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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo X

-Sí, señores, sí... Yo considero la partida Hypperbone como uno de los más asombrosos acontecimientos nacionales que enriquecerá la historia de nuestro glorioso país. Después de la guerra de la independencia, de la guerra de Secesión, de la proclamación de la doctrina de Monroe, de la aplicación de la ley Mac-Kinley, éste es el hecho más saliente de la imaginación de un socio del Excentric Club que haya atraído la atención del mundo.

Así hablaba Harris T. Kymbale, dirigiéndose a los viajeros del tren que acababa de abandonar Chicago aquel dia, 7 de mayo. El cronista del Tribune, desbordante de alegría y confianza, iba perorando de un extremo a otro del vagón, por el corredor central, y de un vagón a otro por el puentecito colocado entre ellos, y después de la cabeza a la cola del tren, lanzado a todo vapor, que bordeaba entonces la ribera meridional del lago Michigan.

Harris T. Kymbale había partido solo. Después de haber dado las gracias a aquellos de sus amigos que deseaban acompañarlo, no había aceptado su ofrecimiento. Ni a un criado llevaba...

Como se ve, no pensaba guardar el incógnito como Max Real y Hermann Titbury. Hacía confidencias a todos, y hubiera escrito con gusto en su sombrero: Cuarto jugador de la partida Hypperbone. Un gran número lo había acompañado a la estación, honrándolo con sus hurras y deseándole buen viaje. Y por considerarlo hombre de arranque y audacia, varios habían apostado por él, aun con prima sobre los otros, lo que lo lisonjeaba y no dejaba de ser de buen agüero.

Aunque Harris T. Kymbale había rehusado la compañía de algunos amigos durante sus viajes a través del país, no debía reducirse, como se ve, a meterse en un rincón, absorbiéndose en hondas meditaciones. Lejos de eso, todos los viajeros que se encontraba por el camino eran sus compañeros. Pertenecía a esa raza de gentes que no piensan más que cuando hablan, y no se mostraría avaro ni de palabras ni de dinero, durante su itinerario.

La caja del riquísimo Tribune estaba abierta para él, que sabría reembolsar los gastos en entrevistas y artículos de toda clase, para los que las peripecias de la partida le suministrarían amplia e interesante materia.

-Pero -le preguntó un caballero yanqui de pies a cabeza-, ¿no da usted demasiada importancia a la partida organizada por William J. Hypperbone?

-No -respondió el periodista-; y creo que idea tan original no padía nacer más que de de un cerebro ultraamericano.

-Tiene usted razón -respondió un grueso comerciante de Chicago-. Todos los Estados Unidos están intrigados por este asunto, y el día de los funerales se ha podido notar la popularidad de que gozaba el difunto... al día siguiente de su muerte.

-Caballero -preguntó una vieja de dentadura postiza y anteojos, hundida en un rincón bajo la manta de viaje, ¿usted ha seguido el cortejo?

-Como si hubiera sido uno de los herederos de nuestro gran ciudadano -respondió el de Chicago con orgullo-; y me considero no menos honrado al encontrarme con uno de sus futuros herederos al ir a Detroit.

-¿Va a Detroit? -preguntó Kymbale, tendiéndole la mano.

-A Detroit, Michigan.

-Pues bien, señor, yo tendré el placer de acompañarlo hasta esa ciudad de tan magnífico porvenir, que no conozco y deseo conocer.

-No tendrá usted tiempo, señor Kymbale -declaró el yanqui con tal viveza, que se le hubiera podido tomar por uno de los que apostaban-. Esto sería alargar su itinerario.

-Siempre hay tiempo para todo -respondió Kymbale en tono resuelto que causó buena impresión.

En efecto, sus compañeros, orgullosos de poseer un viajero tan decidido, lanzaron hurras cuyos ecos llegaron hasta la cola del tren.

-Caballero -preguntó un médico de edad madura, que con los lentes ante los ojos lo devoraba con la mirada...-, ¿está usted satisfecho de su primer golpe de dados?

-Sí y no, señor -respondió el periodista respetuosamente-. Sí... porque los otros jugadores, que partieron antes que yo, no han pasado de las casillas dos, ocho y once, y yo he sido enviado por dos y cuatro a la seis y de allí a la doce. No... porque esta casilla seis la ocupaba el estado de Nueva York, “donde hay un puente”, y este puente es el del Niágara. ¡Y el Niágara es muy conocido! Veinte veces lo he visitado. Está usado... como la cascada americana, la canadiense, la gruta de los Vientos. Y, además, está demasiado cerca de Chicago, y yo deseo ver el país, llegar a los cuatro extremos de la Unión.

-A condición -respondió el médico- de estar siempre a la hora en el lugar.

-Es natural, y créame que no faltaré a la cita ni por un minuto.

-Sin embargo -hizo observar un comerciante de conservas alimenticias-, me parece, señor Kymbale, que debe felicitarse, pues después de ir al estado de Nueva York, irá al de Nuevo México. Y no limitan uno con otro.

-¡Bah! -exclamó el periodista-. Algunos centenares de millas.

-Y a menos -añadió el yanqui- de ser enviado al extremo de la Florida o al último pueblo de Washington...

-He aquí lo que me agradaría -declaró Harris T. Kymbale-: atravesar los territorios de los Estados Unidos de noroeste a sureste.

-Pero el haberle tocado a usted en suerte ir a esa sexta casilla, donde hay un puente, ¿no le obliga a pagar una primera prima? -preguntó el médico.

-¡Bah! Mil dólares. El Tribune no se arruinará por eso. Desde la estación de Niagara Falls, les dirigiré un giro telegráfico que se apresurarán a pagar.

-Y con tanto más gusto -dijo el yanqui-, ya que realmente Hypperbone es para el periódico un negocio.

-Que se convertirá en un magnífico negocio -respondió con firmeza Kymbale.

-Tan seguro estoy de esto -dijo el comerciante de Chicago-, que yo, de apostar, apostaría por usted.

-Y haría bien -respondió el periodista.

Por tales respuestas se comprenderá que la confianza que Harris T. Kymbale tenía en sí mismo era igual, por lo menos, a la que Jovita Foley tenía en su amiga Lissy Wag.

-Sin embargo -dijo entonces el médico-, entre los adversarios de usted hay uno que, a mi juicio, es de temer más que los otros.

-¿Cuál, doctor?

-El séptimo, señor Kymbale; el que es designado únicamente con las iniciales X.K.Z.

-¡Ese jugador de última hora! -exclamó el periodista-. Vamos, se aprovecha del misterio que lo rodea. Es el hombre enmascarado al que los papanatas temen generalmente. Pero se descubrirá su incógnito, y no habrá razón alguna para temerle más que a los otros.

Unas seiscientas millas separan a Chicago de Nueva York, y Harris T. Kymbale no tenía que recorrer más que dos tercios para llegar al Niágara.

El tren abandonó Chicago, entró en Indiana, y subió hasta Michigan City.

Si el periodista había elegido aquella vía era porque quería visitar Detroit, a donde llegó la noche del 7 al 8 mayo, Al día siguiente, tras breve sueño en el cómodo cuarto de un hotel, su nombre se extendió por la ciudad y fue saludado desde el amanecer por centenares de curiosos; más que curiosos, eran simpatizantes que durante el día no se apartaron de él.

Tal vez larnentó no poder ampararse tras el incógnito, puesto que sólo trataba de recorrer la ciudad. Pero, ¿cómo escapar a la celebridad y a sus inconvenientes un hombre que era redactor jefe del Tribune y uno de los Siete de la partida Hypperbone?

Así, pues, en numerosa y agitada compañía visitó la ciudad de Michigan. Apenas si pudo visitarla. Por todas partes lo acogieron con entusiasmo, deseándole éxito.

Kymbale partió por la noche. De serle permitido tomar el ferrocarril de Canadá, y franquear por el sur la provincia de Ontario, hubiera podido, a través del largo túnel abierto bajo el río Santa Clara, llegar más directamente a Buffalo y a Niagara Falls. Pero le estaba prohibido pasar por Canadá. Tuvo, pues, que penetrar en el estado de Ohio, bajar hasta Toledo, y luego, a lo largo del litoral del lago, pasar por Cleveland. Después tocó en Erie City de Pensilvania, salió de este estado por la estación de Northville para penetrar en el de Nueva York. Pasó rápidamente por Dunkirk, iluminado por el hidrógeno de sus pozos naturales, y en la noche del 10 de mayo llegó a Buffalo,

Harris T. Kymbale obró cuerdamente al no detenerse en esta linda ciudad. Era menester que a los diez días estuviera en Santa Fe, capital de Nuevo México -trayecto de mil cuatrocientas millas no todas recorridas por los ferrocarriles.

Al día siguiente pues, tras corto trayecto de unas veinticinco millas, desembarcó en el pueblo de Niagara Falls.

Pese a que esta célebre catarata es ahora ya demasiado conocida e industrializada, ni Las Palisades del Hudson, ni el Parque Central, ni Broadway disputarán a los turistas las maravillas de la cascada de la Cola de Caballo. Nada puede encontrar el turista que pueda ser comparado a ese tumultuoso desbordarniento de las aguas del lago Erie en el lago Ontario. En otra época, la torre Terrapine se erguía sobre las extremidades rocosas de Goat Island, pero al caer, se construyó un atrevido puentecito arrojado de una a otra ribera, que permite admirar la doble corriente en todo su esplendor.

Kymbale, acompañado de numerosos visitantes americanos y canadienses que lo esperaban, fue a colocarse en mitad del puente, teniendo cuidado de no pasar a la parte que pertenece al Canadá.

Después de lanzar un hurra, contestado por mil voces entusiastas, volvió al pueblo de Niagara Falls y expidió un cheque de mil dólares a la orden de Tornbrock, de Chicago, cuyo cheque el cajero del Tribune se apresuraría a pagar.

Por la tarde, después de un magnífico almuerzo servido en honor suyo, Kymbale regresó a Buffalo, y aquella misma noche abandonó la ciudad, a fin de efectuar en el plazo marcado la segunda parte de su viaje.

En el momento en que subía al vagón, el alcalde de la ciudad le dijo con tono grave:

-Pase por una vez, caballero; pero no vuelva a gandulear como lo ha hecho hasta aquí...

-Y si eso me agrada... -respondió Kymbale, a quien la observación no le gustó ni aun venida de tan alto- creo que tengo el derecho...

-No señor. Como un peón no tiene el de moverse a su voluntad sobre un tablero.

-¡Eh! Me parece que soy libre.

-¡Profundo error, caballero! ¡Usted pertenece a los que apostaron por usted... y yo lo he hecho por cinco mil dólares!

Realmente el honorable H. V. Exulton tenía razón, y por interés propio el cronista del Tribune, aunque sus crónicas padecieran con esto, no debía tener más que una preocupación: llegar a su puesto por las vías más cortas y más rápidas.

En suma: Kymbale no tenía por qué quejarse de la manera cómo comenzaba. Después de Nueva York iría a Nuevo México, donde su curiosidad de turista quedaría satisfecha. Era de suponer, además, que el capricho de los dados mandaría allí a otros jugadores del match que aún no lo habían visitado, como Titbury, Lissy Wag y su inseparable Jovita Foley.

Verdad es que aquéllos de los jugadores que fueran a Nueva York no tendrían más que dos semanas, como Kymbale,y después de mostrarse sobre el puente del Niágara, veríanse obligados a dirigirse a Santa Fe, capital de Nuevo México. Y si llegaban hasta Nueva York, las otras ciudades no recibirían su visita. Sin embargo, la mayor parte de ellas merecen ser vistas.

Era el 11 de mayo y era preciso que estuviera en Santa Fe el día 21, a más tardar, antes del mediodía, y dos estados separados por mil quinientas o mil seiscientas millas no son precisamente vecinos. Al dejar Buffalo, Kymbale quería volver a Chicago a fin de tomar el Grand Trunk en dirección oeste. Pero esto tenía el inconveniente de que por no haber ningún ramal que lo pusiera en comunicación directa con Santa Fe, hubiera sido preciso hacer un largo trayecto en coche por un territorio que dejaba mucho que desear en cuanto a transportes. Felizmente, sus compañeros del Tribune, después de un estudio profundo de aquella parte del Far West habían combinado un itinerario que le indicó un telegrama enviado a Buffalo.

Este telegrama decía:

Volver de Niagara Falls a Buffalo y descender hasta Cleveland. Atravesar oblicuamente el Ohio por Columbus-Cincinnati; Indiana por Laurenceburg. Madison, Versailles y Vincennes; Missuri por Salem, Belley y San Luis. Tomar la línea de Jefferson para Kansas City. Franquear Kansas por la vía férrea más meridional, Laurence, Emporia, Toledo, Newton, Hutchinson, Plum Buttes, Fort Zarah, Larned, Petersburg, Dodge City, Fort Atkinson, Shebrock; después, el este del Colorado por Grenade y Las Arimas. Tomar el ramal a Pueblo, y por Trinidad ganar Clifton sobre la frontera de Nuevo México. En fin, por Cimarrón, Las Vegas y Galeteo, llegar al camino que sube a Santa Fe. No olvidar que el firmante del presente despacho ha apostado cien dólares por usted, y que otro itinerario podría hacérselos perder.

BRUMAN. S. BICKHORN
Secretario de la Redacción.

¿Cómo no tener grandes probabilidades de éxito este jugador, con amigos que lo servían con celo y precisión? Sin duda, pero a condición de seguir el consejo del alcalde de Niagara Falls, es decir, no retrasándose con admiraciones intempestivas.

“Comprendido, mi bravo Bickhorn; éste es el itinerario que seguiré”, se dijo Kymbale, “y no me apartaré un punto de él. Por el ferrocarril no hay que preocuparse. Quédate tranquilo, compañero, que si hay retrasos no provendrán ni de mi aturdinilento ni de mi negligencia, y tus cien dólares serán defendidos tan enérgicamente como los cinco mil del primer magistrado de Niagara Falls. No olvidaré que llevo los colores del Tribune”.

De este modo, por una juiciosa combinación de horarios y de trenes, sin apresuramiento, descansando de noche en los mejores hoteles, Harris T. Kymbale atravesó en sesenta horas los seis estados de Ohio Indiana, Illinois, Missuri, Kansas, Colorado, y se detuvo el día 19 por la noche en la estación de Clifton, en la frontera de Nuevo México.

Allí el periodista cambió quinientos cuarenta y seis apretones de manos, por no haber más que doscientos setenta y tres bímanos en aquella ciudad, perdida en el fondo de las inmensas llanuras del Far West.

Contaba con pasar una buena noche en Clifton; pero cuando descendió del vagón fue grande su descorazonamiento al saber que, a causa de importantes reparaciones la circulación del ferrocarril estaría interrumpida durante varios días. ¡Y estaba aún a ciento veinticinco millas de Santa Fe, y no contaba más que con treinta y seis horas para recorrerlas! El sabio Bruman S. Bickhorn no había previsto esto.

Felizmente, al salir de la estación, Kymbale se encontró en presencia de un tipo, mitad americano, mitad español, que lo esperaba. Desde que advirtió la presencia del periodista, el hombre hizo chasquear tres veces su látigo, medio del que, al parecer, se servía para saludar a la gente. Luego, en lengua que recordaba más bien la de Cervantes que la de Cooper, dijo:

-¿Harris T. Kymbale?

-Yo soy.

-¿Quiere que lo conduzca a Santa Fe?

-Sí.

-Convenido.

-¿Cómo te llamas?

-Isidoro.

-Bien.

-Mi coche está listo para partir.

-Pues partamos y no te olvides de que si bien un coche marcha gracias a los caballos, llega gracias al cochero.

¿Comprendió el hispanoarnericano la insinuación que la sentencia encerraba?

Tal vez.

Era este hombre de cuarenta y cinco a cincuenta año,s piel atezada, mirada viva y rostro burlon . En cuanto a pensar que estuviera orgulloso de conducir en su coche a un personaje que tenía una probabilidad contra seis de valer sesenta millones de dólares, el periodista no lo sospechaba, aunque fuera muy probable.

Kymbale ocupaba solo el carruaje. No era éste un tren de seis eaballos, sino un sencillo carricoche, cuyo caballo se relevaría en los pueblos del tránsito. Lanzóse el vehículo por el camino de Aubey, cortado por numerosas sinuosidades, que aquél vadeaba, descansando algunas horas por la noche.

Al día siguiente, al amanecer, el coche habría franqueado unas cuarenta millas por Cimarrón, rodando la base de los White Mountains sin percance alguno. Nada hay que temer ahora de los pieles rojas que en otra época recorrían la comarca.

Por la tarde, el coche había pasado Fort Union y Las Vegas, y se aventuró por los desfiladeros de Moro Peaks. Camino montañoso, difícil, hasta peligroso, y por lo menos poco apropiado para ser recorrido con rapidez, pues a partir de aquellas bajas llanuras es preciso elevarse de setecientos a ochocientos pies, que es la altura de Santa Fe sobre el nivel del mar.

Durante la noche del 20 al 21, la marcha del coche fue lenta y ruda. El impaciente viajero, no sin razón, tuvo el temor de no llegar a tiempo. De aquí exhortaciones incesantes dirigidas al flemático Isidoro.

-Pero no andamos.

-¿Qué quiere usted, señor Kymbale? Sólo tenemos ruedas y necesitaríamos alas.

-Pero comprenda el interés que tengo en estar el día 21 en Santa Fe.

-Bien.. . Si no estamos ese día, estaremos al siguiente.

-Pero será tarde.

-Mi caballo y yo hacemos lo que podemos. No se puede exigir más de una bestia y de un hombre.

Entonces Harris T. Kymbale, creyó deber interesar a Isidoro más directamente en la partida que jugaba. Así es que mientras el caballo se extenuaba subiendo por una de las más ásperas pendientes del camino, por medio de espesos bosques, dijo al cochero:

-Isidoro, tengo que hacerte una proposición.

-Hágala, señor Kymbale.

-Te doy mil dólares si mañana, antes del mediodía, estoy en Santa Fe.

-¿Dice mil dólares? -respondió Isidoro guiñando el ojo

-Mil dólares, a condición de que yo gane la partida.

-¡Ah! -dijo Isidoro-, a condiclón de que...

-Naturalmente.

-¡Sea! -y aplicó a su caballo unos cuantos latigazos.

A medianoche no habían avanzado más allá del alto del paso, y la inquietud de Kymbale se acentuó. No pudiendo contenerse, le dijo, golpeando a Isidoro en la espalda:

-Tenog una nueva proposición que hacerte.

-Hágala usted, señor Kymbale.

-¡Diez mil dólares!... ¡Sí!... Diez mil dólares si llego a tiempo.

-¿Diez mil, dice usted? -repitió Isidoro.

-Diez mil.

-¿Y siempre si usted gana la partida?

-Naturalmente.

No tenían mas que doce horas para recorrer cincuenta millas. Verdad que, el camino era practicable, poco montañoso ahora, y hubiera sido difícil encontrar caballo mejor que el del relevo de Tuos. Era, pues, posible llegar a la meta en el tiempo marcado; pero a condición de no retrasarse ni un minuto y en el supuesto que el tiempo continuara favorable.

La noche era magnífica, alumbrada por una gran luna; la temperatura, agradable; la brisa del norte, refrescante. El caballo, bestia fogosa, chicana, criado en los corrales de las provincias del oeste, piafaba de impaciencia a la puerta de la posada.

Respecto al cochero, no hubiera podido encontrarse mejor. Jamás, ni en sueños había entrevisto suma como la que se le ofrecía. Y sin embargo, Isidoro no parecía tan maravillado de aquel golpe de fortuna en opinión de Kymbale debía estarlo.

“Acaso”, se preguntaba, “este bribón desearía más. . quizás diez veces más. Después de todo, ¿qué significan unos cuantos miles de dólares comparados con los millones de Hypperbone? ¡Una gota de agua en el mar! bien, si es preciso... llegaré hasta las cien gotas!”

Y le dijo al oído:

-Isidoro, no se trata de diez mil dólares...

-¡Calle! ¿Retira usted su promesa? -exclamó Isidoro en tono seco.

-No, amigo mío, no; al contrario... te daré cien mi dólares, si antes del mediodía estamos en Santa Fe.

-¿Dice cien mil dólares? -repitió Isidoro guiñando el ojo izquierdo, y añadió-: ¿Siempre si usted gana?

-Sí... Si yo gano...

-¿Y no podría, señor Kymbale, escribirse esto en un pedazo de papel? Nada más que algunas palabras...

-¿Con mi firma?

-Sí, con su firma.

Claro es que para negocio de tal importancia, la palabra no es suficiente.

Sin dudar, Harris T. Kymbale sacó su cartera, y sobre una de las hojas redactó un compromiso de cien mil dólares a favor del señor Isidoro, de Santa Fe, compromiso que sería fielmente cumplido si el periodista llegaba ser el único heredero de Hypperbone. Firmó y entregó el papel a su destinatario.

Isidoro lo tomó, lo leyó, lo dobló cuidadosamente, se lo metió en el bolsillo, y dijo:

-En camino.

¡Ah!... buena galopada a rienda suelta, sobre el camino que va por la ribera del río Chiquito. Y a pesar de tantos esfuerzos, a riesgo de estallar el vehículo, de volcar car en el río, no pudieron llegar a Santa Fe hasta las doce menos diez.

Harris T. Kimbale fue recibido como lo había sido en todo el trayecto. Pero no tuvo tiempo de estrechar las siete mil manos que se tendían hacia él, ya que eran las once y cincuenta, y le era preciso estar en Telégrafos antes de que el reloj municipal hubiera dado la última campanada de mediodía.

Dos telegramas expedidos por la mañana, y casi al mismo tiempo, de Chicago, lo aguardaban.

El primero, firmado por Tornbrock, le notificaba el resultado de la segunda jugada de dados que le concernía. Por diez formado por cinco y cinco, el cuarto jugador era enviado a la casilla veintidós, Carolina del Sur.

El infatigable periodista, que soñaba con itinerarios insensatos, veía realizados sus deseos. ¡Mil quinientas milas que recorrer, dirigiéndose hacia el lado Atlántico de los Estados Unidos! No se permitió más que la observación siguiente:

-Con la Florida hubiera tenido que recorrer algunos centenares de millas más.

En Santa Fe quisieron festejar su presencia organizando banquetes y otros homenajes, pero el redactor jefe del Tribune rehusó. La experiencia le había enseñado que era mejor seguir los consejos del honorable alcalde y no retrasarse bajo ningún pretexto, viajando por el camino más corto.

El último telegrama enviado por el previsor Bickhorn contenía un nuevo itinerario, tan bien estudiado como el anterior al que sus compañeros le suplicaban se atuviera y partiera al instante. El periodista se decidió a abandonar aquel mismo día la capital de Nuevo México.

-Los cocheros de la ciudad no ignoraban lo que aquel viajero ultrageneroso había hecho por Isidoro. No hubo, pues, más que la dificultad de elección, y todos le ofrecieron sus servicios con la esperanza de que no serían menos favorecidos que su compañero.

Isidoro no reclamó el honor -casi el derecho- de conducir al periodista a la línea más próxima, tal vez por que estuviera tan satisfecho como fatigado. Fue, no obstante, a despedirse del periodista que, con otro cochero, se disponía a partir a las tres de la tarde.

-¿Qué tal? -le dijo Kymbale.

-Bien, señor.

-No creo estar en deuda contigo, puesto que te he asociado a mi fortuna.

-Mil y mil gracias. Yo no merezco...

-Sí, sí. Sin tu celo hubiera llegado tarde y estaría fuera de competencia. Por diez minutos llegué a tiempo.

Siguiendo su costumbre, Isidoro escuchó el elogio con socarrona calma y dijo:

-Puesto que usted está contento, yo también lo estoy.

-Ahora, respecto al papel que te entregué, consérvalo cuidadosamente. Después, cuando oigas proclamar por el mundo entero que soy el vencedor del match Hypperbone, hazte conducir a Clifton, toma el ferrocarril que te dejará en Chicago, y pasa a la caja. Queda tranquilo; honraré mi firma.

Isidoro movía la cabeza, se rascaba la frente, guiñaba el ojo, con el aspecto de un hombre indeciso que desea hablar y duda de hacerlo.

-Veamos -le preguntó Harris T. Kymbale-. ¿No te encuentras debidamente remunerado?

-Sin duda -respondió Isidoro-. Pero esos cien mil dólares vendrán a mi poder si usted gana...

-Reflexiona, reflexiona. ¿Podría ser de otro modo?

-¿Por qué no?

-¡Hombre! ¿Me sería posible entregarte semejante cantidad si no recibiera la herencia?

-¡Oh! Comprendo, señor Kymbale, comprendo. Pero yo preferiría...

-¿Qué?

-Cien buenos dólares.

-¿Cien en lugar de cien mil?

-Sí -respondió plácidamente Isidoro-. ¡Qué quiere usted! No me agrada correr riesgos, y si me entregara cien dólares... esto sería más seguro.

Reprochándose tal vez, Kymbale sacó de su bolsillo cien dólares y se los entregó a aquel hombre prudente, que desgarró el documento entregado por el periodista.

Éste partió entre el rumor de las despedidas, y desapareció a galope por la calle Mayor de Santa Fe. Sin duda, aquella vez el nuevo conductor se mostraría, llegado el caso, menos filósofo que su compañero.

Cuando se preguntó a Isidoro por qué había tomado semejante determinación, respondió:

-Cien dólares son cien dólares. Además... yo desconfiaba. ¡Un hombre tan seguro de sí mismo! ¿Qué quieren? Yo no apostaría veinticinco centavos por él.

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