Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XIII Una jornada triste
No sólo el extravío de los hostelianos
había suprimido casi totalmente la producción de la isla,
sino que una población quintuplicada debía vivir de los
stocks casi agotados. Durante el invierno de 1893, la miseria
fue atroz. El Kaw-djer realizó una formidable tarea en los cinco
meses que duró. Día a día tuvo que resolver las
dificultades que iban surgiendo sin cesar: socorrer a los hambrientos,
cuidar a los innumerables enfermos; en una palabra, estar en todos los
sitios a la vez. Al comprobar aquella energía indomable y
aquella inalterable abnegación, los liberianos se quedaron
asombrados de admiración y hundidos por los remordimientos.
¡Así se vengaba aquel que había renunciado, como
sabían ahora, a una maravillosa existencia para compartir su
vida de miserias, y de quien no obstante habían renegado tan
cobardemente!
A pesar de todos los esfuerzos del Kaw-djer, a duras
penas se pudo procurar lo estrictamente necesario para Liberia.
¿Qué debía ocurrir en el campo? Y sobre todo,
¿qué debía ocurrir en los placeres donde se
habían amontonado millares de hombres que, con toda
probabilidad, no habían adoptado ninguna medida para combatir un
clima cuyos rigores ignoraban?
Era demasiado tarde para reparar sus imprevisiones.
Estaban bloqueados por la nieve y no podían contar ya con los
recursos de los alrededores más cercanos. Tantas bocas
hambrientas habrían agotado aquellos recursos en pocos
días.
Tal y como más tarde se supo, algunos lograron
sin embargo vencer todos los obstáculos y en ocasiones se
adentraron muy lejos a través de la isla. Hubo sangrientas
batallas entre éstos y los granjeros. La ferocidad humana
superaba a la de la naturaleza. El invierno había disminuido
pero no restañado el chorro de sangre que enrojecía la
tierra.
De todos modos, fueron pocos los que en aquellas
audaces incursiones desafiaron a la vez la hostilidad de los hombres y
de las cosas. ¿Cómo vivieron los demás? Lo
único que se pudo saber es que muchos murieron de hambre y
frío. En cuanto a la forma en que sus compañeros
más afortunados habían asegurado su existencia, aquello
fue siempre un misterio.
Pero el Kaw-djer no necesitaba conocer con detalle las
cosas para imaginar de qué torturas eran víctimas
aquellos miserables. Adivinaba su desesperación y
comprendía que aquella desesperación se
convertiría en furor con los primeros rayos de la primavera.
Entonces, el peligro sería realmente amenazador: Cuando las
carreteras se despejaran con la fundición de la nieve, aquel
populacho hambriento se expandiría por todas partes y
saquearía la isla.
En efecto, dos días después del
deshielo, se supo que la concesión de la Franco-English Gold
Mining Company, que dirigían el francés Maurice
Reynaud y el inglés Alexander Smith, había sido atacada
por una banda de hombres enloquecidos. Pero tal y como dijeron al
Kaw-djer, los dos jóvenes supieron defenderse ellos mismos.
Reuniendo a sus obreros cuyo número ya ascendía a muchos
centenares, rechazaron a los agresores que les ocasionaron serias
pérdidas.
Algunos días después se recibió
la noticia de una serie de crímenes cometidos en la
región del norte. Habían sido saqueadas varias granjas y
expulsados de ellas sus propietarios, e incluso en algunas ocasiones
muertos simple y llanamente. Si se dejaba hacer a aquellos bandidos, en
menos de un mes habrían devastado la isla entera. Llegaba la
hora de actuar.
La situación era infinitamente mejor que la del
año anterior. Si la primavera había determinado violentas
agitaciones en la multitud esparcida de aventureros, no había
tenido influencia alguna en la conducta de los hostelianos. Aquella
vez, la lección había sido suficiente. A excepción
del centenar de locos que se habían obstinado en permanecer en
los placeres y que sin duda en aquel momento ya debían estar
muertos, la población de Liberia no se había visto
disminuida ni de una sola persona. A nadie se le había ocurrido
iniciar una tercera campaña de prospección. Para unos
pocos colonos favorecidos por un afortunado azar, la mayoría
habían vuelto arruinados, comprometida su salud y con el futuro
perdido para siempre. Además, la mayor parte de las modestas
fortunas recogidas en los placeres se había disipado, como
ocurre fatalmente, en las tabernas, en los garitos donde las
detonaciones de los revólveres se mezclaban con el
vocerío de los jugadores. Todos se daban cuenta de su locura y
nadie tenía deseos de reanudar la experiencia.
Así pues el Kaw-djer disponía de toda la
milicia completa. Mil hombres incorporados al regimiento,
disciplinados, obedeciendo a jefes reconocidos, constituyen una fuerza
a tener en cuenta, y aunque los adversarios fueran veinte veces
más numerosos, no dudaba de hacerles entrar en razón.
Algunos días de paciencia para dejar tiempo a que se secaran un
poco las carreteras empapadas por la fundición de la nieve, y
los colonos recorrerían la isla, la limpiarían de extremo
a extremo de los aventureros que la infectaban...
Pero éstos se le adelantaron. Fueron ellos
quienes provocaron la tragedia rápida y terrible que
decidió la suerte de la isla.
El 3 de noviembre, cuando los caminos aún
seguían transformados en ciénagas, los hostelianos del
campo, acudiendo a galope con sus caballos, advirtieron al Kaw-djer que
una columna formada por un millar de buscadores de oro marchaba contra
la ciudad. Ignoraban las intenciones de aquéllos hombres, pero a
juzgar por su actitud y sus gritos amenazadores, no debían ser
pacíficas.
El Kaw-djer tomó las medidas convenientes. La
milicia fue reunida bajo sus órdenes delante de la
Gobernación e interceptó las calles que desembocaban en
la plaza. Luego esperaron los acontecimientos.
La columna anunciada llegó hacia el final del
día a Liberia, donde el eco de sus cantos y sus gritos le
había precedido. Los prospectores que creían sorprender,
tuvieron por el contrario la sorpresa de encontrarse con la milicia
hosteliana alineada en posición de combate y su impulso fue
frenado en seco. Se detuvieron desconcertados. En lugar de actuar, de
improviso, tal como habían proyectado, ¡se vieron
obligados a parlamentar!
Al principio discutieron entre ellos con gran
acompañamiento de gestos y gritos, luego, los que se encontraban
a la cabeza hicieron saber a Hartlepool que deseaban hablar con el
Gobernador. Transmitida su petición de boca en boca, ésta
obtuvo un acogimiento favorable. El Kaw-djer consentía en
recibir a diez delegados.
Hubo que designar a aquellos diez delegados, lo que
motivó un recrudecimiento de discusiones y de clamores.
Finalmente se presentaron ante el frente de la milicia, que
abrió sus filas para dejarles pasar. A una breve orden de
Hartlepool, el movimiento fue ejecutado con una notable
perfección. Viejos soldados no habrían sabido hacerlo
mejor. Los delegados de los prospectores se quedaron impresionados. Se
impresionaron más aún, cuando a una nueva orden de su
jefe, la milicia, maniobrando con igual seguridad, volvió a
cerrar sus filas detrás de ellos.
El Kaw-djer se encontraba de pie en el centro de la
plaza, en el espacio que quedaba libre detrás de las tropas. Los
delegados pudieron ser contemplados a gusto mientras se dirigían
hacia él. Vistos de cerca, sus aspectos no eran nada
tranquilizadores. Altos y con anchos hombros parecían robustos,
aunque las privaciones del invierno les hubieran enflaquecido. La mayor
parte de ellos, vestidos de cuero cuyo color primitivo uniformaba una
espesa capa de suciedad, tenían hirsutas cabelleras y tupidas
barbas que hacían semejar sus rostros a hocicos de fieras. En el
fondo de sus hundidas órbitas relucían ojos de lobo y al
andar apretaban los puños.
El Kaw-djer permaneció inmóvil, sin dar
un paso hacia ellos y, cuando estuvieron cerca de él,
esperó tranquilamente a que le hicieran conocer la finalidad de
su acción.
Pero los delegados de los prospectores no se
apresuraban en hablar. Al llegar junto al Kaw-djer se habían
descubierto instintivamente y, alineados en semicírculo a su
alrededor, se balanceaban torpemente sobre sus piernas. Su feroz
apariencia era engañosa. Por el contrario, se parecían
bastante a niños pequeños, sin saber cómo
comportarse, al verse aislados de sus compañeros, en la soledad
de aquella plaza, delante de aquel hombre de actitud grave y
fría que les pasaba la cabeza y cuya majestad les
imponía.
Finalmente se atenuó su turbación,
volvieron a encontrar la lengua y uno de ellos pidió la
palabra.
-Gobernador -dijo-, venimos en nombre de nuestros
compañeros...
El orador, intimidado, se quedó cortado. El
Kaw-djer no hizo nada para ayudarle a reanudar el hilo de su discurso.
El prospector volvió a empezar:
-Nuestros compañeros nos han enviado...
Nueva detención del orador e idéntico
mutismo por parte del Kaw-djer.
-¡Bueno!, vaya, ¡que somos sus delegados!
-explicó otro aventurero, impaciente por aquellas
vacilaciones.
-Ya lo sé -dijo el Kaw-djer con frialdad-.
¿Y qué más?
Los delegados estaban desconcertados. ¡Ellos que
pensaban que iban a hacer temblar... ! ¡Y cómo era
así les temían... ! Hubo otro silencio. Luego un tercer
prospector que se destacaba por la amplitud de su descuidada barba,
hizo acopio de todo su valor y entró de lleno en la
cuestión.
-¿Y qué más...? Lo que hay es que
tenemos de qué quejarnos. Eso es lo que hay más.
-¿De qué?
-De todo. No podemos salir adelante, mientras
aquí se nos demuestre tan mala voluntad.
A pesar de lo seria que era la situación, el
Kawdjer no pudo reprimir divertirse en su interior por la graciosa
ironía de semejante recriminación en boca de uno de los
invasores de la isla Hoste.
-¿Eso es todo? -preguntó.
-No -respondió el tercer prospector, que
decididamente era quien menos pelos tenía en la lengua-.
Nosotros también querríamos que las concesiones fueran
para quienes las quisieran. Hay que luchar para obtenerlas. Los
caballeros -el aventurero, un americano del oeste empleaba aquel
término con la mayor seriedad del mundo- preferirían
concesiones como se hacen en todos sitios... Sería más...
oficial -añadió después de un instante de
reflexión con divertida convicción.
-¿Eso es todo? -repitió el Kaw-djer.
-¡A saber...! -respondió el prospector de
las grandes barbas-. Pero antes de pasar a otra cuestión, los
caballeros querrían una respuesta referente a las
concesiones.
-No -dijo el Kaw-djer.
-¿No...?
-La respuesta es: «No» -precisó el
Kaw-djer.
Los delegados alzaron la cabeza al mismo tiempo. Sus
ojos comenzaron a echar chispas.
-¿Por qué? -preguntó uno de los
que todavía no habían hablado-. Los caballeros quieren
una razón.
El Kaw-djer guardó silencio. ¡Encima se
atrevían a pedirle razones! ¿No las conocían?
¿No fijaba la ley, que nadie había respetado, un precio
para el libramiento de concesiones? Incluso más, ¿no
reservaba aquella ley de todos conocida las concesiones a los
hostelianos, y no prohibía a aquellas gentes que audazmente la
habían desafiado la entrada en el territorio hosteliano?
-¿Por qué? -repitió el
prospector, al comprobar que su pregunta no producía efecto.
Luego, como aquella segunda interrogación no
tenía más éxito que la primera, se
respondió a sí mismo.
-¿La ley...? -dijo-. ¡Claro!, conocemos
la ley... Pero con naturalizarnos... La tierra es de todo el mundo
¡y creo que nosotros somos hombres como los demás!
El Kaw-djer no se habría expresado en otros
tiempos de distinta forma. Pero ahora sus ideas habían cambiado
mucho y ya no comprendía aquel lenguaje. No, la tierra no es de
todo el mundo. Pertenece a quienes la roturan, la cultivan, a quienes
su tenaz trabajo transforma en madre alimenticia y obliga al suelo a
tejer el tapiz dorado de las cosechas.
-Y además -continuó el prospector
barbudo-, si se habla de ley, lo primero que habría que hacer es
respetar esta ley. Cuando los que la fabrican se burlan de ella
¿qué van a hacer los otros, pregunto?
-Es el 3 de noviembre. ¿Por qué no ha
habido elecciones el día primero si ya ha pasado el tiempo que
le correspondía a la Gobernación?
Aquella inesperada observación
sorprendió al Kaw-djer. ¿Quién habría
podido informar tan bien a aquel minero? Sin duda, Kennedy, a quien no
se había vuelto a ver por Liberia. Por lo demás, la
advertencia era justa. En efecto, había finalizado el
período que había fijado cuando se sometió
voluntariamente a los sufragios de los electores. Y, según los
términos de la ley que antaño él mismo
había promulgado, se habría debido proceder dos
días antes a una nueva elección. Si se había
dispensado de hacerlo, es porque no había juzgado oportuno
complicar aún más una situación ya tan
trastornada, sólo para respetar un simple formalismo, ya que la
renovación de su gobierno era absolutamente segura. Pero
¿en qué afectaba aquello a una gente que no era elegible
ni electora?
No obstante, el buscador de oro, enardecido por la
calma del Kaw-djer, continuó en un tono más
tranquilo:
-Los caballeros reclaman esa elección y quieren
que cuenten sus votos. Sus votos valen como los de los demás
¿no es verdad? ¿Por qué iban cinco mil a imponer
la ley a veinte mil? Eso no es justo...
El aventurero hizo una pausa y esperó
inútilmente la respuesta del Kaw-djer. Embarazado por aquel
persistente silencio, y deseoso de hacer comprender que su
misión había terminado, concluyó:
-¡Y ya está!
-¿Eso es todo? -preguntó por tercera vez
el Kaw-djer.
-Sí... -respondió el delegado-. Es todo,
sin ser todo... Bueno, es todo por el momento.
El Kaw-djer, mirando cara a cara a los diez hombres
que le observaban con atención, declaró en tono
frío:
-Esta es mi respuesta: «Estáis
aquí a pesar nuestro. Os doy veinticuatro horas para someteros
incondicionalmente. Pasado el plazo, aviaré.»
Hizo una señal. Acudieron Hartlepool y unos
veinte hombres.
-Hartlepool -dijo-, haga el favor de volver a conducir
a estos señores fuera de las filas.
Los delegados estaban estupefactos. Por muy seguros
que estuvieran de sus fuerzas, aquella calma glacial les desconcertaba.
Dócilmente se alejaron escoltados por los hostelianos.
El tono cambió cuando se reunieron con aquellos
que designaban con el nombre genérico de
«caballeros». Mientras rendían cuentas de su
misión, su cólera, hasta el momento dominada,
estalló libremente y encontraron suficiente cantidad de palabras
irritadas y de sonoros juramentos para expresar su
indignación.
Aquella especial elocuencia tuvo eco en la multitud y
pronto un concierto de voceríos hizo saber al Kaw-djer que su
respuesta ya era conocida. Tardó mucho en calmarse aquella
agitación. La noche la disminuyó sin apaciguarla por
entero. Hasta la mañana, la oscuridad estuvo llena de gritos
furiosos. Si no se podía ver a los mineros, sí se les
podía oír. Evidentemente se obstinaban en su empresa y
acamparon al aire libre.
La milicia hizo lo mismo que ellos. Sin dejar las
armas vigiló durante toda la noche, haciendo relevos de
guardias.
En efecto, la columna no se había retirado. Al
alba, las calles aparecieron negras de gente. Un buen número de
prospectores, cansados por aquella noche de espera, se habían
acostado en el suelo. Pero al primer rayo del día, todos se
pusieron en pie y el jaleo de la vigilia cobró aún mayor
vigor.
En las calles que ocupaban la calzada, las casas
habían sido cerradas cuidadosamente. Nadie se arriesgaba al
exterior. Si un hosteliano más curioso arriesgaba una ojeada por
el resquicio de los postigos desde un primer piso, de inmediato un
huracán de abucheos le obligaba a cerrarla apresuradamente.
El comienzo de la mañana fue relativamente
calmado. Los aventureros no parecían ponerse de acuerdo en lo
que les convenía hacer y discutían con animación.
A medida que transcurría el tiempo, iba aumentando su
número. Por lo que se podía juzgar, ahora se elevaba a
cuatro o cinco mil. Unos emisarios, enviados durante la noche,
habían tocado a llamada y se habían traído consigo
refuerzos. Los prospectores de la región del Golden
Creek habían tenido tiempo de llegar, pero no así
los que trabajaban en las montañas del centro o de la punta del
noroeste y cuyo viaje, admitiendo que vinieran, exigiría uno o
más días según su alejamiento.
Sus compañeros, que ya habían invadido
la ciudad, habrían actuado sabiamente esperándoles.
Cuando fueran diez o quince mil, la situación ya muv grave en
Liberia, resultaría casi desesperada.
Pero aquellos hombres sin conciencia, incapaces de
resistir a la violencia de sus pasiones, jamás habrían
tenido la paciencia de esperar. Cuanto más avanzaba la
mañana, más aumentaba su agitación. La multitud se
irritaba a ojos vistas bajo el latigazo de la fatiga y los excitados
discursos repetidos por los oradores al aire libre
Hacia las once, la muchedumbre fue lanzada de un
impulso general. sobre la milicia hosteliana. Inmediatamente
ésta apareció erizada de bayonetas. Los asaltantes
retrocedieron precipitadamente, esforzándose por vencer el
empujón de quienes se encontraban a la cola. Con el fin de
evitar desgracias involuntarias, el Kaw-djer hizo retroceder a su tropa
que se replegó ordenadamente y fue a tomar posición
delante de la Gobernación. Así fueron despejadas las
calles que desembocaban en la plaza. Los mineros, equivocándose
sobre el sentido de aquel movimiento, lanzaron un ensordecedor clamor
de victoria.
El espacio que había quedado libre por la
retirada de la milicia hosteliana, se llenó en un instante de
una hormigueante muchedumbre. Aquella muchedumbre no tardó en
reconocer su error. No, aún no había vencido. La milicia,
intacta, les seguía interceptando el paso. Si los mil hombres de
la que estaba formada, amoldando su actitud a la de su jefe,
permanecían impasibles sin dejar las armas, no por ello dejaban
de disponer de fuego. Sus mil fusiles, carabinas americanas que muchos
de los prospectores conocían bien, a los que un depósito
aseguraba una reserva de siete cartuchos, eran capaces de disparar en
menos de un minuto sus siete mil tiros que, en ese caso, serían
disparados a quemarropa. Aquello daba qué pensar a los
más valientes.
Pero los aventureros no se encontraban ya en un estado
de espíritu que permitiera la reflexión. Se excitaban; se
enardecían unos contra otros. Dándoles confianza su gran
número, dejaron de temer a aquella tropa cuya inmovilidad les
pareció debilidad. Llegó el momento en que lo que les
quedaba de razón fue definitivamente abolido.
El espectáculo era trágico. En la
periferia de la plaza, una muchedumbre aulladora y desaliñada,
gritando desde millares de bocas expresaba palabras que nadie
podía oír, y que tendían sus millares de
puños con gestos de amenaza. A treinta metros de ésta,
haciéndole frente, la milicia hosteliana alineada en completo
orden a lo largo de la fachada de la Gobernación con sus hombres
conservando la inmovilidad de una estatua. Detrás de la milicia,
el Kaw-djer, solo, de pie en el último escalón que daba
acceso a la Gobernación, contemplando con aire preocupado aquel
agitado cuadro y buscando un medio de poner fin pacíficamente a
una situación cuya gravedad comprendía perfectamente.
Era la una del mediodía, cuando comenzaron a
partir de la muchedumbre febriles injurias directas. Los hostelianos,
contenidos por su jefe, no respondieron.
En la primera fila de los que insultaban,
podían ver a una figura conocida. Los rebeldes habían
empujado a Kennedy delante, cuyos insidiosos consejos habían
contribuido a meterles en aquella aventura. Por él
conocían la ley relativa a las elecciones y era él quien
les había sugerido reclamar la calidad de ciudadanos y de
electores, asegurándoles que el Kaw-djer, abandonado por todos,
no tendría la fuerza de resistírseles. La realidad se
mostraba de modo distinto. Se tropezaban con mil fusiles y les
parecía justo que aquel que les había conducido hasta
allí, fuera expuesto a los tiros.
El antiguo marinero, que había querido
vengarse, era el mal comerciante de aquel negocio. Había
desaparecido su jactancia de nabbab. Pálido y tembloroso, no le
llegaba la camisa al cuerpo, como se suele decir familiarmente.
Muy pronto, las injurias no bastaron para satisfacer
la creciente cólera de la muchedumbre, que cada vez más
perdía la cabeza, y se tuvo que pasar a la acción.
Avalanchas de piedras comenzaron a abatirse sobre la milicia impasible.
Decididamente las cosas tornaban un mal cariz.
Durante una hora fue cayendo aquella lluvia asesina.
Fueron heridos muchos hombres y dos de ellos tuvieron que abandonar las
filas. Una piedra alcanzó la frente del mismo Kaw-djer. Se
balanceó; pero enderezándose con un enérgico
esfuerzo, secó tranquilamente la sangre que enrojecía su
rostro y volvió a adoptar su actitud de observador.
Después de una hora de aquel ejercicio que no
podía conducir a nada, los asaltantes parecieron cansarse. Los
proyectiles se hicieron menos numerosos y parecía que iban a
dejar de llover, cuando de pronto surgió un enorme clamor de la
muchedumbre. ¿Qué había ocurrido? El Kaw-djer,
alzándose sobre la punta de sus pies, se esforzó en vano
por ver las calles vecinas. No lo logró. A lo lejos, las
agitaciones de la muchedumbre parecían más violentas y
eso era todo, sin que resultara posible discernir la causa.
No debían tardar en conocerla. Algunos minutos
más tarde, tres hercúleos prospectores, abriéndose
paso a codazos, iban a situarse delante de sus compañeros, como
si quisieran demostrar que se reían de las balas. En efecto, ya
no las temían, pues delante suyo y a modo de escudos, llevaban a
unos rehenes que les protegían contra ellas.
Los asaltantes habían tenido una idea
diabólica. Habiendo derribado la puerta de una casa, se
habían apoderado de sus habitantes, dos jóvenes mujeres,
dos hermanas que vivían allí solas con un niño
pequeño, pues el marido de una de ellas había muerto en
el transcurso del invierno precedente. Dos mineros habían cogido
a las mujeres, otro al niño y, ahora, cada uno con su fardo,
desafiaban al Kaw-djer y a su milicia. ¿Quién se
atrevería a disparar, cuando los primeros disparos serían
para aquellas inocentes criaturas?
Las dos mujeres, aterrorizadas, se abandonaban sin
resistencia. En cuanto al bebé, que una especie de bruto
gigantesco llevaba con los brazos extendidos como para ofrecerlo en
holocausto, se reía.
Aquello superaba en horror todo lo que el Kawdjer
hubiera sido capaz de imaginar. La atroz aventura hizo temblar a aquel
hombre tan fuerte. Tuvo miedo. Palideció.
Y no obstante era el momento de decidir
rápidamente. Había que tomar con urgencia una
resolución. Los mineros ya habían dado un paso adelante
lanzando furiosas vociferaciones.
Su enloquecimiento era tal que habría sido
imposible esperar un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, en el que la
superioridad de su número habría asegurado la victoria.
Estaban a veinte metros de la milicia pétreamente
inmóvil, cuando estallaron las detonaciones. Los
revólveres hacían hablar a la pólvora. Cayó
un hosteliano.
Ya no era admisible la vacilación. En menos de
un minuto serían desbordados y toda la población de
Liberia, hombres, mujeres y niños, serían masacrados sin
remedio.
-¡Apunten...! -ordenó el Kaw-djer, que
palideció aún más.
La milicia obedeció con la precisión de
un ejercicio de entrenamiento. Todas las culatas se apoyaron en los
hombros y los cañones se dirigieron amenazadores hacia la
muchedumbre.
Pero ésta estaba demasiado enloquecida para que
el temor pudiera detenerla. Resonaron nuevos disparos de
revólver. Fueron alcanzados otros tres milicianos.
La muchedumbre, embriagada, desencadenada, no estaba
más que a diez pasos.
-¡Fuego! -ordenó el Kaw-djer, con voz
ronca.
Con su heroica calma en medio de aquella larga
tormenta, sus hombres acababan de pagarle de una vez todo lo que
había hecho por ellos. Estaban igualados. Pero si del
reconocimiento y del afecto que les inspiraba habían sacado la
fuerza de conducirse como soldados, después de todo no lo eran
realmente. Desde que apretaron el gatillo, la locura se apoderó
a su vez de ellos. No dispararon un tiro, los dispararon todos. Fue
como el fragor de un trueno. En tres segundos las carabinas dispararon
sus siete mil balas. Luego se impuso un inmenso silencio...
Los hombres de la milicia miraban atontados. A lo
lejos desaparecían fugitivos. Ya no había nadie delante
suyo. La plaza era un desierto.
¿Un desierto...? ¡Sí, salvo aquel
amontonamiento, aquella montaña de cadáveres de la que
chorreaba un torrente de sangre! ¿Cuántos
había...? ¿Mil...? ¿Mil quinientos...?
¿Más...? No lo sabían.
Las dos jóvenes mujeres habían
caído al pie de aquel horrible montón junto a Kennedy,
muerto. Una, con una bala en el hombro, estaba muerta o desvanecida. La
otra se levantó ilesa y corrió enloquecida, llena de
espanto. El niño también estaba allí, entre los
muertos, en la sangre. Pero -¡era un milagro!- no tenía
nada y, muy divertido por aquel juego desconocido, continuaba riendo a
sus anchas.
El Kaw-djer, presa de un espantoso dolor, había
ocultado su rostro entre sus manos para huir de aquel horrible
espectáculo. Permaneció un instante postrado, luego
lentamente enderezó la cabeza.
Con un mismo movimiento los hostelianos se giraron
hacia él y le miraron en silencio.
Este no les dirigió la mirada. Contemplaba
inmóvil la siniestra carnicería y por su cara devastada,
diez años envejecida, rodaban gota a gota gruesas
lágrimas.
El Kaw-djer lloraba desesperadamente.
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