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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XVIII
Del lago Lomond al lago Katrine

Harry llevando a Elena en sus brazos, y seguido de Jacobo Starr y de Jack Ryan bajó la falda del pico Arturo. Después de algunas horas de descanso, y de un desayuno reparador en Lambert's Hotel, pensaron en completar la excursión con un paseo por el país de los lagos.

Elena había recobrado sus fuerzas. Sus ojos podían ya abrirse enteramente a la luz, y sus pulmones aspirar aquel aire vivificante y saludable. El verde de los árboles, los colores de las plantas, el azul del cielo habían desplegado ya todos sus matices ante su vista.

Tomaron el tren en la estación del ferrocarril general y llegaron a Glasgow. Allí desde el último puente sobre el Clyde, pudieron admirar el curioso movimiento marítimo del río. Después pasaron la noche en el Hotel Real de Comrie.

Al día siguiente el tren les condujo rápidamente desde la estación del ferrocarril de Edimburgo y Glasgow, pasando por Dumbarton y Balloch, al extremo meridional del lago Lomond.

-Este es el país de Rob Rey y de Fergus Mac Gregor -dijo Jacobo Starr-; el territorio tan poéticamente celebrado por Walter Scott. ¿No conoces este país, Jack?

-Le conozco por sus canciones, señor Starr -respondió Jack Ryan-; y cuando un país ha sido bien cantado debe ser bueno.

-Y lo es, en efecto -dijo el ingeniero. Elena conservará de él un grato recuerdo.

-Con un guía como usted, señor Starr -dijo Harry-, será más agradable porque contará su historia mientras nosotros le miramos.

-Sí, Harry -respondió el ingeniero-, mientras mi memoria me lo permita; pero lo haré con una condición: que el alegre Jack me ayude. Cuando yo me canse de hablar, él cantará.

-No tendrá usted que decírmelo dos veces -dijo Ryan, lanzando una nota vibrante, como si hubiese querido poner su garganta a la del diapasón.

El ferrocarril de Glasgow a Balloch, entre la metrópoli comercial de Escocia y la punta meridional del lago Lomond, no tiene más que veinte millas.

El tren pasó por Dumbarton, sitio real y capital del condado, cuyo castillo siempre fortificado, conforme al tratado de la Unión, está pintorescamente situado sobre los dos picos de una gran roca de basalto.

Dumbarton está situado en la confluencia del Clyde y el Leven. Con este motivo Jacobo Starr refirió algunas particularidades de la historia novelesca de María Estuardo. De este sitio salió para ir a casarse con Francisco II y ser reina de Francia. Allí también, en 1815 el ministerio inglés determinó internar a Napoleón; pero prevaleció la elección de Santa Elena; y el prisionero de Inglaterra fue a morir sobre una roca del Atlántico, para mayor gloria de su vida legendaria.

El tren se detuvo en Balloch, cerca de una estacada de madera que bajaba hasta el lago. Un barco de vapor, el Sinclair, esperaba a los viajeros que hacen excursiones por el lago. Elena y sus compañeros se embarcaron, después de tomar billetes para Inversnaid en el extremo norte del lago Lomond.

El día empezaba con un cielo despejado, sin esas brumas británicas que le cubren ordinariamente. Ningún detalle de aquel paisaje, que abrazaba treinta millas, debía pasar inadvertido para los viajeros del Sinclair. Elena, sentada a popa, entre Starr y Harry aspiraba por todos sus sentidos la poesía de que está impregnada la naturaleza en Escocia.

Jack Ryan iba y venía sobre el puente del Sinclair preguntando sin cesar al ingeniero, a pesar de que éste no tenía necesidad de ser interrogado, pues iba describiendo como un admirador entusiasta el país de Rob Roy, a medida que la descubriera.

Así que entraron en el lago y empezaron a descubrir multitud de islas e islotes. Parecía un semillero de islas. El Sinclair costeaba sus escarpadas orillas, y los viajeros iban observando en ellas, ya un valle solitario, ya una garganta selvática erizada de rocas salientes.

-Elena -dijo Starr-, cada uno de estos islotes tiene su leyenda y quizá su canción, lo mismo que los montes que rodean el lago. Suele decirse que la historia de esta región está escrita con caracteres gigantescos de islas y de montañas.

-¿Sabes -dijo Harry-, lo que me recuerda esta parte del lago Lomond?

-¿Qué, Harry?

Las mil islas del lago Ontario, tan admirablemente descritas por Cooper. Tú debes sentir esta semejanza como yo, mi querida Elena, porque hace pocos días te he leído esta novela, que merece llamarse la obra maestra del escritor armericano.

-En efecto -respondió la joven-, es el mismo aspecto; y el Sinclair se desliza entre estas islas, como en el lago Ontario, se deslizaba el barco de Jasper.

-Pues bien -dijo el ingeniero-, eso prueba que los dos sitios merecían ser cantados por dos poetas.

No conozco esas mil islas del lago Ontario, pero dudo que su aspecto sea más variado que el de este archipiélago de Lomond. ¡Miren qué paisaje! Allí está la isla Murray con su antiguo fuerte de Lennose, donde residió la duquesa de Albany, después de la muerte de su padre, de su esposo y de sus dos hijos, decapitados por orden de Jacobo I. Aquí la isla Clar, la isla Cro, la isla Torr, unas roquizas, salvajes, sin vegetación, otras con su cima verde y redonda. Aquí alerces y abedules; allí brezos amarillos y secos. ¡En verdad, es difícil que las mil islas del lago Ontario ofrezcan tanta variedad!

-¿Qué puerto es este? -preguntó Elena que miraba la orilla oriental del lago.

-Ese es Balmaha, que forma la entrada de los Highlands -respondió Starr. Esas ruinas que se descubren son de un antiguo convento de monjas; y esas tumbas esparcidas contienen individuos de la familia de Mac Gregor, cuyo nombre es aún célebre en todo el país.

-Célebre por la sangre que esa familia ha derramado y ha hecho derramar -observó Harry.

-Tienes razón -continuó Starr-, es preciso confesar que la celebridad debida a las batallas es aún la más ruidosa. Esas narraciones de combates, pasan las edades...

-Y se perpetúan por las canciones -añadió Jack Ryan.

Y en apoyo de sus palabras entonó la primera estrofa de un antiguo canto de guerra, que refería las hazañas de Alejandro Mac Gregor, del valle Srae, contra Humphry Colquhour, de Luss..

Elena escuchaba; pero sentía una triste impresión con esta conversación de batallas. ¿Por qué se había derramado tanta sangre en aquellas llanuras, que parecían inmensas a la joven, y donde a nadie podía faltar un lugar?

Las orillas del lago, que miden de tres a cuatro millas, se van aproximando hacia el puertecito de Luss. Elena pudo ver un momento la torre del antiguo castillo. Después el Sinclair puso la proa al norte y los viajeros descubrieron el Ben Lomond, que se eleva a tres mil pies sobre el nivel del lago.

-¡Admirabe montaña! -dijo Elena-, ¡qué hermosas vistas debe haber en su cumbre!

-Sí -respondió el ingeniero. Mira cómo esa cima se separa orgullosamente del ramillete de encinas, abedules y alerces que tapizan la zona inferior del monte. Desde allí se descubren las dos terceras partes de nuestra vieja Caledonia. Allí residía habitualmente el clan de Mac Gregor. No lejos las cuestiones de los jacobistas y de los hannoverianos han ensangrentado más de una vez esos valles. Allí se eleva en las noches despejadas esa pálida luna, que las leyendas llaman "la linterna de Mac Farlane". Allí los ecos repiten aún los nombres inmortales de Rob Roy y de Mac Gregor Campbell. El Ben Lomond, último pico de la cadena de los Grampianes, merece verdaderamente haber sido cantado por el célebre novelista escocés. Como hizo observar el ingeniero, hay otras montañas más altas, cuya cumbre está cubierta de nieves perpetuas, pero no hay ninguna más poética en ninguna parte del mundo.

-¡Y cuando pienso que el Ben Lomond pertenece todo al duque de Montrose! Su gracia posee una montaña, como un barrio de Londres, como una calle de su jardín.

Durante este tiempo, el Sinclair llegaba al pueblo de Tarbet, en la orilla opuesta del lago, donde dejó a los viajeros que iban a Inverary. Desde este sitio el Ben Lomond se presentaba en toda su belleza. Sus laderas, surcadas por torrentes, brillaban como arroyos de plata fundida.

A medida que el Sinclair costeaba la base de la montaña, el país se hacía cada vez más salvaje; apenas se veía algún árbol aislado entre aquellos sauces, cuyas varas servían en otro tiempo para castigar a los plebeyos.

-¡Para economizar las correas! -dijo Jacobo Starr.

El lago se estrechaba y se alargaba hacia el norte; porque le encerraban las montañas laterales. El vapor pasó de largo algunos islotes, como Inveruglas y Eilad-Whou, en que se veían los restos de una fortaleza, que pertenecía a los Mac Farlane.

Por último, las dos orillas se unieron; y el Sinclair se detuvo en la estación de Imberslaid.

Allí, mientras preparaban el almuerzo, Elena y sus compañeros fueron a visitar un torrente que se precipitaba en el lago desde una gran altura, y parecía haber sido colocado ahí, como una decoración, para agradar a los viajeros. Un puente vacilante saltaba por cima de las aguas tumultuosas por entre una nube de polvo líquido. Desde este punto la vista abrazaba una gran parte del Lomond; y el Sinclair no parecia ya más que un punto en su superficie.

Concluido el almuerzo se trataba de ir al lago Katrine. Varios coches con las armas de la familia Breadalbane -la familia que aseguraba a Rob Roy fugitivo el agua y el fuego- estaban a disposición de los viajeros, y les ofrecían toda la comodidad que tienen los coches ingleses.

Harry colocó a Elena en el imperial, según la moda del día, y los demás se sentaron a su lado. Los caballos eran guiados por un magnífico cochero con librea roja. El coche empezó a subir la montaña costeando el sinuoso lecho del torrente.

El camino era muy escarpado. A medida que se elevaba parecía modificarse la forma de las cimas que le rodeaban. Se veía crecer la cadena de la orilla opuesta del lago, y las cumbres del Arroquhar dominando el valle de Inverruglas. A la izquierda se elevaba el Ben Lomond que descubría su rápida ladera septentrional.

El país comprendido entre el lago Lomond y el Katrine presentaba un aspecto salvaje.

El valle empezaba por estrechos desfiladeros que terminaban en la cuenca de Aberfoyle.

Este nombre recordó a la joven aquellos abismos, llenos de espanto, en cuyo fondo había pasado su infancia. Jacobo Starr se apresuró a distraerla con sus narraciones.

El paisaje se prestaba a ello. En las orillas del pequeño lago de Ard se verificaron los principales acontecimientos de la vida de Rob Roy. Allí se elevaban rocas calcáreas de aspecto siniestro, sembradas de piedras, que la acción del tiempo y de la atmósfera había endurecido, como cemento. Algunas barracas miserables, casi como cuevas, sobresalían entre corrales arruinados. No hubiera podido decirse si estaban habitados por criaturas humanas o por bestias salvajes. Algunos chicos con los cabellos decolorados por la intemperie del clima, miraban pasar el tren con ojos espantados.

-Éste es el que puede llamarse más particulannente el país de Rob Roy -dijo Starr. Aquí fue preso por los soldados del conde Lennox el buen alcalde Nicolás Jarvie, digno hijo de su padre el diácono. En este mismo sitio fue donde quedó suspendido por los calzones, que por fortuna eran de buen paño escocés, y no de esas telas ligeras de Francia. No lejos del nacimiento del Forth, alimentado por los torrentes de Ben Lomond se ve aún el vado que atravesó el héroe para escapar de los soldados del duque de Monrose. ¡Ah! Si hubiese conocido los sombríos rincones de nuestra mina, habría podido desafiar todas las persecuciones. Ya ven, amigos míos, que no puede darse un paso en esta comarca, tan maravillosa, sin encontrar los recuerdos del pasado en que se ha inspirado Walter Scott, cuando ha parafraseado en estrofas magníficas, el llamamiento a las armas del clan de Mac Gregor.

-Todo eso está muy bien, señor Starr -dijo Jack-; pero si es cierto que Nicolás Jarvie quedó suspendido de los calzones, ¿de dónde viene nuestro proverbio: Sólo el diablo puede coger a un escocés del calzón?

-A fe que tienes razón -respondio riendo Starr-; y eso prueba sencillamente que aquel día el alcalde no estaba vestido a la moda de sus antepasados.

-Hizo mal, señor Starr.

-No digo que no.

El coche, después de haber subido las ásperas orillas del torrente, bajó a un valle sin árboles y sin aguas, y cubierto solamente de brezos. En algunos puntos se elevaban montañas piramidales de piedras.

-Esas son las tumbas -dijo Starr. Antes, todos los que pasaban debían poner una piedra para honrar la memoria de los héroes enterrados ahí. De esta costumbre viene la frase: "Maldito el que pasa por una tumba sin poner la piedra del último saludo". Si los hijos hubiesen conservado la tradición de los padres esos montones serían hoy montañas. En este país todo contribuye a esa poesía natural iniciada en el corazón de los montañeses. Lo mismo sucede en todos los países montañosos. La imaginación está excitada por estas maravillas, y si los griegos hubiesen vivido en una llanura, no hubiesen inventado la mitología.

Durante esta conversación y otras semejantes, el coche entraba en los desfiladeros de un valle estrecho que era muy propio para las reuniones de las brujas, familiares de la gran Meg-Merillies.

Dejaron el lago Arkiet a la derecha, y tomaron una senda muy pendiente que conducía a la posada de Stronachlacar a orillas del lago Katrine.

Allí se balanceaba un barco, que llevaba naturalmente el nombre de Rob-Roy. Los viajeros se embarcaron en el momento en que iba a partir.

El lago Katrine no tiene más que diez millas de longitud por dos de ancho a lo más. Las primeras colinas del litoral son también características del pais.

-Miren el lago que ha sido siempre comparado a una anguila -dijo el ingeniero. Se dice que no se hiela nunca. Yo no lo sé, pero lo que no puedo olvidar es que ha sido el teatro de las aventuras de la dama del lago. Estoy seguro de que si Jack mira bien, verá aún deslizarse por su superficie la ligera sombra de la bella Elena Douglas.

-Ciertamente, señor Starr -respondió Jack-; ¿y por qué no la he de ver? ¿Por qué esa belleza no ha de ser tan visible sobre las aguas del lago Katrine, como los duendes de la mina en el lago Malcolm?

En aquel momento se oyó una cornamusa en la popa del Rob-Roy.

En efecto, un highlander, con el traje nacional, preludiaba en su cornamusa de tres bordones que correspondían al sol, al si y a la octava de sol. La flauta de tres agujeros daba una escala de sol mayor con el fa natural.

La canción del higlander era sencilla y tierna. Es probable que esos cantos nacionales no hayan sido escritos por nadie; y sean una mezcla del soplo de la brisa, del murmullo de las aguas y del ruido de las hojas. La canción se componía de tres compases a dos tiempos y un compás de tres tiempos.

Si en aquel momento había un hombre verdaderamente feliz, era Jack Ryan. Así, mientras el highlander le acompañaba, él cantó con su sonora voz un himno consagrado a las leyendas poéticas de la antigua Caledonia. Era un himno lleno de poesía en que se convocaban todos los recuerdos de la historia escocesa y todas las leyendas fantásticas que habían nacido en los lagos y las montañas; mezcla caprichosa de hechos reales y de supersticiones, en que se hablaba de los héroes y de las brujas, sin olvidar, por supuesto, a Rob Roy, a Flora Mac Ivor, a Waverley y al entusiasta novelista irlandés Walter Scott.

Eran las tres de la tarde. La orilla occidental del lago Katrine se destacaba en el doble cuadro del Ben Arr y del Ben Venue. Ya a media milla se dibujaba el pequeño golfo en que el Rob-Roy iba a desembarcar a los viajeros que volvían a Stirling por Callander.

Elena estaba como aplanada por la continua tensión de su espíritu. De sus labios no salía más que una sola frase: ¡Dios mío, Dios mío! Y la repetía siempre que asomaba a su vista un nuevo objeto de admiración. Necesitaba algunas horas de reposo para fijar el recuerdo de tantas maravillas.

Harry, cogiendo su mano, la miró con emocion y le dijo:

-¡Elena, mi querida Elena, pronto habremos vuelto a nuestra sombría casa! ¿No echarás de menos lo que has visto en estas horas a la plena luz del día?

-No, Harry -respondió la joven. Me acordaré, sí, pero volveré gustosa contigo a nuestra amada mina.

-Elena -le preguntó Harry con una voz, cuya emoción quería contener en vano-, ¿quieres que nos una para siempre un vinculo sagrado ante Dios y los hombres?

-Lo quiero, Harry -contestó la joven mirándole con sus ojos serenos; y si tú crees que yo pueda llenar tu vida...

No había acabado Elena esta frase, en que se resumía todo el porvenir de Harry, cuando se verificó un fenómeno inexplicable.

El Rob-Roy, que estaba aún a media milla de la orilla, experimentó un choque brusco.

Su quilla había tropezado con el fondo del lago, y la máquina no le podía arrancar. La causa era que la parte oriental del lago acababa de vaciarse súbitamente, como si en su fondo se hubiese abierto una inmensa grieta. En algunos segundos se había secado como una playa, después de una marea de equinoccio. Casi todo su contenido había pasado a las entrañas de la tierra.

-Amigos -exclamó Jacobo Starr, como si hubiese descubierto rápidamente la causa del fenómeno. ¡Dios salve a la Nueva Aberfoyle!

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