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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
Indicador El guanaco
Indicador Misteriosa existencia
Indicador El final de un país libre
Indicador En la costa
Indicador Los náufragos
Segunda parte
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Tercera parte
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Los náufragos del “Jonathan”
Primera parte - Capítulo V
Los náufragos

Quince días antes de esa noche del 15 al 16 de marzo, el clipper americano Jonathan había zarpado de San Francisco en California rumbo al África Austral. Bastan cinco semanas para que un navío ligerísimo realice, si el tiempo le es favorable, esa travesía.

Aquel velero de tres mil quinientas toneladas de arqueo estaba aparejado con cuatro palos, el trinquete y el palo mayor con velas cuadradas, los otros dos con velas áuricas y latinas: cangrejas y botalón. Su comandante, el capitán Leccar, excelente marino en la plenitud de la vida, tenía bajo sus órdenes al segundo Musgrave, al teniente Maddison, al contramaestre Hartlepool y a una tripulación de veintisiete hombres, todos americanos.

El Jonathan no había sido fletado para un transporte de mercancías. Lo que contenía en sus flancos era un cargamento humano. Más de mil emigrantes, reunidos por una Sociedad de colonización, se habían embarcado hacia la bahía de Lagoa, donde el Gobierno portugués les había otorgado una concesión.

La carga del clipper, aparte de los víveres necesarios para el viaje, comprendía todo cuanto iba a resultar indispensable para una colonia en sus inicios. La alimentación de aquellos centenares de emigrantes, en harina, conservas y bebidas alcohólicas, estaba garantizada por varios meses. El Jonathan transportaba también material para la primera instalación: tiendas, habitaciones desmontables, utensilios necesarios para las necesidades de las familias. Con el fin de favorecer la explotación inmediata de las tierras concedidas, la Sociedad se había preocupado de proporcionar a los colonos herramientas agrícolas, plantones de diversas especies, grano de cereales y legumbres, cierta cantidad de cabezas de ganado de raza bovina porcina y ovina, y todos los huéspedes habituales del corral. No faltando tampoco las armas ni las municiones, la suerte de la colonia quedaba asegurada durante un período de tiempo suficiente. Por otra parte, no se trataba de abandonarla a sí misma. De regreso a San Francisco, el Jonathan recogería un segundo cargamento que completaría el primero y, si la empresa parecía tener éxito, transportaría más personal de colonos a la bahía de Lagoa. No faltan pobres gentes para quienes la existencia es demasiado penosa, incluso imposible, en la madre patria y todos sus esfuerzos tienden a crearse una mejor en tierra extranjera.

Parecía que desde el comienzo de este viaje los elementos se hubieran aliado en contra del éxito de su empresa. El Jonathan, tras una travesía muy dura, sólo había llegado a la altura del Cabo de Hornos cuando fue asaltado por una de las más furiosas tempestades que aquellos parajes hayan presenciado.

El capitán Leccar, que a falta de observación solar no podía conocer su posición exacta, creía hallarse a mayor distancia de la tierra. Esta fue la razón por la cual dio el derrotero de amuras a estribor, esperando pasar de una sola bordada al Atlántico, donde con toda seguridad encontraría un tiempo más favorable.

Apenas ejecutadas sus órdenes, un furioso golpe de mar, encapillándose por el cachete de estribor, se lo llevó junto con otros pasajeros y marinos. En vano intentaron socorrer a aquellos desgraciados que en un segundo ya habían desaparecido.

Después de esta catástrofe fue cuándo el Jonathan empezó a disparar el cañón de alarma, cuyo primer cañonazo fue oído por el Kaw-djer y sus compañeros. .

Por este motivo el capitán Leccar no había podido ver el fuego encendido en la cima del cabo, que le hubiera informado sobre su error, permitiéndole quizá corregirlo. En su lugar, el segundo Musgrave intentó virar de bordo, a fin de escapar. Era ésa una empresa prácticamente irrealizable debido al estado del mar y al reducido velamen que se necesitaba por la violencia del viento.

Después de muchos esfuerzos infructuosos iba, sin embargo, a llevarla a cabo, cuando la caída de la arboladura de popa lo precipitó al mar junto con el teniente Maddison. En el mismo instante, una polea, violentamente balanceada por el oleaje, golpeó al contramaestre en la cabeza y lo arrojó sin sentido en la cubierta.

Ya conocemos lo demás.

Ahora se había terminado el viaje. El Jonathan, fuertemente encajado entre las puntas de los arrecifes, yacía, inmóvil para siempre, en la costa de la isla Hoste. ¿A qué distancia se encontraba de la tierra? De día se sabría. Lo cierto era que no se corría ningún peligro inmediato. El navío, llevado por su propio empuje, se había adentrado mucho entre los escollos y aquellos que su impulso le había permitido franquear le protegían del mar que no llegaba hasta él mas que en forma de inofensiva espuma. Por consiguiente, al menos esa noche, no corría peligro de ser destrozado. Por otra parte, no podía tampoco plantearse el problema de que se fuera a pique, pues su peso seguramente no podría hundir la cala que le servía de punto de apoyo.

Con ayuda del contramaestre Hartlepool, el Kaw-djer consiguió hacer comprender la nueva situación a aquel rebaño enloquecido que invadía el puente. En el momento de la varada, algunos emigrantes, unos voluntariamente y otros expulsados por el choque, habían pasado por la borda. Habían caído sobre los arrecifes donde la resaca los revolcaba, mutilados y sin vida. Pero la inmovilidad del navío empezaba a tranquilizar a los demás. Poco a poco, hombres, mujeres y niños fueron a protegerse de los torrentes de lluvia que las nubes dejaban caer en cataratas, debajo de las camaretas o en el entrepuente. El Kaw-djer por su parte siguió velando por la seguridad de todos, en compañía de Halg, de Karroly y del contramaestre.

Instalados ya en el interior del navío, donde reinaba un relativo silencio, la mayoría de los emigrantes no tardaron en dormirse. Pasando de un extremo al otro, aquellas pobres gentes habían recobrado la confianza y dócilmente habían obedecido en cuanto sintieron que les dominaba otra energía y otra inteligencia. Y como si fuera la cosa más natural del mundo, se entregaban totalmente al Kaw-djer, dejándole la responsabilidad de tomar las decisiones por ellos y de asegurar su seguridad. No se les había preparado para correr tales peligros. Animosos ante las miserias habituales de la existencia por su paciente resignación, se sentían sin fuerzas en circunstancias tan excepcionales, e, inconscientemente, deseaban que alguien se encargase de distribuir a cada uno su tarea.

Entre aquellos emigrantes estaban representados, más o menos ampliamente, franceses, italianos, rusos, irlandeses, ingleses, alemanes e incluso japoneses, pero, sin embargo, la mayoría procedía de los Estados de Norteamérica. Esa misma diversidad de razas se encontraba dentro de las profesiones. Si bien la inmensa mayoría formaba parte de la clase agrícola, algunos pertenecían a la clase obrera propiamente dicha e incluso unos cuantos, antes de expatriarse, habían ejercido profesiones liberales. Solteros en su mayoría, sólo unos cien o ciento cincuenta estaban casados y arrastraban consigo un auténtico tropel de niños. Pero todos tenían en común un mismo rasgo: el ser unas ruinas de la sociedad. Víctimas unos de un azar desfavorable en su nacimiento, otros de una falta de equilibrio moral, éstos de una insuficiente inteligencia o fuerza, aquéllos de desgracias inmerecidas, todos habían tenido que reconocer que eran unos inadaptados a su medio social y decidirse por ir a probar fortuna bajo otros cielos.

Todas las situaciones sociales, a excepción de la riqueza, estaban representadas en aquella población híbrida, que era un microcosmos, una imagen a escala reducida de la especie humana. Y por otra parte, también la extrema miseria había sido desterrada, puesto que la Sociedad de colonización había exigido de sus adherentes la posesión de un capital mínimo de quinientos francos, capital que, según las posibilidades individuales, había sido elevado por unos cuantos a una cifra veinte o treinta veces superior. En suma, se trataba de una muchedumbre ni mejor ni peor que cualquier otra; con sus desigualdades, sus virtudes y sus taras, era la muchedumbre, masa confusa de deseos y de sentimientos contradictorios, la muchedumbre anónima de donde arranca a veces una voluntad única y total, como en la masa amorfa del mar se forma y se aísla una corriente.

¿Qué iba a ser de aquella muchedumbre que el azar arrojaba a una costa inhóspita? ¿Cómo resolvería el eterno problema de la vida?

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