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El destino de Juan Morenas
Editado
© Juan Suárez
11 de mayo del 2003
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El destino de Juan Morenas
Capítulo II

El señor Bernardón se aprovechó de la ausencia de los forzados para examinar la disposición del puerto. Es de suponer, sin embargo, que el espectáculo sólo le interesaba medianamente, porque no tardó en maniobrar de manera para encontrarse cerca de uno de los ayudantes, al que se dirigió sin vacilaciones:

-¿A qué hora vuelven al puerto los prisioneros, caballero?

-A la una -respondió el ayudante.

-¿Se hallan todos reunidos y sometidos indistintamente a los mismos trabajos?

-No, señor. Hay algunos empleados en industrias particulares, bajo la dirección de contramaestres. En los talleres de cerrajería, cordelería y fundición, que exigen conocimientos especiales, se encuentran excelentes obreros.

-¿Y se ganan la vida?

-Indudablemente.

-¿Hasta qué punto?

-Eso según. Pueden sacar de cinco a veinte céntimos por hora; algunas veces pueden llegar hasta treinta céntimos.

-¿Y tienen derecho a emplear ese dinero para mejorar su suerte?

-Sí. Pueden comprar tabaco, porque, a pesar de los reglamentos y disposiciones contrarios, se tolera que fumen; pueden también, por algunos céntimos, adquirir raciones de guisado o de legumbres.

-¿Tienen el mismo salario los condenados a perpetuidad que los otros?

-No, señor; estos últimos tienen un suplemento de una tercera parte, que se les guarda hasta la extinción de su condena, y entonces se les entrega, a fin de no estar a la indigencia más completa, al salir del presidio.

-¡Ah!  -dijo pura y simplemente el señor Bernardón, que pareció estar absorto en sus pensamientos.

-A fe mía, caballero -prosiguió el ayudante-, no son desgraciados hasta el extremo que muchos imaginan. Si por sus faltas o sus tentativas de evasión no aumentasen ellos mismos la severidad del régimen, serían menos dignos de compasión que muchos obreros de las ciudades, de las fábricas y de las minas.

-¿La prolongación de la pena -preguntó el marsellés, cuya voz pareció un poco alterada-, no es, por tanto, el único castigo que se les inflige en caso de tentativa de evasión?

-No; se les aplica también una paliza y la doble cadena.

-¿Una paliza...?

-Que consiste en golpes sobre las espaldas, de quince a sesenta, según los casos, aplicados con una cuerda embreada.

-¿Y es indudable que todo intento de fuga resultará imposible para un condenado a la doble cadena?

 -Casi, casi  -respondió el ayudante-; los condenados se hallan entonces sujetos al pie de su banco, y no salen nunca. En semejantes condiciones, una evasión no es cosa fácil.

-¿Es, por consiguiente, durante los momentos en que se hallan entregados al trabajo cuando se escapan con más facilidad?

-Indudablemente. Las parejas, aunque vigiladas por un celador, disfrutan de cierta libertad, exigida por el trabajo, y es tal la habilidad de esas gentes que, a despecho de la más activa vigilancia, en menos de cinco minutos rompen la cadena más fuerte. Cuando la chaveta remachada en el perno móvil está muy dura, conservan la argolla que les rodea la pierna y rompen el primer eslabón de su cadena. Muchos forzados de los empleados en los talleres de cerrajería encuentran en ellos, sin gran esfuerzo, los útiles e instrumentos necesarios. Con frecuencia, les basta la placa de hierro en la que va grabado su número respectivo. Si consiguen procurarse un resorte de reloj, no tarda mucho en oírse el estampido del cañón de alarma. En fin, poseen mil recursos, y un condenado ha llegado a vender hasta veintidós de esos secretos por evitarse una paliza.

-Pero ¿dónde pueden esconder esos instrumentos?

-En todas partes y en ninguna. Un forzado llegó a producirse heridas, y ocultaba entre piel y carne trocitos de acero. Recientemente, yo confisqué a un condenado un cesto de paja, cada una de cuyas hebras encerraba limas y sierras imperceptibles. Nada es imposible, caballero, a hombres deseosos de reconquistar su libertad.

En aquel momento dio la una; el ayudante saludó al señor Bernardón y se dirigió a su puesto para reanudar el servicio.

Los forzados salían entonces del presidio, solos los unos, acoplados los otros dos a dos, bajo la vigilancia de los celadores. Pronto el puerto resonó con el ruido de las voces, el choque de los hierros y las amenazas de los capataces.

En el Parque de Artillería, donde el azar le condujo, el señor Bernardón encontró fijado el código penal de la chusma.

«Será castigado con la pena de muerte todo condenado que hiera a un agente, que mate a su camarada, que se rebele o provoque una rebelión; será condenado con tres años a doble cadena el condenado a perpetuidad que haya intentado evadirse; a tres años de prolongación de pena, el forzado temporal que haya cometido el mismo crimen, y a una prolongación, que será determinada mediante un juicio, todo forzado que robe una suma superior a cinco francos.

Será castigado con la paliza todo condenado que haya roto sus hierros o empleado un medio cualquiera para evadirse, que robe una suma superior a cinco francos, que se embriague, que juegue a juegos de azar, que fume en el puerto, que venda o estropee sus harapos, que escriba sin permiso, aquel sobre el cual se encuentre una suma superior a diez francos, que se bata con su camarada, que se niegue a trabajar o se muestre insubordinado.»

Después de leerlo, el marsellés se quedó pensativo. Fue apartado de sus reflexiones por la llegada de unos grupos de forzados. El puerto se encontraba en plena actividad, distribuyéndose en todas partes el trabajo. Los contramaestres hacían oír acá y allá sus voces rudas:

-¡Diez parejas para Saint Mandrier!

-¡Quince calcetines para la cordelería!

-¡Veinte parejas a la arboladura!

-¡Un refuerzo de seis rojos a la dársena!

Los trabajadores solicitados se dirigían a los sitios designados, excitados por las injurias de los ayudantes, y con frecuencia por sus temibles látigos. El marsellés contemplaba con suma atención a cuantos forzados desfilaban ante él. Unos se uncían a carretas sumamente cargadas; otros transportaban sobre sus espaldas pesados maderos, y otros se dedicaban al remolque de los buques.

Los forzados, sin distinción, estaban vestidos con una casaca roja, una almilla del mismo color y un pantalón de grosera tela gris. Los condenados a perpetuidad llevaban un gorro de lana enteramente verde; a menos de hallarse dotados de aptitudes especiales, eran empleados en los trabajos más rudos. Los condenados sospechosos, por razón de sus perversos instintos o por sus tentativas de evasión, estaban tocados con un gorro verde con una ancha banda roja. Para los condenados temporales estaba reservado el gorro uniformemente rojo, adornado con una placa de hojalata que llevaba el número de matrícula de cada uno de los forzados. Estos últimos eran los que el señor Bernardón examinaba más atentamente.

Los unos, encadenados de dos en dos, tenían cadenas de ocho a veintidós libras. La cadena, partiendo del pie de uno de los condenados, subía hasta su cintura, donde se hallaba sujeta, e iba a adherirse a la cintura y al pie del otro. Estos desdichados se llamaban humorísticamente los Caballeros de la guirnalda. Otros forzados llevaban sólo una cadena de nueve a diez libras, y otros un solo anillo, denominado calcetín, que pesaba de dos a cuatro libras. Algunos presidiarios temibles tenían el pie cogido en un martinete, herramienta en forma de triángulo, rematada a cada uno de sus extremos alrededor de la pierna y templada de una manera especial, que resiste a todo esfuerzo de rotura.

El señor Bernardón, interrogando ora a los forzados, ora a los vigilantes, fue recorriendo los diversos trabajos del puerto. Ante él se desarrollaba un cuadro tristísimo, muy a propósito para conmover el corazón de un filántropo, y sin embargo, a decir verdad, el señor Bernardón no parecía verlo. Sin pararse a contemplar la escena en su conjunto, sus ojos buscaban por todas partes, examinando a los forzados uno tras uno, como si entre aquella innumerable muchedumbre hubiera buscado a uno que no le esperaba. Pero la investigación se prolongaba en vano, y por instantes se veía retratarse el desaliento en el rostro del inquieto visitante.

El azar del paseo acabó al fin por conducirle junto a la arboladura. Súbitamente se detuvo y sus ojos se fijaron sobre uno de los hombres que trabajaban en el cabrestante. Desde el sitio donde se encontraba podía ver el número del forzado, el número 2224, grabado en una placa de hojalata sujeta en el gorro rojo de los condenados temporales.

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