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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Martín Paz
Capítulo II
Lima y las limeñas

La ciudad de Lima está situada en un rincón del valle del Rimac, y a nueve leguas de su embocadura. Las primeras ondulaciones del terreno, que forman parte de la gran cordillera de los Andes, comienzan al Norte y al Este. El valle está formado por las montañas de San Cristóbal y de los Amancaes. Estas montañas se levantan detrás de Lima y terminan en sus arrabales. La ciudad, que se encuentra en un lado del río, se comunica con el arrabal de San Lorenzo, que está en la orilla opuesta, por un puente de cinco arcos, cuyos pilares anteriores oponen a la corriente su arista triangular.

Los posteriores ofrecen bancos a los paseantes en los que se sientan los desocupados en las tardes de verano, para contemplar desde allí una hermosa cascada.

La ciudad tiene dos millas de longitud de Este a Oeste, y milla y cuarto de anchura, desde el puente hasta las murallas. Éstas, de doce pies de altura y diez de espesor en su base, están construidas con ladrillos secados al sol, formados de tierra arcillosa, mezclada con paja machacada, capaces de resistir los temblores de tierra, bastante frecuentes en aquel país. El recinto tiene siete puertas y tres postigos y termina en el extremo sudeste por la pequeña ciudadela de Santa Catalina.

Tal es la antigua Ciudad de los Reyes, que el conquistador Pizarro fundó el día de la Epifanía del Señor de 1534. Desde entonces ha sido y continúa siendo teatro de revoluciones, siempre renacientes. Lima fue en otro tiempo el principal depósito del comercio de América en el océano Pacífico, gracias a su puerto del Callao, construido en 1779 de un modo singular. Se hizo encallar en la playa un viejo navío de gran tamaño lleno de piedras, de arena y de restos de toda especie, y en torno de aquel casco se clavaron en la arena estacadas de manglares enviadas de Guayaquil e inalterables al agua, formándose así una base indestructible, sobre la que se levantó el muelle del Callao.

El clima, más templado y suave que el de Cartagena o Bahía, situadas en la costa opuesta de América, hace de Lima una de las ciudades más agradables del Nuevo Mundo. El viento tiene allí dos direcciones invernales: o sopla del Sudoeste y se refresca al atravesar el océano Pacífico, o sopla del Sudeste, refrescando el ambiente con la frescura que ha recogido en los helados picachos de las cordilleras.

En las latitudes tropicales son puras y hermosas las noches, durante las cuales desciende el benéfico rocío que fecunda el suelo, expuesto a los rayos de un cielo sin nubes. Así, cuando el sol desaparece tras el horizonte, los habitantes de Lima se congregan en las casas, refrescadas por la oscuridad, quedando en seguida desiertas las calles, y apenas si algún café o taberna es visitado por los bebedores de aguardiente o de cerveza.

La noche en que comienza la acción de este relato, la joven, seguida por la dueña, llegó sin dificultad ninguna al puente del Rimac, prestando atención al menor ruido cuya naturaleza no le permitía distinguir su emoción, pero sólo oyó las campanillas de una recua de mulas o el silbido de un indio.

Aquella joven, llamada Sara, volvía a casa de su padre, el judío Samuel. Vestía falda de color oscuro con pliegues medio elásticos y muy estrechos por abajo, lo que la obligaba a dar pasos muy menudos con esa gracia delicada, particular de las limeñas. Aquella saya, guarnecida de encaje y de flores, iba en parte cubierta por un manto de seda que subía hasta la cabeza, cubriéndola con un capuchón. Bajo el gracioso vestido aparecían medias finísimas y zapatitos de raso; rodeaban los brazos de la joven brazaletes de gran valor, y toda su persona tenía ese poderoso atractivo a que en España se da el nombre de donaire.

Milflores había estado acertado al decir que la novia de Andrés Certa no debía tener de judía más que el nombre, porque era el tipo exacto de las admirables señoras cuya hermosura es superior a toda alabanza.

La dueña, vieja judía en cuyo rostro se reflejaban la avaricia y la codicia, era una fiel sirvienta de Samuel, que apreciaba sus servicios en su justo valor y los pagaba con equidad.

Al llegar las dos mujeres al arrabal de San Lorenzo, un hombre con hábito de fraile, que llevaba la cabeza cubierta con la cogulla, pasó al lado de ellas, mirándolas con atención. Aquel hombre, de gran estatura, tenía uno de esos semblantes apacibles que respiran calma y bondad. Era el padre Joaquín de Camarones, y al pasar dirigió una sonrisa de inteligencia a Sara, que miró a su sirvienta, después de hacer al fraile una cariñosa señal con la mano.

- Muy bien, señorita – dijo la anciana con voz áspera -, ¿cómo, después de haber sido insultada por los hijos de Cristo, se atreve usted a saludar a un clérigo? ¿Es que hemos de verla a usted algún día, con el rosario en la mano, practicar las ceremonias de la Iglesia Católica?

Las ceremonias de la Iglesia eran la ocupación principal de las limeñas, las cuales las seguían con ferviente devoción.

- Hace suposiciones extrañas – respondió la joven, ruborizándose.

- Extrañas como la conducta de usted. ¿Qué diría mi amo Samuel si se enterara de lo que ha ocurrido esta noche?

- ¿Soy, acaso, culpable de que un arriero brutal me haya insultado?

- Yo me entiendo, señorita – dijo la vieja, moviendo la cabeza -, y no hablo del arriero.

- Entonces, ¿aquel joven hizo mal al defenderme contra las injurias del populacho?

- ¿Es la primera vez que encontramos a ese indio en nuestro camino? - preguntó la dueña.

Afortunadamente, la joven tenía en aquel momento el rostro cubierto con la mano, porque, de otro modo, la oscuridad no habría sido suficiente para ocultar la turbación de su semblante a la mirada investigadora de la vieja sirvienta.

- Dejemos al indio donde está – repuso ésta -. Mi obligación es vigilar la conducta de usted, y de lo que me quejo es de que, por no molestar a los cristianos, quiso usted detenerse hasta que ellos hubieran hecho su oración y hasta ha experimentado usted deseos de arrodillarse como ellos. ¡Ah, señorita! Su padre de usted me despediría tan pronto como supiera que he permitido semejante apostasía.

Pero la joven no la escuchaba. La observación de la vieja respecto al joven indio, había traído a su memoria pensamientos más agradables. Creía que la intervención del joven había sido providencial y se había vuelto muchas veces para ver si la seguía. Sara tenía en el corazón cierta audacia que le sentaba perfectamente. Orgullosa como española, si se habían fijado sus ojos en aquel hombre, era porque aquel hombre era altivo y no había solicitado una mirada como premio de su protección.

Al suponer que el indio la había seguido con la vista, Sara no se había equivocado. Martín Paz, después de haberla socorrido, quiso asegurar la retirada y, cuando el grupo de gente se dispersó, se puso en seguimientos sin que ella lo advirtiese.

Martín Paz era un hermoso joven, que vestía el traje nacional del indio de las montañas; de su sombrero de paja, de anchas alas, se escapaba una hermosa cabellera negra, que contrastaba con el tono cobrizo de su rostro. Sus ojos brillaban con dulzura infinita, y su boca y su nariz eran correctas, cosa rara en los hombres de su raza. Era uno de los más valerosos descendientes de Manco Capac, y por sus venas debía correr sangre ardorosa, que le impulsaba a la realización de grandes hazañas.

Vestía, con aire marcial, poncho de colores brillantes y en la cintura llevaba uno de esos puñales aztecas, terribles en una mano ejercitada, porque parece que forman una sola pieza con el brazo que los maneja. En el norte de América, a las orillas del lago Ontario, aquel indio habría sido jefe de una de las tribus errantes que tan heroicamente lucharon con los ingleses.

Martín Paz sabía que Sara era hija de Samuel el judío y novia del opulento mestizo Andrés Certa; pero sabía también que, por su nacimiento, posición y riquezas, no podían casarse, aunque olvidaba todos estos imposibles para seguir los impulsos de su corazón hacia ella.

Abismado en sus reflexiones, apresuraba la marcha, cuando se acercaron a él dos indios que lo detuvieron.

- Martín Paz – le dijo uno de ellos -, ¿no vas a volver esta noche a las montañas donde están nuestros hermanos?

- Cierto – respondió fríamente el indio.

- La goleta Anunciación se ha dejado ver a la altura del Callao, ha dado algunas bordadas, y después, protegida por la punta, ha desaparecido. Seguramente se habrá acercado a tierra, hacia la embocadura del Rimac, y será conveniente que nuestras canoas vayan a aligerarla de sus mercancías. Es preciso que estés allí.

- Martín Paz hará lo que deba hacer.

- Te hablamos en nombre del Zambo.

- Y yo respondo en el mío.

- ¿No temes que le parezca inexplicable tu presencia en el arrabal de San Lázaro a estas horas?

- Estoy donde me place.

- ¿Delante de la casa del judío?

- Los que no crean buena mi conducta, me hallarán esta noche en la montaña.

Los ojos de aquellos tres hombres lanzaron chispas.

Los indios enmudecieron y volvieron a la orilla del Rimac, perdiéndose el ruido de sus pasos en la oscuridad.

Martín Paz se había acercado apresuradamente a la casa del judío, casa que, como todas las de Lima, tenía un solo piso, construido de ladrillos y techado con cañas unidas entre sí y cubiertas de yeso. Todo el edificio, dispuesto para resistir los temblores de tierra, imitaba por medio de una hábil pintura los ladrillos de las primeras hiladas; y el techo, de figura cuadrada, estaba cubierto de flores, formando una azotea llena de perfumes.

Se llegaba al patio penetrando por una gran puerta cochera, situada entre dos pabellones, que, como era costumbre, no tenían ninguna ventana que se abriese a la calle.

Daban las once en la iglesia parroquial, cuando Martín Paz se detuvo frente a la casa de Sara, en cuyas inmediaciones reinaba un profundo silencio.

¿Por qué permanecía inmóvil el indio delante de aquellas paredes? Era que una sombra blanca había aparecido en la azotea, entre las flores, a las que la oscuridad de la noche daba una forma vaga sin quitarles su perfume.

Martín Paz levantó las dos manos involuntariamente y las cruzó sobre su pecho.

La sombra blanca desapareció como asustada.

Martín Paz se volvió y se encontró frente a Andrés Certa.

- ¿Desde cuándo pasan la noche los indios en contemplación? – preguntó iracundo Andrés Certa.

- Desde que los indios pisan el suelo de sus antepasados – respondió Martín Paz.

Andrés Certa avanzó hacia su rival, que permanecía inmóvil.

- ¡Miserable! ¿Me dejarás libre el sitio?

- No – contestó Martín Paz.

Y, dicho esto, ambos adversarios sacaron a relucir los puñales.

Los contendientes eran de igual estatura y parecían de igual fuerza.

Andrés Certa levantó rápidamente su brazo, dejándolo caer más rápidamente aún. Su puñal había encontrado el puñal azteca del indio y rodó en seguida a tierra, herido en el hombro.

- ¡Socorro, socorro! – gritó.

Se abrió la puerta de la casa del judío y acudieron varios mestizos de una casa inmediata, algunos de los cuales persiguieron al indio, que huía rápidamente, mientras los otros levantaron al herido.

- ¿Quién es este hombre? – preguntó uno de ellos -. Si es marino, llevémoslo al hospital del Espíritu Santo; y si es indio, al hospital de Santa Ana.

En aquel momento se acercó un anciano al herido, y apenas lo hubo mirado, exclamó:

- ¡Lleven a este joven a mi casa! ¡Vaya una desgracia extraña!

Aquel anciano no era otro que el judío Samuel, quien acababa de reconocer en el herido al novio de su hija.

Mientras tanto, Martín Paz corría con toda la rapidez que sus robustas piernas le permitían, confiando en poder librarse de sus perseguidores merced a su ligereza y a la oscuridad de la noche. Le iba en ello la vida. Si hubiera podido llegar al campo, se habría encontrado seguro; pero las puertas de la ciudad, que se cerraban a las once, no volvían a abrirse hasta las cuatro de la mañana siguiente.

Al llegar al puente de piedra, los mestizos y algunos soldados que iban en su persecución estaban ya a punto de alcanzarlo, cuando una patrulla desembocó por el extremo opuesto. Martín Paz, no pudiendo adelantar ni retroceder, subió al parapeto y se lanzó a la corriente del río, que se deslizaba sobre un lecho de piedra.

Los perseguidores abandonaron el puente y corrieron hacia las orillas del río para apoderarse del fugitivo en el momento en que saliera a tierra; pero fue inútil; Martín Paz no volvió a aparecer.

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