Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo VIII Halg y Sirk
El Kaw-djer situaba la libertad por encima de todos
los bienes de este mundo; ponía tanta atención en
respetar la ajena como celo en salvaguardar la suya propia, y, sin
embargo, era tanta la autoridad que emanaba de su persona, que se le
obedecía como al más déspota de los jefes. En vano
evitaba pronunciar una palabra que se asemejara a una orden; el menor
de sus consejos era tenido como tal y casi todos se conformaban a ellos
con docilidad.
El hecho de que se hubiesen construido casas en la
orilla izquierda del río, era debido a que él ya se
encontraba allí. Inquietos por la anarquía inicial de la
colonia y más inquietos aún por la apariencia de Gobierno
que se había hecho con el poder, se habían refugiado
instintivamente en torno a un hombre cuya fuerza física,
amplitud intelectual y elevación moral se imponían.
Cuanto más de cerca se trataba al Kaw-djer,
más se sentía su influencia. Hartlepool y sus cuatro
marineros lo tenían deliberadamente como su jefe, y en Harry
Rhodes, más capacitado para penetrar en los secretos motivos de
sus actos, la abnegación tomaba tales proporciones que llegaba a
merecer el nombre de amistad.
Para Halg y Karroly, aquella devoción se
convertía en verdadero fetichismo. El Kaw-djer recibía de
ellos un mentís a su fórmula exclusiva acerca de toda
divinidad, pues era un dios para sus dos compañeros; el padre,
cuya vida material había transformado; el hijo, cuya vida
psíquica había creado y a quien había sacado del
estado de semianimalidad en que vegetan los poblados fueguinos. La
menor de sus palabras era una ley para ellos y poseía ante sus
ojos el carácter de una verdad revelada.
No es de extrañar, pues, que Halg, a pesar de
su viva repugnancia a dejarse explotar por un enemigo, doblegase su
conducta a las máximas de aquel a quien consideraba como su amo.
Sirk y sus acólitos pudieron dar impunemente muestras de un
creciente cinismo que Halg, en tanto que se realizaron las condiciones
precisadas por el Kaw-djer, no se creyó en derecho a rehusarles
el producto de su pesca, a pesar de su rabia interior.
Pero sucedió por fin que las reglas dictadas
por aquél condujeron, lógicamente, a condiciones
diferentes. Ser un hábil pescador, haber crecido sobre el agua
desde los primeros años, no es una garantía contra un
fracaso eventual. Halg vivió un día esa experiencia.
Aquel día; por más que lanzaran cañas y redes, y
registraran el mar en todos los sentidos, tuvo que contentarse, cansado
ya, con una única pieza de mediocre tamaño.
En compañía de otros cuatro colonos,
Sirk, reposando blandamente en la playa, esperaba su regreso como de
costumbre. Cuando la Wel-Kiej hubo echado el ancla, los cinco
hombres se levantaron y avanzaron al encuentro de Halg.
-Hoy hemos tenido la negra otra vez, camarada -dijo
uno de los emigrantes-. Felizmente, ¡aquí estás
tú! Si no, tendríamos que apretarnos el
cinturón.
Los pedigüeños no forzaban su
imaginación. Cada día, su demanda se formulaba en
términos casi idénticos, y cada día, Halg
respondía brevemente: «A vuestro servicio.» Pero
aquella vez, la respuesta fue diferente.
-Imposible, hoy -replicó Halg.
Los solicitantes se sorprendieron enormemente.
-¿Imposible? -repitió uno de ellos.
-Vedlo vosotros mismos -dijo Halg-. Un solo pez y no
muy grande, esto es todo lo que traigo.
-Nos contentaremos -afirmó un emigrante que se
dignó en poner al mal tiempo buena cara.
-¿Y yo? objetó Halg.
-¡Tú! -exclamaron cinco voces, que
expresaron al unísono la más profunda sorpresa.
¡En verdad, no le faltaba aplomo a aquel joven
salvaje! ¿Creía ser alguien frente a aquellos cinco
«civilizados» que le hacían el honor de requerir su
tributo?
-¡Eh!, ¡di, tú, cara sucia
-exclamó uno de los colonos- tienes un modo de entender la
fraternidad...! ¿Así que tendrías el descaro de
negarnos tu mezquino pescado?
Halg guardó silencio. Respaldándose en
los principios enunciados por el Kaw-djer, estaba seguro de su
legítimo derecho. «Asegurar primero la propia
subsistencia, luego... «Primero», había dicho el
Kaw-djer. Siendo aquel único pescado evidentemente insuficiente
para la cena de la noche, encontraba así un fundamento para
negarse al reparto.
-¡Anda, ésta sí que se las trae!
-exclamó el obrero, indignado ante lo que consideraba como la
prueba del más chocante egoísmo.
-Menos frases -intervino Sirk con un tono provocador-.
Si ese morenote nos niega su pescado, ¡cojámoslo!
Y luego, volviéndose hacia Halg, dijo:
-¿A la una?, ¿a las dos...?, ¿a
las tres...?
Halg, sin responder, se puso a la defensiva.
-¡Adelante, muchachos! -ordenó Sirk.
Asaltado por cinco hombres a la vez, Halg fue
derribado. El pescado le fue arrebatado.
-¡Kaw-djer...! -llamó al caer.
A esta llamada, el Kaw-djer y Karroly salieron de la
casa. Vieron a Halg sosteniendo aquella desigual batalla y corrieron en
su ayuda.
Los agresores no esperaron su intervención.
Pusieron los pies en polvorosa y atravesaron de nuevo el río,
llevándose el pescado conquistado por la fuerza. Halg se puso en
pie, un poco maltrecho, pero por suerte, sin heridas.
-¿Qué te ha ocurrido? -preguntó
el Kaw-djer. Halg le explicó el incidente, mientras el Kaw-djer
le escuchaba con el ceño fruncido. Se trataba de una nueva
prueba de la maldad humana, que venía a minar sus teorías
optimistas. ¿Cuántas se necesitarían antes de que
se rindiera, antes de que consintiese en ver al hombre tal como es?
Por muy lejos que llevase su altruismo, no pudo dejar
de dar razón a su discípulo, cuyo legítimo derecho
se imponía de modo tan evidente. Como máximo, se
arriesgó a dar a entender que la importancia del litigio no
justificaba semejante defensa. Pero Halg, esta vez, no se dejó
convencer.
-No es por el pescado -exclamó, todavía
acalorado por la lucha-. ¡No puedo, sin embargo, ser el esclavo
de esa gente!
-Evidentemente, evidentemente -reconoció el
Kaw-djer en tono conciliador.
Sí, también existía eso, el amor
propio, para sembrar la discordia entre los hombres. No es sólo
la satisfacción de sus necesidades materiales la que causa las
batallas. Tienen necesidades morales igualmente imperiosas, más
imperiosas quizás, y a la cabeza de todas, está el
orgullo, que tanto ha contribuido a ensangrentar la faz de la tierra.
¿Tenía derecho el Kaw-djer a negar la furiosa violencia
del orgullo, él, cuya indómita alma jamás
había podido sufrir la coacción?
Sin embargo, Halg continuó dando libre curso a
su cólera.
-¡Yo! -decía-, ¡ceder a
Sirk...!
¡Y encima de eso, nuestras pasiones para amar,
unos contra otros, a aquellos que el Kaw-djer se obstinaba en
considerar como hermanos!
Este no recogió el grito de protesta del .joven
indio. Calmando a Halg con un gesto, se alejó
silenciosamente.
Pero no renunciaba a defender su sueño contra
la evidencia de los hechos. Mientras caminaba, iba pensando, y
aún encontraba excusas para los agresores. Que aquéllos
fuesen culpables, no había duda alguna, pero aquella pobre
gente, triste producto de la atroz civilización de aquel Viejo
Mundo, no podía conocer otros argumentos que la fuerza cuando lo
que se ponía en juego era su misma vida.
Ahora bien, ¿no se, encontraban en una
situación de este tipo? Fuesen cuales fuesen su ligereza y su
imprevisión, debían sentirse terriblemente desconcertados
por la creciente penuria de víveres, puesto que su mayor parte
había sido llevada hacia el interior. Como ninguna
aportación venía a renovar el stock, se
podía fijar el día en que serían totalmente
agotados. Y si esto era así, ¿qué más
natural que aquellos desgraciados quisieran retrasar por todos los
medios posibles el inevitable vencimiento del plazo, y que obedeciesen
al instinto primordial de todo organismo viviente, que tiende a
retrasar «por fas y nefas» el término de la
destrucción necesaria?
¿Se habían dado cuenta Sirk y sus
acólitos del estado de los recursos de la colonia, o bien
habían cedido simplemente a la brutalidad de su naturaleza?
Fuera lo que fuese, los temores del Kaw-djer no eran en vano.
Había que estar ciego para no ver que el más temible de
los peligros, el hambre, amenazaba a la naciente colonia.
¿Qué ocurría en el interior de la isla? Se
ignoraba. Pero aun en el mejor de los casos, no sería antes del
próximo verano que la abundancia de la cosecha permitiría
transportar una parte de ésta a la costa. Quedaba, pues, todo un
año de espera, mientras apenas quedaban víveres para dos
meses.
En la orilla izquierda, la situación era menos
desfavorable. Allí, bajo la influencia del Kaw-djer, se
había procedido desde el principio al racionamiento y se las
ingeniaban para economizar la reserva, es decir, aumentarla gracias a
la jardinería y a la pesca. Por el contrario, era notable la
indiferencia de los sesenta emigrantes de la orilla derecha.
¿Qué ocurriría con esos desgraciados? ¿Iban
a repetir acaso, a trescientos años de distancia, la espantosa
tragedia de un nuevo Puerto del Hambre?
Razones había para temerlo y la aventura
amenazaba realmente con terminar así, cuando una oportunidad de
salvación se ofreció a los imprevisores colonos.
Chile no había olvidado su promesa de acudir en
ayuda de la nación naciente. Hacia mediados de febrero, un barco
en el que ondeaba el pabellón chileno fondeó en medio del
campamento. Aquel barco, el Ribarto, transporte de velas de
siete a ochocientas toneladas, a las órdenes del comandante
José Fuentes, traía a la isla Hoste víveres,
semillas, animales de granja e instrumentos para arar, cargamento del
mayor valor y cuya naturaleza aseguraba el éxito de los colonos
si se empleaba juiciosamente Una vez echada el ancla, el comandante
Fuentes se hizo conducir a tierra para ponerse en contacto con el
gobernador de la isla. Habiéndose presentado audazmente
Ferdinand Beauval como tal en su justo derecho, por otro lado, puesto
que nadie, aparte de él, reivindicaba aquel título se
procedió en el acto a la descarga del Ribarto.
Mientras se realizaba aquel trabajo, el comandante
Fuentes se ocupó de otra misión que le había sido
encargada.
-Señor gobernador -dijo a Beauval-, mi Gobierno
cree saber que un personaje conocido con el nombre de Kaw-djer se ha
instalado en la isla Hoste. ¿Es exacto este hecho?
Habiendo respondido Beauval afirmativamente, el
comandante continuó:
-Entonces, nuestros informes no nos han
engañado. ¿Podría preguntarle qué clase de
hombre es ese Kaw-djer?
-Un revolucionario -respondió Beauval, con un
candor del que ni siquiera él mismo era consciente.
-¡Un revolucionario...! ¿Qué
entiende usted por esa palabra, señor gobernador?
-Para mí, como para todo el mundo
-explicó Beauval-; un revolucionario es un hombre que se rebela
contra las leyes y rechaza someterse a las autoridades regularmente
instituidas.
-¿El Kaw-djer le ha creado, pues,
dificultades?
-Me causa problemas -dijo Beauval, dándose
importancia-. Es lo que se llama una cabeza dura. Pero yo lo
meteré en cintura -afirmó enérgicamente.
El comandante del barco chileno parecía muy
interesado. Tras un instante de reflexión, preguntó:
-¿Sería posible ver a ese Kaw-djer, en
el que mi gobierno ha fijado su atención en varias
ocasiones?
-Nada más fácil -respondió
Beauval-. ¡Y mire! Precisamente, viene hacia aquí.
Diciendo esto, Beauval mostraba con la mano al
Kaw-djer atravesando el río por el puentecillo. El comandante
fue a su encuentro.
-Una palabra, señor, por favor -dijo levantando
ligeramente su gorra con galones.
El Kaw-djer se detuvo.
-Le escucho -respondió en el más puro
español.
Pero el comandante no habló inmediatamente. Los
ojos fijos, la boca entreabierta, miraba de hito en hito al Kaw-djer,
con una estupefacción que no intentaba disimular.
-¿Y bien? -dijo éste con
impaciencia.
-Discúlpeme -dijo por fin el comandante-.
Viéndole, me ha parecido reconocerle, como si ya nos
hubiéramos encontrado antes.
-Es poco probable -replicó el Kaw-djer, cuyos
labios esbozaron una sonrisa irónica.
-Sin embargo...
El comandante se interrumpió y,
golpeándose la frente, dijo:
-¡Ya está...! -exclamó-. Tiene
usted razón. No le he visto jamás, en efecto. Pero se
parece usted a un retrato que se difundió en millones de
ejemplares, hasta tal punto que me parece imposible que ese retrato no
sea el suyo.
A medida que iba hablando, una especie de respetuosa
confusión ensordecía progresivamente la voz y modificaba
la actitud del comandante. Cuando se calló, tenía su
gorra en la mano.
-Se equivoca, señor -dijo fríamente el
Kawdjer.
-Juraría, sin embargo...
-¿A qué época se
remontaría el retrato en cuestión? -interrumpió el
Kaw-djer.
-A una decena de años, aproximadamente.
El Kaw-djer no dudó en desfigurar un poco la
verdad.
-Hace más de veinte años
-replicó- que abandoné lo que usted llama el mundo. Ese
retrato no era mío. Por otra parte, ¿podría usted
reconocerme? Hace veinte años, yo era joven. ¡Y
ahora...!
-¿Qué edad tiene usted, pues?
-preguntó atolondradamente el comandante.
No dejándole tiempo su curiosidad para
reflexionar, sobreexcitada por el extraño misterio que
presentía y que creía a punto de dilucidar, se le
había escapado la pregunta. Apenas la hubo formulado,
comprendió su incorrección.
-¿Le he preguntado yo la suya? -le
respondió fríamente el Kaw-djer.
El comandante se mordió los labios.
-Presumo -continuó el Kaw-djer- que no ha
venido usted a mi encuentro para hablar de fotografías. Vayamos
a los hechos, se lo ruego.
-¡Sea! -consintió el comandante.
Con un gesto seco, se puso de nuevo su gorro con
galones.
-Mi Gobierno -dijo adoptando de nuevo el tono oficial-
me ha encargado averiguar cuáles son sus intenciones.
-¿Mis intenciones...? -repitió
sorprendido el Kaw-djer-. ¿Respecto a qué?
-Respecto a su residencia.
-¿Qué le importa?
-Le importa mucho.
-¡Bah...!
-Así es. Mi Gobierno no ignora su influencia
sobre los indígenas del archipiélago, y no ha dejado de
considerar muy seriamente esa influencia.
-¡Demasiado amable...! -dijo irónicamente
el Kaw-djer.
-Mientras la Tierra de Magallanes permaneció
res nullius -continuó el comandante-, sólo
había que estar a la expectativa. Pero la situación ha
cambiado de aspecto desde el reparto. Tras la anexión...
-La expoliación -rectificó el Kaw-djer
entre dientes.
-¿Cómo dice...?
-Nada. Continúe, se lo ruego.
-Tras la anexión -continuó el
comandante-, mi Gobierno, deseoso de asentar sólidamente su
autoridad en el archipiélago, ha tenido que preguntarse
qué actitud convenía adoptar respecto a su persona. Esta
actitud dependerá forzosamente de la de usted. Mi misión
consiste, pues, en informarme de sus proyectos. Le traigo un tratado de
alianza...
-¿O una declaración de guerra?
-Precisamente. Su influencia, que no ponemos en duda,
¿va a sernos hostil o la pondrá usted al servicio de
nuestra obra de civilización? ¿Será usted nuestro
aliado o nuestro adversario? Le toca a usted decidir.
-Ni lo uno ni lo otro -dijo el Kaw-djer-. Un
indiferente.
El comandante movió la cabeza con aire de
duda.
-Dada su particular situación en el
archipiélago -dijo-, la neutralidad me parece de difícil
aplicación.
-Muy fácil, por el contrario -replicó el
Kaw-djer-, por la excelente razón de que he abandonado la Tierra
de Magallanes con la intención de no volver jamás.
-¿Ha abandonado...? Aquí, sin
embargo...
-Aquí, estoy en la isla Hoste, tierra libre,
estoy resuelto a no volver más a aquella parte del
archipiélago que ya no lo es.
-¿Piensa, por consiguiente, quedarse en la isla
Hoste?
El Kaw-djer afirmó con un gesto.
-Esto simplifica las cosas, en efecto -dijo el
comandante con satisfacción-. ¿Puedo volver con la
seguridad de que no estará usted en contra de mi Gobierno?
-Dígale a su Gobierno que yo lo ignoro
-respondió el Kaw-djer. Levantó su gorro y
continuó su camino.
Por un momento, el comandante le siguió con la
mirada. A pesar de la afirmación de su interlocutor, no estaba
convencido de que el parecido que había creído descubrir
fuera imaginario, y en aquel parecido debía de haber, de una
manera o de otra, algo extraordinario para afectarlo tan
profundamente.
-Es extraño -murmuró a media voz
mientras, sin volver la cabeza, el Kaw-djer se alejaba a paso
tranquilo.
El comandante ya no volvió a tener la
oportunidad de verificar el justo fundamento de sus sospechas, ya que
el Kaw-djer no se prestó a una segunda entrevista.
Como si hubiese temido dar pie a cualquier
investigación sobre su vida pasada, desapareció toda la
noche de aquel mismo día y partió para una de sus
acostumbradas correrías a través de la isla.
El comandante tuvo, pues, que limitarse a desembarcar
el cargamento de su barco, trabajo que se llevó a cabo en una
semana.
Aparte del cargamento enviado generosamente por Chile
en común provecho de la nueva colonia, el Ribarto
traía igualmente toda una pacotilla por cuenta particular de uno
de los colonos, y éste no era sino Harry Rhodes.
Incapaz de dedicarse a los trabajos agrícolas,
para los que su educación no le había preparado en
absoluto, Harry Rhodes había tenido la idea de transformarse en
un comerciante de importación. Por esta razón, en el
momento de la proclamación de independencia, cuando ya
podía permitirse prever un feliz destino para la naciente
nación, había encargado al comandante del aviso que le
mandase aquella pacotilla cuando se le ofreciese la ocasión.
Habiendo cumplido fielmente esta misión, el Ribarto
transportaba por cuenta y orden de Harry Rhodes una infinidad de
objetos diversos, de mediocre importancia si se tomaban aisladamente,
pero teniendo todos la característica de ser objetos de primera
necesidad. Hilo, agujas, alfileres, cerillas, zapatos, ropa, plumas,
lápices, papel de cartas, tabaco otros mil objetos
constituían aquella pacotilla, verdadero surtido de bazar.
El proyecto de Harry Rhodes era sin duda de los
más razonables; su elección, de las más juiciosas.
Sin embargo, al paso que iban las cosas, era de temer que su surtido no
tuviese salida. Nada indicaba que una corriente de transacción
tuviera que establecerse alguna vez entre los hostelianos, quienes, en
ausencia de toda regla común que encauzara, limitara y
solidarizara los egoísmos individuales, no eran más que
un agregado fortuito de solitarios.
Harry Rhodes, a juzgar por el cariz de los
acontecimientos, consideró tan probable el fracaso de su empresa
a partir de aquel momento, que estuvo tentado de dejar su pacotilla en
el Ribarto, de embarcarse él mismo a bordo de
éste y de abandonar un país del que no parecía
posible esperar nada.
Pero ¿dónde hubiera ido cargado con
aquellas heteróclitas mercancías, tan raras en una
región casi salvaje, y que perderían su valor en aquellas
regiones en las que abundan? Hechas todas estas reflexiones, se
resolvió a armarse de paciencia. No había por qué
suponer que aquel barco fuese el último en llegar a aquellos
parajes. Ya encontraría la ocasión de abandonar la isla
Hoste si la situación no mejoraba.
Terminada la descarga del cargamento, el
Ribarto levó anclas y se hizo a la mar. Varias horas
más tarde, como si sólo hubiese estado esperando la
partida del barco, el Kaw-djer volvió a la costa.
La existencia anterior volvió a empezar, unos
trabajando su jardín o pescando, el Kaw-djer continuando con sus
cazas, la mayoría no haciendo nada y dejándose vivir con
una serenidad que el aumento del stock de provisiones
justificaba en cierto modo. Reducida la población a menos de
cien almas, comprendido el Bourg Neuf, nombre dado por
consentimiento general a la aglomeración agrupada en torno al
Kaw-djer, había víveres para dieciocho meses como
mínimo. ¿Para qué inquietarse entonces?
En cuanto a Beauval, reinaba. A decir verdad, lo
hacía a la manera de un rey holgazán, y si bien reinaba,
no gobernaba. Por otra parte, las cosas estaban, a su juicio, muy bien
así. Desde los primeros días de su nombramiento,
había bautizado por decreto al campamento, el cual, elevado al
rango de capital oficial de la isla Hoste, llevaba desde entonces el
nombre de Liberia; tras este esfuerzo, se había puesto a
descansar.
El generoso don del Gobierno chileno le proporcionaba
la ocasión de hacer un segundo acto de autoridad, cuyo
importante objeto fue la organización de las diversiones de su
pueblo. Bajo su orden, mientras la mitad de las bebidas
alcohólicas traídas por el Ribarto se
ponía en reserva, la otra mitad se distribuyó entre los
colonos. El resultado de aquella esplendidez no se hizo esperar. Muchos
perdieron inmediatamente la razón, y Lazzaro Ceroni más
que ninguno. Tullia y su hija tuvieron así que sufrir de nuevo
abominables escenas, cuyos estallidos se perdieron en el estruendo de
la kermesse que, por segunda vez, sacudía todo el
campamento.
Se bebía. Se jugaba. También se bailaba
al son del violín de Fritz Gross, resucitado por el alcohol. Los
más sobrios formaban un corro en torno al genial músico.
El mismo Kaw-djer no desdeñó cruzar el río,
atraído por aquellos maravillosos cantos, más
maravillosos aún por ser únicos en aquellas lejanas
regiones. Algunos habitantes del Bourg Neuf le
acompañaban entonces: Harry Rhodes y su mujer, quienes
disfrutaban enormemente con el encanto de aquella música; Halg y
Karroly, para los que ésta era una verdadera revelación y
que lo miraban literalmente boquiabiertos de admiración. En
cuanto a Dick y Sand, no faltaban a ninguna audición y se
precipitaban hacia la orilla derecha en cuanto el violín se
hacía oír.
A decir verdad, Dick sólo iba a buscar una
nueva ocasión de juego. Saltaba y bailaba hasta perder el
aliento, respetando más o menos el compás. Pero no
ocurría lo mismo con su compañero. Como en las
precedentes audiciones, Sand se situaba en primera fila y allí,
agrandados los ojos, la boca entreabierta, estremecido por una profunda
emoción, escuchaba con todas sus fuerzas sin perder una nota,
hasta el momento en que la última se desvanecía en el
espacio.
Su actitud de recogimiento acabó por llamar la
atención del Kaw-djer.
-¿Así que te gusta la música,
hijo mío? -le preguntó un día.
-¡Oh, señor...! -suspiró Sand. Y
añadió extasiado-: ¡Tocar..., tocar el
violín como el señor Gross...!
-¡Vaya...! -exclamó el Kaw-djer,
divertido por el ardor del muchacho-, ¿tanto te
gustaría...? ¡Bueno! Tal vez podamos satisfacerte.
Sand le miró, incrédulo.
-¿Por qué no? -continuó el
Kaw-djer-. En cuanta surja la ocasión, me ocuparé de que
se te traiga un violín.
-¿De verdad, señor...? -preguntó
Sand, con los ojos brillantes de felicidad.
-Te lo prometo, hijo mío -afirmó el
Kawdjer-. Ahora bien, ¡tendrás que tener
paciencia!
Sin llevar la pasión musical hasta el extremo
del joven grumete, los otros emigrantes parecían encontrar gusto
en aquellos conciertos. Era una distracción que
interrumpía la monotonía de su existencia.
Aquel innegable éxito de Fritz Gross dio una
idea a Ferdinand Beauval. Dos veces por semana regularmente, se
descontó para el músico una ración de la reserva
de licores, y dos veces por semana Liberia tuvo, por consiguiente, su
concierto, siguiendo el ejemplo de tantas otras ciudades
civilizadas.
El bautismo de la capital y la organización de
sus diversiones bastaron para agotar las facultades de
organización de Ferdinand Beauval. Por lo demás,
tenía tendencia, al comprobar la satisfacción general, a
admirarse complacientemente en su obra. Recuerdos clásicos
venían a su memoria. Panem et circenses, pedían
los romanos. ¿Y acaso él, Beauval, no había
satisfecho aquella antigua reivindicación? El pan lo
había asegurado el Ribarto, y las futuras cosechas
harían el resto. Las diversiones las representaba el
violín de Fritz Gross, en caso de admitir que no todo fuesen
diversiones en aquel perpetuo farniente, en medio del cual
transcurría la existencia de aquella fracción de la
colonia que tenía la suerte de vivir bajo la autoridad del
gobernador.
Pasó el mes de febrero, y luego el mes de
marzo, sin que el optimismo de éste disminuyera. Es verdad que
algunas discusiones e incluso algunas riñas turbaban alguna que
otra vez la paz de Liberia. Pero éstos eran incidentes sin
importancia, respecto a los cuales Beauval creía muy
político cerrar los ojos.
Los últimos días del mes de marzo
trajeron, por desgracia, el fin de su tranquilidad. El primer incidente
que vino a perturbarla, y que fue como el preludio de las
dramáticas peripecias que no iban a tardar en desarrollarse, no
tenía en sí mismo ninguna importancia. Sólo se
trataba de un altercado, pero a Beauval no le pareció que aquel
altercado, por su carácter y sus consecuencias, tuviera que
comportar una solución pacífica y juzgó necesario
salir de su hábil retraimiento. Funesta idea, y su
intervención tuvo un resultado que no se esperaba en
absoluto.
Halg fue, a pesar suyo, el héroe de aquel
incidente.
Tras la desigual batalla que se había visto
obligado a sostener contra Sirk y los cuatro emigrantes que
acompañaban a éste, habían transcurrido varias
semanas sin que hubiera vuelto a ver a su rival. Probablemente por
miedo a una intervención más eficaz del Kaw-djer, sus
agresores habían dejado de pretender desde entonces el producto
de su pesca. Por otra parte, la llegada del Ribarto puso
pronto de acuerdo a todo el mundo. ¿Qué importaban unos
cuantos pescados más o, menos, ahora que las provisiones se
habían vuelto tan abundantes que se podían considerar,
con razón, inagotables?
Desgraciadamente, el cargamento del Ribarto
no estaba formado sólo por productos alimenticios. El barco
contenía también una cierta cantidad de alcohol y,
habiendo cometido Beauval la imprudencia de distribuirlo, el pernicioso
brebaje había traído inmediatamente problemas al
campamento.
En casa de los Ceroni, las cosas tomaron un cariz
particularmente desagradable. Los incesantes dramas que producía
la embriaguez de Lazzaro Ceroni tuvieron por consecuencia acentuar la
aversión que Sirk y Halg sentían el uno por el otro.
Mientras el segundo se erigía en defensor de Tullia y de su
hija, el primero parecía estimular el vicio de aquel miserable
esposo y padre indigno. Aquella actitud de Sirk llenaba de
cólera el corazón del joven indio, que no podía
perdonar a su rival las lágrimas de Graziella.
La consumición total del alcohol distribuido no
devolvió la calma. Gracias a su intimidad con Ferdinand Beauval,
Sirk, tomando por su cuenta el método de Patterson,
consiguió renovar la provisión de Lazzaro Ceroni,
esperando lograr así su benevolencia.
El procedimiento, que había triunfado ya una
primera vez, triunfaba de nuevo. El borracho ayudaba abiertamente a
aquel que favorecía su deplorable pasión, y se declaraba
su aliado. Pronto sólo se dirigió a Sirk
tratándole de yerno, jurando que sabría quebrar la
resistencia de Graziella.
La joven evitaba poner a Halg al corriente de aquella
violencia que se le hacía y contra la que tenía que
luchar, pero éste la adivinaba en parte y, consciente del juego
de Sirk, su odio crecía de día en día
Así estaban las cosas, cuando en la
mañana del veintinueve de marzo, Halg, en el momento en que
acababa de cruzar el puente para alcanzar la orilla derecha, vio, a
cien metros más allá, a Graziella, que con el cabello en
desorden corría sin aliento, como si huyese de algún
temible peligro.
Huía, en efecto, y de un temible peligro, pues
a cincuenta pasos detrás de ella, Sirk la perseguía con
toda la velocidad de sus piernas.
-¡Halg...! ¡Halg...! ¡A mí!
-llamó Graziella en cuanto vio al joven indio.
Este, lanzándose en su ayuda, cortó el
paso a su perseguidor.
Pero Sirk desdeñaba a tan insignificante
adversario. Después de detenerse un momento, tomó de
nuevo impulso, y emitiendo a medias una risa sarcástica, se
precipitó para embestir.
Los hechos le demostraron pronto su presunción.
Aunque Halg era joven, debía a su vida salvaje una habilidad de
mono y unos músculos de acero. Cuando el enemigo estuvo a su
alcance, sus dos brazos salieron disparados como muelles y sus dos
puños le alcanzaron a la vez en la cara y en el pecho. Sirk
cayó, maltrecho.
Los jóvenes se apresuraron a batirse en
retirada y a buscar refugio en la orilla derecha, perseguidos por las
vociferaciones del vencido, quien, habiendo recobrado penosamente el
aliento, los cubría con las más espantosas amenazas.
Sin responderle, Halg y Graziella fueron directamente
al encuentro del Kaw-djer, a quien la joven se acercó
suplicante.
La existencia se había hecho intolerable para
ella en la otra orilla. Mientras había podido, había
escondido sus desgracias, pero éstas llegaban ahora a un punto
en que era mejor contarlo todo. Aquella misma mañana, Sirk se
había envalentonado hasta llegar a la violencia. La había
maltratado y golpeado, a pesar de la intervención de la
impotente Tullia, mientras Lazzaro Ceroni -¡cosa espantosa de
decir!- parecía, por el contrario, darle ánimos.
Graziella había conseguido por fin emprender la huida, pero
quién sabe cuál hubiera sido el fin de la aventura si
Halg no hubiera precipitado el desenlace.
El Kaw-djer había escuchado aquel relato con su
calma habitual.
-Y ahora -preguntó-, ¿qué piensa
usted hacer, hija mía?
-¡Quedarme cerca de usted...! -exclamó
Graziella-. ¡Protéjame, se lo suplico!
-Cuente con ello -afirmó el Kaw-djer-. En
cuanto a quedarse aquí, eso es asunto suyo; cada uno es
dueño de sí mismo. Lo máximo que puedo permitirme
es aconsejarle respecto a la elección de su vivienda. Si quiere
usted hacerme caso, pida hospitalidad a la familia Rhodes, que se la
dará, ciertamente, si yo se lo pido.
Aquella prudente solución no tropezó, en
efecto, con ninguna dificultad. La fugitiva fue recibida con los brazos
abiertos por la familia Rhodes, y especialmente por Clary, feliz de
tener una compañera de su edad.
Una pena torturaba, sin embargo, el corazón de
Graziella. ¿Qué iba a ocurrir con su madre en aquel
infierno en que la había abandonado? El Kaw-djer la
tranquilizó. En su momento, iría a invitar a Tullia a que
se reuniera con su hija.
Digamos ante todo que iba a fracasar en su caritativa
misión. Sin dejar de aprobar la partida de Graziella,
felicitándose de saberla a salvo en la otra orilla bajo la
protección de una honorable familia, Tullia se negó
obstinadamente a abandonar a su marido. Cumpliría hasta el final
la tarea que se había comprometido a cumplir. Aquella tarea era
acompañar por el camino de la vida -aunque tuviera que sufrir e
incluso morir- a aquel hombre que, masa inerte, dormía en aquel
mismo momento, la mona de la primera borrachera del día.
Al volver con aquella respuesta, que por otra parte ya
se esperaba, el Kaw-djer encontró junto a Graziella a Ferdinand
Beauval, sosteniendo una discusión con Harry Rhodes que
comenzaba a agriarse.
-¿Qué pasa? -preguntó el
Kaw-djer.
-Pasa -contestó Harry Rhodes irritado-, que el
señor se permite venir a mi propia casa a reclamar a Graziella,
a quien pretende devolver a su delicioso padre.
-¿Y qué le importa al señor
Beauval los asuntos de la familia Ceroni? -preguntó el Kaw-djer,
en un tono en el que se presagiaba la tormenta.
-Todo lo que ocurre en la colonia importa al
gobernador -explicó Beauval intentando elevarse, por su actitud
y su tono, a la dignidad que convenía a aquella
función.
-¿Y el gobernador...?
-Soy yo.
-¡Ah! ¡Ah...! -dijo el Kaw-djer.
-Me ha llegado una queja... -comenzó Beauval
sin recoger la amenazadora ironía de la interrupción.
-¡De Sirk! -dijo Halg, que no ignoraba
qué tratos existían entre los dos personajes.
-En absoluto -rectificó Beauval-. Del padre,
del mismo Lazzaro Ceroni.
-¡Bah...! -objetó el Kaw-djer-.
¿Acaso Lazzaro Ceroni habla durmiendo...? Pues está
durmiendo. En este momento, incluso está roncando.
-Sus ironías no impedirán que se haya
cometido un crimen en el territorio de la colonia -replicó
Beauval en un tono arrogante.
-¿Un crimen...? ¡Mire usted por
donde...!
-Sí, un crimen. Una joven todavía menor
de edad ha sido arrebatada a su familia. Tal acto se califica como
crimen en la legislación de todos los países.
-¿Existen, pues, leyes en la isla Hoste?
-preguntó el Kaw-djer, cuyos ojos, ante aquella palabra
«ley», despedían inquietantes chispas-. ¿Y de
quién, pues, emanan esas leyes?
-De mí -contestó Beauval con soberbia-,
de mí, que represento a los colonos, y que, por este
título, tengo derecho a la obediencia de todos.
-¿Cómo ha dicho usted...?
-exclamó el Kaw-djer-. ¿Obediencia, creo...? Pardiez, he
aquí mi respuesta. .En la isla Hoste, tierra libre, nadie debe
obediencia a nadie. Libre, Graziella ha venido hasta aquí, y
libre se quedará aquí si ésta es su
voluntad...
-Pero... -intentó decir Beauval.
-No hay peros que valgan. Quien se atreva a hablar de
obediencia, me encontrará contra él.
-Ya lo veremos -contestó Beauval-. La ley debe
ser respetada, y aunque tuviera que recurrir a la fuerza...
-¡La fuerza...! -gritóél
Kaw-djer-. ¡Intente, pues, emplearla! Mientras tanto, le aconsejo
no agotar mi paciencia y volver a su capital, si no quiere que se le
reconduzca allí demasiado de prisa.
El aspecto del Kaw-djer era tan poco tranquilizador
que Beauval juzgó prudente no insistir más; se
batió en retirada, seguido a veinte pasos por el Kaw-djer, Harry
Rhodes, Hartlepool y Karroly.
Cuando se encontró a salvo en la otra orilla
del río, se volvió hacia ellos amenazadoramente:
-¡Nos volveremos a ver! -gritó.
Por poco temible que fuera la cólera de
Beauval, debía ser tenida en cuenta en cierto modo. El orgullo
herido puede dar valor al más cobarde, y no era imposible que
con la complicidad de sus clientes ordinarios, se arriesgara a dar un
golpe de mano aprovechando la oscuridad de la noche.
Afortunadamente, era fácil evitar aquel
peligro. Beauval, girándose de nuevo cien metros después,
pudo ver a Hartlepool y Karroly levantando el tablero del puentecillo
que unía las dos orillas. Y como toda la flotilla estaba anclada
en la ensenada del Bourg Neuf, quedaban cortadas todas las
comunicaciones con Liberia, con lo cual una sorpresa resultaba
irrealizable.
Al comprender a qué trabajo se dedicaban sus
adversarios, Beauval, furioso, les amenazó con el
puño.
El Kaw-djer se contentó con encogerse de
hombros, y una tras otra, las tablas del piso continuaron cayendo.
Pronto, sólo quedaron los maderos que formaban los pilares,
contra los cuales murmuraba el agua del río, separando desde
aquel momento los dos campos enemigos.
Así, se mostraba una vez más la
naturaleza combativa de los humanos. Al aceptar en su corazón la
posibilidad de recurrir a la guerra, preludiándola al modo
consagrado por la costumbre, esto es, por la ruptura de las relaciones
diplomáticas, aquellos habitantes de dos grupos de casas
perdidos en los confines del mundo habitable, demostraban que los
ciudadanos de los grandes imperios no son los únicos en merecer
el nombre de hombres.
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