Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo IX La
Patria Hosteliana
Al día siguiente, Patterson continuó
reparando su empalizada. De todos modos, adivinaba los comentarios que
su insólita ocupación debía provocar. Ahora que ya
había sido pagado en parte, tenía gran interés en
evitar aquellos comentarios. Por ello, aprovechó la
ocasión para dar una excusa.
Él mismo hizo surgir aquella ocasión al
ir a ver a Hartlepool de buena mañana pidiéndole con
atrevimiento que en lo sucesivo se le hiciera montar guardia
exclusivamente en su cercado. Propietario ribereño, era
más lógico que estuviera de guardia en su casa y que
nadie fuera allí a sustituirle, mientras a él lo enviaban
a otro lugar.
Hartlepool, que no experimentaba una viva
simpatía por aquel personaje, no tenía sin embargo
ningún reproche preciso que formular contra él. Incluso
Patterson merecía la estima a ciertas miradas. Era un hombre
apacible y un trabajador infatigable. Por lo demás, no
tenía ningún inconveniente para no acoger favorablemente
aquella petición.
-Ha escogido usted un mal momento para hacer sus
reparaciones -observó, no obstante, Hartlepool.
El irlandés le respondió tranquilamente
que no habría podido encontrar uno más propicio. Como la
primera ocasión que se le ofrecía a su conducta era una
explicación de que muy pronto las obras públicas se
habían detenido, entonces para ocuparse de sus intereses
personales no perdería el tiempo. La explicación
resultava lo más natural y cuadraba con las laboriosas
costumbres de Patterson. Hartlepool quedó satisfecho.
-En cuanto a lo demás, de acuerdo
-respondió sin insistir.
Concedió tan poca importancia a aquella
decisión que incluso no juzgó ni siquiera informar al
Kaw-djer.
Afortunadamente para el fututo de la colonia
hosteliana, en aquellos mismos momentos otro se encargaba de hacer
nacer las sospechas de su Gobernador.
El día anterior, en el momento en que Patterson
llegó a su puesto de guardia, no se encontraba tal y como
él creía equivocadamente solo. A menos de unos metros,
Dick estaba estirado en la hierba. Se encontraba allí ni mucho
menos para espiar al irlandés. Todo habla sido cuestión
de azar. Patterson no preocupaba lo más mínimo a Dick.
Cuando éste fue a situarse a unos pasos de aquél, no le
dirigió más que una mirada distraída y en seguida
se absorbió en su ocupación que consistió en
vigilar naturalmente, no a titulo oficial, pues a su edad le dispensaba
de la guardia los hechos y gestos de los patagones, aquellos feroces
enemigos que hacían trabaiar enormemente su joven
imaginación. Si el irlandés se hubiera aplicado menos en
distinguir a Sirdey en la lejanía, habría podido ver al
niño, pues éste no estaba escondido y la maleza
sólo lo disimulaba a medias.
Por el contrario, Dick, tal como dijo, vio
perfectamente a Patterson, pero sin fijarse más en él de
lo que se habría fijado en otro centinela hosteliano. Por lo
demás, pronto olvidó su presencia, pues acababa de hacer
un descubrimiento extraordinario que absorbía toda su
atención.
¿Qué había visto allá
abajo, muy lejos, en el lado de los patagones, escondido detrás
de uno de los innumerables bosquecillos que salpicaban las pendientes
de las montañas? ¿Un hombre? No, un hombre no, un rostro.
Ni siquiera esto, sino solamente una frente y dos ojos puestos en
dirección a Liberia. ¿Pertenecían aquella frente y
aquellos ojos a uno de los indios que allá se veían ir y
venir en numerosos grupos? respondió negativamente sin vacilar.
Y no obstante tenía la certeza de que aquella frente y aquellos
ojos no eran los de un indio, sino que incluso podía poner un
nombre a aquella fracción de rostro, un nombre que era el
auténtico, el nombre de Sirdey.
-¡Demonios!, lo conocía bien y lo
habría reconocido entre un millar a aquel Sirdey que estuvo con
los demás en la gruta el día en que el pobre Sand estuvo
a punto de morir. ¿Qué venía a hacer aquel ser
abominable? Instintivamente, Dick se escondió detrás de
las matas de hierbas. Sin saber bien por qué, ahora no
quería ser visto.
Las horas pasaron; el largo crepúsculo de las
nubes se convertía poco a poco en una noche profunda. Dick
permaneció obstinadamente agazapado en su escondite, con ojos y
oídos al acecho. Pero el tiempo transcurrió sin que
percibiera luz alguna, ni oyera ruido alguno. Sin embargo, en un
determinado momento creyó distinguir en la oscuridad una sombra
que se movía, arrastrándose por el suelo, y que se
acercó a Patterson; creyó oír voces, unas voces
susurrantes, un tintineo metálico como el que producirían
monedas de oro al chocar entre sí... Pero todo aquello no era
más que una impresión, una sensación vaga e
imprecisa.
Con el relevo, el irlandés se alejó.
Dick no dejó su puesto y hasta el alba mantuvo oídos y
ojos abiertos a las sorpresas de las tinieblas. Inútil
perseverancia. La noche transcurrió tranquilamente. Cuando
salió el sol, nada insólito había sucedido.
La primera ocupación de Dick consistió
entonces en ir a ver al Kaw-djer. En todo caso, como no sabía
con exactitud si pasar la noche a cielo raso era algo lícito o
no, tanteó el terreno con prudencia, antes de ponerle al
corriente. Lo primero que anunció fue:
-Gobernador, tengo algo que decirle...
Luego, después de un prudente intervalo,
añadió precipitadamente:
-Pero no me irá a regañar...
-Eso depende -respondió el Kaw-djer sonriendo-.
¿Por qué no te voy a regañar si has hecho algo
malo?
A una pregunta, Dick respondió con otra
pregunta. Era un político fino aquel maestro Dick.
-¿Es algo malo pasar toda la noche en el
espaldón del sur, gobernador?
-También eso depende -dijo el Kaw-djer-.
Según lo que estuvieras haciendo en el espaldón del
sur.
-Observaba a los patagones, gobernador.
-¿Toda la noche?
-Toda la noche, gobernador.
-¿Para hacer qué?
-Para vigilarles, gobernador.
-¿Y para qué vigilas tú a los
patagones? Ya hay hombres que montan guardia para eso.
-Porque entre ellos vi a alguien que conocía,
gobernador.
-¡Que tú conocías a alguien entre
los patagones...! -exclamó el Kaw-djer con gran estupor.
-Sí, gobernador.
-¿Quién?
-Sirdey, gobernador.
¡Sirdey...! En el acto el Kaw-djer pensó
en lo que le había dicho Athlinata. ¿Sería Sirdey
el hombre blanco en cuyas promesas tanto confiaba el indio?
-¿Estás seguro? -le preguntó con
vivacidad.
-Completamente, gobernador -afirmó Dick-. Pero
de lo demás no estoy seguro..., simplemente, lo creo,
gobernador.
-¿Lo demás? ¿Que hay
más?
-Cuando anocheció, gobernador, creí ver
a alguien que se acercaba al espaldón...
-¿Sirdey? .
-No lo sé, gobernador... Alguien... Luego, me
pareció que hablaban y que movían algo... como si se
tratara de dólares... Pero no estoy seguro...
-¿Quién estaba de guardia en aquel
sitio?
-Patterson, gobernador.
Aquel nombre era de los que peor sonaban a los
oídos del Kaw-djer, a quien aquellas extrañas noticias
sumergían en profundas reflexiones. ¿Lo que había
visto y oído Dick, o mejor, lo que había creído
ver y oír, tendría alguna relación con el trabajo
emprendido por Patterson? Por otro lado, ¿podría aquello
explicar la inactividad de los asediantes, inactividad de la que los
asediados empezaban a estar muy sorprendidos? ¿Contarían
los patagones con otros medios que la fuerza para hacerse dueños
de Liberia, persiguiendo en la sombra la ejecución de
algún tenebroso plan?
Tantas preguntas y ninguna respuesta. En todo caso,
las informaciones eran demasiado vagas y demasiado inciertas para que
resultara posible tomar una resolución en cualquier sentido.
Había que esperar y, sobre todo, vigilar a Patterson, ya que su
actitud, quizás injustamente, parecía equívoca y
se prestaba a sospechas.
-No tengo por qué regañarte -dijo el
Kaw-djer a Dick que esperaba el fallo-. Has hecho muy bien. Pero
necesito tu palabra de que no repetirás a nadie lo que me has
contado.
Dick extendió solemnemente la mano.
-Lo juro, gobernador.
El Kaw-djer sonrió.
-Está bien -dijo-. Ahora vete a acostar para
recuperar el tiempo perdido. Pero no lo olvides. A nadie, me oyes. Ni a
Hartlepool, ni al señor Rhodes... He dicho: a nadie.
-Pero si lo he jurado, gobernador -hizo notar Dick con
importancia.
Deseoso de obtener algunas informaciones
complementarias sin revelar nada de lo que se había enterado, el
Kaw-djer se fue en busca de Hartlepool.
-¿Nada nuevo? -le preguntó al
abordarle.
-Nada, señor -respondió Hartlepool.
-¿Se ha montado la guardia con regularidad...?
Ya sabe que es lo más importante. Usted mismo tiene que hacer
rondas y asegurarse personalmente de que todos cumplan con su
deber.
-Ya lo hago, señor -afirmó Hartlepool-.
Todo va bien.
-¿Nadie se queja de este fatigoso servicio?
-No, señor. Todo el mundo pone mucho
interés.
-¿Incluso Kennedy?
-El... es uno de los mejores. Una vista excelente.
¡Y una atención...! Por muy don nadie que sea, el marinero
se encuentra siempre donde se le necesita, señor.
-¿Patterson tampoco?
-Tampoco. No hay nada que decir... ¡Ah! A
propósito de Patterson, no se extrañe si no le vuelve a
ver. De ahora en adelante montará guardia en sus tierras, puesto
que están a orillas del río.
-¿Y eso por qué?
-Acaba de pedírmelo. No he creído deber
negárselo.
-Ha hecho bien, Hartlepool -aprobó el Kaw-djer
alejándose-. Continúe vigilando. Pero si de aquí a
algunos días los patagones siguen haciéndose los muertos,
seremos nosotros quienes les iremos a buscar.
Decididamente, las cosas se complicaban. Patterson
tenía un fin al presentarle a Hartlepool una petición en
la cual éste, sin estar prevenido, no podía encontrar
ningún carácter sospechoso. Para el Kaw-djer, las cosas
eran distintas. La reaparición de Sirdey, los probables
conciliábulos entre los dos hombres, la reedificación de
la empalizada y finalmente aquella petición de Patterson, que
mostraba su deseo de no abandonar su cercado y de alejar a los
demás de él, todos aquellos hechos convertían y
tendían a probar... Pero en suma, no demostraban nada. Todo
aquello no era suficiente para incriminar al irlandés.
Sólo se podía aumentar la prudencia y estar sobre aviso
con mayor atención que nunca.
Ignorando las sospechas que pesaban sobre él,
Patterson continuaba tranquilamente la obra que había comenzado.
Las estacas se enderezaban, uniéndose las unas con las otras.
Finalmente, las últimas fueron colocadas en la misma agua del
río, haciendo e! cercado impenetrable a las miradas.
Aquel trabajo fue terminado en el día por
él fijado, el cuarto, después de su segunda entrevista
con Sirdey. Como leal comerciante, tenia los encargos en su fecha. Los
compradores no tenían más que pasar a recoger.
El sol se puso. Llegó la noche. Era una noche
sin luna, en la que la oscuridad sería total. Patterson, fiel a
la cita, esperaba detrás de las empalizada de su cercado.
Pero no se puede pensar en todo. Aquella cerca tan
cerrada que le resguardaba de la mirada de los otros, también
resguardaba a los otros de la suya. Si nadie podía ver lo que
ocurría en su cercado, tampoco él podía ver lo que
ocurría en el exterior. Muy atento en vigilar la orilla opuesta
del río, no vio que una numerosa tropa le estaba cercando
silenciosamente ni que unos hombres tomaban posición en los dos
extremos de la empalizada.
El final de los trabajos de Patterson había
sido para el Kaw-djer la señal de peligro. Admitiendo que el
irlandés proyectara una traición, no tardaría en
sonar la hora de acción.
Era cerca de medianoche cuando los diez primeros
patagones llegaron al cercado, después de haber atravesado el
río a nado. Nadie podía verles, o al menos eso era lo que
creían. Detrás de ellas seguían cuarenta guerreros
y detrás de aquellos cuarenta guerreros, la horda entera. Poco
importaba que fuera descubierta antes de que todos hubieran llegado a
la orilla, con tal de que en aquel momento hubieran podido pasar a nado
hombres suficientes para proporcionar a sus hermanos el tiempo de pasar
a su vez. Si los primeros tenían que morir, la cosecha
sería para los demás.
Uno de los indios tendió a Patterson un
puñado de oro que a éste le pareció muy
ligero.
-No está todo -dijo al azar.
El patagón no hizo ademán de
comprenderle.
Patterson se esforzó en explicarle con gestos
que no estaba de acuerdo y, a título de argumento demostrativo,
se puso a contar la suma, haciendo deslizar una a una de la mano
derecha a la izquierda las monedas, que seguía con la mirada y
con la cabeza baja.
De pronto, un violento golpe en la nuca lo dejó
acogotado. Cayó al suelo. Fue echado en un rincón
amordazado y atado sin mayores miramientos. ¿Estaba muerto? Poco
les importaba a los indios. Si aún vivía, ya se
ocuparían más adelante de él y eso era todo. Por
el momento no tenían tiempo para asegurarse. Si era necesario,
más tarde acabarían con el traidor para después
despojar su cadáver del precio de la traición.
Los patagones se acercaron a la orilla
arrastrándose. Alzando sus armas por encima del agua, iban
llegando otros fantasmas unos detrás de otros y llenaban el
cercado. Su número pronto excedió los doscientos.
De repente estalló un violento tiroteo
procedente de los dos extremos de la empalizada. Los hostelianos se
habían metido en el agua hasta medio cuerpo y cogían al
enemigo por la espalda. Al principio, los indios, completamente
sorprendidos, permanecieron inmóviles. Luego, abriendo las balas
en su masa surcos sangrientos, corrieron hacia la empalizada. Pero en
seguida su cresta fue coronada del mismo modo por fusiles que a su vez
vomitaron la muerte. Entonces, espantados, enloquecidos, perdidos, se
pusieron a dar vueltas estúpidamentte en el cercado, caza que se
ofrecía al plomo del cazador. En algunos minutos perdieron la
mitad de su efectivo. Finalmente, recuperando un poco la sangre
fría, los supervivientes se precipitaron al río, a pesar
de los disparos convergentes que defendían el acceso, y nadaron
hacia la otra orilla con todo el vigor de sus brazos.
Otras detonaciones habían respondido a lo lejos
a aquellos disparos de fusil, eco de un segundo combate cuyo teatro era
la carretera.
Suponiendo que los patagones concentrarían todo
su esfuerzo en el punto donde ellos creían poder penetrar sin
tener que disparar ni un tiro y que, por consiguiente, no
dejarían más que fuerzas insignificantes a la guardia de
su campamento, el Kaw-djer fijó su plan en consecuencia.
Mientras el mayor número de hombres de que podía disponer
estaba reunido bajo sus órdenes directas alrededor del cercado
de Patterson, donde él preveía que se
desarrollaría la acción principal, y acechaban a los
indios que iban a caer en una trampa, otra expedición se
disponía a franquear el espaldón del sur bajo las
órdenes de Hartlepool para operar una diversión en el
campamento de los patagones.
Era esta segunda tropa la que ahora indicaba su
presencia. Sin duda, se estaba enfrentando con los pocos guerreros
dejados al cuidado de los caballos. Aquel tiroteo no duró por lo
demás más que pocos instantes. Los dos combates
habían sido tan breves el uno como el otro.
Desaparecidos los patagones, el Kaw-djer se
dirigió hacia el sur. Se encontró con la tropa mandada
por Hartlepool cuando estaba franqueando el espaldón para
regresar a la ciudad.
La expedición había resultado
maravillosamente bien. Hartlepool no había perdido ni un solo
hombre. Las pérdidas del enemigo habían sido igualmente
nulas. Pero habían logrado resultados mucho más
útiles, pues habían capturado cerca de trescientos
caballos que se llevaban consigo.
Los patagones habían recibido una
lección demasiado severa para que en el orden de los
acontecimientos probables se pudiera temer un retorno ofensivo por su
parte. De todos modos, la guardia fue organizada como las tardes
anteriores. Fue solamente después de haber garantizado la
seguridad general, que el Kaw-djer regresó al cercado de
Patterson.
A la pálida luz de las estrellas, vio el suelo
alfombrado de cadáveres. También de heridos, pues los
quejidos se levantaban en la noche. Se ocuparon de socorrerlos.
¿Pero dónde estaba Patterson? Finalmente
lo descubrieron amordazado y atado, desvanecido bajo un montón
de cuerpos. ¿No sería acaso más que una
víctima? El Kaw-djer ya se reprochaba haberlo juzgado
injustamente, cuando, en el momento en que ponían en pie al
irlandés, unas monedas de oro se deslizaron de su
cinturón y cayeron al suelo.
El Kaw-djer, asqueado, volvió la mirada.
Para sorpresa general, Patterson fue transportado a la
prisión, donde acudió el médico de Liberia para
cuidarle. Este no tardó en ir a dar cuentas de su misión
al gobernador. El irlandés no estaba en peligro y se
encontraría completamente repuesto en breve plazo.
La noticia satisfizo poco al Kaw-djer. Habría
preferido con mucho, que aquel lamentable suceso se hubiera resuelto
con la muerte del culpable. Por el contrario, estando vivo éste,
el suceso tendría necesariamente continuación. En efecto,
no era cuestión de resolverlo con una medida de clemencia, como
la que había beneficiado a Kennedy. Aquella vez, interesaba a
toda la población y nadie habría comprendido la
indulgencia para con aquel miserable que había sacrificado
fríamente a un número tan grande de hombres por su
insaciable codicia. Habría, pues, que proceder a un juicio y
castigar, hacer un acto de juez y de jefe. A pesar de la
evolución de sus ideas, ésas eran tareas que repugnaban
terriblemente al Kaw-djer.
La noche transcurrió sin más incidentes.
Sin embargo, resulta superfluo decir que nadie durmió mucho
aquella noche en Liberia. La gente hablaba febrilmente en las casas y
en las calles de los graves acontecimientos que acababan de suceder,
congratulándose por la forma en que se habían
desarrollado. Todos los honores eran para el Kaw-djer, que tan
exactamente había adivinado el plan de los enemigos.
Se estaba llegando al solsticio de verano. La noche
cerrada apenas si duraba cuatro horas. Desde las dos de la
mañana, el cielo se iluminó con los primeros resplandores
del alba. De un mismo impulso, los hostelianos se dirigieron entonces
al espaldón del sur, desde donde vislumbraron la larga
línea del campamento enemigo.
Una hora más tarde salían hurras de
todos los pechos. No cabía duda alguna, los patagones
hacían. sus preparativos para la marcha. No se sorprendieron,
pues la matanza de la noche precedente les debía haber probado
que no tenían nada que hacer en la isla Hoste. Con orgullosa
alegría, los hostelianos contaban hasta la saciedad el balance
de las pérdidas del enemigo. Más de cuatrocientos veinte
caballos de los cuales habían cogido a trescientos y matado al
resto durante la invasión o en la escaramuza del Bourg
Neuf. Apenas si aquellos intrépidos jinetes contaban ahora
con trescientos. Más de doscientos hombres, es decir, un
centenar de prisioneros en la granja Riviére y un mayor
número de muertos y heridos en los encuentros sucesivos y sobre
todo en la hecatombe cuyo teatro había sido el cercado de
Patterson. Reducidos a casi un tercio de su efectivo, y cerca de la
mitad de los supervivientes transformados en hombres a pie, era natural
que los indios no tuvieran deseos de eternizarse en una región
lejana donde habían recibido tan dura acogida.
Hacia las ocho, un gran movimiento recorrió la
horda y la brisa llevó hasta Liberia un espantoso
vocerío. Todos los guerreros se apretujaban en un mismo punto,
como si quisieran asistir a un espectáculo que los hostelianos
no podían ver. En efecto, la distancia no permitía
distinguir los detalles. Sólo percibían la
agitación general de la horda y todos sus gritos individuales se
fundían en un inmenso clamor.
¿Qué hacían? ¿En
qué violenta discusión se habían enzarzado?
Aquello duró mucho tiempo. Al menos una hora.
Luego la columna pareció organizarse. Se dividió en tres
grupos, los guerreros desmontados en el centro, precedidos y seguidos
por un escuadrón de jinetes. Uno de los jinetes de la primera
línea llevaba por encima de las cabezas algo cuya naturaleza no
se podía reconocer. Era una cosa redonda... Se diría que
era una bola clavada en un palo...
La horda se puso en marcha hacia las diez.
Adaptándose al paso de los peatones, desfiló lentamente
bajo los ojos de los liberianos. Ahora el silencio era profundo de un
extremo al otro. Ni vociferaciones por parte de los vencidos, ni hurras
entre los vencedores.
En el momento en que la retaguardia de los patagones
se ponía en marcha corrió una orden entre los
hostelianos. El Kaw-djer pedía a todos los colonos que supieran
montar a caballo que se dieran a conocer inmediatamente.
¿Quién hubiera podido creer jamás que Liberia
poseyera un número tan grande de hábiles jinetes? Casi
todo el mundo se presentaba, ardiendo en deseos de desempeñar un
papel en él último acto del drama. Se tuvo que proceder a
una selección. En menos de una hora se reunió un reducido
ejército de trescientos hombres. Comprendía cien hombres
a pie y doscientos hombres a caballo. Con el Kaw-djer a la cabeza, los
trescientos hombres se pusieron en marcha, ganaron terreno y
desaparecieron en dirección al norte detrás de la horda
en retirada. Transportaban en camillas a algunos heridos recogidos en
el cercado de Patterson, la mayor parte de los cuales no
llegarían vivos al litoral americano.
Hicieron la primera parada en la granja de los
Riviére. Tres cuartos de hora antes, los patagones habían
pasado a lo largo de la empalizada
Sin intentar, aquella vez, franquearla, la
guarnición, resguardada detrás de las estacas de la
cerca, los había visto desfilar y aunque no estuvieran al
corriente de los acontecimientos de la noche anterior, a ninguno de los
que la componían se le había ocurrido disparar contra los
indios. Avanzaban con un aire tan deprimido y cansado que nadie
dudó de su derrota. Nada en ellos les hacía temibles. Ya
no eran enemigos, sino solamente hombres desgraciados que no inspiraban
más que piedad.
Uno de los jinetes de la cabeza llevaba todavía
en el extremo de un palo aquella cosa redonda que habían visto
desde el espaldón. Pero, al igual que los liberianos en el
momento de la partida, tampoco la guarnición de la granja
Riviére había podido reconocer la naturaleza de aquel
singular objeto.
A las órdenes del Kaw-djer, libraron a los
prisioneros patagones de sus ataduras y abrieron las puertas delante de
ellos de par en par. Las indios no se movieron. Evidentemente, no
creían que aquello fuera la libertad y juzgando a los
demás por sí mismos, temían caer en una
trampa.
El Kaw-djer se aproximó a aquel Athlinata, con
el que ya había intercambiado algunas palabras.
-¿A qué esperáis?
-preguntó.
-A conocer la suerte que se nos reserva
-respondió Athlinata.
-No tenéis nada que temer -afirmó el
Kaw-djer-. Sois libres.
-¡Libres...! -repitió el indio
sorprendido.
-Sí, los guerreros patagones han perdido la
batalla y regresan a su país. Id con ellos. Sois libres.
Diréis a vuestros hermanos que los hombres blancos no tienen
esclavos y que saben perdonar. ¡Quizás este ejemplo los
haga más humanos!
El patagón miró al Kaw-djer con aire
indeciso, luego, seguido por sus compañeros se puso en marcha
lentamente. La tropa desarmada pasó entre la doble hilera de la
silenciosa guarnición, salió del recinto y tomó la
derecha hacia el norte. Cien metros más atrás, el
Kaw-djer y sus trescientos hombres los escoltaban, interceptando la
carretera del sur.
Cerca del atardecer, vieron acampar para la noche al
grueso de los invasores. Durante su retirada nadie les había
molestado, no se había disparado un solo tiro. Pero aquella
prueba de misericordia por parte de sus adversarios no les había
tranquilizado y manifestaron una viva inquietud al ver acercarse una
masa tan importante de jinetes y hombres a pie. Con el fin de
inspirarles confianza, los hostelianos se detuvieron a dos
kilómetros, mientras que los prisioneros liberados,
llevándose consigo a los heridos, continuaron su marcha y fueron
a reunirse con sus compatriotas.
¿Cuáles debieron ser los pensamientos de
aquellos indios salvajes, cuando regresaron libremente los que ellos
pensaban reducidos a la esclavitud? ¿Fue Athlinata un fiel
mandatario y conocieron las palabras que él tenía la
misión de repetirles? ¿Compararían sus hermanos,
tal y como esperaba el liberador, su conducta habitual con la de los
blancos a quienes habían querido destruir y que les trataban con
tanta clemencia?
El Kaw-djer lo ignoraría siempre, pero aunque
su generosidad fuera inútil, no era hombre que lo fuera a
lamentar. Es a fuerza de repartir buen grano que la simiente acaba por
caer en tierra fértil.
La marcha continuó hacia el norte sin
incidentes durante tres días más. A veces
aparecían colonos en las pendientes que seguían con la
mirada, mientras se mantenían a la vista, a la horda y a la
tropa pegada a sus pasos. En la tarde del cuarto día llegaron
por fin al punto mismo donde los patagones habían desembarcado.
Al día siguiente, al amanecer, empujaron al agua las piraguas
que habían escondido en las rocas del litoral. Unas, cargadas
solamente de hombres, hicieron rumbo al oeste con el fin de contornear
la Tierra del Fuego, otras, franqueando el canal de Beagle, fueron
directamente a abordar en la gran isla que los jinetes
atravesarían. Pero dejaban algo detrás de ellos. En el
extremo de un largo palo clavado en la arena de la orilla, abandonaron
aquella cosa redonda que habían llevado desde Liberia con tan
extraña obstinación.
Cuando la última piragua estuvo fuera de
alcance, los hostelianos se acercaron a la orilla del mar y entonces
vieron con horror que la cosa redonda era una cabeza humana. Cuando se
acercaron unos pasos, reconocieron la cabeza de Sirdey.
Aquel descubrimiento les llenó de
estupefacción. No se explicaban cómo Sirdey, que
había desaparecido desde hacía muchos meses, podía
encontrarse con los patagones. Sólo el Kaw-djer no se
sorprendió. Conocía, al menos en parte, el papel
desempeñado por el antiguo cocinero del Jonathan y el
drama se le presentaba con claridad. Sirdey era el hombre blanco en
quien los indios habían depositado tanta confianza. Se
habían vengado así de su decepción.
Al día siguiente por la mañana, el
Kaw-djer se puso en camino hacia Liberia. La tarde del 30 de diciembre
entraba en la ciudad con su tropa extenuada.
La isla Hoste había conocido la guerra. Gracias
a él, salía indemne de la prueba, con los invasores
expulsados hasta el límite de su territorio. Pero todavía
no se había fijado el punto final de aquella terrible aventura.
Quedaba por cumplir un cruel deber.
En la prisión donde estaba detenido, Patterson
había experimentado una sucesión de diversos
sentimientos. El primero de todos fue la sorpresa de verse bajo
cerrojo. ¿Qué le había sucedido? Luego, recobrando
la memoria poco a poco, se acordó de Sirdey, de los patagones y
de su abominable traición.
¿Qué había ocurrido
después? Si los patagones hubieran resultado vencedores, sin
duda habrían acabado lo que habían comenzado y en aquel
momento él estaría muerto. Puesto que se despertaba en la
prisión, debía concluir que éstos habían
sido rechazados.
Si era efectivamente así, puesto que le
habían encarcelado, ¿era conocida entonces su
traición? En ese caso, ¿qué es lo que no
había de temer? Patterson se puso a temblar...
De todos modos, al reflexionar se tranquilizó.
Que se sospechara de él, ¡de acuerdo!, pero no
podían saber nada con seguridad. Nadie le había visto,
nadie le había cogido con las manos en la masa; eso seguro.
Saldría indemne de una aventura que no dejaría de
saldarse con un serio provecho para él.
Patterson buscó su oro pero no lo
encontró. ¡No obstante no lo había soñado!
Aquel dinero se lo habían dado. ¿Cuánto? No lo
sabía exactamente. Ciertamente no las mil doscientas piastras
estipuladas, porque aquellos bribones le habían robado, pero al
menos sí, novecientas o incluso mil. ¿Quién le
había quitado su oro? ¿Los patagones? Quizá. Pero
más probablemente los que le habían aprisionado.
El corazón de Patterson se hinchó
entonces de cólera y de odio. Detestó con igual furor a
indios y colonos, rojos y blancos, todos igual de ladrones y
cobardes.
Desde entonces, no tuvo un momento de reposo.
Angustiado, no viviendo más que para odiar, dudando entre cien
hipótesis, esperó con una impaciencia febril a que le
fuera revelada la verdad. Pero los que le tenían encerrado no se
preocupaban en absoluto de su rabia impotente. Se sucedieron los
días sin que cambiara su situación. Parecían
haberle olvidado.
Finalmente el 31 de diciembre, más de una
semana después de su encarcelamiento, salió de la
prisión, bajo la vigilancia de cuatro hombres armados.
¡Por fin iba a saber algo...! Al llegar a la plaza de la
Gobernación, Patterson se detuvo sobrecogido.
En efecto, el espectáculo imponía; el
Kaw-djer había querido rodear de solemnidad el juicio que iba a
tener lugar contra el traidor. Las circunstancias acababan de
demostrarle la fuerza que da a una colectividad la comunidad de
sentimientos y de intereses. ¿Habrían rechazado a los
patagones con tanta facilidad, si cada uno, en lugar de doblegarse a
las leyes generales, hubiera tirado por su lado y no hubiera hecho
más que lo que se le antojara? Intentaba conceder un nuevo
impulso a aquel sentimiento naciente de solidaridad, condenando con
aparato un crimen cometido contra todos. Se había adosado a la
Gobernación una elevada estrada sobre la que se situaron,
además del Kaw-djer, los tres miembros del Consejo y el juez
titular Ferdinand Beauval. Al pie del tribunal, se había
reservado un sitio para el acusado. Detrás se apretujaba toda la
población de Liberia contenida por unas barreras.
Cuando apareció Patterson, un inmenso grito de
reprobación surgió de centenares de pechos. Un gesto del
Kaw-djer impuso silencio. Comenzó el interrogatorio al
acusado.
El irlandés se obstinó en negar
sistemáticamente. Era demasiado fácil acusarle de
mentira. El Kaw-djer fue enumerando los cargos que pesaban sobre
él, uno detrás de otro. Primero, la presencia de Sirdey
entre los patagones. En efecto, Sirdey había sido visto y su
presencia no era equívoca, puesto que los indios, furiosos por
su fracaso, habían enarbolado su cabeza como un trofeo de
venganza.
Patterson se estremeció al oír la
noticia de la muerte de su cómplice. Aquella muerte era para
él un fúnebre presagio.
El Kaw-djer prosiguió con la
acusación.
Y no sólo se trataba de que Sirdey estuviera
entre los patagones, sino de que se había puesto en contacto con
Patterson y que después de un acuerdo concluido entre ellos,
éste había vuelto a tomar posesión de su terreno,
levantando el cercado y pidiendo finalmente que se le hiciera montar
guardia sólo allí. La prueba de aquella criminal entente,
la habían proporcionado los mismos patagones al tomar tierra en
el cercado y otra prueba aún más contundente era el oro
que le habían encontrado a Patterson. ¿Podía
explicar la procedencia de aquel oro encontrado en su posesión,
él, que según su propia confesión, había
perdido hacia un año todo lo que poseía?
Patterson bajó la cabeza. Se sentía
perdido.
Terminado el interrogatorio, el Tribunal
deliberó y luego el Kaw-djer pronunció la sentencia. Se
confiscarían los bienes del culpable. El estado se quedaba con
su terreno, al igual que con la suma con la que se había pagado
su crimen. Además, Patterson era condenado al exilio perpetuo
quedándole para siempre prohibido el territorio de la isla
Hoste.
La sentencia se ejecutó inmediatamente. El
irlandés fue conducido a la ensenada a bordo de un navío
que iba a partir. Permanecería prisionero hasta el momento de la
partida, con los pies atados , con hierros que no se le
quitarían hasta que estuviera fuera de las aguas
hostelianas.
Mientras la muchedumbre se dispersaba, el Kawdjer
se retiró a la Gobernación. Necesitaba estar solo para
apaciguar su alma turbada. ¿Quién le habría dicho
antaño que él, el feroz igualitario, llegaría a
erigirse en juez de otros hombres, él, amante apasionado de la
libertad, a parcelar la tierra, aquella propiedad común de la
humanidad, con una división más, a decretarse jefe de una
fracción del vasto mundo, y a arrogarse el derecho de impedir el
acceso a ella a uno de sus semejantes? Sin embargo, él
había hecho todo aquello y, aunque trastornado, no lo lamentaba.
Había sido positivo, estaba seguro. La condena al traidor
acababa el milagro comenzado con la lucha contra los patagones. La
aventura había costado reducir el Bourg Neuf a cenizas,
pero era un buen precio por la transformación realizada. El
peligro que todos habían corrido, los esfuerzos realizados en
común, habían creado un lazo entre los emigrantes, cuya
fuerza ni ellos mismos sospechaban. Antes de aquella sucesión de
acontecimientos, la isla Hoste no era más que una colonia donde
se encontraban fortuitamente reunidos hombres de veinte nacionalidades
diferentes. Ahora, los colonos dejaban su sitio a los hostelianos. En
lo sucesivo, la isla Hoste era la patria.
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