El destino de Juan Morenas
Capítulo VII
El país, situado al Este de Tolón,
erizado de bosques y de montañas, surcado de barrancos y de
arroyos, ofrecía al fugitivo muchas probabilidades de
salvación. Ahora que ya había tomado tierra, podía
abrigar la esperanza de reconquistar plenamente su libertad. Tranquilo
por esta parte, Juan Morenas sintió renacer la curiosidad que le
inspiraba su generoso protector. No podía adivinar el objeto que
se habría propuesto. ¿Tendría acaso el
marsellés necesidad de un bribón, emprendedor y dispuesto
a todo, y sin ningún género de escrúpulos,
habiéndose dirigido al presidio para escoger uno? En ese caso,
sus cálculos iban a resultarle fallidos, pues Juan Morenas se
hallaba firmemente resuelto a rechazar toda proposición
sospechosa.
-¿Se siente usted mejor? -preguntó el
señor Bernardón, después de haber dejado al
fugitivo el tiempo necesario para reponerse-. ¿Tendrá
fuerzas para andar?
-Sí -respondió Juan poniéndose en
pie.
-En ese caso, vístase con este traje de
campesino que he traído como prevención. En seguida, en
marcha. No tenemos ni un minuto que perder.
Eran las once de la noche cuando ambos hombres se
aventuraron a través de los campos, tratando de evitar los
senderos frecuentados, arrojándose a los fosos u
ocultándose en el bosque tan pronto como el ruido de pasos o el
de una carreta resonaban en el silencio. Aun cuando el disfraz del
fugitivo le hacia a éste irreconocible, temían que una
inspección muy atenta y minuciosa le descubriese.
Además de las brigadas de gendarmería
que se ponen en campaña tan pronto como suena el cañonazo
de alarma, Juan Morenas tenía que temer a cualquier
transeúnte. El cuidado de su seguridad, por una parte, y la
esperanza de obtener la prima que el Gobierno otorga por la captura de
un forzado evadido, por otra, hacen que los campesinos experimenten el
deseo de capturarlos y no perdonen medio de conseguirlo. Y todo
fugitivo corre el riesgo de ser reconocido, ya porque, habituado al
peso de la cadena, arrastra un poco la pierna, o ya porque una
turbación delatora le asoma al semblante.
Después de tres horas de marcha, los dos
hombres se detuvieron a una señal del señor
Bernardón, quien sacó de un cestillo que llevaba a la
espalda algunas provisiones, que fueron ávidamente devoradas al
abrigo de una espesura.
Duerma usted ahora -dijo el marsellés una vez
terminada aquella corta refacción-; tiene usted que andar mucho,
y es preciso recuperar fuerzas.
Juan no se hizo repetir la invitación, y
tendiéndose sobre el suelo, cayó como una masa en un
sueño de plomo.
Ya había salido el sol cuando el señor
Bernardón le despertó, poniéndose ambos
inmediatamente en marcha. Ahora ya no se trataba de avanzar a
través de los campos, de esconderse, mostrándose, con
todo, lo menos posible; de evitar las miradas, sin dejar, no obstante,
que les examinaran de cerca. Seguir ostensiblemente los caminos reales,
tal debía ser la línea de conducta que convenía
adoptar en lo sucesivo.
Mucho tiempo hacía ya que el señor
Bernardón y Juan Morenas caminaban tranquilamente, cuando este
último creyó oír el ruido de muchos caballos.
Subió sobre un talud para dominar la carretera, pero la curva
que hacía ésta le impidió divisar algo. No
podía, sin embargo, equivocarse. Echándose en el suelo se
esforzó por reconocer el ruido que le había llamado la
atención.
Antes de que se hubiese levantado, el señor
Bernardón se precipitó sobre él, y en un momento
Juan se vio sujeto y fuertemente amarrado.
En el mismo instante, dos gendarmes a caballo
desembocaban en la carretera y llegaron al sitio en que el señor
Bernardón sujetaba sólidamente a su prisionero.
Uno de los gendarmes interpeló al
marsellés:
-¡Eh, hombre! ¿Qué significa
eso?
-Es un forzado evadido, gendarme, un forzado evadido a
quien yo acabo de apresar -respondió en el acto el señor
Bernardón.
-¡Oh, oh! -dijo el gendarme. ¿Es el de
esta noche?
-Puede ser; como quiera que sea, yo le tengo bien
sujeto.
-¡Una buena prima para usted, camarada!
-No es de despreciar. Eso sin contar con que sus
vestidos no pertenecen a la chusma y me los darán
también.
-¿Nos necesita usted? -preguntó el otro
gendarme.
-¡No, a fe mía! ¡Está bien
amarrado y lo conduciré yo solo!
-Eso es mejor -respondió el gendarme-; hasta la
vista y buena suerte.
Los gendarmes se alejaron. Tan pronto como
desaparecieron, el señor Bernardón desató a Juan
Morenas.
-Está usted libre -le dijo,
señalándole la dirección del Oeste-; siga el
camino por este lado. Con un poco de esfuerzo puede usted hallarse esta
noche en Marsella. Busque en el puerto viejo la María
Magdalena, un buque de tres mástiles, cargado para
Valparaíso en Chile. El capitán está ya prevenido
y le recibirá a bordo. Se llama usted Santiago Reynaud, y he
aquí los documentos que lo demuestran. Tiene usted dinero; trate
de rehacerse una vida. ¡Adiós!
Antes de que Juan Morenas hubiese tenido tiempo de
responder, el señor Bernardón había desaparecido
entre los árboles. El fugitivo se hallaba solo en medio del
camino.
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