Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo XI Un
jefe
Cuando Halg, todavía sin conocimiento fue
depositado en la cama, el Kaw-djer le cambió el apósito
provisional por otro menos superficial. Los parpados del herido
palpitaron, sus labios se agitaron y un poco de rosa coloreó sus
lívidas mejillas; luego, después de unos débiles
gemidos, pasó del anonadamiento del síncope al del
sueño.
¿Sobreviviría a aquella terrible herida?
La ciencia humana no lo podía afirmar. En suma, la
situación era grave, pero no desesperada y no era absolutamente
imposible que la herida del pulmón se cicatrizara.
Después de haberle dado todos los cuidados que
su afecto y experiencia le dictaron, el Kaw-djer recomendó para
Halg la más completa calma y la más rigurosa inmovilidad,
y corrió hacia Liberia, donde quizás otros tuvieran
necesidad de él.
La desgracia personal que acababa de abrumarle dejaba
intacto su admirable instinto de abnegación y de altruismo. El
rápido drama que desgarraba su corazón, no le
hacía olvidar a aquellos muertos y heridos que, según el
antiguo cocinero del Jonathan, esperaban socorro en Liberia.
¿Había allí realmente heridos y muertos, y Sirdey
no le había mentido? En la duda, es necesario darse cuenta por
sí mismo de la verdad de las cosas.
En aquel momento eran cerca de las diez de la noche.
La luna, en su cuarto creciente, comenzaba a declinar hacia el poniente
y del oscurecido firmamento del oriente caía inagotablemente la
ceniza impalpable de la oscuridad. En la profundidad de la noche, un
vago resplandor continuaba enrojeciendo a lo lejos. Liberia
todavía no dormía.
El Kaw-djer se puso rápidamente en marcha. A
través del silencioso campo llegaba hasta él un rumor, al
principio ligero, y luego cada vez más violento a medida que se
acercaba.
En veinte minutos alcanzó el campamento.
Pasando rápidamente por entre las casas negras, iba a desembocar
en el espacio que se había dejado libre delante de la casa de la
Gobernación, cuando un extraño y sobre todo pintoresco
espectáculo le detuvo un instante.
Iluminada por un círculo de antorchas
fuliginosas, toda la población de Liberia parecía haberse
citado en la explanada. Todo el mundo estaba allí, hombres,
mujeres, niños, divididos en tres grupos distintos. El
más importante desde el punto de vista numérico, se
había concentrado justo enfrente del Kaw-djer. Aquel grupo que
comprendía la totalidad de niños y mujeres,
permanecía silencioso y en suma parecían espectadores de
los otros dos. Uno de éstos estaba formado en línea de
combate delante del palacio de la Gobernación, como si hubiera
querido defender la entrada, mientras que el otro había tomado
posición en el otro lado de la plaza.
No, Sirdey no había mentido. En efecto, en
medio de la explanada había siete cuerpos extendidos.
¡Heridos o muertos? El Kaw-djer no lo podía saber a
aquella distancia, pues la movediza llama de las antorchas les prestaba
a todos la misma apariencia de vida.
A juzgar por su actitud, parecía imposible
dudar de la hostilidad recíproca de los dos grupos menos
numerosos. Sin embargo, parecía existir una zona neutra, que
ninguno de los partidos se atrevía a franquear, por uno y otro
lado de los cuerpos depositados en el suelo. A los que con derecho,
según todas las apariencias, se les podía considerar como
asaltantes, no esbozaban ningún gesto de ataque y los defensores
de Beauval no tenían la ocasión de mostrar su valor. La
batalla no había sido iniciada. Sólo habían
llegado a las palabras que, realmente, no se escatimaban. Por encima de
los heridos o muertos, se había entablado una febril
discusión; a modo de balas, intercambiaban palabras que tan
pronto se rebajaban a los argumentos como se exageraban hasta la
invectiva.
Se hizo silencio cuando el Kaw-djer penetró en
el círculo de luz. Sin ocuparse de los que le rodeaban, se fue
directo a los cuerpos extendidos y se inclinó sobre uno de
ellos. Aquél no era más que un cadáver,
pasó al siguiente y luego a todos los demás,
entreabriendo las ropas cuando había lugar y procediendo
rápidamente a curas superficiales. Lo que Sirdey había
anunciado era exacto. En efecto, había tres muertos y cuatro
heridos.
Cuando todo terminó, el Kaw-djer miró
alrededor suyo y, a pesar de su tristeza, no pudo dejar de
sonreír al verse rodeado de un millar de caras que expresaban la
más respetuosa y la más pueril curiosidad. Los que
llevaban las antorchas se habían acercado para iluminarle mejor.
Siguiendo su movimiento, los tres grupos se habían fundido poco
a poco en uno solo cuyo centro era el Kaw-djer y donde el silencio era
profundo.
El Kaw-djer pidió que fueran a ayudarle. Como
nadie hizo ademán de moverse, designó por su nombre a
aquellos cuya ayuda reclamaba. Entonces fue muy distinto. Sin la menor
vacilación, el emigrante designado salía de la multitud a
la llamada de su nombre y se conformaba con celo a las instrucciones
que le habían sido dadas.
En pocos minutos, muertos y heridos fueron retirados y
transportados a sus viviendas respectivas bajo las órdenes del
Kaw-djer cuyo papel no había terminado. Antes de regresar al
Bourg Neuf, tenía que visitar sucesivamente a los
cuatro heridos y proceder a la extracción de proyectiles y a los
apósitos definitivos.
Mientras concluía de este modo su obra de
abnegación, se informó de las causas de la masacre. Se
enteró así de la entrada en escena de Lewis Dorick, de la
animosidad de la gente con respecto a Ferdinand Beauval y de lo que a
éste se le había ocurrido en consecuencia, de las razias
hechas en los alrededores del campamento y finalmente la tentativa de
saqueo cuyo lamentable resultado podía comprobar él mismo
de vista.
En efecto, los resultados no podían ser
más lamentables. Rechazados a tiros, como se había dicho,
por las cuatro familias sólidamente parapetadas en su cercado,
los saqueadores se habían batido en retirada, no
llevándose como botín más que a sus camaradas
muertos o heridos. ¡Qué distinto había sido el
regreso de la ida! Se habían marchado con mucho alboroto,
excitándose los unos a los otros, achispados por una especie de
alegría feroz, en medio de un concierto de exclamaciones, de
brutales burlas, de vociferaciones, de amenazas en contra de aquellos a
los que se disponían a exigir por la fuerza la
contribución. Regresaban en silencio, con la mirada baja, sin
haber ganado en la aventura más que golpes. Las bocas estaban
mudas, los corazones amargos, los ojos sombríos. La salvaje
excitación de la marcha había sido sustituida por un
sordo furor que sólo pedía un pretexto para estallar.
Se sentían engañados. ¿Por
quién? No lo sabían. En cualquier caso, ni por su
estupidez ni por sus ilusiones. Según la costumbre universal,
habrían acusado a la tierra entera antes de acusarse a sí
mismos.
Conocían muy bien ese sentimiento de amargura y
de vergüenza que sucede al fracaso de las empresas de violencia;
lo habían experimentado demasiadas veces. Antes de haber sido
arrojados a la isla Hoste, habían formado parte de los
proletarios de los dos mundos y más de una vez se habían
dejado llevar por los discursos vibrantes de los retóricos.
Habían ido a la huelga, digna y tranquila durante los primeros
días, cuando los bolsillos todavía están llenos,
pero que la miseria amenazadora hace impaciente y febril, y finalmente
la convierte en furiosa cuando los críos gritan delante del
arcón de pan vacío. Entonces es cuando la gente se
encoleriza, cuando se lanza como una tromba y cuando se mata y se muere
para regresar... a veces victorioso, es cierto, pero más a
menudo vencido, es decir, en una condición peor,
demostrándose entonces el fracaso de aquellos que querían
triunfar por la fuerza.
¡Pues bien!, ese regreso a través de los
campos saqueados era realmente el último acto de una huelga que
acaba mal. El estado de ánimo era semejante. Los pobres diablos
se sentían engañados y rabiosos por su estupidez.
¿Dónde estaban los jefes, Beauval, Dorick...?
¡Pardiez!, lejos de los tiros. Siempre era lo mismo por doquier.
Zorros y cuervos. Explotadores y explotados.
Pero cuando la huelga es sangrienta, el motín y
las revoluciones tienen su ritual que los actores de ese drama se saben
de memoria por haberse sometido a él escrupulosamente más
de una vez. En esas convulsiones donde el hombre, olvidando que es un
ser pensante, emplea como argumentos la violencia y el asesinato, es
costumbre que las víctimas se conviertan en banderas.
En banderas se habían convertido aquellas que
llevaban la banda de saqueadores y por ello las habían extendido
ante los ojos de Ferdinand Beauval que, como detentador del poder, era
por esencia responsable de todos los males. Pero allí se
habían tropezado con sus partidarios y habían empezado
por lanzarse copiosos insultos antes de llegar a los puños.
Por lo demás, aún no había sonado
la hora de los puños. Un protocolo inflexible indicaba con
claridad el curso que debían seguir las cosas. Cuando ya
hubieran hablado bastante, cuando los gaznates estuvieran cansados de
gritar, volverían a sus casas; luego, al día siguiente,
para que todo fuera cumplido según los ritos, se harían
solemnes funerales por los muertos. Sólo entonces habría
que temer los desórdenes.
La intervención del Kaw-djer había
precipitado bruscamente las cosas. Gracias a él, las
cóleras habían hecho tregua y la gente recordó que
allí no sólo había muertos, sino también
heridos a quienes unos cuidados rápidos quizás fueran
susceptibles de conservar la vida.
La explanada estaba desierta cuando la atravesó
para regresar al Bourg Neuf. Con su movilidad acostumbrada, la
multitud, siempre dispuesta a inflamarse repentinamente, se
había apaciguado repentinamente. Las casas estaban cerradas. La
gente dormía.
Mientras caminaba en la noche, el Kaw-djer pensaba en
lo que se había enterado. Los nombres de Dorick y de Beauval le
habían hecho simplemente encogerse de hombros, pero la caminata
de los saqueadores a través del campo le parecía que
merecía una consideración más seria. Aquellas
depredaciones, aquellos robos, aquellos actos de barbarie auguraban lo
peor. La colonia, tan debilitada ya, se perdería sin remedio si
los colonos entraban en lucha abierta unos contra otros.
¿En qué se convertían en el
contacto con los hechos las teorías sobre las que el generoso
iluminado había edificado su vida? Allí estaba el
resultado, cierto, tangible, incontestable. Aquellos hombres se
habían mostrado incapaces de vivir entregados a sí mismos
y se habrían muerto de hambre como un estúpido
rebaño que no sabría encontrar su pasto sin un pastor que
se lo diera. En cuanto a la calidad de su ser moral, ésta no
excedía a la de su sentido práctico. La abundancia, la
mediocridad y la miseria, las quemaduras del sol y el aterimiento del
frío, todo había constituido un pretexto para que se
revelaran las taras indelebles de sus almas. Ingratitud y
egoísmo, abuso de la fuerza y cobardía, intemperancia,
imprevisión y pereza, de eso era de lo que estaban modelados un
número demasiado grande de hombres, cuyo interés, a falta
de un móvil más noble, habría debido hacer una
sola voluntad de mil cerebros. Y ahora se llegaba a las últimas
líneas de aquella lamentable aventura. Habían bastado
dieciocho meses para que comenzara y concluyera. Como si la naturaleza
hubiera lamentado su obra y reconocido su error, rechazaba a aquellos
hombres que se abandonaban a sí mismos. La muerte los azotaba
sin descanso. Desaparecían uno tras otro; uno tras otro
volvían a la tierra, crisol donde todo se elabora y se
transforma y que, continuando el ciclo eterno, remitía su
sustancia a otros seres, sin duda semejantes a aquellos, por
desgracia.
Incluso estimaban que la gran hoz no se daba demasiada
prisa en su tarea, puesto que la ayudaban con sus propias manos.
Heridos y muertos, allí de donde venía el Kaw-djer. El
cadáver de Sirk, allá por donde pasaba. En el Bourg
Neuf, el pecho agujereado de un chico por quien su corazón
desencantado había adquirido de nuevo la dulzura de amar. Sangre
por todas partes.
Antes de retirarse a dormir, el Kaw-djer se
acercó a la cabecera de Halg. La situación era la misma,
ni mejor, ni peor. Todavía era de temer una hemorragia repentina
y, durante muchos días, ese peligro continuaría siendo
temible.
Destrozado por el cansancio, se despertó tarde
al día siguiente. El sol todavía estaba alto en el
horizonte cuando salió de su casa, después de una visita
a Halg, cuyo estado seguía siendo estacionario. Se había
levantado la bruma. Hacía buen día. Apresurando el paso
con el fin de recuperar el tiempo perdido, el Kaw-djer se puso en
marcha hacia Liberia como cada día, donde le esperaban sus
enfermos cotidianos cuyo número había decrecido desde el
comienzo de la primavera, y los cuatro heridos del día
anterior.
Pero se tropezó con una barrera humana que
cortaba el paso del puente. Comprendía toda la población
masculina del Bourg Neuf a excepción de Halg y Karroly.
Había allí quince hombres pero se daba la singular
circunstancia de que eran quince hombres armados con fusil que
parecían acecharle. No eran soldados y, no obstante, su actitud
tenía algo de militar. Tranquilos, incluso severos,
permanecían con las armas preparadas, como a la espera de las
órdenes de un jefe. Harry Rhodes, a algunos pasos delante de
aquéllos, detuvo con un gesto al Kaw djer. Este se paró y
fue contando con una mirada estupefacta a la pequeña tropa.
-Kaw-djer -dijo Harry Rhodes, no sin una especie de
solemnidad-, hace tiempo que le conjuro a que ayude a la desgraciada
población de la isla Hoste, y que acepte colocarse a su cabeza.
Por última vez, renuevo mi ruego.
El Kaw-djer cerró los ojos sin responder como
para ver mejor en sí mismo. Harry Rhodes continuó:
-Los últimos sucesos han debido hacerle
reflexionar. En todo caso, nosotros ya sabemos a qué atenernos.
Por ello, esta noche, Hartlepool, yo y algunos más, hemos ido a
recoger estos quince fusiles que han sido distribuidos entre los
hombres del Bourg Neuf. Ahora que estamos armados, somos
dueños por consiguiente de imponer nuestras voluntades. Las
cosas han llegado a un punto que una mayor paciencia sería un
crimen auténtico. Hay que actuar. Yo ya he tomado partido. Si
usted persiste en su rechazo, yo mismo me pondré a la cabeza de
estas valientes gentes. Desgraciadamente no tengo ni su influencia ni
su autoridad. No me escucharán y correrá la sangre. Por
el contrario, a usted le obedecerán sin murmurar. Decida.
-¿Qué hay de nuevo? -preguntó el
Kaw-djer con su calma habitual.
-Eso -respondió Harry Rhodes, extendiendo la
mano hacia la casa donde Halg agonizaba.
El Kaw-djer se estremeció.
-Y también eso -añadió Harry
Rhodes arrastrándole algunos pasos río arriba.
Ambos escalaron la orilla que en aquel lugar dominaba
el lado derecho del río. Aparecieron a sus miradas Liberia y la
llanura cenagosa que les separaba de ella.
Desde las primeras horas de la mañana, la gente
se había despertado en el campamento con gran agitación.
Se trataba de completar la obra de la vigilia, procediendo a los
funerales solemnes de los tres muertos. La perspectiva de aquella
ceremonia ponía en ebullición a todo el mundo. Para los
camaradas de las víctimas, se trataba de una
manifestación; para los partidarios de Beauval, de un peligro;
para el resto, de un espectáculo.
Así pues, toda la población, a
excepción de Beauval que había juzgado más
prudente permanecer encerrado, seguía los tres ataúdes.
Tuvieron cuidado de hacer pasar el cortejo delante de la casa del
gobernador y de detenerse en la explanada, y fue allí donde
Lewis Dorick aprovechó para declamar una violenta diatriba.
Luego se pusieron en marcha otra vez.
En las tumbas, Dorick, tomando de nuevo la palabra,
pronunció por centésima vez un requisitorio demasiado
fácil contra la administración de la colonia, su
entender, la imprevisión, la incapacidad, los principios
retrógrados de su titular habían causado todas las
desgracias. Había llegado el momento de derrocar a aquel incapaz
y de nombrar en su lugar a otro jefe.
El éxito de Dorick fue apabullante. Le
respondieron con un trueno de gritos. Al principio, fueron
«¡Viva Dorick! », luego vociferaron «¡Al
palacio...! ¡Al palacio...!» y un centenar de hombres se
pusieron en movimiento, martilleando el suelo con sus pesados pies. El
ambiente estaba muy caldeado. Sus ojos relucían, sus
puños se extendían amenazadores hacia el cielo, y las
grandes bocas abiertas por los clamores de odio producían negros
agujeros en sus caras.
Muy pronto se aceleró el movimiento.
Apresuraron el paso, luego corrieron y finalmente, empujándose,
atropellándose, se precipitaron cuesta abajo como un
torrente.
Un obstáculo quebró su impulso. Aquellos
que, teniendo parte en las ventajas del poder, temían que el
detentador fuera cambiado, se habían constituido en sus
defensores. Puños contra puños, pechos contra pechos, las
dos bandas chocaron y comenzaron a llover los golpes.
Sin embargo, el partido de Beauval, a todas luces el
más débil, tuvo que retroceder. Fue rechazado paso a paso
y metro a metro hasta el palacio. La batalla se reanudó en la
explanada más ardientemente. Durante mucho tiempo
permaneció indecisa. De vez en cuando, un combatiente,
viéndose forzado a retirarse de la lucha, iba a caer en
cualquier rincón. Se quebraron mandíbulas, se fracturaron
costillas, se rompieron miembros.
Cuanto más se pegaban, más se
exasperaban. Llegó el momento en que los cuchillos salieron
solos de sus vainas. Una vez más, corrió la sangre.
Después de una resistencia heroica, los
defensores de Beauval fueron finalmente desbordados y los asaltantes,
habiendo barrido todo lo que encontraron delante de ellas, se
precipitaron en desorden en el interior del «palacio». Lo
recorrieron de arriba abajo con salvajes voceríos. Si hubieran
encontrado a Beauval, éste habría sido inevitablemente
despedazado. Por suerte, no pudieron descubrirle. Beauval había
desaparecido. Al ver el cariz que estaban tomando las cosas, se
había largado a tiempo y, en aquel momento, huía con la
rapidez que le permitían sus piernas en dirección al
Bourg Neuf.
La inutilidad de sus búsquedas condujo al
paroxismo la rabia de los vencedores. En la esencia misma de la masa
está la pérdida de toda medida tanto en el bien como en
el mal. A falta de otra víctima, la tomaron con los objetos. La
vivienda de Beauval fue saqueada completamente. Su miserable
mobiliario, sus papeles, sus objetos personales, todo fue tirado por la
ventana en un revoltijo y amontonado en un rincón al que
prendieron fuego. Algunos instantes más tarde ¿fue por
descuido?, ¿fue por la propia voluntad de los amotinados? todo
el «palacio» ardía a su vez.
Expulsados por la humareda, los invasores se
precipitaron al exterior. Entonces habían dejado de ser hombres.
Borrachos de gritos, de saqueo y de asesinato, carecían ya de
razón y de objetivo. Sólo una irresistible necesidad de
golpear, de destruir y de matar.
En la explanada se encontraban estacionados, como en
un espectáculo, la muchedumbre de niños; de mujeres y de
indiferentes, los eternos mirones a los que no se cesa de devolver los
golpes que no han dado. Formaban en suma el grueso de la
población, pero a pesar de su número, eran demasiado
pacíficos para ser temibles. La banda de Lewis Dorick, engrosada
ahora por sus antiguos adversarios que consideraban más oportuno
ponerse al lado del más fuerte, se precipitó sobre la
muchedumbre inofensiva, repartiendo patadas y puñetazos.
Tuvo lugar una huida enloquecida. Hombres, mujeres y
niños se esparcieron por la llanura, perseguidos por aquellos
energúmenos que se habrían quedado muy cohibidos si se
les hubiera preguntado la razón de su salvaje furor.
Desde lo alto de la orilla que acababa de escalar con
Harry Rhodes, el Kaw-djer, mirando hacia el lado del campamento, no vio
más que una nube de humo, cuyas pesadas espirales iban a rodar
hasta el mar. Las casas desaparecían en aquella nube, de donde
surgían confusos gritos: llamadas, juramentos, exclamaciones de
dolor y de angustia. Más allá del río, sólo
un ser vivo, un hombre, aparecía en la llanura. Corría
con todas sus fuerzas, aunque nadie le persiguiera. Sin aminorar su
paso, aquel hombre alcanzó el puente, lo franqueó y fue a
caer sin aliento, detrás de la pequeña tropa armada.
Entonces reconocieron a Ferdinand Beauval.
Eso es lo primero que vio el Kaw-djer. En su
simplicidad el cuadro era elocuente y en el acto comprendió su
significado: Beauval vergonzosamente expulsado obligado a la huida, y
el motín sembrando por Liberia el incendio y la muerte.
¿Qué sentido tenía todo aquello?
Nada mejor que el hecho de haberse desembarazado de Beauval.
¿Pero por qué aquella devastación, cuyos autores
serían las primeras víctimas? ¿Por qué
aquella matanza cuyos gritos lejanos indicaban el salvaje furor?
Así pues, ¡los hombres podían
llegar hasta ese punto! ¡No sólo el más mediocre
interés les hacía capaces del mal, sino que, llegado el
caso, podían incluso destruir por destruir, golpear por golpear,
matar por el placer de matar! No sólo las necedades, las
pasiones y el orgullo lanzaban a los hoy tires unos contra otros;
también estaba la locura, aquella, locura que existe en potencia
en todas las multitudes y que, habiendo gustado una vez la violencia,
hace qué no se detengan, borrachas de destrucción y de
carnicería.
Es por esa locura heroísmo o bandidaje
según el caso por lo que el bandido mata sin razón al
transeúnte inofensivo, por lo que las revoluciones convierten en
una hecatombe indistinta a inocentes y a culpables, como también
es ella la que enardece a los ejércitos y gana las batallas.
¿En qué se convertían los
sueños del Kaw-djer, ante semejantes hechos? Si la libertad
total era el bien natural de los hombres, ¿no era a
condición de que continuaran siendo hombres y de que no fueran
susceptibles de transformarse en aquellas fieras como aquellos cuyas
hazañas estaba contemplando?
El Kaw-djer no había respondido a Harry Rhodes.
Recto y firme en el punto culminante de la orilla, miró en
silencio durante algunos minutos. Su impasible rostro no traicionaba
sus dolorosas reflexiones.
Y no obstante, ¡en qué cruel debate se
despedazaba su alma! Cerrar los ojos a la evidencia y obstinarse
egoístamente en una religión engañosa, mientras
que aquellos desgraciados insensatos se asesinaban unos a otros, o bien
reconocer la evidencia, obedecer a la razón, intervenir en aquel
desorden y salvarlos a pesar suyo, ¡doloroso dilema! Lo que le
recomendaba el sentido común, era la negación de su vida.
¡Qué fracaso ver destrozado a sus pies el ídolo
erigido en su corazón, reconocer que había sido
engañado por un espejismo, decirse a sí mismo que
había construido sobre una mentira, que nada de lo que
había pensado era verdad y que se había sacrificado
estúpidamente a una quimera!
De pronto, fuera de la humareda que cubría
Liberia, surgió un fugitivo, luego otro, después diez
más y más tarde otros cien, entre los que había
mujeres y niños. Algunos intentaban refugiarse en alturas del
este, pero la mayoría, seguidos de cerca por sus adversarios,
corrían enloquecidos en dirección al Bourg Neuf.
La última de éstos era una mujer. No podía ir muy
de prisa porque era un poco gorda. Un hombre la alcanzó en
algunas zancadas, la cogió por los cabellos, la tiró al
suelo, alzó el puño...
El Kaw-djer se volvió hacia Harry Rhodes y dijo
con voz grave:
-Acepto.
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