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París en el siglo XX
Editado
© Cristian A. Tello
7 de julio del 2004
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París en el siglo XX
Capítulo XVI
El demonio de la electricidad

Michel avanzaba por las calles silenciosas; la nieve amortiguaba los pasos de los escasos viandantes; los vehículos ya no circulaban; era de noche.

“¿Qué hora será?”, se preguntó el joven.

“Las seis”, le respondió el reloj del hospital Saint Louis.

“Un reloj que sólo sirve para medir los dolores”, pensó.

Continuó su camino con la misma idea fija: soñaba con Lucy; pero a pesar suyo, la joven se le escapaba de los pensamientos; no conseguía retenerla con la imaginación; tenía hambre, sin duda. La costumbre.

El cielo resplandecía con una pureza incomparable en ese frío intenso; el ojo se perdía en espléndidas constelaciones; Michel, sin saberlo, estaba contemplando los Tres Reyes que se elevan en el horizonte del este en medio de la magnífica Orión.

Hay mucha distancia entre las calles Grange-aux-Belles y Fourneaux; era casi como atravesar todo el viejo París. Michel cortó por un atajo, llegó a la rue Faubourg-du-Temple y siguió en línea recta desde el Chateau d'Eau hacia Halles Centrales por la rue de Turbigo.

Desde allí, en algunos minutos, llegó al Palais Royal y se internó bajo la galería por el magnífico portal que se abre al extremo de la rue Vivienne.

El jardín estaba sombrío y desierto; un inmenso tapiz blanco lo cubría por entero, sin una mancha, sin una sombra.

“Sería un desastre pasar por ahí”, se dijo Michel.

En ningún momento se le ocurrió pensar que también sería glacial.

Al final de la galería de Valois vio una tienda muy iluminada de flores; entró rápidamente y se encontró en un verdadero jardín de invierno. Plantas extrañas, arbustos verdes, ramos de flores recientes; no faltaba nada. El aspecto del pobre diablo no era muy atractivo; el director del establecimiento no comprendía la presencia de ese joven mal vestido dentro de su jardín. Era evidente. Michel comprendió.

-¿Qué quiere? -le dijo una voz con brusquedad

-Las flores que me pueda dar por esta moneda.

-¡Por esa moneda! -exclamó, desdeñoso, el comerciante-. ¡Y en diciembre!

-Aunque sea una sola flor -le dijo Michel.

-¡Caramba! Hagamos una limosna -dijo el hombre, como para sí mismo.

Y le dio al joven un ramo de violetas casi marchitas. Pero se quedó con la moneda.

Michel salió. Experimentaba una peculiar sensación de irónica satisfacción después de haber gastado su última moneda.

“Ya no tengo nada”, exclamó, riendo con los labios; pero los ojos seguían perdidos, sin expresión.

“¡Bien! ¡La pequeña Lucy va a estar contenta! ¡Hermoso ramo!”

Y se acercó a la cara esas pocas flores marchitas; y respiró ese perfume ausente.

“Estará muy feliz por tener violetas en este duro invierno. ¡Vamos!”

Siguió avanzando, tomó por el puente Royal, penetró en el barrio de los Inválidos y de la Escuela Militar (que conservaba ese nombre) y dos horas después de haber dejado su habitación de la rue Grange-aux-Belles llegó a la rue des Fourneaux.

El corazón le latía con fuerza; no sentía ni el frío ni la fatiga.

“Estoy seguro de que me espera. Hace tanto que no la veo.”

Y se le ocurrió reflexionar en algo. “No quiero llegar mientras estén cenando. No sería conveniente. Tendrían que invitarme. ¿Qué hora será?”

“Las ocho”, respondió la iglesia de Saint-Nicolas, cuya flecha nítidamente recortada se dibujaba en el aire.

“¡Oh!”, se dijo el joven. “A esta hora todo el mundo ha comido.” Avanzó hacia el número cuarenta y nueve de la calle; golpeó suavemente a la puerta; quería dar una sorpresa.

Se abrió la puerta. Se lanzó hacia la escalera; el portero lo detuvo.

-¿Para dónde va usted? -preguntó, mientras lo examinaba de pies a cabeza.

-A donde monsieur Richelot.

-No está.

-¡Cómo! ¿Cómo que no está?

-Ya no está más. Si usted lo prefiere así.

-¿Monsieur Richelot ya no vive aquí?

-¡No! Partió.

-¿Partió?

-Lo expulsaron.

-¿Lo expulsaron? -casi gritó Michel.

-Era una de esas personas que nunca tenía el sueldo a tiempo. Lo han apresado.

-Apresado -dijo Michel, y le temblaba todo el cuerpo.

-Apresado y despachado.

-¿A dónde? -preguntó el joven.

-No lo sé -contestó el empleado del gobbierno que en esos barrios era de novena clase.

Michel, sin saber cómo, se encontró otra vez en la calle; se le erizaron los cabellos; le vacilaba la cabeza; sentía miedo.

“Apresado”, repetía, corriendo, “perseguido. Entonces tiene frío, entonces tiene hambre.”

Y el desgraciado, creyendo que todo lo que amaba quizá estaba sufriendo, volvió a padecer los dolores del hambre y del frío que había olvidado...

“¿Dónde están? ¿De qué viven? El abuelo no tenía nada, lo deben haber expulsado del colegio. Su alumno lo abandonó, el miserable. Si yo lo conociera. ¿Dónde están?”, repetía a cada momento. “¿Dónde están?”, le repetía a algún caminante apresurado que lo miraba como a un loco.

“Ella quizás cree que los he abandonado en la miseria.”

Las rodillas se le doblaron al pensar en esto; estuvo a punto de caer sobre la nieve endurecida; se mantuvo en pie con un esfuerzo desesperado; no podía avanzar; corría; el exceso de dolor produce esas anomalías.

Corrió sin objeto, sin saber hacia dónde; de pronto reconoció los edificios del Crédito Intruccional. Huyó horrorizado.

“¡Oh!”, gritaba, “¡Las ciencias! ¡Las industrias!”

Volvió sobre sus pasos. Durante una hora se perdió por los hospicios que se acumulaban en ese extremo de París, Los Niños Enfermos, Los Jóvenes Ciegos, el hospital Marie-Thérese, Los Niños Perdidos, la Maternidad, los hospitales de Midi, de la Rochefoucauld, Cochin y Lourcine; no conseguía salir de ese barrio del sufrimiento.

“Pero no quiero entrar a ninguno”, se decía, como si una fuerza lo empujara hacia adelante.

Entonces encontró los muros del cementerio de Montparnasse.

“Más vale aquí”, pensó.

Y caminó como un ebrio en torno a ese campo de los muertos.

Por fin llegó, sin advertirlo, al bulevar Sebastopol, de la ribera izquierda, pasó frente a la Sorbona, donde M. Flourens dictaba todavía con gran éxito su curso, siempre ardoroso, siempre joven.

El pobre loco se encontró finalmente en el puente Saint-Michel; la horrible fuente, completamente oculta bajo la costra helada, por completo invisible, se veía entonces bastante mejor que habitualmente.

Michel, arrastrándose, siguió por el muelle de los Agustinos hasta el puente Nuevo y allí, con la mirada perdida, se dedicó a observar el Sena.

“Mal tiempo para la desesperación”, se dijo. “Ni siquiera se puede uno ahogar.”

En efecto, el río estaba enteramente inmóvil, los vehículos lo habrían podido atravesar sin peligro; numerosas tiendas se instalaban encima durante el día y en distintos sitios encendían fuego.

Los magníficos trabajos de amurallamiento del Sena desaparecían bajo la nieve amontonada; era la concreción de la gran idea que tuvo Arago en el siglo XIX; un río embalsado proporcionaba a la ciudad de París una fuerza de cuatro mil caballos que no costaba nada y que trabajaba sin interrupción.

Las turbinas elevaban diez mil pulgadas de agua a cincuenta metros de altura; una pulgada de agua equivale a veinte metros cúbicos cada veinticuatro horas. Los habitantes pagaban entonces el agua ciento setenta veces más barata que antes; contaban con mil litros por tres centavos, y cada uno disponía de cincuenta litros diarios.

Por otra parte, como el agua estaba siempre disponible en las tuberías, el riego en las calles se efectuaba sin problemas y cada casa, en caso de incendio, contaba con el agua suficiente y a gran presión.

Michel, que cruzaba la barrera, escuchó el sonido sordo de las turbinas Fourneyron y Koechlin que continuaban funcionando bajo la costra de hielo. Pero entonces, indeciso, pues sin duda tenía alguna idea que se le escapaba, volvió sobre sus pasos y se encontró frente al Instituto.

Reecordó entonces que la Academia Francesa no contaba con ningún literato; el ejemplo de Laprade, que trató de inútil a Saint-Beuve a mediados del siglo XIX, hizo que otros dos académicos se dieran el nombre de ese pequeño personaje genial del que habla Sterne en Tristram Shandy, vol I, capítulo 21, p. 156, de la edición Ledoux y Terué de 1818; los literatos decididamente se volvían muy mal educados y se terminó por designar solamente a grandes personajes.

La visión de esa horrible cúpula de franjas amarillentas le hizo muy mal al pobre Michel, y regresó al Sena; sobre su cabeza, el cielo estaba lleno de alambres eléctricos que pasaban de una ribera a la otra y tendían una especie de de inmensa tela de araña hasta la Prefectura de Policía.

Huyó solo por sobre el río helado; la luna proyectaba ante sus pasos una sombra intensa y repetía sus movimientos con ademanes desmesurados.

Pasó frente al muelle del Reloj, al Palacio de Justicia; franqueó el puente Change, de cuyos arcos colgaban hielos enormes; pasó más allá del Tribunal de Comercio y del puente Notre-Dame y del puente de la Reforma que comenzaba a curvarse; volvió al muelle.

Se encontró a la entrada de la morgue, abierta día y noche para vivos y muertos; entró maquinalmente como si estuviera buscando a algún ser querido; contempló los cadáveres grises, verdosos, hinchados, tendidos sobre las mesas de mármol; vió en un rincón el aparato eléctrico destinado a revivir a los ahogados a quienes quedaba algo de vida.

“Y más electricidad”, se dijo.

Y huyó.

Allí estaba Notre-Dame; los vitrales resplandecían de luz, se escuchaban cantos solemnes. Michel entró en la vieja catedral. Terminaba el oficio. Michel quedó deslumbrado al dejar las sombras de la calle.

El altar refulgía de lámparas eléctricas y rayos de la misma naturaleza escapaban del cáliz que levantaba en sus manos el sacerdote.

“Siempre la electricidad”, repitió. “Incluso aquí.”

Y volvió a huir. Pero no lo bastante como para no alcanzar a escuchar los rugidos del órgano impulsado por el aire comprimido de la Sociedad de las Catacumbas.

Michel estaba enloqueciendo; creía que lo perseguía el demonio de la electricidad; volvió al muelle de Gréves y se hundió en un laberinto de calles desiertas, cayó en la plaza Royal, allí donde la estatua de Victor Hugo había desplazado a la de Luis XV; encontró adelante el nuevo bulevar Napoleón IV, que se extendía hasta la plaza en medio de la cual Luis XIV se lanza al galope hacia el Banco de Francia; dobló la esquina y volvió por la rue Notre-Dame des Victories.

En la fachada de la calle que hace esquina con la plaza de la Bolsa alcanzó a ver la placa de mármol en que destacan estas palabras grabadas en oro:

Recuerdo histórico.
En el
cuarto piso de esta casa
Victorien Sardou
habitó
entre 1859 y 1862.


Michel estaba finalmente ante la Bolsa, la catedral del tiempo, el templo de los templos; el cuadrante eléctrico señalaba que faltaban quince minutos para la media noche.

“La noche no avanza”, se dijo.

Caminó hacia los bulevares. Los faroles enviaban sus rayos de luz intensa y blanca; había carteles transparentes sobre los cuales la electricidad escribía propaganda en letras de fuego que brillaban sobre las columnas.

Michel cerró los ojos; se dejó rodear por la multitud que vomitaban los teatros; llegó a la plaza de la Ópera y contempló todos los grupos de ricos que desafiaban el frío dentro de cachemiras y pieles; pasó junto a la larga fila de ciches de gas y escapó por la rue Lafayette.

Ante él había casi cuatro kilómetros en línea recta.

“Huyamos de todo este mundo”, se dijo.

Y corrió, se arrastró, cayéndose a veces y levantándose adolorido, pero casi insensible; lo sostenía una fuerza superior a él mismo.

A medida que avanzaba, el silencio y el abandono renacían a su alrededor. Sin embargo, veía a lo lejos algo como una luz inmensa; escuchó un ruido formidable que no se podía comparar con nada.

Pero continuó, a pesar de todo; por fin llegó al centro mismo de un estruendo espantoso, a una sala inmensa en la cual diez mil personas cabían con comodidad; enfrente se leía, con letras de fuego:

Concierto eléctrico


¡Sí! ¡Concierto eléctrico! ¡Y qué instrumentos! Conforme a un procedimiento húngaro, doscientos pianos comunicados unos con otros por medio de una corriente eléctrica tocaban bajo las manos de un solo artista. ¡Un piano con potencia para doscientos!

“¡Huyamos! ¡Huyamos!”, casi gritó el desgraciado, perseguido por su tenaz demonio. “¡Fuera de París! ¡Quizás encuentre allí el reposo!”

¡Y se arrastraba de rodillas! Después de dos horas de lucha contra su propia debilidad, llegó al depósito de la Villette; allí se perdió; creyó que enfilaba por la puerta de Aubervilliers e ingresó en la interminable rue Saint-Maur; una hora después estaba junto a la prisión juvenil, en la esquina de la rue de la Roquette.

Y allí había un espectáculo siniestro. Se estaba levantando un patíbulo. Se preparaba una ejecución para el amanecer.

Varios obreros estaban alzando la plataforma; cantaban.

Michel quiso escapar de esa visión; pero chocó con una caja abierta. Al levantarse, vió una batería eléctrica.

¡Y recordó! Comprendió. Ya no se cortaban cabezas.

Se fulminaba con una descarga. Eso imitaba mejor la venganza celeste.

Michel volvió a gritar y desapareció.

Daban las cuatro de la madrugada en la iglesia de Sainte-Marguerite.

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