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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XV
Elena en la choza

Dos horas. después, Harry que no había recobrado en seguida el uso de los sentidos, y la criatura, cuya debilidad era extrema, llegaban a la choza, con ayuda de Jack Ryan y de sus compañeros.

Allí refirieron a Simon todo lo sucedido; y Margarita prodigó sus cuidados a la pobre criatura, a quien acababan de salvar.

Harry había creído retirar un niño del abismo... Era una joven de quince a dieciseis años, a lo más. Su mirada vaga y llena de asombro, su rostro enflaquecido y alargado por los padecimientos, su color rubio que parecía no haber sido herido jamás por la luz; su cuerpo pequeño y débil; todo hacía de ella un ser extraño y encantador. Jack Ryan con alguna razón la comparó a un duende de aspecto un poco sobrenatural. Por consecuencia, sin duda, de circunstancias particulares, y de la atmósfera en que tal vez había vivido hasta entonces, parecía que no pertenecía más que a medias a la humanidad. Su fisonomía era extraña. Sus ojos, que no podían resistir la luz de las lámparas de la choza, lo miraban todo confusamente, como si todo fuese nuevo para ellos.

Margarita fue la primera que dirigió la palabra a este ser singular, que yacía en su cama, y que volvió a la vida como quien sale de un largo sueño.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

-Nell -respondió la joven.

-¿Nell -dijo Margarita-, te sientes mal?

-Tengo hambre -contestó Elena. No he comido desde... desde ..

Por estas pocas palabras que pronunció dejó conocer que no estaba acostumbrada a hablar. La lengua que hablaba era el antiguo dialecto de Gales, que alguna vez usaban también Simon Ford y los suyos.

Margarita en cuanto lo oyó, le llevó algunos alimentos. Elena se moría de hambre.

¿Desde cuándo estaba en el fondo de aquel pozo? No podía decirse.

-¿Cuántos días has estado allá abajo hija mía? -le preguntó Margarita.

¡Elena no contestó! Parecía que no había comprendido la pregunta.

-¿Cuántos días hace?... -repitió Margarita.

-¿Días?... -respondió Elena, para quien parecía que no tenía significación esta palabra.

Después sacudió la cabeza como una persona que no comprende lo que se le pregunta. Margarita había cogido la mano de Elena, y la acariciaba para inspirarle confianza.

-¿Qué edad tienes, hija mía? -preguntó dirigiéndole una mirada llena de cariño.

-El mismo signo negativo de Elena.

-Sí, sí -repitió Margarita-, ¿cuántos años?

-¿Años?... -respondió Elena.

Y esta palabra, lo mismo que la palabra día, parecía no tener significación para ella.

Simon Ford, Harry, Jack Ryan y sus compañeros la contemplaban con un doble sentimiento de compasión y de simpatía. El estado de aquella pobre niña, vestida con una miserable falda de gruesa tela, era en efecto propio para impresionarles.

Harry, más que ningún otro, se sentía irresistibiemente atraído por lo extraordinario de Elena.

Se aproximó entonces y cogiendo la mano que Margarita acababa de soltar, miró frente a frente a Elena, cuyos labios apenas dibujaron una sonrisa, y le dijo:

-Elena ... allá abajo... en la mina... ¿estabas sola?

-¡Sola! ¡sola! -exclamó la joven levantándose.

En su fisonomía se pintó el terror. Sus ojos, cuya expresión se había dulcificado ente la mirada de Harry tomaron una expresión salvaje.

-¡Sola! ¡sola! -repitió, y cayó sobre el lecho como si le hubiesen faltado las fuerzas de pronto.

-Esta pobre niña está aún muy debil para respondernos -dijo Margarita, después de haber colocado bien a la joven. Algunas horas de reposo y un poco de alimento le devolverán las fuerzas. Ven, Simon, ven, Harry. Vengan todos y dejémosla dormir.

Siguiendo el consejo de Harry, Elena quedó sola, y puede asegurarse que un momento después dormía profundamente.

Este suceso causó mucho ruido, no sólo en la mina, sino en el condado de Stirling y en todo el Reino Unido. Creció la fama de aquel ser extraño. Se había encontrado una joven encerrada en la roca esquistosa, como uno de esos seres antediluvianos, que son separados de la ganga en que descansan por un azadonazo, y esto era bastante para ser extraordinario.

Elena sin saberlo llegó a ser un objeto de moda. Los supersticiosos encontraron un nuevo texto para sus leyendas fantásticas, pensaban que Elena era el genio de la mina; y cuando Ryan se lo decía a su amigo Harry, éste le contestaba:

-Sea lo que tú quieras para acabar, Jack. Pero en todo caso es el buen genio. Es el que nos ha socorrido, el que nos ha llevado el agua y el pan cuando estábamos en la mina. No puede ser más que él. Y en cuanto al genio malo, si sigue en la mina, ya le descubriremos.

Como es fácil suponer, el ingeniero Jacobo Starr, supo todo esto en cuanto ocurrió.

Así que la joven, al día siguiente de ser llevada a la choza, recobró algún tanto sus fuerzas, fue interrogada con gran solicitud por el ingeníero. Parecía que ignoraba la mayor parte de las cosas de la vida. Pero era inteligente, por más que careciese de ciertas nociones elementales, como la del tiempo, entre otras. Se conocía que no estaba acostumbrada a dividir el tiempo por horas ni por días, y que estos mismos nombres le eran desconocidos. Además sus ojos, acostumbrados a la noche, se deslumbraban con el brillo de los discos eléctricos; pero en la oscuridad, su mirada poseía una delicadeza extraordinaria, y su pupila anchamente dilatada, le permitía ver en medio de las más profundas tinieblas. También se sospechó que su cerebro no había recibido nunca las impresiones del mundo exterior; que nunca se había desarrollado a sus ojos más horizonte que el de la mina, y que para ella el mundo y la humanidad no se extendían más allá de aquella cripta. ¿Sabía aquella pobre niña que había un sol y estrellas, y ciudades y campos, y un universo en el cual se mueven los mundos? No podía conocerse hasta que las palabras fuesen teniendo para ella una significación precisa que ahora ignoraba.

En cuanto a la cuestión de saber si Elena vivía sola en las profundidase de la Nueva Aberfoyle, Jacobo Starr tuvo que renunciar a resolverla. En efecto, la menor alusión respecto de este punto, aterrorizaba a la pobre criatura. O no podía, o no quería responder, pero seguramente había algún secreto que ella podía decubrir.

-¿Quieres quedarte con nosotros? ¿Quieres volver a donde estabas? -le había perguntado Jacobo Starr.

A la primera de estas preguntas había dicho: "¡Oh, sí!". A la segunda había contestado con un grito de terror, pero nada más.

Ante aquel silencio obstinado, Jacobo Starr y con él Simon Ford y Harry, no dejaban de tener cierta inquietud. No podían olvidar los hechos inexplicables que habían acompañado al descubrimiento de la mina. Y aunque hacía ya tres años que no ocurría ninguno, era de esperar todavía alguna agresión por parte de aquel enemigo invisible. Por esta razón quisieron explorar el pozo misterioso. Lo hicieron bien armados y acompañados.

Pero no encontraron señal alguna sospechosa. El pozo comunicaba con los pisos inferiores de la cripta, excavados en las capas carboníferas.

Starr, Simon y Harry hablaban mucho de esto. Elena podía haberles dicho si había uno o muchos seres enemigos en la mina, si preparaban alguna emboscada; pero nada había hablado.

La menor alusión al pasado de la joven provocaba en ella crisis terribles; y les pareció lo mejor no insistir en este punto. Con el tiempo lo sabrían.

Quince días después de su llegada a la choza Elena, era la ayuda más celosa e inteligente de Margarita. Creía lo más natural no abandonar ya nunca aquella casa donde había sido tan bien acogida; y aún se imaginaba que no podía vivir en otra parte. La familia Ford llenaban su vida; y no hay para que decir que Elena era, desde que entró en la choza, una hija adoptiva.

Elena era, en verdad, encantadora. Su nueva existencia la embellecía, porque aquellos eran los primeros días felices de su vida. Sentía una inmensa gratitud hacia aquellas personas a quienes se los debía. Margarita tenía par ella una simpatía maternal. El viejo se apasionó también a su vez. Todos la amaban. Jack Ryan no sentía más que una cosa: no haberla salvado él mismo. Iba con frecuencia a la choza, donde cantaba; y Elena, que no había oído cantar nunca, hallaba en oírle un placer. Pero hubiese sido fácil conocer que prefería a las alegres canciones de Jack, las conversaciones serias de Harry, que poco a poco le iban enseñando muchas cosas del mundo exterior.

Es preciso decir que desde que Elena había tomado la forma natural para aquellas buenas gentes, Jack Ryan se había visto obligado a convenir en que sus creencias respecto de los duendes se debilitaban algo.

Además, dos meses después su credulidad recibió un nuevo golpe.

En efecto, por este tiempo Harry hizo un descubrimiento algo inesperado; pero que explicaba en parte la aparición de las fantasmas de fuego en las ruinas del castillo de Dundonald.

Un día, después de una larga exploración en la parte meridional de la mina -exploración que había durado varios días en las últimas galerías de aquella enorme construcción subterránea-, Harry subió con gran trabajo una estrecha galería, que ocupaba un hueco de la roca de esquisto. De pronto se encontró sorprendido al verse respirando el aire libre. La galería, después de subir oblicuamente hacia la superficie del suelo, terminaba precisamente en las ruinas del castillo de Dundonald. Existia, pues, una comunicación secreta entre la Nueva Aberfoyle y la colina en que se elevaba el antiguo castillo. Habría sido muy difícil descubrir la boca superior de esta galería, porque estaba obstruida con piedras y maleza. Así los magistrados, no habían podido penetrar en ella.

Algunos días después, Jacobo Starr, guiado por Harry, reconoció esta nueva galería.

-Ya tenemos aquí -dijo-, con qué convencer a los supersticiosos de la mina. Adiós duendes, adiós brujas, adiós fantasmas de fuego.

-No creo, señor Starr -contestó Harry-, que debemos felicitarnos. Los que reemplazan a los duendes no valen más que ellos, y pueden ser peores seguramente.

-En efecto, Harry -respondió el ingeniero.

Pero, ¿qué le hemos de hacer? Evidentemente los seres que se ocultan en la mina, se comunican por esta galería con la superficie de la tierra; y son sin duda, los que con luces en la mano, en esa noche de tormenta, atrajeron al Motala a la costa, y como los antiguos ladrones de naufragios, hubiesen robado los restos del buque, si Jack Ryan y sus compañeros no hubiesen estado allí. Pero ya todo se explica. ¿Y los que habitaban esta galería estarán aquí todavía?

-¡Sí, porque Elena tiembla en cuanto se habla de ellos! -dijo Harry con convicción. Sí, porque Elena no se atreve aún a hablar de ellos.

Harry debía tener razón. Si los huéspedes misteriosos de la mina la hubiesen abandonado, o hubiesen muerto, ¿por qué la joven había ya de guardar silencio?

Jacobo Starr deseaba a toda costa penetrar este secreto. Presentía que el porvenir de la explotación podía depender de él. Tomó, pues, de nuevo, las más serias precauciones. Previno a la policía, y algunos agentes ocuparon secretamente las ruinas del castillo de Dundonald. Harry mismo se ocultó algunas noches entre la maleza que cubría la colina.

Pero todo fue en vano: nada se descubrió. Ningún ser humano apareció por la entrada de la galería.

Llegóse, pues, a creer que los malhechores habían abandonado definitivamente la Nueva Aberfoyle; y que creían que Elena había muerto en el fondo del pozo en que le habían abandonado. Antes de la explotación, la mina podía ofrecerles un asilo seguro al abrigo de toda persecución. Pero después las circunstancias no eran ya las mismas; pues era difícil ocultarse. Era por lo tanto, lo más verosímil suponer que no había ya que temer nada para el porvenir. Sin embargo, Jacobo Starr no las tenía todas consigo. Harry tampoco; así es que solía repetir.

-Elena ha jugado indudablemente en todo este misterio. Si no tuviese nada que temer, ¿a qué guardar ese silencio? No puede dudarse que se cree feliz viviendo con nosotros.

Nos ama y adora a mi madre. Si se calla todo lo que del pasado podría darnos seguridad para el porvenir, es que hay algún secreto terrible que su conciencia no le permite revelar aún a pesar suyo. Tal vez guarda este misterio más por interés nuestro que por interés suyo.

Como consecuencia de estas reflexiones y por un acuerdo común, se había convenido en alejar de la conversación todo lo que pudiese recordar su pasado a la joven.

Un día, sin embargo, Harry tuvo que decir a Elena, lo que todos ellos creían deber a su intervención.

Era un día de fiesta Los obreros descansaban lo mismo en el condado de Stirling sobre la tierra, que en la mina debajo de ella.

Los mineros paseaban por todas partes. Se oía cantar en veinte sitios diferentes bajo las bóvedas de la Nueva Aberfoyle.

Harry y Elena habían salido de la choza, y seguían a paso lento la orilla izquierda del lago Malcolm. Allí la luz eléctrica se proyectaba con menos violencia; y sus rayos se quebraban caprichosamente en los ángulos de algunas pintorescas rocas, que sostenían la cúpula. Esta penumbra convenía a los ojos de Elena, que se acostumbraban muy difícilmente a la luz.

Después de una hora de paseo, Harry y Elena llegaron enfrente de la capilla de San Gil, situada sobre una especie de meseta natural que dominaba las aguas del lago.

-Elena -dijo Harry-, tus ojos no están acostumbrados al día, y no podrán resistir la luz del sol.

-Sin duda -contestó la joven-, si el sol es como tú me lo has pintado.

-Pero con palabras no puedo yo darte una idea exacta de su esplendor, ni de las bellezas de ese universo desconocido para ti. Más dime ¿es posible que desde el día en que naciste en las profundidades de la mina no hayas subido a la superficie del suelo?

-Nunca, Harry; ni creo tampoco que me hayan llevado mis padres siendo muy pequeña; porque conservaría algún recuerdo.

-Lo creo -respondió Harry. Por lo demás en aquella época había muchos como tú, que no salían nunca de la mina. La comunicación con el exterior era difícil, y yo he conocido más de un joven de tu edad, que ignoraba todo lo que tú ignoras de las cosas de allá arriba. Pero ahora en algunos minutos el ferrocarril del túnel nos lleva a la superficie del condado. Cuánto deseo oírte decir: Vamos, Harry, mis ojos pueden ya soportar la luz del día; ¡quiero ver el sol! ¡Quiero ver la obra de Dios!

-Ya te lo diré, Harry -respondió la joven-; te lo diré pronto, según creo. Iré a admirar contigo ese mundo exterior; y sin embargo...

-¿Qué quieres decir Elena? -preguntó vivamente Harry. ¿Tendrias algún sentimiento al abandonar el sombrío abismo en que has vivido durante los primeros años de la vida, y de donde te hemos sacado medio muerta?

-No, Harry -respondió Elena. Pensaba sólo que las tinieblas también son hermosas. Si tú supieras todo lo que ven los ojos habituados a la oscuridad. Hay sombras que pasan, cuyo vuelo se seguía con gusto. A veces son como círculos que se cruzan ante la mirada, y de los cuales no quisiera una salir nunca. Existen en el fondo de la mina, cavidades negras, pero llenas de una vaga luz. Además hay en ella ruidos que hablan... Es preciso haber vivido así para comprender lo que yo siento, y no puedo expresar.

-¿Y no tenías miedo cuando estabas sola?

-¡Harry, cuando estaba sola era cuando no tenía miedo!

La voz de Elena se alteró ligeramente al pronunciar estas palabras. Harry, sin embargo, creyó conveniente apurar un poco la conversación, y le dijo:

-Pero es muy fácil perderse en estas galerías. ¿No temías extraviarte?

-No, conocía todos los rincones de la mina.

-¿No salías alguna vez?...

-Sí... alguna vez... -respondió dudando la joven-; alguna vez venía hasta la antigua mina de Alberfoyle.

-¿Conocías nuestra choza?

-La choza... sí... pero de muy lejos a los que la habitaban.

-Eramos mi padre, mi madre y yo. No habíamos querido abandonar nuestra antigua casa.

-¿Quién sabe si habría sido mejor para ustedes? -murmuró la joven.

-¿Y por qué Elena? ¿No ha sido nuestra obstinación en no abandonarla, lo que nos ha hecho descubrir la nueva mina? ¿No ha tenido este descubrimiento la feliz ocasión de crear un pueblo que vive del trabajo comodámente, y de volverte a ti a la vida en medio de personas que te aman entrañablemente?

-¡Felicidad para mí! -contestó rápidamente Elena... Sí. Sea lo que fuere, lo que puede suceder. En cuanto a los demás... quién sabe.

-¿Qué quieres decir?

-Nada... nada. Pero era peligroso entrar entonces en la nueva mina. Sí, muy peligroso, Harry. Un día algunos imprudentes penetraron en estos abismos. Fueron muy lejos, muy lejos se perdieron...

-¡Se perdieron! -exclamó Harry, mirando a Elena.

-Sí, se perdieron... -continuó Elena, cuya voz temblaba. Se les apagó la lámpara. No pudieron encontrar el camino.

-Y allí estuvieron encerrados ocho días y cercanos a la muerte, Elena. Y sin un ser benéfico que Dios les envió, un ángel quizá que les llevó secretamente algún alimento, sin un guía misterioso que después guió hasta ellos a sus libertadores, no hubieran salido de aquella tumba.

-¿Y cómo lo sabes? -preguntó la joven.

-Porque esos hombres eran Starr, mi padre y yo.

Elena levantó la cabeza; cogió la mano de Harry y le miró con una fijeza tal, que le turbó hasta en lo más profundo de su alma.

-¡Tú! -exclamó la joven.

-Sí -respondió Harry después de un momento de silencio; y a tí es a quien debemos la vida, Elena ¡No podía ser a nadie más que a tí!

Elena dejó caer la cabeza entre sus manos sin responderle. Harry no la había visto nunca tan impresionada.

-Elena, los que te han salvado -añadió con voz conmovida-, ¡te debían ya la vida! ¿Crees que puedan olvidarlo?

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