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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo V
La familia Ford

Diez minutos después, Jacobo Starr y Harry salían de la galería principal.

El joven y su compañero habían llegado al fondo de una plazoleta o claro -si es que puede emplearse esta palabra para designar una vasta y oscura excavación. Sin embargo, esta excavación no estaba completamente a oscuras. Llegaban a ella algunos rayos de la luz del día por la boca de un pozo abandonado, que había sido practicado en los pisos superiores. Por este conducto se establecía la ventilación en la mina Dochart. Gracias a su menor densidad el aire caliente del interior era arrastrado al pozo Yarow.

Penetraba, pues, en este espacio, un poco de aire y de luz a la vez a través de la espesa bóveda de esquisto.

Allí era donde Simon Ford y su familia habitaban hacía diez años, una mansión subterránea cavada en la masa esquistosa, en el sitio mismo en que funcionaban en otro tiempo las poderosas máquinas destinadas a la tracción mecánica de la mina Dochart.

Tal era la habitación -a que él daba el nombre de choza- donde residía el antiguo capataz. Gracias a cierto bienestar debido a una larga existencia de trabajo, Simon Ford hubiera podido vivir en pleno sol, en medio de los árboles, en cualquier pueblo del reino; pero él y los suyos habían preferido no abandonar la mina, donde eran felices, teniendo las mismas ideas y los mismos gustos. Sí, les agradadaba aquella choza sumergida a mil quinientos pies bajo el suelo escocés. Entre otras ventajas, no tenían que temer que los agentes del fisco, los stentmaters encargados de establecer la capitación, vinieron nunca a expulsar a los huéspedes de la mina.

En aquella época, Simon Ford, el antiguo capataz de la boca Dochart, llevaba aún vigorosamente sus sesenta y cinco años. Alto, robusto, bien formado, era uno de los más naturales sawneys del cantón que da tan buenos mozos a los regimientos de Highlanders.

Simon Ford descendía de una antigua familia de mineros; y su genealogía se remontaba a los primeros tiempos en que fueron explotados los depósitos carboníferos de Escocia. Sin investigar arqueológicamente si los griegos y los romanos hicieron uso de la hulla; si los chinos utilizaron las minas de carbón mucho antes de la era cristiana; sin discutir si realmente el cornbustible mineral debe su nombre al herrador Houillois, que vivía en Bélgica en el siglo XIX, puede afirmarse que las cuencas de la Gran Bretaña fueron las primeras que se explotaron regularmente. Ya en el siglo XI, Guillermo el Conquistador repartía entre sus compañeros de armas los productos de la cuenca de Newcastle. En el siglo XIII se concedió por Enrique III una licencia para la explotación del carbón marino. Por último, a fines del mismo siglo se hace ya mención de los depósitos de Escocia y del país de Gales.

Por este tiempo fue cuando los antepasados de Simon Ford penetraron en las entrañas del suelo de Caledonia, para no salir ya de ellas de padres a hijos. No eran mas que simples obreros. Trabajaban como forzados en la extracción del combustible. Se cree que en aquella época los mineros del carbón, así como los mineros de la sal, eran verdaderos esclavos. En efecto, esta opinión estaba tan extendida en el siglo XVIII en Escocia, que durante la guerra del Pretendiente hubo temores de que veinte mil mineros de Newcastle se sublevasen para reconquistar una libertad que echaban de menos.

De todos modos, Simon Ford tenía orgullo en pertenecer a esa gran familia de mineros escoceses. Había trabajado con sus manos, allí mismo donde sus antepasados habían manejado el pico, la palanca y el azadón.

A los treinta años era capataz de la mina Dochart, la más importante de todas las de Aberfoyle. Tenía pasión por su oficio. Durante muchos años trabajó con gran celo. Su única pena era ver disminuirse la capa carbonífera y prever la hora cercana en que se agotase el combustible.

Entonces se dedicó a la investigación de nuevos filones en toda la extensión de las minas de Alberfoyle, que comunicaban entre sí debajo de tierra. Había tenido la fortuna de descubrir algunos durante el último período de explotación. Su instinto de minero le servía maravillosamente, y el ingeniero Jacobo Starr le apreciaba mucho. Parecía que adivinaba los depósitos de carbón en las entrañas de la mina, como el hidróscopo adivina los manantiales bajo la superficie de la tierra.

Pero llegó el momento, según hemos dicho, en que la materia combustible faltó del todo en la mina. Por mas que se sondeó no se encontró ningún resultado. Se adquirió la evidencia de que el depósito carbonífero estaba completamente agotado. La explotación cesó: los mineros se retiraron.

¿Habrá quién lo crea? aquello fue una desesperación para la mayor parte. Todos los que saben que el hombre en el fondo toma cariño a sus mismas penas no lo extrañarán. Simon Ford fue sin duda el más contrariado. Era por excelencia el tipo del minero, cuya vida está indisolublemente unida a la de su mina. Desde su nacimiento no había cesado de habitarla; y cuando los trabajos fueron abandonados, quiso vivir allí todavía. Se quedó, pues; Harry, su hijo, se encargó de preparar la habitación subterránea, pero en cuanto a él no había vuelto a subir a la superficie del suelo diez veces en diez años.

-¿Ir arriba?, ¿a qué? repetía, y no abandonaba su sombría morada.

En aquella atmósfera perfectamente sana, en una temperatura siempre constante, el viejo capataz no conocía ni los calores del estío, ni los frios del invierno. Todos los suyos estaban bien: ¿Qué más podía desear?

En el fondo estaba seriamente entristecido. Echaba de menos la animación, el movimiento, la vida de otro tiempo en aquella mina tan laboriosamente explotada. Sin embargo, le sostenía una idea fija.

"¡No, no, la mina no está agotada!", decía siempre.

Y seguramente se habría conquistado sus antipatías el que en su presencia hubiese puesto en duda, que algún día la antigua Aberfoyle resucitaría de entre los muertos. No había, pues abandonado nunca la esperanza de descubrir una nueva capa que devolviese a la mina su esplendor pasado. Habría vuelto a coger con gusto el pico del minero, y sus brazos, robustos aún, habrían atacado vigorosamente a la roca. Andaba siempre por las oscuras galerías, solo, o acompañado de su hijo, buscando, observando, para volver a entrar cada día más cansado y más desesperado en su choza.

La digna compañera de Simon Ford era Margarita, alta y fuerte, la buena mujer según la expresión escocesa, que lo mismo que su marido no quiso abandonar la mina. Participaba de todas sus penas. Le animaba, le impulsaba, le hablaba con cierta gravedad, que enardecía el corazón del viejo capataz.

"Aberfoyle no está más que dorrnida", le decía ella. "Tú tienes razón. Esto no es más que un reposo; ¡no es la muerte!"

Margarita sabía también prescindir del mundo exterior y concentrar la felicidad en la existencia de tres personas en aquella oscura choza.

A esta choza, pues, llegó Jacobo Starr.

El ingeniero era muy esperado. Simon Ford estaba de pie en la puerta, y apenas la lámpara de Harry le anunció la llegada de su antiguo viewer, se adelantó hacia él.

-¡Sea bienvenido, señor Starr! -le gritó con una voz que resonaba bajo la bóveda de esquisto. ¡Sea bienvenido a la choza del pobre capataz! ¡La casa, la de la familia Ford no es menos hospitalaria por que esté enterrada a mil quinientos pies bajo la tierra!

-¿Cómo estas, bravo Simon? -preguntó Jacobo Starr, estrechando la mano que le tendía su huésped.

-Muy bien, señor Starr. ¿Y cómo había de pasarlo mal aquí, al abrigo de toda la intemperie? Sus señoras, que van a respirar los aires de Newhaven a Porto-Bello durante el verano, harían mejor en pasar algunos meses en Aberfoyle. No se expondrían a coger algún fuerte catarro, como en las húmedas calles de nuestra capital.

-No le contradiré yo, Simon -respondió Jacobo Starr, que se alegraba de encontrar al viejo capataz lo mismo que estaba hacía mucho tiempo. ¡En verdad que yo me pregunto por qué no cambio mi casa en Canongate por alguna choza próxima a la suya!

-¡Ah, señor Starr, conozco uno de sus antiguos mineros, a quien encantaría el que no hubiera entre usted y él más que una pared de medianería!

-¿Y Magde? ... -preguntó. el ingeniero.

-Mi buena mujer está aún mejor que yo, si es posible -respondió Simon Ford-, y está contentísima porque va a verlo a su mesa. ¡Creo que se excederá a sí misma para recibirlo!

-¡Ya veremos, Simon, ya veremos! -dijo el ingeniero, que no podía permanecer indiferente al anuncio de un buen almuerzo después de su largo viaje.

-¿Tiene hambre, señor Starr?

-¡Sí; positivamente hambre! el viaje me ha abierto el apetito. ¡He venido con un tiempo horrible! ...

-¡Ah! ¿Llueve allá arriba? -respondió Simon Ford con un aspecto notable de compasión.

-Sí, Simon; y las aguas del Forth están hoy agitadas como la del mar.

-Pues bien, señor Starr, aquí no llueve nunca; pero no debo decirle las ventajas que gozamos, y que usted conoce tan bien como yo. Ya está en la choza. Esto es lo principal; ¡sea bienvenido, se lo repito!

Simon Ford, seguido de Harry, hizo entrar en la habitación, a Jacobo Starr, que se encontró en medio de una ancha sala iluminada por varias lámparas, una de las cuales pendía de las vigas coloreadas del techo.

La mesa, cubierta de un mantel de frescos colores no esperaba más que a los convidados, para los cuales había cuatro sillas forradas de cuero.

-Buenos días, Madge, dijo el ingeniero.

-Buenos días, señor Starr -respondió la escocesa, que se levantó para recibir a su huésped.

-La vuelvo a ver con mucho gusto, Madge.

-Y hace usted bien, porque es un placer el volver a ver a aquellos para quienes uno ha sido siempre bueno.

-Mujer, la sopa espera -dijo Simon Ford, y no conviene hacerla esperar, ni tampoco al señor Starr. Tiene un hambre de minero, y va a ver que nuestro hijo no nos hace carecer de nada en nuestra choza.

-A propósito Harry -añadió el capataz volviéndose hacia su hijo-, Jack Ryan ha venido a verte.

-Ya lo sé, padre. Le hemos encontrado en el pozo Yarow.

-Es un buen camarada, muy alegre -dijo Simon Ford. ¡Pero parece que se divierte allá arriba! No tenía verdadera sangre de minero en las venas. A la mesa señor Starr, y almorcemos abundantemente, porque es posible que no podamos comer hasta muy tarde. En el momento en que el ingeniero y los huéspedes iban a sentarse a la mesa, dijo Jacobo Starr:

-Un instante, Simon. ¿Quiere que almuerce con buen apetito?

-Eso será honrarnos todo lo posible, señor Starr -respondió Simon Ford.

-Pues bien, es preciso para ello no estar preocupado. Y yo tengo dos preguntas que hacerle.

-Dígame, señor Starr.

-¿Su carta me dice que me comunicaría una cosa que me interesaría?

-Es muy interesante, en efecto.

-¿Para usted?

-Para usted y para mí, señor Starr. Pero no quiero decírsela sino después de la comida y en el lugar mismo a que se refiere. Sin esta condición usted no me creería

-Simon -añadió el ingeniero-, ..miradme bien... aquí... a los ojos. ¿Una comunicación interesante? Sí... ¡Bueno! No le pregunto más -añadió, como si hubiese leído la respuesta que esperaba en los ojos del capataz.

-¿Y la segunda pregunta? -le dijo éste.

-¿Sabe usted Simon, quién sea la persona que haya podido escribirme esto? -respondió el ingeniero, enseñándole la carta anónima que había recibido.

-Simon Ford la tomó, y la leyó atentamente.

Después, enseñándosela a su hijo:

-¿Conoces esta letra? -le dijo.

-No, padre -contestó Harry.

-¿Y tiene el sello de la administración de correos de Aberfoyle? -preguntó Simon al ingeniero.

-Sí; como la suya -respondió Jacobo Starr.

-¿Qué piensas tú de esto, Harry? -dijo Simon Ford, cuya frente se nubló un instante.

-Pienso, padre -contestó Harry-, que hay alguien que ha tenido un interés cualquiera en impedir al señor Jacobo Starr venir a la cita que usted le había dado.

-¡Pero qué! -exclamó el viejo minero. ¿Quién ha podido penetrar tan adelante en el secreto de mi pensamiento?....

Y Simon Ford cayó en una meditación de que le sacó la voz de Margarita.

-Sentémonos, señor Starr -dijo. La sopa se va a enfriar. Por ahora no pensemos en esa carta.

Y a la invitación de la buena mujer cada uno se sentó en su sitio. Jacobo Starr, enfrente de Margarita para servirla, y el padre y el hijo, también uno enfrente de otro.

Fue una buena comida escocesa. Comieron primero un hotchpotch, sopa en cuyo excelente caldo nadaban pedazos de carne. Según decía Simon Ford, su compañera no tenía rival en esto de preparar el hotchpotch.

Lo mismo decía del cockyleeky, guisado de gallina con puerros, que no mereció más que elogios. El todo fue regado con una excelente cerveza de las mejores fábricas de Edimburgo. Pero el plato principal consistió en un haggis, pudding nacional hecho de carnes y fécula de cebada. Este notable plato que inspiró al poeta Burns una de sus mejores odas, tuvo la suerte reservada a todas las cosas buenas de este mundo: pasó como un sueño.

Margarita recibió los sinceros cumplimientos de su huésped.

El almuerzo terminó por unos postres compuestos de queso y cakes, pasta de avena delicadamente preparada, acompañada de algunas copas de usquebauh, excelente aguardiente de uva que tenía veinticinco años, justamente la edad de Harry.

El almuerzo duró muy bien una hora. Jacobo Starr y Simon Ford no sólo habían comido, sino hablado en abundancia, principalmente del pasado de la mina Aberfoyle.

Harry había sido el más callado. Dos veces había abandonado la mesa y aún la casa.

Era evidente que sentía alguna inquietud desde el incidente de la piedra, y quería observar los alrededores de la choza. La carta anónima tampoco era cosa que le tranquilizaba. Durante una de estas ausencias el ingeniero dijo a Simon Ford y a Margarita:

-Tienen un bravo muchacho, amigos míos.

-Sí, señor Starr, es un ser bueno y leal -respondió con presteza el capataz.

-¿Y está contento con usted en la choza?

-No quiere abandonarnos.

-¿Piensan en casarle, sin embargo?

-¡Casar a Harry! -exclamó Simon Ford.. ¿Y con quién? con una joven de allá arriba, que pensaría en fiestas y en bailes y que preferiría su clan a nuestra mina. Harry no querría...

-Simon -dijo Margarita-, no exigirás sin embargo que nuestro Harry no se case nunca.

-Yo no exigiré nada -respondió el capataz-; pero eso no nos apura ahora. Quién sabe si no le encontraremos...

Harry entró en este momento y Simon Ford se calló.

Cuando Margarita se levantó de la mesa, todos la imitaron y fueron a sentarse un momento a la puerta de la choza.

-Simon -dijo el ingeniero-, ya le escucho.

-Señor Starr -respondió Simon Ford-, no tengo necesidad de sus oídos, sino de sus piernas ¿ha descansado ya?

-Estoy descansado y reanimado, Simon, y dispuesto a acompañarlo donde quiera.

-Harry -dijo Simon, volviéndose hacia su hijo-, enciende nuestras lámparas de seguridad.

-¿Van a llevar lámparas de seguridad? -exclamó Jacobo Starr bastante sorprendido, porque en una mina sin carbón no había que temer las explosiones del hidrógeno carbonado.

-Sí, señor Starr, por prudencia.

-¿Me va a aconsejar también que me ponga un traje de minero?

-¡Aún no, señor Starr! ¡Aún no! -respondió el ex capataz cuyos ojos brillaron extraordinariamente en sus profundas órbitas.

Harry, que había entrado en la choza, salió casi en seguida trayendo tres lámparas de seguridad.

Dio una al ingeniero, otra a su padre, y se quedó con la tercera en la mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba un largo bastón.

-¡En marcha! -dijo Simon Ford, que cogió un fuerte pico que estaba a la puerta de la choza.

-¡En marcha! -repitió el ingeniero. ¡Hasta la vista, Magde!

-¡Dios los asista! -respondió la escocesa.

-Una buena cena ¿oyes? -dijo Simon Ford. Tendremos hambre a la vuelta, y la honraremos.

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