Los náufragos del
“Jonathan”
Primera parte - Capítulo I El
guanaco
Era un animal grácil, de cuello largo y
elegante curvatura, de grupa redonda, nerviosas y finas las patas, los
ijares entrados, el pelaje de color rojizo oteado de blanco, la cola
corta, en penacho, muy luda. En aquellas tierras le llaman guanaco; en
francés: guanaque. Vistos de lejos, estos rumiantes
crean con frecuencia la ilusión de caballos montados y,
más de un viajero confundido por esa apariencia, ha tomado una
de sus manadas que galopan en el horizonte, por un grupo de
jinetes.
Ese guanaco, única criatura visible en aquella
desierta región, se detuvo en la cresta de un montículo,
en el centro de una extensa pradera donde los juncos se rozaban
sonoramente unos con otros y apuntaban sus afiladas agujas entre matas
de plantas espinosas. Vuelto el hocico hacia el viento, aspiraba las
emanaciones traídas por una ligera brisa del este. El ojo
avizor, erguida la oreja giratoria, estaba al acecho, dispuesto a
emprender la huida al menor ruido sospechoso.
La llanura no ofrecía una superficie
uniformemente lisa. Aquí y allá se veían
ondulaciones formadas por los barrancos que las grandes lluvias
borrascosas habían dejado a su paso. Resguardado por uno de esos
rellanos, a poca distancia del montículo, reptaba un
indígena, un indio, que no podía ser descubierto por el
guanaco. Casi totalmente desnudo, cubierto tan sólo por los
jirones de piel de animal, avanzaba sin ruido, deslizándose por
la hierba, para acercarse a la presa codiciada sin espantarla. Esta,
sin embargo, empezaba a dar señales de inquietud, como si
temiera un peligro inminente.
De pronto un lazo cortó el aire silbando y se
desenrolló hacia el animal. La larga correa no alcanzó su
objetivo, resbaló y, de la grupa, cayó al suelo.
Había fallado el golpe. El guanaco había
huido a todo correr. Ya había desaparecido detrás de un
grupo de árboles cuando el indio llegó a la cima del
montículo.
Pero si bien el guanaco no corría ya
ningún peligro, era ahora el hombre el que se hallaba
amenazado.
Después de recuperar el lazo, cuyo extremo
llevaba sujeto en el cinturón, se dispuso a bajar cuando un
furioso rugido estalló a pocos pasos de él. Casi al
instante, una fiera se abalanzó a sus pies.
Era un imponente jaguar, de pelaje grisáceo
jaspeado de manchas negras, más claras en el centro, que
imitaban la pupila de un ojo.
El indígena conocía la ferocidad de
aquel animal que con sus quijadas podía estrangularlo con un
solo golpe. Retrocedió de un salto. Desgraciadamente,
cayó al perder el equilibrio por una piedra que rodó
debajo de su pie. Mano en alto intentó defenderse con una
especie de cuchillo, hecho con un hueso de foca muy afilado, que
había conseguido sacar del cinturón. Incluso creyó
por un instante que podría levantarse y colocarse en mejor
postura. No tuvo tiempo. El jaguar, levemente herido, cargó con
furor sobre él. Estaba perdido; derribado, la fiera le
desgarraría el pecho.
En aquel preciso momento retumbó el seco
estampido de una carabina. El jaguar cayó fulminado, con el
corazón atravesado por una bala.
Cien pasos más allá un ligero vapor
blanco flotaba por encima de una de las rocas del acantilado.
De pie, en la roca, estaba un hombre con la carabina
aún encarada.
Aquel hombre, de tipo ario muy acusado, no era un
compatriota del herido. Aunque muy atezado, no era de piel oscura, ni
tenía la nariz ensanchada en un profundo entrante de las
órbitas, ni los pómulos salientes, ni corta la frente
debajo de un ángulo huidizo, ni los ojos pequeños de la
raza indígena. Por el contrario, su fisonomía era
inteligente y su frente amplia, surcada por las múltiples
arrugas del pensador.
Aquel personaje llevaba el pelo, entrecano como la
barba, cortado al rape. Hubiera sido imposible precisar su edad en un
margen de diez años, pero debía andar entre los cuarenta
y los cincuenta. Era alto y parecía dotado de una robustez
atlética, de una constitución vigorosa, así como
de una inquebrantable salud. Los rasgos de su rostro eran
enérgicos y graves y toda su persona expresaba arrogancia tan
diferente de la orgullosa vanidad de los necios, lo que daba una
verdadera nobleza a su actitud y a sus gestos.
Comprendiendo que no sería necesario disparar
por segunda vez su carabina, el recién llegado la bajó,
la descargó, se la puso debajo del brazo, y luego se dio la
vuelta hacia el sur.
En esa dirección, más abajo del
acantilado, se extendía una amplia superficie de mar.
Inclinándose, el hombre llamó:
«¡Karroly...!», y añadió dos o tres
palabras en una lengua áspera y gutural.
Minutos más tarde, por una hendidura del
acantilado, apareció un adolescente de unos diecisiete
años, seguido muy de cerca por un hombre en plena madurez. No
cabía duda de que ambos eran indios, a juzgar por su tipo, muy
diferente al de aquel blanco que, con tan notorio escopetazo, acababa
de mostrar su destreza. De fuerte musculatura, de anchas espaldas,
corpulento el torso, gruesa cabeza cuadrada sobre un cuello robusto,
una estatura de unos cinco pies, muy oscura la piel y muy negro el
cabello, con unos ojos de mirada aguda debajo de unas cejas poco
espesas y con una barba de escasos pelos, así era aquel hombre
que parecía haber pasado ya de los cuarenta años. En
aquel ser de raza inferior, los caracteres de la bestialidad pero de
una bestialidad dulce y cariñosa, rivalizaban tanto con los de
la humanidad que uno se habría sentido tentado a compararle,
más que una fiera, con un perro bueno y fiel, con uno de esos
intrépidos terranova que pueden llegar a ser el
compañero, y más que el compañero, el verdadero
amigo de su amo. Y ciertamente acudió a la llamada de su nombre
como uno de esos abnegados animales.
En cuanto al muchacho, su hijo. al parecer, cuyo
cuerpo, flexible como el de una serpiente, estaba totalmente desnudo,
daba la impresión de ser, desde el punto de vista intelectual,
muy superior a su padre. Su frente más desarrollada, sus ojos
vivos y expresivos, manifestaban inteligencia y, lo que es más
importante, rectitud y sinceridad.
Al reunirse los tres personajes, los dos hombres
intercambiaron algunas palabras en aquella lengua indígena
caracterizada por una corta aspiración a mitad de la
mayoría de las palabras. Después todos se encaminaron
hacia el herido que yacía en el suelo junto al jaguar
derribado.
EI desgraciado había perdido el conocimiento.
La sangre manaba del pecho lacerado por las garras de la fiera. Sin
embargo, al sentir que una mano tocaba su tosca prenda de vestir,
volvió a abrir los ojos que tenía cerrados.
Viendo quién acudía a socorrerle,
pasó por su mirada una débil luz de alegría y sus
descoloridos labios murmuraron un nombre:
-¡El Kaw-djer...!
Kaw-djer, palabra que en lengua indígena
significa el amigo, el bienhechor, el salvador, hermoso nombre que se
refería evidentemente a aquel blanco, pues éste hizo un
gesto afirmativo.
Mientras él prestaba asistencia al herido,
Karroly volvió a bajar por la grieta del acantilado, para
regresar enseguida con un morral que contenía un estuche de
cirugía y varios frascos llenos de jugo de ciertas plantas del
país. Mientras el indio sostenía sobre sus rodillas la
cabeza del herido, cuyo pecho quedaba a descubierto, el Kaw-djer
lavó las heridas y restañó la sangre. A
continuación acercó los labios a las heridas,
cubriéndolas con tapones de hilas empapadas en el contenido de
unos frascos y, tras haber desatado su faja de lana, la puso alrededor
del pecho del indígena, manteniendo así todo el
apósito.
¿Sobreviviría aquel desgraciado? El
Kaw-djer pensaba que no. Ningún remedio podría provocar
la cicatrización de aquellas desgarraduras que parecían
afectar incluso al estómago y a los pulmones.
Al ver Karroly que los ojos del herido acababan de
abrirse, aprovechó para preguntar:
-¿Dónde está tu tribu?
-Allí..., allí... -murmuró el
indígena, señalando en dirección al este con la
mano.
-Debe de ser a ocho o diez millas de aquí, en
la orilla del canal -dijo el Kaw-djer-; aquel campamento cuyos fuegos
divisamos anoche.
Karroly asintió con la cabeza.
-No son más que las cuatro
-añadió el Kaw-djer-, pero la marea subirá pronto.
No podremos salir hasta el amanecer...
-Sí -dijo Karroly.
El Kaw-djer prosiguió:
-Halg y tú van a transportar a este hombre y lo
acostaran en la barca. No podemos hacer más por él.
Karroly y su hijo se prepararon para obedecer.
Cargados con el herido empezaron a descender hacia la playa. Luego, uno
de ellos volvería a buscar al jaguar, cuya piel se
vendería cara a los traficantes extranjeros.
Mientras sus compañeros llevaban a cabo esta
doble tarea, el Kaw-djer se alejó algunos pasos y trepó
por una de las rocas del aserrado acantilado. Desde allí, su
mirada alcanzaba todos los puntos del horizonte. A sus pies se
recortaba un litoral caprichosamente dibujado que formaba el
límite norte de un canal de varias leguas de anchura. La orilla
opuesta abierta al infinito por brazos de mar, se desvanecía en
vagas alineaciones, un sembrado de islas e islotes que en la
lejanía aparecían vaporosos. Ni por el este ni por
él oeste se veían los límites de dicho canal, a lo
largo del cual corría el alto y macizo acantilado.
Hacia el norte se extendían interminablemente
praderas y llanos, listados por numerosos cursos de agua que iban a
parar al mar, bien en torrentes tumultuosos, bien en cataratas
retumbantes. De la superficie de aquellas inmensas praderas
surgían aquí y allá, verdes islotes, espesos
bosques entre los cuales se habría buscado en vano un pueblo, y
cuyas cimas se teñían de púrpura con los rayos del
sol que llegaba entonces a su ocaso. Más allá, limitando
el horizonte por aquella parte, se perfilaban las macizas formas de una
cordillera coronada por la blancura deslumbrante de los glaciares.
Hacia el este, el relieve de la región era
más acentuado. Perpendicularmente al litoral, el acantilado se
escalonaba en niveles sucesivos y luego se alzaba por fin bruscamente
en picos agudos que iban a perderse en las zonas elevadas del
cielo.
Aquellos parajes parecían totalmente desiertos.
La misma soledad también en el canal. Ni una embarcación
a la vista, ni siquiera una canoa de corteza o una piragua de velas. En
fin, por más lejos que alcanzara la vista ni de las islas del
sur, ni de punto alguno del litoral o saliente del acantilado, se
elevaba ningún humo que atestiguara la presencia de criaturas
humanas.
El día había llegado a esa hora, siempre
impregnada de cierta melancolía, que precede inmediatamente al
crepúsculo. Grandes pájaros planeadores, formados en
bandadas ruidosas, hendían el aire en busca de su cobijo
nocturno.
El Kaw-djer, con los brazos cruzados y de pie sobre la
roca en que se había subido, guardaba la inmovilidad de una
estatua. Pero mientras contemplaba aquella prodigiosa extensión
de tierra y de mar, última parcela del globo que no
pertenecía a nadie, última región que no
sucumbía bajo el yugo de las leyes, un éxtasis iluminaba
su rostro, palpitaban sus párpados y sus ojos brillaban por un
entusiasmo sagrado.
Permaneció así largo rato, bañado
de luz y azotado por la brisa1, después abrió los brazos, los
tendió hacia el espacio y un profundo suspiro hinchó su
pecho, como si hubiera querido abarcar con un abrazo, aspirar de un
respiro todo el infinito. Entonces, mientras su mirada parecía
desafiar al cielo y recorría orgullosamente la tierra, de los
labios escapó un grito que resumía su salvaje apetito de
una libertad absoluta, sin límites.
Aquel grito era el de los anarquistas de todos los
países, era la célebre fórmula, tan
característica, que a menudo se emplea como sinónimo de
su nombre, y cuyas cuatro palabras encierran toda la doctrina de esa
secta tan temible.
« ¡Ni Dios, ni amo...! », proclamaba
con voz sonora, en tanto que el cuerpo, medio inclinado por encima de
las olas, fuera de la arista del acantilado, parecía barrer el
inmenso horizonte con un gesto huraño.
1. Se trata de la brisa
que pasa por el cabo de Hornos, conocido por la fuerza de sus
vientos.
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