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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XII
Las investigaciones de Jack Ryan

Jack Ryan y tres de sus compañeros, heridos como él, habían sido transportados a una de las habitaciones de la hacienda de Melrose, donde se les prodigaron inmediatamente los cuidados necesarios.

Jack Ryan era el que estaba en peor estado, porque en el momento en que se arrojaba al mar, atado con la cuerda, las olas enfurecidas le habían arrastrado por encima de las rocas.

Poco faltó para que sus compañeros no le sacasen sin vida a la orilla.

El valiente joven estuvo, pues, sujeto en el lecho algunos días, lo que le disgustó sobremanera. Pero cuando tuvo permiso para cantar cuanto quisiera, llevó el mal con paciencia; y la quinta Melrose resonó a todas horas con el alegre timbre de su voz.

Jack Ryan no sacó de esta aventura mas que, un vivo sentimiento de temor a esos fantasmas y esos duendes que se divierten en trastear al pobre mundo, y sólo a ellos hacía responsables de la catástrofe del Motala. No habría querido oir a quien le dijese que los fantasmas no existían, y que aquella luz, rapidamente proyectada sobre las ruinas, reconocía solamente una causa física. Ningun razonamiento le hubiese convencido. Sus compañeros eran aun más obstinados que él en su credulidad. A creerlos, uno de los fantasmas de fuego había atraído infernalmente al Motala a la costa. En cuanto a vengarse de ellos, sería como querer sujetar a una multa al huracán. Los magistrados podrían decretar todas las persecuciones que quisieran; pero no se aprisiona una llama, no se encadena un ser impalpable.

Y es preciso decir que las investigaciones que posteriormente se hicieron, parecía que daban la razón, a lo menos en apariencia, a este modo supersticioso de explicar las cosas. En efecto, el magistrado encargado de dirigir la sumaria relativa a la pérdida del Motala, fue a interrogar a los testigos de la catástrofe, y todos estuvieron acordes en que el naufragio era debido a la aparición sobrenatural del fantasma de fuego en las ruinas del castillo de Dundonald.

Claro es que la justicia no podía quedar satisfecha con semejantes razones. No había duda de que en aquellas ruinas se había producido un fenómeno físico. Pero esto ¿era casual o criminal? Esto era lo que el magistrado debía aclarar.

Que esta palabra "criminal" no sorprenda a nadie. No sería preciso remontarse mucho en la historia de la Bretaña para encontrar su justificación. Muchos piratas de restos náufragos del litoral bretón, han tenido por oficio atraer los buques a la costa, a fin de recoger sus despojos. Ya un montón de árboles resinosos incendiados por la noche guiaban a les buques a sitios de donde no podían salir, ya una antorcha sujeta a los cuernos de un toro y paseada al capricho del animal, engañaba a una tripulación sobre el camino que debía seguir. El resultado de estas maldades era inevitablemente algún naufragio, de la que los malvados se aprovechaban. Había sido necesario emplear la intervención de la justicia, y aplicar severos castigos para destruir esas bárbaras costumbres. ¿Pues no podía suceder que en estas circunstancias, una mano criminal hubiese reproducido las antiguas tradiciones de los piratas de naufragios?

Esto pensaba la policía, a pesar de lo que creían Jack Ryan y sus compañeros. Cuándo éstos oyeron hablar de sumaria, se dividieron en dos campos: unos se contentaron con encoger los hombros; otros más tímidos anunciaron que al provocar así a seres sobrenaturales, se producirían nuevas catástrofes.

Sin embargo, se hizo la requisitoria con todo cuidado, La justicia se trasladó al castillo de Dundonald, y procedió a las investigaciones más rigurosas.

El juez quiso ante todo examinar si había algunas huellas de pasos, que pudiesen atribuirse a pies que no fuesen de fantasmas. Pero fue imposible encontrar la más ligera señal, ni reciente, ni antigua, a pesar de que la tierra, húmeda aún por la lluvia del día anterior debería haber conservado alguna huella.

-¡Señales de los pasos de los duendes! -exclamó Jack Ryan, cuando supo la ineficacia de las investigaciones. ¡Es lo mismo que buscar las huellas de un fuego fatuo en el agua de un pantano!

Esta primera parte de la sumaria no produjo, pues, ningún resultado. No era probable que la segunda le diese mayor.

Se trataba en efecto, de averiguar cómo había sido encendido el fuego en lo alto de la torre, qué elementos habían contribuido a la combustión, y qué residuos había dejado ésta.

Acerca del primer punto, nada, ni restos de cerillas, ni de papel que hubiesen podido servir para prender un fuego cualquiera.

Acerca del segundo, nada tampoco. Ni yerbas secas, ni restos de leña, ni nada que indicase con que se había alimentado aquel fuego tan intenso durante la noche.

En cuanto al tercer punto, tampoco pudo hallarse aclaración alguna. La falta de toda clase de cenizas, de todo residuo de un combustible cualquiera, no permitió ni aun determinar el sitio donde había existido el fuego. No había ningún espacio ennegrecido, ni en la tierra, ni en la roca. ¿Podría creerse que la llama había sido tenida en la mano de algún malhechor? Era inverosímil, puesto que según los testigos, la llama tenía un desarrollo gigantesco, tal que la tripulación del Motala la había podido distinguir a muchas millas de distancia, a pesar de la bruma.

-¡Ah! -dijo Jack Ryan-, el fantastna de fuego, sabe muy bien pasarse sin cerillas, ni pajuela ¡Con soplar nada más incendia el aire, y no necesita hogar donde queden las cenizas!

Resultó de todo esto que los magistrados, contribuyeron sólo a formar una nueva leyenda, que se añadió a tantas otras leyendas que debían perpetuar el recuerdo de la catástrofe del Motala, y afirmar, más indiscutiblemente aún, la existencia de los fantasmas de fuego.

Un joven tan animoso y de constitución tan robusta corno Jack Ryan no podía estar mucho tiempo en la cama. Algunos golpes y contusiones no eran para tenerle en ella más de lo que conviniera. No tenía tiempo para estar malo. Y cuando este tiempo falta, apenas lo está nadie en esas saludables regiones de los Lawlands.

Jack Ryan se restableció pues en breve. Y así que estuvo de pie, antes de volver a sus quehaceres en la hacienda de Melrose, quiso hacer una visita a su amigo Harry para saber por qué había faltado a la fiesta del clan de Irvine. Esta ausencia en un hombre como Harry, que no prometía nada sin cumplirlo, no tenía explicación. Era inverosímil que el hijo del capataz no hubiese oído hablar de la catástrofe del Motala, referida con grandes detalles por los periódicos. Debía saber la parte que Jack Ryan había tomado en la salvacion de los náufragos y lo que le había sucedido; y era inexplicable la indiferencia de Harry, que no había ido siquiera a estrechar la mano de su amigo.

Si Harry no había ido, era seguramente porque no había podido ir. Jack Ryan hubiera negado antes la existencia de los duendes, que creer en la indiferencia de Harry hacia él.

Así, pues, dos días después de la catástrofe, Jack Ryan, dejó la quinta, como un joven que no se resiente de sus heridas. Hizo resonar los ecos de la costa con un alegre cantar en que empleó todos sus pulmones, y llegó a la estación del ferrocarril de Stirling y Callander.

Allí, mientras esperaba, se fijaron sus ojos en un cartel colocado con profusión en las paredes, y que decía así:

"El cuatro de diciembre último, el ingeniero Jacobo Starr, de Edimburgo, se embarcó en el muelle de Granton en el vapor Príncipe de Gales. Desembarcó en Stirling en el mismo día; y desde entonces no se ha vuelto a saber su paradero. Se ruega al que sepa algo de su suerte se lo comunique al presidente del Instituto Real en Edimburgo".

Jack Ryan se paró ante uno de estos carteles y le leyó dos veces con muestras de la mayor sorpresa.

¡El señor Starr! -exclamó. El cuatro de diciembre le encontré precisamente con Harry en las escalas del pozo Yarow. ¡Hace ya diez días! ¡Y desde entonces ha desaparecido! ¿Explicará esto por qué mi amigo no ha venido a la fiesta de Irvine?

Y sin perder el tiempo en escribir al presidente del Real Instituto lo que sabía de Jacobo Starr, el joven subió en el tren con animo de dirigirse inmediatamente al pozo Yarow.

Allí bajaría hasta el fondo de la mina, si fuese preciso, para buscar a Harry y al ingeniero.

Tres horas después dejaba el tren en la estación de Callander y se dirigía rápidamente al pozo Yarow.

"No ha vuelto a saberse de ellos. ¿Por qué será?, se decía.

"¿Se lo habrá impedido algún obstáculo? ¿Será un trabajo cuya importancia les detiene aún en el fondo de la mina? Yo lo sabré."

Y Jack Ryan alargando el paso llegó en menos de una hora al pozo Yarow. Exteriormente nada había cambiado. El mismo silencio en las orillas del pozo. Ni un ser viviente en aquel desierto.

Jack Ryan penetró bajo el mismo techo que cubría la entrada de pozo.

Sondeó con la mirada aquella profundidad ... no vio nada... no oyo nada.

-¿Y mi lámpara? -exclamó de pronto. ¡No está en su sitio!

En efecto, la lámpara que usaba en sus visitas a la choza, estaba siempre en un rincón cerca de la meseta superior de la escala.

Pero había desaparecido.

-¡Esto es una cómplicación! -dijo Jack Ryan, que empezaba a alarmarse.

Después, sin vacilar, a pesar de ser tan supersticioso, dijo:

-Bajaré aunque esté más oscuro que las mismas cuevas del infierno.

Y comenzó a bajar la larga serie de escalas que penetraban en el sombrío pozo. Era preciso que Jack Ryan no hubiese perdido sus antiguos hábitos de minero, y que conociese muy bien la mina Dochart, para aventurarse así. Por lo demás, bajó con toda la prudencia posible. Un paso en falso le hubiera ocasionado una caída mortal en aquella profundidad de mil quinientos pies. Iba, pues, contando cada uno de los tramos que dejaba sucesivamente para empezar otro inferior. Sabía que no pondría los pies en el fondo de la mina sino después de haber bajado treinta escalas. Una vez allí, creía que no le costaría gran trabajo seguir hasta la choza, que estaba situada, como ya sabemos, al extremo de la galería principal.

Jack Ryan bajó de este modo veintiséis escalas; y por consiguiente, se encontraba, a lo más, a unos doscientos pies del suelo.

En aquel sitio bajó el pie para buscar el primer peldaño de la escala siguiente; pero su pie se balanceó en el vacío sin encontrar ningún punto de apoyo. Jack Ryan se arrodilló sobre la meseta, y trató de buscar y coger con la mano la otra escala. Pero fue en vano.

Era evidente que la vigésima séptima escala no estaba en su sitio; y que por tanto había sido quitada.

-¿Habrá pasado por aquí algún fantasma? -se preguntó, no sin sentir cierto estremecimento de terror.

Esperó de pie, con los brazos cruzados, queriendo penetrar en aquella sombra impenetrable.

espués pensó que si él no podía bajar, los habitantes de la mina no habrían podido subir. No había en efecto ninguna otra comunicación entre la superficie del condado y las profundidades de la mina. Si esta desaparición de las escalas inferiores del pozo Yarow se había verificado después de su última visita a la choza ¿qué había sido de Simon Ford, su mujer, su hijo y el ingeniero?

La ausencia prolongada de Jacobo Starr probaba evidentemente que no había dejado la mina desde el día en que Jack Ryan le había encontrado en el pozo Yarow. ¿Y cómo desde entonces se habían procurado comestibles? ¿No habrían faltado víveres a aquellos infelices, encerrados a mil quinientos pies bajo tierra?

Todas estas ideas cruzaron por la mente de Jack Ryan. Conoció en seguida que no podía hacer nada por sí solo para llegar hasta la choza. ¿Había habido un pensamiento criminal en esta interrupción de las comunicaciones? No le parecía dudoso. En todo caso los magistrados lo averiguarían; pero convenía avisarles cuanto antes. Entonces se asomó por fuera de la meseta y gritó con voz esforzada.

-¡Harry, Harry!

El eco repitió varias veces el nombre Harry; y por fin se apagó en las últimas profundidades del pozo.

El joven volvió a subir rápidamente las escalas superiores, y volvió a ver la luz del día.

No perdió un instante. De una tirada llegó a la estación de Callender, donde no tuvo que esperar más que algunos minutos al tren express de Edimburgo; y a las tres de la tarde estaba en casa del Lord Preboste de la capital.

Allí le fue tomada la declaración. Los detalles precisos que dio, no permitían sospechar de su veracidad. El presidente del Instituto Real no solamente colega, sino amigo de Jacobo Starr, fue advertido en seguida; y pidió dirigir por sí mismo las investigaciones que iban a hacerse sin demora en la mina Dochart. Le pusieron a su disposicion varios agentes con lámparas, picos, escalas de cuerda sin olvidar víveres y cordiales. Después, guiados por el minero, tomaron inmediatamente el camino de Aberfoyle.

Aquella misma tarde, W. Elphiston, Jack Ryan y los agentes llegaron a la entrada del pozo Yarow, y bajaron hasta la escala vigésima séptima, en que el minero se había detenido algunas horas antes.

Se bajaron las lámparas atadas a largas cuerdas, por las profundidades del pozo y se adquirió la certidumbre de que faltaban las cuatro últimas escalas.

Ya no había duda ninguna de que la comunicación entre el interior y exterior de la mina había sido intencionalmente cortada.

-¿Qué esperamos, caballeros? -preguntó el impaciente Ryan.

-Esperamos a que se suban las lámparas -respondió Elphiston. Después bajaremos hasta el fondo de la mina y tú nos guiarás...

-A la choza -dijo Ryan-, y si es preciso hasta los últimos abismos de la mina.

Así, que se retiraron las lámparas. Los agentes fijaron a la meseta las escaleras de cuerda, que se desenrrollaron en el pozo. Las mesetas inferiores subsistían aún y se pudo bajar de una a otra.

No se hizo; no obstante, sin grandes dificultades. Jack Ryan se había colgado el primero en estas escalas vacilantes; y también fue el primero que llegó a la mina.

W. Elphiston se quedó sorprendido al oir decir al minero:

-Aquí hay algunos pedazos de las escalas y están medio quemados.

-¡Quemados! -repitió Sir Elphiston. En efecto, aquí hay cenizas frías ya hace tiempo.

-¿Piensa usted -preguntó Jack Ryan-, que el ingeniero Jacobo Starr haya tenido algún interés en quemar estas escalas y en cortar la comunicación con el exterior?

-No -respondió W. Elphiston, que se quedo pensativo. Vamos a la choza allí sabremos la verdad.

Jack Ryan meneó la cabeza, como hombre poco convencido. Pero cogiendo una lámpara de manos de un agente se adelantó rápidamente por la galería principal.

Todos le siguieron.

Un cuarto de hora después, Elphiston y sus compañeros llegaron a la excavación en cuyo fondo estaba la choza de Simon Ford.

No había ninguna luz que iluminase las ventanas.

Jack Ryan se precipitó hacia la puerta y la abrió bruscamente La choza estaba abandonada.

Recorrieron los cuartos de la sombría habitación. No había ninguna señal de violencia en el interior.

Todo estaba en orden, como si la vieja Margarita estuviese allí. La despensa estaba bien provista, y en ella había víveres para varios días.

La ausencia de los dueños de la choza era, pues, inexplicable. Pero ¿podía precisarse cuándo la habían abandonado? Sí; porque en aquella atmósfera, donde no se sucedían los días y las noches, Margarita tenía la costumbre de señalar con una cruz los días de su calendario.

Este calendario estaba colgado en una de las paredes. La última cruz había sido hecha el 6 de diciembre, es decir un día despues de la llegada de Jacobo Starr. Esto es lo único que Jack Ryan pudo asegurar. Era por lo tanto evidente, que desde el 6 de diciembre, es decir, desde hacía diez días Simon Ford, su mujer y su hijo habían abandonado la choza.

¿Podía dar razón de esta ausencia una exploración mayor de la choza? No, evidentemente. Así, lo creyó W. Elphiston, que después del registro, se vio perplejo respecto de lo que debía hacer.

La oscuridad era profunda. El resplandor de las lámparas, que se movían en la mano de los agentes, parecía solamente un punto en aquellas impenetrables tinieblas.

De pronto Jack Ryan dio un grito.

-¡Allí! ¡allí! -dijo.

Y señaló con el dedo un resplandor bastante vivo que se agitaba en la oscuridad lejana de la galería.

-¡Amigos, corramos tras él! -respondió Elphiston.

-¡Un fuego fantástico! -dijo Jack Ryan. ¿Para qué ir trás él? ¡No le alcanzaremos nunca!

El presidente del Instituto Real y los agentes poco inclinados a la credulidad, se lanzaron en la dirección indicada por la movible luz.

Jack Ryan, resolviéndose decididamente, no se quedó el último.

Fue una pesecución larga y difícil. El faro luminoso parecía ser llevado por una persona de pequeña estatura, pero muy agitada. A cada instante desaparecía detrás de alguna vuelta y se le volvía a ver en una galería transversal. Otros rápidos intervalos le hacían desaparecer después. Parecia ya haber desaparecido, y de pronto la luz de su antorcha arrojaba un vivo resplandor. En suma no se adelantaba nada, ni se acortaba la distancia; y Jack Ryan persistía en creer, no sin razón, que nunca se le alcanzaría.

Durante una hora que duró esta persecución, Sir Elphiston y sus compañeros penetraron en la región suroeste de la mina Dochart. Y hasta llegaron también a preguntarse sino tenían que habérselas con un ser incorporeo.

En este momento parecía que la distancia se acortaba. ¿Era que se fatigaba el ser que huía o que quería atraer a Elphiston y a sus compañeros, quizá al mismo sitio a donde habían sido atraídos los habitantes de la choza?

Habría sido difícil resolver la cuestión.

Sin embargo, los agentes, viendo que se disminuía la distancia redoblaron el paso. La luz que había brillado siempre a más de doscientos pasos, estaba ahora a menos de cincuenta. Y el intervalo seguía disminuyendo. El ser que llevaba la luz se hizo más visible. Algunas veces, cuando volvía la cabeza se distinguía un rostro humano, a menos que el duende no hubiese tomado esta forma. Jack Ryan convenía en que ya no se trataba de un ser sobrenatural.

Y entonces corriendo velozmente gritó:

-¡Valor, compañeros! ¡Se cansa! ¡Le alcanzaremos, y si habla como corre, ya tendrá que contarnos!

Pero la persecución se hizo entonces más difícil. En las últimas profundidades de la mina, se cruzaban muchos estrechos túneles, como las calles de un laberinto. En aquel dédalo de caminos, el que llevaba la luz podía huir mejor de sus perseguidores. Le bastaba en efecto, apagar la luz y meterse por cualquiera de aquellas cuevas oscuras.

"Y si quiere escaparse, ¿por qué no lo hace?", pensó Sir Elphiston.

Aquel ser inprehensible no lo había hecho hasta entonces; pero en el momento mismo en que este pensamiento cruzaba por la mente de Sir Elphiston, desapareció de pronto la luz.

Los agentes, continuando la persecución, llegaron hasta una estrecha abertura que dejaban entre sí las rocas esquistosas en la extremidad de un estrecho ramal de la galería.

Pasar por él, después de haber reanimado la luz de las lámparas y lanzarse en la nueva vía que se abría ante ellos, fue obra de un momento para Elphiston, Jack Ryan y sus compañeros.

Pero no habían dado cien pasos en la nueva galería, más alta y más ancha, cuando se detuvieron de pronto.

Allí, cerca de la pared había cuatro cuerpos tendidos en el suelo, cuatro cadáveres tal vez.

-¡Jacobo Starr! -dijo Elphiston.

-¡Harry, Harry! -exclamó Jack Ryan precipitándose sobre el cuerpo de su compañero.

Eran en efecto el ingeniero, Margarita, Simon Ford y Harry, que estaban allí sin movimiento.

Uno de estos cuerpos se levantó un poco y se oyó la voz debilitada de la vieja Margarita, que murmuró estas palabras:

-¡Ellos, ellos primero!

Todas trataron de reanimar al ingeniero y a sus compañeros, haciéndoles tragar algunas gotas de esencias cordiales; y lo consiguieron en breve. Aquellos infelices, secuestrados hacía diez días en la Nueva Aberfoyle, morían de inanición.

Y si no habían sucumbido en aquel largo secuestro -Jacobo Starr se lo dijo a Sir Elphiston-, había sido porque tres veces habían hallado cerca de sí un pan y un cántaro de agua. Sin duda, el ser que los había socorrido y a quien debían la vida, no había podido hacer más.

Sir Elphiston se preguntó si aquello no sería obra del ser incorpóreo que los había atraído al sitio en que yacían Jacobo Starr y sus compañeros.

De todos modos el ingeniero, Margarita, Simon y Harry Ford se habían salvado. Fueron llevados a la choza, pasando por el estrecho agujero, que el misterioso portador de la luz, parecía haber indicado a Elphiston.

Y si Jacobo Starr y sus compañeros no encontraron la entrada de la galería que les abrió la dinamita fue porque aquel orificio había sido sólidamente tapiado por medio de piedras superpuestas, que en aquella profunda oscuridad no habían podido ver, ni separar.

Así, pues, mientras que ellos exploraban la vasta cripta, se había imposibilitado por una mano enemiga toda comunicación entre la antigua y la Nueva Aberfoyle.

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