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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Indicador En la bahía de Scotchwell
Indicador El invierno
Indicador Barco a la vista
Indicador Libres
Indicador La primera infancia de...
Indicador Halg y Sirk
Indicador El segundo invierno
Indicador Sangre
Indicador Un jefe
Tercera parte
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Los náufragos del “Jonathan”
Segunda parte - Capítulo XI
Un jefe

Cuando Halg, todavía sin conocimiento fue depositado en la cama, el Kaw-djer le cambió el apósito provisional por otro menos superficial. Los parpados del herido palpitaron, sus labios se agitaron y un poco de rosa coloreó sus lívidas mejillas; luego, después de unos débiles gemidos, pasó del anonadamiento del síncope al del sueño.

¿Sobreviviría a aquella terrible herida? La ciencia humana no lo podía afirmar. En suma, la situación era grave, pero no desesperada y no era absolutamente imposible que la herida del pulmón se cicatrizara.

Después de haberle dado todos los cuidados que su afecto y experiencia le dictaron, el Kaw-djer recomendó para Halg la más completa calma y la más rigurosa inmovilidad, y corrió hacia Liberia, donde quizás otros tuvieran necesidad de él.

La desgracia personal que acababa de abrumarle dejaba intacto su admirable instinto de abnegación y de altruismo. El rápido drama que desgarraba su corazón, no le hacía olvidar a aquellos muertos y heridos que, según el antiguo cocinero del Jonathan, esperaban socorro en Liberia. ¿Había allí realmente heridos y muertos, y Sirdey no le había mentido? En la duda, es necesario darse cuenta por sí mismo de la verdad de las cosas.

En aquel momento eran cerca de las diez de la noche. La luna, en su cuarto creciente, comenzaba a declinar hacia el poniente y del oscurecido firmamento del oriente caía inagotablemente la ceniza impalpable de la oscuridad. En la profundidad de la noche, un vago resplandor continuaba enrojeciendo a lo lejos. Liberia todavía no dormía.

El Kaw-djer se puso rápidamente en marcha. A través del silencioso campo llegaba hasta él un rumor, al principio ligero, y luego cada vez más violento a medida que se acercaba.

En veinte minutos alcanzó el campamento. Pasando rápidamente por entre las casas negras, iba a desembocar en el espacio que se había dejado libre delante de la casa de la Gobernación, cuando un extraño y sobre todo pintoresco espectáculo le detuvo un instante.

Iluminada por un círculo de antorchas fuliginosas, toda la población de Liberia parecía haberse citado en la explanada. Todo el mundo estaba allí, hombres, mujeres, niños, divididos en tres grupos distintos. El más importante desde el punto de vista numérico, se había concentrado justo enfrente del Kaw-djer. Aquel grupo que comprendía la totalidad de niños y mujeres, permanecía silencioso y en suma parecían espectadores de los otros dos. Uno de éstos estaba formado en línea de combate delante del palacio de la Gobernación, como si hubiera querido defender la entrada, mientras que el otro había tomado posición en el otro lado de la plaza.

No, Sirdey no había mentido. En efecto, en medio de la explanada había siete cuerpos extendidos. ¡Heridos o muertos? El Kaw-djer no lo podía saber a aquella distancia, pues la movediza llama de las antorchas les prestaba a todos la misma apariencia de vida.

A juzgar por su actitud, parecía imposible dudar de la hostilidad recíproca de los dos grupos menos numerosos. Sin embargo, parecía existir una zona neutra, que ninguno de los partidos se atrevía a franquear, por uno y otro lado de los cuerpos depositados en el suelo. A los que con derecho, según todas las apariencias, se les podía considerar como asaltantes, no esbozaban ningún gesto de ataque y los defensores de Beauval no tenían la ocasión de mostrar su valor. La batalla no había sido iniciada. Sólo habían llegado a las palabras que, realmente, no se escatimaban. Por encima de los heridos o muertos, se había entablado una febril discusión; a modo de balas, intercambiaban palabras que tan pronto se rebajaban a los argumentos como se exageraban hasta la invectiva.

Se hizo silencio cuando el Kaw-djer penetró en el círculo de luz. Sin ocuparse de los que le rodeaban, se fue directo a los cuerpos extendidos y se inclinó sobre uno de ellos. Aquél no era más que un cadáver, pasó al siguiente y luego a todos los demás, entreabriendo las ropas cuando había lugar y procediendo rápidamente a curas superficiales. Lo que Sirdey había anunciado era exacto. En efecto, había tres muertos y cuatro heridos.

Cuando todo terminó, el Kaw-djer miró alrededor suyo y, a pesar de su tristeza, no pudo dejar de sonreír al verse rodeado de un millar de caras que expresaban la más respetuosa y la más pueril curiosidad. Los que llevaban las antorchas se habían acercado para iluminarle mejor. Siguiendo su movimiento, los tres grupos se habían fundido poco a poco en uno solo cuyo centro era el Kaw-djer y donde el silencio era profundo.

El Kaw-djer pidió que fueran a ayudarle. Como nadie hizo ademán de moverse, designó por su nombre a aquellos cuya ayuda reclamaba. Entonces fue muy distinto. Sin la menor vacilación, el emigrante designado salía de la multitud a la llamada de su nombre y se conformaba con celo a las instrucciones que le habían sido dadas.

En pocos minutos, muertos y heridos fueron retirados y transportados a sus viviendas respectivas bajo las órdenes del Kaw-djer cuyo papel no había terminado. Antes de regresar al Bourg Neuf, tenía que visitar sucesivamente a los cuatro heridos y proceder a la extracción de proyectiles y a los apósitos definitivos.

Mientras concluía de este modo su obra de abnegación, se informó de las causas de la masacre. Se enteró así de la entrada en escena de Lewis Dorick, de la animosidad de la gente con respecto a Ferdinand Beauval y de lo que a éste se le había ocurrido en consecuencia, de las razias hechas en los alrededores del campamento y finalmente la tentativa de saqueo cuyo lamentable resultado podía comprobar él mismo de vista.

En efecto, los resultados no podían ser más lamentables. Rechazados a tiros, como se había dicho, por las cuatro familias sólidamente parapetadas en su cercado, los saqueadores se habían batido en retirada, no llevándose como botín más que a sus camaradas muertos o heridos. ¡Qué distinto había sido el regreso de la ida! Se habían marchado con mucho alboroto, excitándose los unos a los otros, achispados por una especie de alegría feroz, en medio de un concierto de exclamaciones, de brutales burlas, de vociferaciones, de amenazas en contra de aquellos a los que se disponían a exigir por la fuerza la contribución. Regresaban en silencio, con la mirada baja, sin haber ganado en la aventura más que golpes. Las bocas estaban mudas, los corazones amargos, los ojos sombríos. La salvaje excitación de la marcha había sido sustituida por un sordo furor que sólo pedía un pretexto para estallar.

Se sentían engañados. ¿Por quién? No lo sabían. En cualquier caso, ni por su estupidez ni por sus ilusiones. Según la costumbre universal, habrían acusado a la tierra entera antes de acusarse a sí mismos.

Conocían muy bien ese sentimiento de amargura y de vergüenza que sucede al fracaso de las empresas de violencia; lo habían experimentado demasiadas veces. Antes de haber sido arrojados a la isla Hoste, habían formado parte de los proletarios de los dos mundos y más de una vez se habían dejado llevar por los discursos vibrantes de los retóricos. Habían ido a la huelga, digna y tranquila durante los primeros días, cuando los bolsillos todavía están llenos, pero que la miseria amenazadora hace impaciente y febril, y finalmente la convierte en furiosa cuando los críos gritan delante del arcón de pan vacío. Entonces es cuando la gente se encoleriza, cuando se lanza como una tromba y cuando se mata y se muere para regresar... a veces victorioso, es cierto, pero más a menudo vencido, es decir, en una condición peor, demostrándose entonces el fracaso de aquellos que querían triunfar por la fuerza.

¡Pues bien!, ese regreso a través de los campos saqueados era realmente el último acto de una huelga que acaba mal. El estado de ánimo era semejante. Los pobres diablos se sentían engañados y rabiosos por su estupidez. ¿Dónde estaban los jefes, Beauval, Dorick...? ¡Pardiez!, lejos de los tiros. Siempre era lo mismo por doquier. Zorros y cuervos. Explotadores y explotados.

Pero cuando la huelga es sangrienta, el motín y las revoluciones tienen su ritual que los actores de ese drama se saben de memoria por haberse sometido a él escrupulosamente más de una vez. En esas convulsiones donde el hombre, olvidando que es un ser pensante, emplea como argumentos la violencia y el asesinato, es costumbre que las víctimas se conviertan en banderas.

En banderas se habían convertido aquellas que llevaban la banda de saqueadores y por ello las habían extendido ante los ojos de Ferdinand Beauval que, como detentador del poder, era por esencia responsable de todos los males. Pero allí se habían tropezado con sus partidarios y habían empezado por lanzarse copiosos insultos antes de llegar a los puños.

Por lo demás, aún no había sonado la hora de los puños. Un protocolo inflexible indicaba con claridad el curso que debían seguir las cosas. Cuando ya hubieran hablado bastante, cuando los gaznates estuvieran cansados de gritar, volverían a sus casas; luego, al día siguiente, para que todo fuera cumplido según los ritos, se harían solemnes funerales por los muertos. Sólo entonces habría que temer los desórdenes.

La intervención del Kaw-djer había precipitado bruscamente las cosas. Gracias a él, las cóleras habían hecho tregua y la gente recordó que allí no sólo había muertos, sino también heridos a quienes unos cuidados rápidos quizás fueran susceptibles de conservar la vida.

La explanada estaba desierta cuando la atravesó para regresar al Bourg Neuf. Con su movilidad acostumbrada, la multitud, siempre dispuesta a inflamarse repentinamente, se había apaciguado repentinamente. Las casas estaban cerradas. La gente dormía.

Mientras caminaba en la noche, el Kaw-djer pensaba en lo que se había enterado. Los nombres de Dorick y de Beauval le habían hecho simplemente encogerse de hombros, pero la caminata de los saqueadores a través del campo le parecía que merecía una consideración más seria. Aquellas depredaciones, aquellos robos, aquellos actos de barbarie auguraban lo peor. La colonia, tan debilitada ya, se perdería sin remedio si los colonos entraban en lucha abierta unos contra otros.

¿En qué se convertían en el contacto con los hechos las teorías sobre las que el generoso iluminado había edificado su vida? Allí estaba el resultado, cierto, tangible, incontestable. Aquellos hombres se habían mostrado incapaces de vivir entregados a sí mismos y se habrían muerto de hambre como un estúpido rebaño que no sabría encontrar su pasto sin un pastor que se lo diera. En cuanto a la calidad de su ser moral, ésta no excedía a la de su sentido práctico. La abundancia, la mediocridad y la miseria, las quemaduras del sol y el aterimiento del frío, todo había constituido un pretexto para que se revelaran las taras indelebles de sus almas. Ingratitud y egoísmo, abuso de la fuerza y cobardía, intemperancia, imprevisión y pereza, de eso era de lo que estaban modelados un número demasiado grande de hombres, cuyo interés, a falta de un móvil más noble, habría debido hacer una sola voluntad de mil cerebros. Y ahora se llegaba a las últimas líneas de aquella lamentable aventura. Habían bastado dieciocho meses para que comenzara y concluyera. Como si la naturaleza hubiera lamentado su obra y reconocido su error, rechazaba a aquellos hombres que se abandonaban a sí mismos. La muerte los azotaba sin descanso. Desaparecían uno tras otro; uno tras otro volvían a la tierra, crisol donde todo se elabora y se transforma y que, continuando el ciclo eterno, remitía su sustancia a otros seres, sin duda semejantes a aquellos, por desgracia.

Incluso estimaban que la gran hoz no se daba demasiada prisa en su tarea, puesto que la ayudaban con sus propias manos. Heridos y muertos, allí de donde venía el Kaw-djer. El cadáver de Sirk, allá por donde pasaba. En el Bourg Neuf, el pecho agujereado de un chico por quien su corazón desencantado había adquirido de nuevo la dulzura de amar. Sangre por todas partes.

Antes de retirarse a dormir, el Kaw-djer se acercó a la cabecera de Halg. La situación era la misma, ni mejor, ni peor. Todavía era de temer una hemorragia repentina y, durante muchos días, ese peligro continuaría siendo temible.

Destrozado por el cansancio, se despertó tarde al día siguiente. El sol todavía estaba alto en el horizonte cuando salió de su casa, después de una visita a Halg, cuyo estado seguía siendo estacionario. Se había levantado la bruma. Hacía buen día. Apresurando el paso con el fin de recuperar el tiempo perdido, el Kaw-djer se puso en marcha hacia Liberia como cada día, donde le esperaban sus enfermos cotidianos cuyo número había decrecido desde el comienzo de la primavera, y los cuatro heridos del día anterior.

Pero se tropezó con una barrera humana que cortaba el paso del puente. Comprendía toda la población masculina del Bourg Neuf a excepción de Halg y Karroly. Había allí quince hombres pero se daba la singular circunstancia de que eran quince hombres armados con fusil que parecían acecharle. No eran soldados y, no obstante, su actitud tenía algo de militar. Tranquilos, incluso severos, permanecían con las armas preparadas, como a la espera de las órdenes de un jefe. Harry Rhodes, a algunos pasos delante de aquéllos, detuvo con un gesto al Kaw djer. Este se paró y fue contando con una mirada estupefacta a la pequeña tropa.

-Kaw-djer -dijo Harry Rhodes, no sin una especie de solemnidad-, hace tiempo que le conjuro a que ayude a la desgraciada población de la isla Hoste, y que acepte colocarse a su cabeza. Por última vez, renuevo mi ruego.

El Kaw-djer cerró los ojos sin responder como para ver mejor en sí mismo. Harry Rhodes continuó:

-Los últimos sucesos han debido hacerle reflexionar. En todo caso, nosotros ya sabemos a qué atenernos. Por ello, esta noche, Hartlepool, yo y algunos más, hemos ido a recoger estos quince fusiles que han sido distribuidos entre los hombres del Bourg Neuf. Ahora que estamos armados, somos dueños por consiguiente de imponer nuestras voluntades. Las cosas han llegado a un punto que una mayor paciencia sería un crimen auténtico. Hay que actuar. Yo ya he tomado partido. Si usted persiste en su rechazo, yo mismo me pondré a la cabeza de estas valientes gentes. Desgraciadamente no tengo ni su influencia ni su autoridad. No me escucharán y correrá la sangre. Por el contrario, a usted le obedecerán sin murmurar. Decida.

-¿Qué hay de nuevo? -preguntó el Kaw-djer con su calma habitual.

-Eso -respondió Harry Rhodes, extendiendo la mano hacia la casa donde Halg agonizaba.

El Kaw-djer se estremeció.

-Y también eso -añadió Harry Rhodes arrastrándole algunos pasos río arriba.

Ambos escalaron la orilla que en aquel lugar dominaba el lado derecho del río. Aparecieron a sus miradas Liberia y la llanura cenagosa que les separaba de ella.

Desde las primeras horas de la mañana, la gente se había despertado en el campamento con gran agitación. Se trataba de completar la obra de la vigilia, procediendo a los funerales solemnes de los tres muertos. La perspectiva de aquella ceremonia ponía en ebullición a todo el mundo. Para los camaradas de las víctimas, se trataba de una manifestación; para los partidarios de Beauval, de un peligro; para el resto, de un espectáculo.

Así pues, toda la población, a excepción de Beauval que había juzgado más prudente permanecer encerrado, seguía los tres ataúdes. Tuvieron cuidado de hacer pasar el cortejo delante de la casa del gobernador y de detenerse en la explanada, y fue allí donde Lewis Dorick aprovechó para declamar una violenta diatriba. Luego se pusieron en marcha otra vez.

En las tumbas, Dorick, tomando de nuevo la palabra, pronunció por centésima vez un requisitorio demasiado fácil contra la administración de la colonia, su entender, la imprevisión, la incapacidad, los principios retrógrados de su titular habían causado todas las desgracias. Había llegado el momento de derrocar a aquel incapaz y de nombrar en su lugar a otro jefe.

El éxito de Dorick fue apabullante. Le respondieron con un trueno de gritos. Al principio, fueron «¡Viva Dorick! », luego vociferaron «¡Al palacio...! ¡Al palacio...!» y un centenar de hombres se pusieron en movimiento, martilleando el suelo con sus pesados pies. El ambiente estaba muy caldeado. Sus ojos relucían, sus puños se extendían amenazadores hacia el cielo, y las grandes bocas abiertas por los clamores de odio producían negros agujeros en sus caras.

Muy pronto se aceleró el movimiento. Apresuraron el paso, luego corrieron y finalmente, empujándose, atropellándose, se precipitaron cuesta abajo como un torrente.

Un obstáculo quebró su impulso. Aquellos que, teniendo parte en las ventajas del poder, temían que el detentador fuera cambiado, se habían constituido en sus defensores. Puños contra puños, pechos contra pechos, las dos bandas chocaron y comenzaron a llover los golpes.

Sin embargo, el partido de Beauval, a todas luces el más débil, tuvo que retroceder. Fue rechazado paso a paso y metro a metro hasta el palacio. La batalla se reanudó en la explanada más ardientemente. Durante mucho tiempo permaneció indecisa. De vez en cuando, un combatiente, viéndose forzado a retirarse de la lucha, iba a caer en cualquier rincón. Se quebraron mandíbulas, se fracturaron costillas, se rompieron miembros.

Cuanto más se pegaban, más se exasperaban. Llegó el momento en que los cuchillos salieron solos de sus vainas. Una vez más, corrió la sangre.

Después de una resistencia heroica, los defensores de Beauval fueron finalmente desbordados y los asaltantes, habiendo barrido todo lo que encontraron delante de ellas, se precipitaron en desorden en el interior del «palacio». Lo recorrieron de arriba abajo con salvajes voceríos. Si hubieran encontrado a Beauval, éste habría sido inevitablemente despedazado. Por suerte, no pudieron descubrirle. Beauval había desaparecido. Al ver el cariz que estaban tomando las cosas, se había largado a tiempo y, en aquel momento, huía con la rapidez que le permitían sus piernas en dirección al Bourg Neuf.

La inutilidad de sus búsquedas condujo al paroxismo la rabia de los vencedores. En la esencia misma de la masa está la pérdida de toda medida tanto en el bien como en el mal. A falta de otra víctima, la tomaron con los objetos. La vivienda de Beauval fue saqueada completamente. Su miserable mobiliario, sus papeles, sus objetos personales, todo fue tirado por la ventana en un revoltijo y amontonado en un rincón al que prendieron fuego. Algunos instantes más tarde ¿fue por descuido?, ¿fue por la propia voluntad de los amotinados? todo el «palacio» ardía a su vez.

Expulsados por la humareda, los invasores se precipitaron al exterior. Entonces habían dejado de ser hombres. Borrachos de gritos, de saqueo y de asesinato, carecían ya de razón y de objetivo. Sólo una irresistible necesidad de golpear, de destruir y de matar.

En la explanada se encontraban estacionados, como en un espectáculo, la muchedumbre de niños; de mujeres y de indiferentes, los eternos mirones a los que no se cesa de devolver los golpes que no han dado. Formaban en suma el grueso de la población, pero a pesar de su número, eran demasiado pacíficos para ser temibles. La banda de Lewis Dorick, engrosada ahora por sus antiguos adversarios que consideraban más oportuno ponerse al lado del más fuerte, se precipitó sobre la muchedumbre inofensiva, repartiendo patadas y puñetazos.

Tuvo lugar una huida enloquecida. Hombres, mujeres y niños se esparcieron por la llanura, perseguidos por aquellos energúmenos que se habrían quedado muy cohibidos si se les hubiera preguntado la razón de su salvaje furor.

Desde lo alto de la orilla que acababa de escalar con Harry Rhodes, el Kaw-djer, mirando hacia el lado del campamento, no vio más que una nube de humo, cuyas pesadas espirales iban a rodar hasta el mar. Las casas desaparecían en aquella nube, de donde surgían confusos gritos: llamadas, juramentos, exclamaciones de dolor y de angustia. Más allá del río, sólo un ser vivo, un hombre, aparecía en la llanura. Corría con todas sus fuerzas, aunque nadie le persiguiera. Sin aminorar su paso, aquel hombre alcanzó el puente, lo franqueó y fue a caer sin aliento, detrás de la pequeña tropa armada. Entonces reconocieron a Ferdinand Beauval.

Eso es lo primero que vio el Kaw-djer. En su simplicidad el cuadro era elocuente y en el acto comprendió su significado: Beauval vergonzosamente expulsado obligado a la huida, y el motín sembrando por Liberia el incendio y la muerte.

¿Qué sentido tenía todo aquello? Nada mejor que el hecho de haberse desembarazado de Beauval. ¿Pero por qué aquella devastación, cuyos autores serían las primeras víctimas? ¿Por qué aquella matanza cuyos gritos lejanos indicaban el salvaje furor?

Así pues, ¡los hombres podían llegar hasta ese punto! ¡No sólo el más mediocre interés les hacía capaces del mal, sino que, llegado el caso, podían incluso destruir por destruir, golpear por golpear, matar por el placer de matar! No sólo las necedades, las pasiones y el orgullo lanzaban a los hoy tires unos contra otros; también estaba la locura, aquella, locura que existe en potencia en todas las multitudes y que, habiendo gustado una vez la violencia, hace qué no se detengan, borrachas de destrucción y de carnicería.

Es por esa locura heroísmo o bandidaje según el caso por lo que el bandido mata sin razón al transeúnte inofensivo, por lo que las revoluciones convierten en una hecatombe indistinta a inocentes y a culpables, como también es ella la que enardece a los ejércitos y gana las batallas.

¿En qué se convertían los sueños del Kaw-djer, ante semejantes hechos? Si la libertad total era el bien natural de los hombres, ¿no era a condición de que continuaran siendo hombres y de que no fueran susceptibles de transformarse en aquellas fieras como aquellos cuyas hazañas estaba contemplando?

El Kaw-djer no había respondido a Harry Rhodes. Recto y firme en el punto culminante de la orilla, miró en silencio durante algunos minutos. Su impasible rostro no traicionaba sus dolorosas reflexiones.

Y no obstante, ¡en qué cruel debate se despedazaba su alma! Cerrar los ojos a la evidencia y obstinarse egoístamente en una religión engañosa, mientras que aquellos desgraciados insensatos se asesinaban unos a otros, o bien reconocer la evidencia, obedecer a la razón, intervenir en aquel desorden y salvarlos a pesar suyo, ¡doloroso dilema! Lo que le recomendaba el sentido común, era la negación de su vida. ¡Qué fracaso ver destrozado a sus pies el ídolo erigido en su corazón, reconocer que había sido engañado por un espejismo, decirse a sí mismo que había construido sobre una mentira, que nada de lo que había pensado era verdad y que se había sacrificado estúpidamente a una quimera!

De pronto, fuera de la humareda que cubría Liberia, surgió un fugitivo, luego otro, después diez más y más tarde otros cien, entre los que había mujeres y niños. Algunos intentaban refugiarse en alturas del este, pero la mayoría, seguidos de cerca por sus adversarios, corrían enloquecidos en dirección al Bourg Neuf. La última de éstos era una mujer. No podía ir muy de prisa porque era un poco gorda. Un hombre la alcanzó en algunas zancadas, la cogió por los cabellos, la tiró al suelo, alzó el puño...

El Kaw-djer se volvió hacia Harry Rhodes y dijo con voz grave:

-Acepto.

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