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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XI
Los fantasmas de fuego

Ocho días después de estos sucesos, los amigos de Jacobo Starr estaban muy intranquilos. El ingeniero había desaparecido sin que pudiese explicarse de ningún modo su ausencia. Se había sabido, preguntando a su criado, que se había embarcado en Granton; y por el capitán del vapor Príncipe de Gales, que había desembarcado en Stirling. Pero desde aquel momento nada se sabía.

La carta de Simon Ford le había recomendado el secreto; y el ingeniero no había dicho nada de su viaje a las minas de Aberfoyle.

No se hablaba, pues, en Edimburgo más que de la desaparición inexplicable del ingeniero. Sir W. Elphiston, presidente del Instituto Real, comunicó a sus colegas la carta que le había dirigido Jacobo Starr, manifestándole que no podía asistir a la próxima sesión de la sociedad. Otras dos o tres personas enseñaron cartas análogas. Pero si estos documentos probaban que Jacobo Starr había salido de Edimburgo -lo que ya se sabía- nada indicaban de lo que le había sucedido; y esta ausencia respecto de tal persona y tan fuera de sus costumbres, debía causar sorpresa primero e inquietud después, porque se prolongaba.

Ninguno de sus amigos podía suponer que hubiese ido a las minas de Aberfoyle. Se sabía que no encontraría placer alguno en volver a ver el teatro de sus trabajos. No había vuelto a poner allí los pies desde el día en que había subido a la superficie del suelo la última tonelada de carbón. Sin embargo, como el vapor le había dejado en el desembarcadero de Stirling, se hicieron algunas investigaciones por aquel sitio.

Pero nada se consiguió. Nadie se acordaba de haber visto al ingeniero; sólo Jack Ryan, que le había encontrado en compañía de Harry en las escalas del pozo Yarow, hubiese podido satisfacer la curiosidad pública. Pero el alegre joven, como se sabe, trabajaba en la hacienda de Melrose, a cuarenta millas de distancia en el sudoeste del condado de Renfrew, e ignoraba la inquietud que había causado la desaparición de Jacobo Starr. Ocho días después de su visita a la choza, Jack Ryan habría seguido cantando en las veladas del clan de Irvine, si no hubiese tenido también motivo de gran trastorno, de que hablaremos en breve.

Jacobo Starr era un hombre demasiado considerado, no solamente en la capital, sino en toda Escocia, para que un hecho de este género pasase inadvertido. El lord Prevoste, magistrado de Edimburgo, las autoridades, los consejeros, cuya mayor parte eran amigos del ingeniero, empezaron las más activas pesquisas, y se enviaron agentes por el campo en su busca. Pero nada se descubrió.

Entonces se creyó conveniente publicar en los principales periódicos del Reino Unido una nota relativa al ingeniero Jacobo Starr, dando sus señas e indicando la fecha en que había salido de Edimburgo. Y se esperó, porque no podía hacerse otra cosa, por grande que fuese la ansiedad pública. La gente ilustrada de Inglaterra se iba acostumbrando a creer en la desaparición definitiva de uno de sus más distinguidos individuos.

Al mismo tiempo que había esta inquietud respecto de la persona del ingeniero, Harry era también objeto de grandes inquietudes. Solamente que el hijo del viejo capataz, en vez de ocupar la atención pública, turbaba nada más el buen humor de su amigo Jack Ryan.

El lector recordará que al encontrarse en el pozo Yarow, Jack Ryan había invitado a Harry a ir ocho días después a la fiesta del clan de Irvine. Había habido aceptación y promesa formal de Harry para esta ceremonia. Jack Ryan sabía por experiencia que su compañero era hombre de palabra, y que en él cosa prometida era cosa hecha.

Pero en la función de Irvine nada había faltado, ni cantares, ni baile, ni diversiones de todo género; sólo había faltado Harry Ford.

Jack Ryan había empezado por culparle, porque la ausencia de su amigo influía en su buen humor. Perdió la memoria en una de sus mejores canciones, y por la primera vez en su vida, se quedó parado en un baile que le valía siempre merecidos aplausos.

Es preciso decir aquí que la nota relativa a Jacobo Starr, publicada por los periódicos, no había llegado a noticia de Jack Ryan. Este buen amigo no tenía, pues, ningún cuidado por la ausencia de Harry, aunque creía que sólo un grave motivo le habría podido obligar a faltar a su promesa. Así al día siguiente de la fiesta pensaba tomar el tren de Glasgow para ir a la mina Dochart; y lo habría hecho a no habérselo impedido un accidente, que estuvo a pique de costarle la vida.

Véase lo que había sucedido en la noche del 12 de diciembre; y en verdad que lo hecho era para dar la razón a todos los partidarios de lo sobrenatural, que eran muchos en la hacienda de Melrose.

Irvine, pueblo marítimo del condado de Renfrew, que cuenta siete mil habitantes, está situado en un brusco recodo que hace la costa escocesa, casi en la embocadura del golfo de Clyde. Su puerto, bastante bien abrigado de los vientos, está iluminado por un faro importante que señala la barra; de tal modo, que un marino prudente no puede engañarse.

Así los naufragios eran muy raros en esta parte del litoral; y los buques costeros u otros de más larga travesía, que quisieran embocar en el golfo de Clyde, para ir a Glasgow, o entrar en la bahía de Irvine, podían maniobrar sin peligro, aun en las noches oscuras.

Cuando un pueblo tiene historia, por pequeña que sea, y cuando su castillo ha pertenecido en otro tiempo a un Roberto Estuardo, nunca deja de tener algunas ruinas.

Y en Escocia todas las ruinas están llenas de duendes. Tal es a lo menos la creencia vulgar en la alta y baja Escocia.

Las ruinas más antiguas y también las de peor fama en toda esta parte del litoral eran precisamente las del castillo de Roberto Estuardo, que llevaba el nombre de Dundonald.

En esta época el castillo de Dundonald, refugio de todos los duendes errantes de la comarca, estaba completamente abandonado. Apenas iba nadie a visitarle sobre la roca que ocupaba, casi encima del mar, a dos millas del pueblo. Alguna vez un extranjero se proponía visitar aquellos antiguos restos históricos; pero tenía que ir solo. Los habitantes de Irvine no le hubieran acompañado por ningún precio. En efecto, todo el mundo sabía algunas historias de los fantasmas de fuego que habitaban el antiguo castillo. Los más supersticiosos afirmaban haber visto, con sus mismos ojos, a estos fantásticos seres. Naturalmente Jack Ryan era de estos últimos.

La verdad es que de tiempo en tiempo aparecían grandes llamas, ya sobre un trozo de muralla medio derruida, ya en el extremo de la torre, que domina un conjunto de las ruinas del castillo.

¿Tenían estas llamas forma humana, como se decía? ¿Merecían el nombre de fantasmas de fuego que les habían dado los escoceses del litoral? Indudablemente, aquello no era más que una ilusión de los cerebros, llevados a la credulidad; y la ciencia habría explicado físicamente este fenómeno.

De todos modos los fantasmas de fuego tenían en todo el país una fama inquebrantable de frecuentar las ruinas del castillo, y de entregarse a extrañas zarabandas en las noches oscuras. Jack Ryan no se hubiera atrevido nunca, a pesar de sus aficiones, a acompañarlas con su cornamusa.

Con el viejo Nick (el diablo) tienen bastante, decía, y no les hago falta para su orquesta infernal.

Como era natural, estas fantásticas apariciones eran el texto obligado de la conversación por las noches. Jack Ryan poseía todo un repertorio de leyendas sobre los fantasmas de fuego; y jamás le faltaba materia cuando se trataba de hablar de este asunto.

Durante, pues, la última velada, y entre cerveza, brandy y whiskey, Jack Ryan no había dejado de hablar de su tema favorito con gran placer, y aun con gran espanto, de sus oyentes.

Esta velada con que terminaba la fiesta del clan de Irvine, se celebraba en una espaciosa granja de la hacienda Melrose, cerca de la costa. Una buena lumbre de cok ardía en medio de los concurrentes en una estufa de palastro.

Afuera hacía muy mal tiempo. Espesas brumas rodaban sobre las olas, que una fuerte brisa traía del lago. Era una noche oscura; ni una luz entre las nubes; la tierra, el cielo, el agua, se confundían en profundas tinieblas... por lo cual habría sido muy difícil atracar en la bahía de Irvine a cualquier buque que se hubiese aventurado a hacerlo con aquellos vientos que azotaban la costa. El puertecito de Irvine no era frecuentado -a lo menos por buques de cierto porte. Los barcos mercantes de vela o de vapor atracaban más arriba, hacia el norte, cuando querían llegar al golfo de Clyde.

Pero aquélla noche algún pescador atracado a la orilla, hubiera visto, no sin sorpresa, un buque que se dirigía hacia la costa. Y si de pronto hubiese aparecido el día, habría visto, no ya con sorpresa, sino con espanto, que aquel buque corria delante del viento a toda vela. Equivocada la entrada del golfo, no tenía ya ningún refugio entre las rocas formidables del litoral. Y si aquel buque se obstinaba en seguir, ¿cómo podría salvarse?

La velada iba a concluir con una última historia de Jack Ryan. Sus oyentes, transportados al mundo de las fantasmas, estaban en condiciones a propósito para convertir en un acto de credulidad cualquier suceso infausto.

De pronto se oyeron gritos afuera.

Jack Ryan suspendió en seguida su cuento, y todos dejaron precipitadamente la granja. La noche era oscurísima. Grandes ráfagas de viento y de lluvia corrían por la playa. Dos o tres pescadores, cerca de una roca, para resistir mejor los golpes de viento, daban grandes gritos.

Jack Ryan y sus compañeros corrieron hacia el grupo que formaban.

Pero aquellos gritos no se dirigían a los habitantes de la quinta, sino a una embarcación, que sin saberlo, corría a su perdición.

En efecto, a algunos cables de distancia, aparecía confusamente una masa sombría. Era un buque, como se conocía fácilmente por sus luces; porque llevaba en el palo de mesana una luz blanca, a estribor una luz verde y a babor una luz roja. Se le veía, pues, por la proa, y era evidente que se dirigía velozmente hacia la costa.

-¡Un buque en peligro! -dijo Jack Ryan.

-Sí -respondió uno de los pescadores; le conviene virar de bordo y no podrá hacerlo..

-¡Señales, señales! -gritó un escoces.

-¿Y cuál? -preguntó el pescador. Con esta borrasca no puede tenerse ni una luz encendida.

Mientras se cambiaban estas frases, daban nuevas voces. Pero ¿cómo habían de oirlas en medio de aquella tempestad? El buque no tenía ya probabilidad alguna de escapar del naufragio.

-¿Por qué maniobrará así? -preguntó un marino.

-Querrá tomar tierra -respondió otro.

-El capitán no conocerá el faro de Irvine -dijo Jack Ryan.

-Así debe ser, a menos que no haya sido engañado por alguna ...

El pescador no había acabado su frase cuando Jack Ryan dio un grito formidable. ¿Le oiría el buque? En todo caso era ya tarde para que el buque evitase la línea de las rompientes, que blanqueaba en las tinieblas de la noche.

Pero aquel grito no era como hubiera podido creerse una suprema advertencia al buque en peligro. Jack Ryan volvía en aquel momento la espalda a la mar. Sus compañeros también se volvieron y un punto situado a media milla dentro de la playa.

Era el castillo de Dundonald. Una ancha llama oscilaba con el viento en el extremo de la antigua torre.

-¡El fantasma de fuego! ¡el fantasma de fuego! gritaron los pescadores y los aldeanos aterrados.

Todo se explicaba entonces. Era evidente que el buque desorientado en las brumas había equivocado el camino y había tomado aquella llama encendida en lo alto del castillo Dundonald por el faro de señales de Irvine. Se creía, pues, a la entrada del golfo, situado diez millas más al norte, y corría hacia una costa que no lo ofrecía refugio alguno.

¿Qué podía hacerse para salvarlo, si era tiempo aún? Quizá lo mejor hubiera sido subir a las ruinas y apagar aquel fuego para que no se confundiese más tiempo con el faro de Irvine.

Indudablemente esto era lo que convenía hacer sin perder tiempo. Pero ¿dónde había un escocés que se hubiese atrevido a pensar, y depués de pensar a tener la audacia de desafiar a los fantasmas de fuego? Tal vez sólo Jack Ryan, porque era animoso, y su credulidad, por fuerte que fuese, no podía contener sus generosos sentimientos.

Pero ya era tarde. De pronto resonó un horrible golpe en medio de la tormenta. Las luces del buque se apagaron. La línea blanquecina de la barra pareció rota un instante.

El buque había llegado a ella, se había ladeado y se hacía pedazos contra el arrecife.

En aquel mismo instante, por una coincidencia debida seguramente a la casualidad, la llama del castillo desapareció, como si hubiese sido arrebatada por una violenta ráfaga.

La mar, el cielo, la playa, todo quedó sumergido en las más profundas tinieblas.

-¡El fantasma de fuego! -gritó otra vez Jack Ryan, cuando se borró esta aparición, sobrenatural para él y para sus compañeros.

Pero entonces el valor que aquellos supersticiosos escoceses no habrían tenido contra un peligro quimérico, se manifestó poderoso ante un peligro real, cuando se trataba de salvar a sus semejantes. Los elementos desencadenados no les detuvieron, y se lanzaron heróicamente al socorro del buque náufrago, por medio de cuerdas arrojadas al agua.

Felizmente llegaron a tiempo, no sin que algunos -y Jack Ryan entre ellos- fuesen estropeados en las rocas; pero el capitán del buque, y los ocho hombres de tripulación pudieron ser sacados sanos y salvos sobre la playa.

Aquel buque era el brick noruego Motala, cargado de maderas del norte, que se dirigía a Glasgow.

Había sido verdad. El capitán engañado por aquella luz encendida en la torre del castillo de Dundonald, había venido a tropezar en la costa en vez de entrar en la embocadura del golfo de Clyde.

Y del Motala no quedaba ya más que algunos restos, que la resaca acababa de hacer pedazos en las rocas del litoral.

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