El destino de Juan Morenas
Capítulo II
El señor Bernardón se aprovechó
de la ausencia de los forzados para examinar la disposición del
puerto. Es de suponer, sin embargo, que el espectáculo
sólo le interesaba medianamente, porque no tardó en
maniobrar de manera para encontrarse cerca de uno de los ayudantes, al
que se dirigió sin vacilaciones:
-¿A qué hora vuelven al puerto los
prisioneros, caballero?
-A la una -respondió el ayudante.
-¿Se hallan todos reunidos y sometidos
indistintamente a los mismos trabajos?
-No, señor. Hay algunos empleados en industrias
particulares, bajo la dirección de contramaestres. En los
talleres de cerrajería, cordelería y fundición,
que exigen conocimientos especiales, se encuentran excelentes
obreros.
-¿Y se ganan la vida?
-Indudablemente.
-¿Hasta qué punto?
-Eso según. Pueden sacar de cinco a veinte
céntimos por hora; algunas veces pueden llegar hasta treinta
céntimos.
-¿Y tienen derecho a emplear ese dinero para
mejorar su suerte?
-Sí. Pueden comprar tabaco, porque, a pesar de
los reglamentos y disposiciones contrarios, se tolera que fumen; pueden
también, por algunos céntimos, adquirir raciones de
guisado o de legumbres.
-¿Tienen el mismo salario los condenados a
perpetuidad que los otros?
-No, señor; estos últimos tienen un
suplemento de una tercera parte, que se les guarda hasta la
extinción de su condena, y entonces se les entrega, a fin de no
estar a la indigencia más completa, al salir del presidio.
-¡Ah! -dijo pura y simplemente el
señor Bernardón, que pareció estar absorto en sus
pensamientos.
-A fe mía, caballero -prosiguió el
ayudante-, no son desgraciados hasta el extremo que muchos imaginan. Si
por sus faltas o sus tentativas de evasión no aumentasen ellos
mismos la severidad del régimen, serían menos dignos de
compasión que muchos obreros de las ciudades, de las
fábricas y de las minas.
-¿La prolongación de la pena
-preguntó el marsellés, cuya voz pareció un poco
alterada-, no es, por tanto, el único castigo que se les inflige
en caso de tentativa de evasión?
-No; se les aplica también una paliza y la
doble cadena.
-¿Una paliza...?
-Que consiste en golpes sobre las espaldas, de quince
a sesenta, según los casos, aplicados con una cuerda
embreada.
-¿Y es indudable que todo intento de fuga
resultará imposible para un condenado a la doble cadena?
-Casi, casi -respondió el
ayudante-; los condenados se hallan entonces sujetos al pie de su
banco, y no salen nunca. En semejantes condiciones, una evasión
no es cosa fácil.
-¿Es, por consiguiente, durante los momentos en
que se hallan entregados al trabajo cuando se escapan con más
facilidad?
-Indudablemente. Las parejas, aunque vigiladas por un
celador, disfrutan de cierta libertad, exigida por el trabajo, y es tal
la habilidad de esas gentes que, a despecho de la más activa
vigilancia, en menos de cinco minutos rompen la cadena más
fuerte. Cuando la chaveta remachada en el perno móvil
está muy dura, conservan la argolla que les rodea la pierna y
rompen el primer eslabón de su cadena. Muchos forzados de los
empleados en los talleres de cerrajería encuentran en ellos, sin
gran esfuerzo, los útiles e instrumentos necesarios. Con
frecuencia, les basta la placa de hierro en la que va grabado su
número respectivo. Si consiguen procurarse un resorte de reloj,
no tarda mucho en oírse el estampido del cañón de
alarma. En fin, poseen mil recursos, y un condenado ha llegado a vender
hasta veintidós de esos secretos por evitarse una paliza.
-Pero ¿dónde pueden esconder esos
instrumentos?
-En todas partes y en ninguna. Un forzado llegó
a producirse heridas, y ocultaba entre piel y carne trocitos de acero.
Recientemente, yo confisqué a un condenado un cesto de paja,
cada una de cuyas hebras encerraba limas y sierras imperceptibles. Nada
es imposible, caballero, a hombres deseosos de reconquistar su
libertad.
En aquel momento dio la una; el ayudante saludó
al señor Bernardón y se dirigió a su puesto para
reanudar el servicio.
Los forzados salían entonces del presidio,
solos los unos, acoplados los otros dos a dos, bajo la vigilancia de
los celadores. Pronto el puerto resonó con el ruido de las
voces, el choque de los hierros y las amenazas de los capataces.
En el Parque de Artillería, donde el azar le
condujo, el señor Bernardón encontró fijado el
código penal de la chusma.
«Será castigado con la pena de muerte
todo condenado que hiera a un agente, que mate a su camarada, que se
rebele o provoque una rebelión; será condenado con tres
años a doble cadena el condenado a perpetuidad que haya
intentado evadirse; a tres años de prolongación de pena,
el forzado temporal que haya cometido el mismo crimen, y a una
prolongación, que será determinada mediante un juicio,
todo forzado que robe una suma superior a cinco francos.
Será castigado con la paliza todo condenado que
haya roto sus hierros o empleado un medio cualquiera para evadirse, que
robe una suma superior a cinco francos, que se embriague, que juegue a
juegos de azar, que fume en el puerto, que venda o estropee sus
harapos, que escriba sin permiso, aquel sobre el cual se encuentre una
suma superior a diez francos, que se bata con su camarada, que se
niegue a trabajar o se muestre insubordinado.»
Después de leerlo, el marsellés se
quedó pensativo. Fue apartado de sus reflexiones por la llegada
de unos grupos de forzados. El puerto se encontraba en plena actividad,
distribuyéndose en todas partes el trabajo. Los contramaestres
hacían oír acá y allá sus voces rudas:
-¡Diez parejas para Saint Mandrier!
-¡Quince calcetines para la
cordelería!
-¡Veinte parejas a la arboladura!
-¡Un refuerzo de seis rojos a la
dársena!
Los trabajadores solicitados se dirigían a los
sitios designados, excitados por las injurias de los ayudantes, y con
frecuencia por sus temibles látigos. El marsellés
contemplaba con suma atención a cuantos forzados desfilaban ante
él. Unos se uncían a carretas sumamente cargadas; otros
transportaban sobre sus espaldas pesados maderos, y otros se dedicaban
al remolque de los buques.
Los forzados, sin distinción, estaban vestidos
con una casaca roja, una almilla del mismo color y un pantalón
de grosera tela gris. Los condenados a perpetuidad llevaban un gorro de
lana enteramente verde; a menos de hallarse dotados de aptitudes
especiales, eran empleados en los trabajos más rudos. Los
condenados sospechosos, por razón de sus perversos instintos o
por sus tentativas de evasión, estaban tocados con un gorro
verde con una ancha banda roja. Para los condenados temporales estaba
reservado el gorro uniformemente rojo, adornado con una placa de
hojalata que llevaba el número de matrícula de cada uno
de los forzados. Estos últimos eran los que el señor
Bernardón examinaba más atentamente.
Los unos, encadenados de dos en dos, tenían
cadenas de ocho a veintidós libras. La cadena, partiendo del pie
de uno de los condenados, subía hasta su cintura, donde se
hallaba sujeta, e iba a adherirse a la cintura y al pie del otro. Estos
desdichados se llamaban humorísticamente los Caballeros de la
guirnalda. Otros forzados llevaban sólo una cadena de nueve a
diez libras, y otros un solo anillo, denominado calcetín, que
pesaba de dos a cuatro libras. Algunos presidiarios temibles
tenían el pie cogido en un martinete, herramienta en forma de
triángulo, rematada a cada uno de sus extremos alrededor de la
pierna y templada de una manera especial, que resiste a todo esfuerzo
de rotura.
El señor Bernardón, interrogando ora a
los forzados, ora a los vigilantes, fue recorriendo los diversos
trabajos del puerto. Ante él se desarrollaba un cuadro
tristísimo, muy a propósito para conmover el
corazón de un filántropo, y sin embargo, a decir verdad,
el señor Bernardón no parecía verlo. Sin pararse a
contemplar la escena en su conjunto, sus ojos buscaban por todas
partes, examinando a los forzados uno tras uno, como si entre aquella
innumerable muchedumbre hubiera buscado a uno que no le esperaba. Pero
la investigación se prolongaba en vano, y por instantes se
veía retratarse el desaliento en el rostro del inquieto
visitante.
El azar del paseo acabó al fin por conducirle
junto a la arboladura. Súbitamente se detuvo y sus ojos se
fijaron sobre uno de los hombres que trabajaban en el cabrestante.
Desde el sitio donde se encontraba podía ver el número
del forzado, el número 2224, grabado en una placa de hojalata
sujeta en el gorro rojo de los condenados temporales.
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