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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XX
El penitente

Ese nombre había sido una revelación para el ex capataz.

Era el nombre del último penitente de la mina Dochart.

Antes de la invención de la lámpara de seguridad, Simon Ford había conocido a este hombre terrible, que con exposición de su vida, provocaba cada día las explosiones parciales de hidrógeno. Había visto a aquel ser extraordinario, arrastrarse en la mina, acompañado de un enorme pájaro, especie de mochuelo monstruoso, que le ayudaba en su peligroso oficio, llevando una mecha encendida a los sitios a que Silfax no podía llegar con la mano.

Un día había desaparecido aquel viejo y con él una niña huérfana que no tenía más padres que él, que era su bisabuelo. Esta niña era seguramente Elena. Quince años habían vivido en aquel sombrío abismo, hasta que fue salvada por Harry.

El antiguo minero, dominado a la vez por un sentimiento de piedad y de cólera, refirió al ingeniero y a su hijo lo que el nombre de Silfax acababa de revelarle.

Esto aclaró la situación, Silfax era el misterioso, buscado en vano por las profundidades de la Nueva Aberfoyle.

-De modo ¿que usted lo conoce, Simon? -preguntó el ingeniero.

-Sí, en verdad -respondió el capataz-, el hombre del mochuelo. No era ya joven; debía tener de quince a veinte años más que yo. Era una especie de salvaje, que no se trataba con nadie y pasaba por no temer al agua ni al fuego. Había elegido por su gusto el oficio de penitente, y esta peligrosa profesión había trastornado sus ideas. Le tenían por malo, y quizá no era más que loco. Tenía una fuerza prodigiosa. Conocía la mina como nadie, por lo menos tan bien como yo. Se creía que estaba bien; y yo le suponía muerto hace muchos años.

-Pero -dijo Starr-, ¿qué quiere decir con estas palabras: "me has robado el último filón de mi antigua mina?"

-¡Ah! ¡Pues ahí está! -dijo Simon. Hacía mucho tiempo que Silfax, cuya cabeza no estaba buena, pretendía tener derechos sobre la antigua Aberfoyle. Así, su humor era más terrible a medida que la mina Dochart -su mina- se agotaba. Parecía que cada azadonazo le arrancaba del cuerpo sus propias entrañas.

-Tú debes acordarte de eso, Margarita.

-Sí -respondió la escocesa.

-Ese nombre me ha recordado todo esto; pero, repito, que le creía muerto, y no podía imaginar que ese malhechor, a quien hemos perseguido, fuese el antiguo penitente de la mina Dochart.

-En efecto -dijo Starr-, todo se explica ya. Una casualidad habrá revelado a Silfax la existencia del nuevo filón; y en su egoísmo de loco se ha constituido en su defensor. Viviendo en la mina, y recorriéndola noche y día, habrá sorprendido su secreto y sabido que me había hecho llamar. Entonces escribió aquella carta, arrojó aquella piedra contra Harry, destruyó las escalas del pozo Yarow, tapió las grietas de la pared, y nos secuestró siendo puestos en libertad gracias a Elena y a pesar de Silfax.

-Todo eso es evidentemente lo que ha pasado -respondió Simon. El penitente está ahora loco.

-Más vale así -dijo Margarita.

-No lo sé -añadió Starr, meneando la cabeza-, porque debe ser una locura terrible la suya. ¡Ah! Comprende que Elena no puede pensar en él sin espanto, y que no haya querido denunciar a su abuelo. ¡Qué tristes años debe haber pasado junto a ese viejo!

-Muy tristes -dijo Simon-, ¡entre ese salvaje y su mochuelo no menos salvaje que él! Porque seguramente tampoco ha muerto el pájaro. Nadie más que él apagó nuestra lámpara, y quiso cortar la cuerda, que subía a Harry y Elena...

-Y yo comprendo -dijo Margarita-, que el casamiento de su nieta con nuestro hijo haya exasperado el rencor de Silfax.

-Sí, el matrimonio de Elena con el hijo de quien cree le ha robado su filón, debe llevar su ira al colmo.

-Sin embargo, es preciso que consienta -exclamo Harry. Por más extraño que sea a la vida social, le haremos conocer que Elena está hoy mucho mejor que en los abismos de la mina. Estoy seguro, señor Starr, de que si le cogemos, le haremos entrar en razón.

-No se discute con la locura, querido Harry -respondió el ingeniero. Más vale sin duda conocer al enemigo; pero no ha concluido todo, porque sabemos lo que es. Estemos sobre aviso, y para empezar es necesario preguntar a Elena. No hay más remedio. Ella comprenderá que ya su silencio no tiene razón, y que conviene que hable, en interés mismo de su abuelo. Importa, por ella y por nosotros, que podamos destruir sus infames proyectos.

-No dudo, señor Starr -respondió Harry-, que Elena hable de esto; porque ya sabe usted que hasta ahora se ha callado por un deber; pero ahora hablará también por deber. Mi madre ha hecho muy bien en llevarla a su cuarto, porque tenía necesidad de descansar. Pero voy a buscarla...

-Es inútil, Harry -dijo con voz firme y clara la joven, que entró en aquel momento en la sala.

Elena estaba pálida. Sus ojos decían cuánto había llorado, pues estaba resuelta a hacer lo que exigía su lealtad.

-¡Elena! -exclamó Harry, dirigiéndose hacia la joven.

-Harry -respondió la joven, deteniendo con un gesto a su novio, es preciso que tú y tus padres sepan la verdad. Es preciso que sepan todo lo que se refiere a la joven a quien han recogido sin conocerla, y a la quien Harry ha sacado del abismo, tal vez para desgracia suya.

-¡Elena! -exclamó Harry.

-Deja hablar a Elena -dijo Starr, imponiéndole silencio.

-Yo soy la nieta del viejo Silfax. Yo no he conocido madre ninguna hasta que he entrado aquí -dijo mirando a Margarita.

-Bendito sea ese día, hija mía -dijo la escocesa.

-Yo no he tenido padre hasta que que he conocido a Simon Ford, ni amigos hasta que mi mano ha tocado la de Harry. He vivido sola quince años en los rincones más ocultos de la mina, con mi abuelo. Con él, es decir poco; por él. Apenas le veía; porque se ocultaba en las mayores profundidades, que él sólo conocía. Era bueno a su manera para mí; pero terrible. Me daba de comer lo que traía de fuera; pero tengo el vago recuerdo de que me sirvió de nodriza una cabra, cuya pérdida sentí mucho. Entonces mi abuelo la reemplazó con otro animal, con un perro. Pero el perro era alegre, y ladraba; y como el abuelo no quería ruidos, ni alegría, sino sólo silencio, y no pudo acostumbrarse a callar el perro desapareció. Tenía por amigo un pájaro feroz, un buho, que al principio me horrorizaba, pero a pesar de esta repulsión, me tomó tal cariño, que yo se lo agradecía. Me respetaba más que a su amo, y aun me inquietaba por él, porque Silfax era celoso. El buho y yo procuramos que no nos viera juntos. Comprendimos que debíamos hacerlo así... Pero les hablo demasiado de mí; y se trata de ustedes...

-No, hija mía -dijo Starr. Di todo como quieras.

-Mi abuelo miraba con malos ojos su vivienda en la mina, por más que no le faltase espacio, y vivise muy lejos de ustedes. Pero le disgustaba verlos ahí. Cuando yo le preguntaba por las gentes de fuera, se ponía sombrío, no contestaba, y permanecía mudo mucho tiempo. Pero cuando estalló su cólera fue cuando supo que ustedes no se contentaban con su antigua mina, y querían penetrar en la suya; y juró que perecerían, si lo hacían. A pesar de su edad, sus fuerzas son extraordinarias, y sus amenazas me hicieron temblar por ustedes y por él.

-Continúa Elena -dijo Simon a la joven, que se había callado para recoger sus recuerdos.

-Después de la primera tentativa de parte de ustedes -continuó Elena-, y cuando mi abuelo los vio penetrar en la galería de la Nueva Aberfoyle, tapió la entrada, haciendo una prisión para ustedes. No los conocía sino como sombras que vagaban en la oscuridad de la mina, pero yo no podía pensar que unos cristianos iban a morir de hambre en aquella profundidad; y con peligro de ser descubierta, les proporcioné algunos días un poco de pan y agua... Hubiera querido liberarlos, ¡pero era tan grande la vigilancia de mi abuelo! ¡Iban a morir!

Jack Ryan y sus compañeros llegaron... Dios permitió que los encontrase ese día. Los conduje hasta aquí... A la vuelta me sorprendió mi abuelo. Su cólera fue terrible que creía que iba a morir entre sus manos. Desde entonces mi vida se hizo insoportable. Las ideas de mi abuelo se extraviaron mucho más. Se llamaba rey de las sombras y del fuego. Siempre que oía los golpes de sus picos en el filón me pegaba con furor. Quise huir; pero me fue imposible, porque me guardaba mucho. Por fin, hace tres meses, en un acceso de demencia sin nombre, me bajó al abismo en que me han encontrado, y desapareció, después de haber llamado en vano al buho que me permaneció fiel. ¿Desde cuándo estaba allí? Lo ignoro. Lo que sé es que cuando tú llegaste, Harry, me sentía morir; y tú me salvaste. Pero ya lo ves, la nieta del viejo Silfax, no puede ser la mujer de Harry Ford, porque te va en ello la vida, la vida de todos.

-¡Elena! -exclamó Harry.

-¡No! -respondió la joven. Tengo que sacrificarme. No hay más que un medio de salvarlos, y es volver con mi abuelo. Amenaza a toda la Nueva Aberfoyle... No comprende el perdón y nadie puede saber lo que el genio de la venganza le inspirará. Mi deber es conocido; y sería la criatura más miserable si dudase. ¡Adiós y gracias! ... Me han hecho conocer la felicidad de este mundo. ¡Cualquiera que sea mi suerte, mi corazón será siempre suyo!

Al oír estas palabras, Simon, Margarita y Harry, traspasados de dolor, se levantaron.

-¡Cómo! -dijeron-, Elena, ¡pensarás abandonarnos!

Starr les apartó con un gesto de autoriddad, y acercándose a Elena le cogió las manos.

-Está muy bien, hija mía -le dijo. Tú has dicho lo que debías decir; pero oye lo que te contestamos. No te dejaremos marchar, y si es preciso te detendremos por la fuerza. ¿Nos crees capaces de la infamia de aceptar tu generosa oferta? Las amenazas de Silfax son terribles; pero un hombre no es más que un hombre, y tomaremos nuestras precauciones. ¿Puedes decirnos en favor del mismo Silfax sus costumbres y dónde se oculta? No queremos más que una cosa, evitar que te haga daño, y tal vez volverle la razón.

-Quieren un imposible -respondíó Elena. Mi abuelo está en todas partes, y no está en ninguna. No he sabido sus guaridas; no le he visto dormir nunca. Se ocultaba y me dejaba sola ... Al tomar mi resolución sabía todo lo que podían contestarme. Créanme. No hay más que un medio de desarmar su cólera, y es que yo vuelva con él. Es invisible, pero lo ve todo. Díganme, si no ¿cómo habría sabido todos sus proyectos desde la carta de Simon hasta mi casamiento, si no tuviese esa facultad inexplicable de saberlo todo? Creo que en su misma locura es un hombre poderoso por su ingenio. Al principio me enseñó muchas cosas. Me enseñó quién era Dios; y no me ha engañado más que en un punto: me ha hecho creer que todos los hombres eran pérfidos, y quería inspirarme odio a la humanidad. Cuando Harry me trajo creyo que yo era sólo ignorante. Era algo más: tenía cierto espanto. ¡Ah! perdoname; pero los primeros días creía haber caído en poder de los malvados, y pensaba escaparme. Lo que me hizo conocer la verdad, Margarita, fueron, no sus palabras, sino su género de vida, el verla amada y respetada por su marido y su hijo. Despues, cuando he visto a estos trabajadores felices y buenos, venerar al señor Starr, de quien creí que eran esclavos cuando por primera vez vi a la población de Aberfoyle ir a la capilla y arrodillarse, y rogar a Dios, y darle gracias por sus bondades infinitas, me dije: "Mi abuelo me engañaba." Pero hoy, iluminada por lo que me han enseñado, creo que él está engañado. Voy, pues, a buscar los caminos secretos por donde le acompañaba. Él me verá, le llamare, me oirá, y ¿quién sabe si yo podré volverle a la verdad?

Todos dejaron hablar a la joven, porque conocieron que le convendría desahogarse entre sus amigos, con la generosa ilusión de que iba a dejarlos para siempre. Pero cuando se calló rendida, con los ojos llenos de lágrimas, Harry, volviéndose a Margarita, dijo:

-Madre mía, ¿qué pensarías del hombre que abandonase a la noble joven a quien acabas de oír?

-Pensaría -contestó Margarita-, que ese hombre era un infame; y si fuese mi hijo, renegaría de él y le maldeciría.

-Elena ¿has oído a nuestra madre? Te seguiré adonde vayas; y si persistes en marcharte, iremos juntos...

-¡Harry, Harry! -exclamó la joven.

Pero la emoción era demasiado fuerte. Temblaron sus labios y cayó en brazos de Margarita, que rogó al ingeniero, a Simon y a Harry que la dejasen sola con ella.

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