El destino de Juan Morenas
Capítulo IX
Ante la pesada mesa que ocupaba el centro de la sala
estaba sentado un hombre, al que otro, en pie tras él,
estrangulaba con gran esfuerzo de todo su ser. El primero fue quien, al
sentirse cogido por el cuello, había dado los gritos; y del
pecho del segundo era de donde se escapaba aquel ronco silbido de
atleta, tratando de vencer a su adversario. En la lucha se había
derribado una silla.
Ante el hombre sentado, un tintero y papel de cartas
mostraban que estaba en disposición de escribir cuando su
enemigo le había sorprendido. Sobre la mesa, y al alcance de su
mano, un saquito dejaba ver los papeles del que estaba lleno.
La escena, que había comenzado hacía
apenas un minuto, estaba a punto de terminar. El hombre sentado ya
había dejado de debatirse, y sólo se percibía el
aliento entrecortado del homicida. La escena, por otra parte, no
habría podido prolongarse más. El grito de la
víctima había sido oído. En una habitación
del primer piso de la posada, a la que se accedía por una
escalera que nacía en la sala, Juan oyó el ruido de unos
pies desnudos que caían pesadamente sobre el pavimento. Alguien
se levantaba allí. Dentro de un instante, se abriría una
puerta y se presentaría un testigo.
El asesino comprendió el peligro; sus manos
aflojaron, y en tanto que la cabeza de la víctima caía
inerte sobre la mesa, metió una de ellas en el saco y la
retiró con un fajo de billetes de banco. Luego dio un salto
hacia atrás y desapareció por una puertecilla que
conducía al sótano.
Por el espacio de un segundo, su semblante
apareció en plena luz, siendo suficiente para que Juan Morenas,
aturdido, espantado, lo reconociese.
Aquel hombre era el mismo que acababa de hacer caer
los hierros del condenado inocente, que le había dado dinero,
que le había protegido, guiado a través de la
campiña, hasta pocos kilómetros del pueblo. En vano
había suprimido la barba postiza y la peluca, con los que
había intentado modificar su rostro. Quedaban los ojos, la
frente, la nariz, la boca, la estatura, y Juan no podía
equivocarse.
Pero la supresión de la barba postiza y de la
peluca tenía otra consecuencia más sorprendente y
más emocionante aún. En aquel hombre, vuelto así a
su aspecto natural, en aquel hombre que acababa de revelarse a un
tiempo como su salvador y como un asesino, Juan había
experimentado el estupor de reconocer a su hermano, a Pedro,
desaparecido en otro tiempo, y a quien hacía quince años
que no veía...
¿Qué misteriosas razones hacían
que su hermano y su salvador fueran una sola persona? ¿Por
qué concurso de circunstancias se encontraba Pedro Morenas aquel
día precisamente en la posada del tío Sandro? ¿A
título de qué? ¿Por qué la había
elegido como teatro de su crimen?
Todas estas preguntas se agolpaban tumultuosamente en
el espíritu de Juan; los hechos vinieron, por sí mismos,
a responder a ellas.
Apenas acababa de desaparecer el asesino, cuando una
puerta se abrió en el primer piso.
Sobre la galería de madera en la que terminaba
la escalera apareció una mujer joven, contra la que se apretaban
dos niños, que acababan de saltar, al parecer, del lecho; la
mujer llevaba además en brazos otro niño pequeño.
Juan reconoció a María. ¡María con sus
hijos...! ¿Había, pues, olvidado al inocente que, lejos
de ella, agonizaba en el presidio? ¡El desventurado
comprendió entonces la inanidad de sus esperanzas!
-¡Pedro...! ¡Pedro! -dijo la mujer, con
voz temblorosa por la angustia.
De repente percibió el cuerpo derribado sobre
la mesa. Murmuró un «¡Dios mío!» y
descendió precipitadamente con su niño en los brazos y
los otros dos tras ella, llorando.
Corrió hasta el hombre estrangulado, le
alzó la cabeza y lanzó un suspiro de alivio. No
comprendía nada de lo que había ocurrido, pero todo era
preferible a lo que había llegado a temer; el hombre muerto no
era su marido.
En el mismo instante llamaron rudamente a la puerta
exterior, percibiéndose, a la vez, el ruido de muchas voces.
Temerosa sin saber de qué, María retrocedió a la
escalera y permaneció en pie sobre el primer peldaño, con
sus dos hijos mayores aferrados a su falda y con el pequeño
siempre en los brazos.
Desde el sitio en que se hallaba, no podía ver
la puerta del sótano, así es que no vio entreabrirse la
puertecilla y a Pedro Morenas insinuar su cabeza, que mostraba un
semblante lívido por el terror. Pero Juan, por el contrario,
descubría el conjunto y los pormenores del cuadro: el hombre
muerto, María y sus hijos batiéndose en retirada, Pedro,
su hermano ¡un asesino! al acecho, y viendo llegar amenazador el
castigo que sigue de cerca al crimen. En su cerebro se agitaban los
pensamientos como un torbellino. Juan llegó a comprenderlo
todo.
La presencia de Pedro, su atentado actual, la
acusación del tío Sandro iluminaban el pasado. El asesino
de otro tiempo era el mismo asesino de hoy, y por su culpable hermano
era por quien el inocente había pagado. Luego, una vez que el
tiempo había atenuado el ruido del drama, Pedro había
vuelto, se había hecho amar por María y había sido
destruido por segunda vez la dicha del desdichado que se desesperaba
bajo la férula de los cómitres del presidio de
Tolón.
¡Ah, pero todo aquello iba a acabar! Juan
sólo tenía que decir una palabra para echar por tierra
aquel montón de infamias y vengarse de una vez por todas las
torturas sufridas hasta entonces. ¿Una palabra...? Ni siquiera
eso era necesario. No tenía más que callarse y
desaparecer sin ruido, como había llegado. El asesino no
podía escapar; estaba cogido. Pronto, a su vez, conocería
él lo que era el presidio...
-¿Y después...?
Parecióle a Juan oír esta pregunta, como
si un irónico contradictor la hubiese pronunciado a su
oído. Sí, verdaderamente. ¿Y después...?
¿Qué sucedería cuando ambos, Pedro y Juan,
estuviesen revestidos de la librea de los presidiarios?
¿Proporcionaría esto al segundo su felicidad perdida?
¿Le amaría por eso María, que amaba a su hermano,
como lo denunciaba su voz cuando había llamado a Pedro, y lo
patentizaba su suspiro de alivio al ver que el muerto no era su
esposo?
¿Desde ese momento, para qué
vengarse...? La venganza no le devolvería su imposible
felicidad, ni le libraría de la desesperación de ver a
María sumida en ella... Había algo mejor que hacer; dejar
a aquella a quien él adoraba, la ilusión de su vida
dichosa y guardar para sí el dolor, todo el dolor de aquella
experiencia tan triste que tenía. ¿En qué cosa
mejor podía emplearse su destino? Ni era ya, ni jamás
podía ser, nada; nada tampoco le era dado esperar.
¿Qué mejor empleo de su inútil ser que darlo por
la salvación de otro, de otro ser que ya poseía el
corazón de ella, y cuya vida era la suya?
Entretanto, los del exterior pugnaban por entrar. Por
fin, se abrió la puerta, y cuatro o cinco hombres penetraron y
corrieron hacia la víctima, cuyo rostro alzaron:
-¡Dios mío -exclamó uno de ellos-,
si es el señor Cliquet!
-¡El notario! -dijo otro.
Apresuráronse a tender al notario sobre la
mesa. Su pecho se dilató en seguida y un suspiro brotó de
sus labios.
-¡Bendito sea Dios! dijo uno .
¡No está muerto!
Rociósele el rostro con agua fría, y no
tardó en abrir los ojos. Juan suspiró tristemente. No
habiéndose consumado el homicidio, y vivo el notario,
denunciaría al criminal, a quien aguardaba el presidio. Juan
casi habría preferido que el crimen se hubiese consumado.
-¿Quién le ha puesto en ese estado,
señor Cliquet? -le preguntó un campesino.
El notario, que iba recobrando trabajosamente el
aliento, bosquejó un gesto de ignorancia. En realidad, no
había visto a su agresor.
-¡Canalla! -gritó.
-Busquemos -dijo otro.
No tenían, en verdad, que buscar mucho; el
culpable no se hallaba lejos, y, además, iba él mismo a
entregarse tontamente.
Queriendo, en efecto, aprovecharse del desorden para
emprender la fuga, Pedro había abierto algo más la
puertecilla, y colocaba ya un pie sobre el piso para escapar. Aunque
hubiese logrado huir, tendría que pasar delante de María,
que había permanecido en su sitio, inmóvil como una
estatua, y ésta lo comprendería todo entonces.
Ahora bien, salvar al culpable era poco, si al propio
tiempo no conseguía salvarse la dicha de María, para lo
cual era menester que pudiera continuar amándole...
¿Quién sabe? Tal vez fuera ya demasiado tarde... Tal vez
la sospecha comenzaba a nacer tras aquella frente que hacía
palidecer un misterioso espanto...
Juan salió bruscamente de la penumbra que le
ocultaba, y se mostró en plena luz. Todos le reconocieron en el
acto: Pedro y María, que fijaron en él los ojos,
dilatados por la sorpresa, y los cinco campesinos, cuyos semblantes
ofrecieron a la vez una expresión compleja de la simpatía
por el pasado y del invencible horror que siempre inspira un
forzado.
-No busquen -dijo Juan-; soy yo quien ha dado el
golpe. Nadie dijo una palabra, no porque no se le creyera, pues quien
una vez ha matado puede volver a matar. Pero aquello era tan
inesperado, que la sorpresa les paralizó a todos.
La escena, sin embargo, había cambiado en sus
pormenores. Pedro se mostraba ahora por entero fuera de la puerta, y,
sin que nadie prestase atención a él, se acercaba a
María, que no parecía advertir su presencia. Ésta
se había enderezado, con el semblante rebosante de
alegría y odio. Alegría por ver destruida, apenas
formada, la sospecha, y odio hacia aquel cuyo crimen había sido
causa de que concibiera semejante pensamiento.
A María era a quien Juan miraba
únicamente.
La joven esposa extendió el puño hacia
él.
-¡Canalla! -gritó.
Sin responder, Juan volvió la cabeza y
ofreció sus brazos a las rudas manos que cayeron sobre él
y le arrastraron.
La puerta, abierta de par en par, dibujaba un
rectángulo oscuro, que Juan miraba con pasión. Sobre ese
fondo oscuro, un cuadro cruel y tierno se dibujaba para él con
rasgos precisos. Bajo un implacable cielo azul, un muelle abrasado por
el sol, y sobre ese muelle se cruzaban, llevando pesados fardos,
hombres con los pies cargados de hierros... Pero por encima de ellos
brillaba una radiante y seductora imagen, la imagen de una joven esposa
con un niño pequeñito en sus brazos...
Juan, con los ojos fijos sobre aquella imagen,
desapareció en las tinieblas de la noche.
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