas, y hasta la altura de las bordas, una muralla de cinco a seis pies de espesor que no tardó en endurecerse como una roca. Esta envoltura no permitía irradiar fuera el calor interior. Un toldo de lona, recubierto de pieles y herméticamente cerrado fue tendido a lo largo del puente y formó una especie de paseo cubierto para la tripulación.

Asimismo, en tierra construyeron un almacén con paredes de hielo, en el que amontonaron los objetos que atestaban el navío. Los tabiques de los camarotes fueron desmontados de modo que formaran una vasta habitación tanto a proa como a popa. Esta pieza única era, además, más fácil de calentar, porque el hielo y la humedad encontraban menos rincones donde esconderse. Al mismo tiempo se podía airear sin dificultad mediante mangas de lona que se abrían por fuera.

Todos desplegaron una actividad extrema en estos diversos preparativos, y, hacia el 25 de septiembre, quedaron completamente terminados. André Vasling no se había mostrado el menos hábil en estas diversas instalaciones. Desplegó, sobre todo, una solicitud excesiva ocupándose de la joven, y aunque ésta, solo preocupada por su pobre Luis, no se dio cuenta, Juan Cornbutte comprendió pronto lo que pasaba. Habló de ello con Penellan; recordó varias circunstancias que le iluminaron por completo sobre las intenciones de su segundo; André Vasling amaba a María y esperaba pedírsela a su tío cuando ya no estuviera permitido dudar de la muerte de los náufragos: entonces volverían a Dunkerque y André Vasling se quedaría muy satisfecho casándose con una muchacha hermosa y rica, ya que entonces sería la única heredera de Juan Cornbutte.

Pero, en su impaciencia, André Vasling careció a menudo de habilidad; en varias ocasiones había declarado inútiles las búsquedas emprendidas para encontrar a los náufragos, y a menudo un nuevo indicio venía a darle un mentís, que Penellan hacía resaltar con renovado placer. Por eso el segundo detestaba cordialmente al timonel, odio que Penellan le devolvía con creces. Este sólo temía una cosa: que André Vasling llegase a sembrar algún germen de discordia en la tripulación, e indujo a Juan Cornbutte a responderle con evasivas cuando llegase el momento.

Todos debieron hacer cada día un ejercicio saludable y no exponerse sin movimiento a la temperatura, porque con fríos de treinta grados bajo cero podía ocurrir que alguna parte del cuerpo se helase súbitamente. En este caso, había que recurrir a fricciones de nieve, las únicas que podían salvar la parte afectada.

Penellan recomendó también el uso de abluciones frías todas las mañanas. Se necesitaba cierto valor para meter las manos y la cara en la nieve, que hacían deshelar en el interior del barco. Pero Penellan dio valientemente el ejemplo, y María no fue la última en imitarle.

Tampoco olvidó Juan Cornbutte las lecturas y las oraciones, porque se trataba de no dejar sitio en el corazón para la desesperación o el aburrimiento. No hay nada más peligroso en estas latitudes desoladas.

El cielo, siempre sombrío, llenaba el alma de tristeza, Una nieve espesa, azotada por vientos violentos, se sumaba al horror habitual. El sol iba a desaparecer pronto, Si las nubes no se hubieran amontonado encima de los navegantes, habrían podido gozar de la luz de la luna, que durante esa larga noche de los Polos iba a convertirse realmente en su sol; pero con aquellos vientos del oeste, la nieve no cesó de caer. Todas las mañanas había que barrer los alrededores del navío y cortar de nuevo en el hielo una escalera que permitirse bajar a la llanura. Lo conseguían fácilmente con los cuchillos para nieve; una vez tallados los escalones, echaban en su superficie un poco de agua y se endurecía en seguida.

También hizo cavar Penellan un agujero en el hielo, no lejos del navío. Cada día rompían la nueva corteza que se formaba en la parte superior, y el agua que de allí sacaban a cierta profundidad estaba menos fría que en la superficie.

Todos estos preparativos duraron unas tres semanas. Después trataron de proseguir las búsquedas. El navío estaba aprisionado para seis o siete meses y sólo el próximo deshielo podía abrirle una nueva ruta a través de los hielos. Por tanto tenían que aprovechar aquella inmovilidad forzosa para dirigir exploraciones hacia el norte.

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