Los náufragos del
“Jonathan”
Primera parte - Capítulo V Los
náufragos
Quince días antes de esa noche del 15 al 16 de
marzo, el clipper americano Jonathan había
zarpado de San Francisco en California rumbo al África Austral.
Bastan cinco semanas para que un navío ligerísimo
realice, si el tiempo le es favorable, esa travesía.
Aquel velero de tres mil quinientas toneladas de
arqueo estaba aparejado con cuatro palos, el trinquete y el palo mayor
con velas cuadradas, los otros dos con velas áuricas y latinas:
cangrejas y botalón. Su comandante, el capitán Leccar,
excelente marino en la plenitud de la vida, tenía bajo sus
órdenes al segundo Musgrave, al teniente Maddison, al
contramaestre Hartlepool y a una tripulación de veintisiete
hombres, todos americanos.
El Jonathan no había sido fletado para
un transporte de mercancías. Lo que contenía en sus
flancos era un cargamento humano. Más de mil emigrantes,
reunidos por una Sociedad de colonización, se habían
embarcado hacia la bahía de Lagoa, donde el Gobierno
portugués les había otorgado una concesión.
La carga del clipper, aparte de los
víveres necesarios para el viaje, comprendía todo cuanto
iba a resultar indispensable para una colonia en sus inicios. La
alimentación de aquellos centenares de emigrantes, en harina,
conservas y bebidas alcohólicas, estaba garantizada por varios
meses. El Jonathan transportaba también material para
la primera instalación: tiendas, habitaciones desmontables,
utensilios necesarios para las necesidades de las familias. Con el fin
de favorecer la explotación inmediata de las tierras concedidas,
la Sociedad se había preocupado de proporcionar a los colonos
herramientas agrícolas, plantones de diversas especies, grano de
cereales y legumbres, cierta cantidad de cabezas de ganado de raza
bovina porcina y ovina, y todos los huéspedes habituales del
corral. No faltando tampoco las armas ni las municiones, la suerte de
la colonia quedaba asegurada durante un período de tiempo
suficiente. Por otra parte, no se trataba de abandonarla a sí
misma. De regreso a San Francisco, el Jonathan
recogería un segundo cargamento que completaría el
primero y, si la empresa parecía tener éxito,
transportaría más personal de colonos a la bahía
de Lagoa. No faltan pobres gentes para quienes la existencia es
demasiado penosa, incluso imposible, en la madre patria y todos sus
esfuerzos tienden a crearse una mejor en tierra extranjera.
Parecía que desde el comienzo de este viaje los
elementos se hubieran aliado en contra del éxito de su empresa.
El Jonathan, tras una travesía muy dura, sólo
había llegado a la altura del Cabo de Hornos cuando fue asaltado
por una de las más furiosas tempestades que aquellos parajes
hayan presenciado.
El capitán Leccar, que a falta de
observación solar no podía conocer su posición
exacta, creía hallarse a mayor distancia de la tierra. Esta fue
la razón por la cual dio el derrotero de amuras a estribor,
esperando pasar de una sola bordada al Atlántico, donde con toda
seguridad encontraría un tiempo más favorable.
Apenas ejecutadas sus órdenes, un furioso golpe
de mar, encapillándose por el cachete de estribor, se lo
llevó junto con otros pasajeros y marinos. En vano intentaron
socorrer a aquellos desgraciados que en un segundo ya habían
desaparecido.
Después de esta catástrofe fue
cuándo el Jonathan empezó a disparar el
cañón de alarma, cuyo primer cañonazo fue
oído por el Kaw-djer y sus compañeros. .
Por este motivo el capitán Leccar no
había podido ver el fuego encendido en la cima del cabo, que le
hubiera informado sobre su error, permitiéndole quizá
corregirlo. En su lugar, el segundo Musgrave intentó virar de
bordo, a fin de escapar. Era ésa una empresa
prácticamente irrealizable debido al estado del mar y al
reducido velamen que se necesitaba por la violencia del viento.
Después de muchos esfuerzos infructuosos iba,
sin embargo, a llevarla a cabo, cuando la caída de la arboladura
de popa lo precipitó al mar junto con el teniente Maddison. En
el mismo instante, una polea, violentamente balanceada por el oleaje,
golpeó al contramaestre en la cabeza y lo arrojó sin
sentido en la cubierta.
Ya conocemos lo demás.
Ahora se había terminado el viaje. El
Jonathan, fuertemente encajado entre las puntas de los
arrecifes, yacía, inmóvil para siempre, en la costa de la
isla Hoste. ¿A qué distancia se encontraba de la tierra?
De día se sabría. Lo cierto era que no se corría
ningún peligro inmediato. El navío, llevado por su propio
empuje, se había adentrado mucho entre los escollos y aquellos
que su impulso le había permitido franquear le protegían
del mar que no llegaba hasta él mas que en forma de inofensiva
espuma. Por consiguiente, al menos esa noche, no corría peligro
de ser destrozado. Por otra parte, no podía tampoco plantearse
el problema de que se fuera a pique, pues su peso seguramente no
podría hundir la cala que le servía de punto de
apoyo.
Con ayuda del contramaestre Hartlepool, el Kaw-djer
consiguió hacer comprender la nueva situación a aquel
rebaño enloquecido que invadía el puente. En el momento
de la varada, algunos emigrantes, unos voluntariamente y otros
expulsados por el choque, habían pasado por la borda.
Habían caído sobre los arrecifes donde la resaca los
revolcaba, mutilados y sin vida. Pero la inmovilidad del navío
empezaba a tranquilizar a los demás. Poco a poco, hombres,
mujeres y niños fueron a protegerse de los torrentes de lluvia
que las nubes dejaban caer en cataratas, debajo de las camaretas o en
el entrepuente. El Kaw-djer por su parte siguió velando por la
seguridad de todos, en compañía de Halg, de Karroly y del
contramaestre.
Instalados ya en el interior del navío, donde
reinaba un relativo silencio, la mayoría de los emigrantes no
tardaron en dormirse. Pasando de un extremo al otro, aquellas pobres
gentes habían recobrado la confianza y dócilmente
habían obedecido en cuanto sintieron que les dominaba otra
energía y otra inteligencia. Y como si fuera la cosa más
natural del mundo, se entregaban totalmente al Kaw-djer,
dejándole la responsabilidad de tomar las decisiones por ellos y
de asegurar su seguridad. No se les había preparado para correr
tales peligros. Animosos ante las miserias habituales de la existencia
por su paciente resignación, se sentían sin fuerzas en
circunstancias tan excepcionales, e, inconscientemente, deseaban que
alguien se encargase de distribuir a cada uno su tarea.
Entre aquellos emigrantes estaban representados,
más o menos ampliamente, franceses, italianos, rusos,
irlandeses, ingleses, alemanes e incluso japoneses, pero, sin embargo,
la mayoría procedía de los Estados de
Norteamérica. Esa misma diversidad de razas se encontraba dentro
de las profesiones. Si bien la inmensa mayoría formaba parte de
la clase agrícola, algunos pertenecían a la clase obrera
propiamente dicha e incluso unos cuantos, antes de expatriarse,
habían ejercido profesiones liberales. Solteros en su
mayoría, sólo unos cien o ciento cincuenta estaban
casados y arrastraban consigo un auténtico tropel de
niños. Pero todos tenían en común un mismo rasgo:
el ser unas ruinas de la sociedad. Víctimas unos de un azar
desfavorable en su nacimiento, otros de una falta de equilibrio moral,
éstos de una insuficiente inteligencia o fuerza, aquéllos
de desgracias inmerecidas, todos habían tenido que reconocer que
eran unos inadaptados a su medio social y decidirse por ir a probar
fortuna bajo otros cielos.
Todas las situaciones sociales, a excepción de
la riqueza, estaban representadas en aquella población
híbrida, que era un microcosmos, una imagen a escala reducida de
la especie humana. Y por otra parte, también la extrema miseria
había sido desterrada, puesto que la Sociedad de
colonización había exigido de sus adherentes la
posesión de un capital mínimo de quinientos francos,
capital que, según las posibilidades individuales, había
sido elevado por unos cuantos a una cifra veinte o treinta veces
superior. En suma, se trataba de una muchedumbre ni mejor ni peor que
cualquier otra; con sus desigualdades, sus virtudes y sus taras, era la
muchedumbre, masa confusa de deseos y de sentimientos contradictorios,
la muchedumbre anónima de donde arranca a veces una voluntad
única y total, como en la masa amorfa del mar se forma y se
aísla una corriente.
¿Qué iba a ser de aquella muchedumbre
que el azar arrojaba a una costa inhóspita? ¿Cómo
resolvería el eterno problema de la vida?
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