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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo XIX

El pabellón verde era el de Harris T. Kymbale; el pabellón que se colocaba en los mapas para indicar su llegada a tal o cual estado, y que había sido atribuido al jugador número cuatro atendiendo al lugar que este color ocupa en el espectro solar. El redactor jefe del Tribune se mostraba muy satisfecho de este color. ¿No era el de la esperanza?

Además, no hubiera sido justo quejarse de la suerte que lo favorecía como turista y como jugador. Después de haber sido enviado por la primera jugada, de Nuevo México, el punto diez, por cuatro y seis, le reservaba la casilla veintidós, Carolina del Sur, en las fronteras del territorio federal, y más especialmente Charleston, su metrópoli. No ignoraba que los postores se lo disputaban en las agencias, que era solicitado en todos los mercados del mundo, con prima de uno contra nueve a lo que ninguno de los otros jugadores había llegado, y en todas partes proclamado favorito.

Felizmente, al abandonar Santa Fe, el periodista no había a oído al práctico conductor de coches, Isidoro, formular la declaración de que él no arriesgaría veinticinco centavos sobre sus probabilidades de triunfo, y confiaba en su estrella.

Disponía desde el 21 de mayo hasta el 4 de junio para hacer el viaje a la Carolina meridional, y como desde la estación de Clifton el viaje se efectuaría sin dificultades por ferrocarril el tiempo no le faltaría.

Harris T. Kymbale abandonó, pues, Santa Fe el día 21, y esta vez se limitó a dar al conductor una buena propina, sin necesidad de hacer brillar ante los ojos de él ni centenares de miles, ni aún centenares de dólares. Llego por la noche a la estación de Clifton, desde donde la vía ferrea, después de franquear el paralelo que limita al sur el estado del Colorado, lo depositó en Denver, capital de dicho estado.

Veamos ahora lo que pensó Harris T. Kymbale, el proyecto que formó, sin tener en cuenta la observación que el honorable gobernador de Buffalo le había hecho, de que él no era su dueño, sino que pertenecía a los jugadores que apostaban por él.

"Heme aquí transportado a una de las más hermosas provincias de la Unión; las Montañas Rocosas al oeste; al este, llanuras de maravillosa fertilidad; suelo hinchado de plomo, plata y oro, a través del cual el petróleo corre a oleadas; territorio al que afluyen los emigrantes, atraídos por sus riquezas naturales, y los ociosos solicitados por los lujosos balnearios y lo sano de su clima. Yo no conocía este país soberbio y se me presenta ocasión de conocerlo. ¿Puedo contar con que el azar me haga volver a él en el resto de la partida? Nada menos seguro. De otra parte, para llegar a Carolina del Sur tengo que atravesar tres o cuatro estados que ya visité. Ellos no me ofrecerán novedad ninguna. Lo mejor es, pues, consagrar al Colorado todo el tiempo de que puedo disponer, y esto es lo que voy a hacer. Con tal de que me encuentre en Charleston el 4 de junio, antes del mediodía nada tendrán que reprocharme los que por mí apuestan. Además, yo siempre hago mi voluntad y el que no esté contento, ¡allá él!"

T. Kymbale, pues, el día 21 se instaló en un buen hotel de la capital del Colorado.

No pasó allí más que cinco días, hasta el 26 por la tarde. Pero a nadie extrañará que un periodista sea capaz de hacer en tan poco tiempo lo que otro que no lo sea haría en menos del doble. Esto es cuestión de entusiasmo profesional. Y para convencerse de eso bastará echar una mirada sobre estas notas de su cartera, de las que Harris T. Kymbale se servía para redactar artículos del Tribune:

“22 de mayo: Visita a Denver. Ciudad elegante; anchas calles sombreadas, soberbias tiendas, como en Nueva York o en Filadelfia; iglesias, Bancos, teatros, sala de conciertos, gran establecimiento universitario del Far West, vasto puerto, hoteles y restaurantes de lujo. Café francés. Muy bueno, el café francés.

“Denver, fundada en 1858 en la confluencia del Cheery Creek y del Plate River. En 1859 no había más que tres mujeres. Primer niño, nacido aquel año. Veinte años después, veinticinco mil habitantes. Inmigración constante. Actualmente, cerca de ciento siete mil almas.

“Ciudad incomparable, sin rival. Aire de primera calidad; oxígeno de ídem. En torno a la ciudad, muchas torres. Si gano la partida, me haré construir una a orillas del Cheery Creek. Tendré coches, caballos, perros, criados blancos y negros. Acabo de ser recibido por el Gobernador del estado, que apostó por mí una gran suma.

“23 de mayo: Visito hasta los pueblos de menos importancia, convertidos en ciudades: Aurorio, Golden City, Oro City y Leadville, la ciudad del plomo.

“24 de mayo: el ferrocarril me ha trasladado a Pueblo, importante centro industrial, con muchos pozos de petróleo. Si gano la partida, compraré uno o dos. Pasé por Colorado Springs llamada 'Ciudad de los millonarios', muy famosa por sus baños, y muy frecuentada por enfermos reales e imaginarios.

“25 de mayo: Vuelvo de Suiza, de la Suiza americana, se entiende, en la parte oriental de la cordillera del Colorado. Esto es tan hermoso como el Parque Nacional de Wyoming, más tal vez que la Suiza europea. Claro es que hablo como ciudadano de los Estados Unidos.

“No tengo tiempo de visitar todas las maravillas que encierra este estado, por lo que regreso a Denver. Es menester no retrasarse, y no olvidar que el gobernador de Colorado y gran número de sus administradores, según creo, apostaron en favor mío.”

La tarde del 26 se organizó una fiesta en honor del periodista. Sabido es que en los Estados Unidos un hombre vale la fortuna que tiene, y en el espíritu de los habitantes del Colorado, Harris T. Kymbale valía sesenta millones de dólares Viose, pues, festejado por aquellos fastuosos americanos, según su valor.

Al día siguiente, 27 de mayo, el jugador número cuatro se despidió del Gobernador, en medio de gran mulitud de partidarios que lo aclamaron. El tren abandonó Denver, atravesó Kansas de oeste a este, después Missuri, pasando primero por su capital, Jefferson City, y después por San Luis, ya en la tarde del 28.

No tenía Harris T. Kymbale intencíón de detenerse en esta ciudad, y esperaba que la suerte no lo enviara nunca a ella, puesto que le correspondía la casilla número cincuenta y dos, el lugar de la prisión en el juego de la oca. Pero, a causa de los trasbordos de los trenes, tuvo que pasar la noche en uno de los hoteles de dicha ciudad.

Parecía que nada podía impedirle ya estar en Charleston el día señalado. Y sin embargo, poco faltó para que no pudiera llegar, y hasta para que quedara imposibilitado para siempre de viajar, a causa de un incidente sobre el que vamos a hablar, y que nadie hubiera podido prever.

A eso de las siete y cuarto, Harris T. Kymbale vagaba por el andén de la estación, con el objeto de informarse la hora de los trenes, cuando bruscamente tropezó un hombre que salía de los despachos.

Se cambiaron las finas frases de rigor, en estos estos casos:

-¡Bruto!

-¡Torpe!

-¡Mire por donde va!

-¡Y usted mire hacia delante!

Pero Harris T. Kymbale lo conocía.

-¡El comodoro! -exclamó.

-¡El periodista!

Era efectivamcnte el comodoro Urrican, sin su fiel Turk. Resultaba, pues, que Hodge Urrican no solamente había sobrevivido al naufragio de la “Chicola” sino que había encontrado ocasión para abandonar Key West.

Así que Urrican estaba en San Luis, y con un humor peor que el de costumbre. Esto se comprende, pues ¿no estaba camino de California, con la obligación de volver a Chicago, a fin de recomenzar la partida, después del pago de una prirna triple?

-Mi más cordial enhorabuena, comodoro Urrican, pues veo que no ha muerto...

-No señor. ¡Ni aun después de chocar con un bruto?... ¡Me siento capaz de enterrar a los que sin duda se alegrarían de no volverme a ver!

-¿Dice eso por mí? -preguntó el periodisia, frunciendo el entrecejo.

-Sí, señor -respondió Hodge Urrican, mirando a su adversario frente a frente-. Sí, señor... favorito.

Y parecía que mascaba esta palabra.

Harris T. Kymbale comenzó a excitarse:

-Parece que al pasar por California para volver a Chicago se pierde toda cortesía.

El tiro dio en el blanco.

-¡Caballero... usted me insulta! -exclamó el comodoro.

-Tómelo como quiera.

-Bien... lo tomo en mal sentido, y me tendrá que dar explicaciones de su insolencia.

-Al instante, si quiere...

-Sí, si tuviera tiempo -gruñó el comodoro-, pero tengo que tomar este mismo tren, que parte ahora.

En efecto, un tren se iba a poner en marcha. No había momento que perder. Así es que el comodoro, lanzándose al puentecito que unía dos vagones, exclamó con voz terrible:

-¡Este misma noche recibirá noticias mías... las recibirá usted!... ¡Esta misma noche, en el European Hotel! -y partió.

Harris T. Kymbale regresó al European Hotel, donde precisamente se albergaba. Después de comer dio un largo paseo por la ciudad, y al regresar le entregaron una carta que había llegado de Herculanum, en el último tren, que decía así:

Señor jugador número cuatro: usted tiene sin duda un revólver, como yo tengo el mío. Yo tomaré mañana a las siete el tren que parte de Herculanum para San Luis. Tome usted el que a la misma hora parte de San Luis para Herculanurn. Esto no altera ni su itinerario ni el mío.

Estos dos trenes se cruzarán a las siete y diecisiete. Si usted no es hombre que atropelle e insulte a las gentes sin dar explicaciones, esté en el momento indicado, solo, en el último puentecito del último vagón de su tren, que yo estaré en el del mío, y podremos cambiar algunas balas.

El Comodoro HODGE URRICAN.

Para encontrar un adversario digno de él, a nadie podía haberse dirigido mejor que al redactor del Tribune.

“Bien”, pensó. “Si este marino se imagina que voy a retroceder, se engaña completamente.”

Así pues, al día siguiente, un poco antes de las siete, Harris T. Kymbale tomó el tren que se dirigía a Herculanum. Después de elegir sitio en el último vagón, se instaló cómodamente.

A las siete y catorce se levantó, se colocó en el puentecito y sacó de su bolsillo el revólver. Lo examinó para ver si estaba cargado y esperó.

A las siete y dieciséis se oyó el ruido del tren que se aceracba a todo vapor, desde Herculanum. Harris T. Kymbale levantó el revólver. Las locomotoras se cruzaron, dejando tras ellas un aluvión de blancos vapores.

Un segundo después, dos detonaciones estallaron simultáneamente.

Harris T. Kymbale sintió el viento de una bala junto a su rostro. Después los dos trenes se perdieron a lo lejos. El periodista volvió tranquilamente a ocupar su puesto, sin saber si el comodoro había sido tocado o no.

El tren continuó su viaje, dejando atrás las ciudades de Nashville y Chattanooga, nombre cuyo significado es “Nido de cuervos”. Atravesó el estado de Georgia, hasta la ciudad de Augusta sobre el río Savannah, y se adentró en Carolina del Sur, deteniéndose, por fin, en Charleston. Era el 2 de junio, por la noche.

Los periódicos le informaron del paso de los inseparables Urrican y Turk por Odgen, Utah, el día 31, dirigiéndose a las lejanas regiones de California.

-Más vale así... -se dijo el periodista-. Mejor es no haberlo acertado. Es un oso marino... pero con figura humana a fin de cuentas.

Sería poco expresivo decir que Harris T. Kymbale fue recibido con entusiasmo. Hubo una especie de delirio por el jugador, en el que la ciudad veía el más calificado de los Siete. Realmente, para ellos no había más que uno: el que el punto diez acababa de enviarles.

Huésped tan bien recibido, contraía con la ciudad una gran deuda de agradecimiento, por lo que declaró que si ganaba la partida fundaría en Charleston un hospicio para los pobres sin familia. Y lo notable fue que gran número de pobres fueron a inscribirse al Ayuntamiento, a fin de asegurarse las primeras plazas en aquel establecimiento de caridad.

En fin, en medio de fiestas llegó la tarde del 3 de junio. Por suscripción había sido organizado un espléndido banquete. Se efectuaría bajo una magnífica arboleda. La multitud de invitados se dirigió al sitio señalado para el banquete, dando grandes gritos y hurras.

Sería tarea imposible dar una idea del menú, ni del fausto del servicio. Baste saber que la pieza principal fue un pastel monstruoso que pesaba ocho mil libras, cocido en un horno gigantesco, y que un carro tirado por doce caballos llevó al festín. Acabado éste, sonaron las exclamaciones: «¡Hurra por Harris T. Kymbale! ¡Hurra por el jugador número cuatro! ¡Hurra por el favorito de la partida Hypperbone!»

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