Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX
Indicador Capítulo XX
Indicador Capítulo XXI
Indicador Capítulo XXII
Indicador Capítulo XXIII
Indicador Capítulo XXIV
Indicador Capítulo XXV
Indicador Capítulo XXVI
Indicador Capítulo XXVII
Indicador Capítulo XXVIII
Indicador Capítulo XXIX
Indicador Capítulo XXX

El testamento de un excéntrico
Capítulo VI

Aquel día los periódicos de la noche, y los de la mañana al siguiente, fueron arrebatados de manos de los vendedores a un precio superior al ordinario. Aunque ocho mil espectadores habían podido asistir al acto de apertura del testamento de William J. Hypperbone, centenares de miles de americanos en Chicago, y millones de ellos en el resto de los Estados Unidos, no habían tenido esta suerte.

Por más que los artículos de los periódicos y revistas pudieran satisfacer al público, el deseo general reclamaba la publicación de una pieza que acompañaba al testamento. Era el mapa del juego de los Estados Unidos, formado por el propio William J. Hypperbone, y que presentaba disposición idéntica a la del juego de la oca.

Merced a la diligencia mancomunada de Georges B. Higginbotham y del notario Tornbrock, el mapa, fielmente reproducido, fue dibujado, grabado y tirado en menos de veinticuatro horas, y lanzado después por millones de ejemplares a través de todos los estados a dos centavos el ejemplar. De este modo, el público podía seguir la marcha de aquella memorable partida y señalar en él cada jugada.

¿Cómo había distribuido el honorable miembro del Excentric Club los cincuenta estados de la Unión? ¿Cuáles darían motivo a retrasos, a paradas momentáneas o prolongadas, a comenzar de nuevo la partida, a dar vueltas hacia atrás con el pago de primas sencillas, dobles o triples?

No hay que extrañarse si, más aún que el público, los Seis y sus amigos personales deseaban saber a qué atenerse en este asunto.

He aquí en qué orden y por casillas yuxtapuestas y numeradas, estaban dispuestos los cincuenta estados de los que en aquella época se componía la República Americana:

 
Casilla
 
Casilla
1 Rhode Island. 33 Dakota del Norte.
2 Maine. 34 Nueva Jersey.
3 Tennessee. 35 Ohio.
4 Utah. 36 Illinois.
5 Illinois. 37 Viriginia Occidental
6 Nueva York. 38 Kentucky.
7 Massachusetts. 39 Dakota del Sur.
8 Kansas. 40 Maryland.
9 Illinois. 41 Illinois.
10 Colorado. 42 Nebraska.
11 Texas. 43 Idaho.
12 Nuevo México. 44 Virginia.
13 Montana. 45 Illinois.
14 Illinois. 46 Columbia.
15 Mississippi. 47 Pensilvania.
16 Connecticut. 48 Vermont.
17 Iowa. 49 Alabama.
18 Illinois. 50 Illinois.
19 Luisiana. 51 Minnesota.
20 Delaware. 52 Missuri.
21 Nueva Hampshire. 53 Florida.
22 Carolina del Sur. 54 Illinois.
23 Illinois. 55 Carolina del Norte.
24 Michigan. 56 Indiana.
25 Georgia. 57 Arkansas.
26 Wisconsin. 58 California.
27 Illinois. 59 Illinois.
28 Wyoming. 60 Arizona.
29 Oklahoma. 61 Oregón.
30 Washington. 62 Indiana.
31 Nevada. 63 Illinois.
32 Illinois.    

Tal era el sitio asignado a cada estado en las sesenta y tres casillas. El de Illinois se encontraba repetido catorce veces. En primer lugar, conviene advertir cuáles eran los estados elegidos por William. J. Hypperbone, que exigían de una parte, el pago de primas, y de otro, obligaban a los jugadores de mala suerte a paradas o regresos.

Eran en número de seis.

1ro. La casilla seis, estado de Nueva York, correspondía a la del puente en el juego de la oca, en la que el jugador, después de llegar a ella, debe inmediatamente dirigirse a la doce, estado de Nuevo México, contra el pago de una prima sencilla.

2do. La casilla diecinueve, Luisiana, correspondía a la de la hostería, en la que el jugador debe permanecer dos golpes sin jugar, después de pagar una prima doble.

3ro. La casilla treinta y uno, estado de Nevada, correspondía a la del pozo, en el fondo del cual el jugador permanece hasta el momento en que otro lo reemplaza, después de pagar una prima triple.

4to. La casilla cuarenta y dos, estado de Nebraska, correspondía a aquella en que se dibujan las múltiples sinuosidades de un laberinto, de donde el jugador, después del pago de una prima doble debe ir atrás, a la casilla treinta, reservada al estado de Washington.

5to. La casilla cincuenta y dos, estado de Missuri, correspondía a la prisión, que se cierra sobre el jugador, que paga una prima triple y de la que no puede salir más que en el momento en que otro viene a. ocupar su sitio, pagando una prima de igual valor.

6to. La casilla cincuenta y ocho, estado de California, correspondía a la que reproduce la imagen de una cabeza de muerto, y que la cruel regla del juego obliga al jugador a abandonar después de pagar una prima triple, a fin comenzar de nuevo la partida por la primera casilla, estado de Rhode Island.

En lo que se refiere al estado de Illinois, indicado catorce veces en el mapa, las casililas ocupadas por el cinco, nueve, catorce, dieciocho, veintitrés, veintisiete, treinta y dos, treinta y seis, cuarenta y uno, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cuatro, cincuenta y nueve y sesenta y tres, correspondían a las de los gansos. Pero los jugadores no debían detenerse en ellas y, según la regla doblarían los puntos obtenidos hasta encontrar otra casilla distinta a aquellas, reservadas al simpático animal, cuya rehabilitación reclamaba William J. Hypperbone.

Verdad que si del primer golpe de dados el jugador obtenía la cifra nueve llegaría de ganso en ganso directamente a la sesenta y tres, es decir, al final. Como la cifra nueve no puede obtenerse más que de dos maneras con los dados, por tres y seis o por cinco y cúatro, en el primer caso el jugador iría a colocarse en la casilla veintiséis, estado de Wisconsin, y en el segundo en la casilla cincuenta y tres, estado de la Florida.

Esto era un avance considerable sobre los demás. Pero la ventaja es más aparente que real, puesto que es preciso llegar a la última casilla por un número justo de puntos, y el jugador está condenado a volver atrás si pasa de él.

En fin, y como última observación, cuando uno de los jugadores es encontrado por otro, debe cederle su casilla y volver a la que el segundo ocupaba, después de pagar una prima sencilla, salvo el caso en que él hubiera abandonado ya dicha casilla el día que el otro llegara a ella. Esta derogación de la regla había sido admitida por el testador, teniendo en cuenta el tiempo necesario para estos cambios sucesivos.

Restaba una cuestión secundaria -y de las más interesantes seguramente- que el estudio del mapa no permitía resolver.

¿Cuál era, en cada estado, el sitio a que tenían que ir los jugadores? ¿Se trataba de la capital oficial o de la metrópoli, de ordinario más importante, o de otra localidad notable desde el punto de vista histórico o geográfico? ¿No era verosímil que el difunto, aprovechándose de lo que él viera en sus viajes, hubiese elegido los lugares más célebres? Una nota unida al testamento lo indicaba; pero esta indicación no debía hacerse al interesado más que en el despacho que le comunicaría el resultado de su correspondiente golpe de dados. El notario Tornbrock expediría este telegrama al lugar donde el jugador debiera encontrarse en aquel momento.

No hay que decir que los periódicos americanos publicaron estas observaciones, recordando que, a tenor de la voluntad formal del testador, las reglas del juego de los Estados Unidos debían ser seguidas en todo su rigor.

Tales eran las reglas que no admitían discusión. Como vulgarmente se dice, era cosa para tomarla o dejarla.

Y se tomó.

No todos los Seis demostraron el mismo interés. El comodoro Urrican fue en esto igualado por Tom Crabbe, o más bien por John Milner y por Hermann Titbury. Respecto a Max Real y a Harrís T. Kymbale, miraron más bien el caso desde el punto de vista de turistas, uno en proveecho de su arte, de sus artículos el otro. En lo que concierne a Lissy Wag, he aquí lo que le declaró Jovita Foley:

-Querida, voy a solicitar del señor Marshall que te conceda una licencia, y a mí también, pues pienso acompañarte hasta la casilla sesenta y tres.

-¡Pero esto es una locura! -exclamó la joven.

-Es muy juicioso, al contrario -respondió Jovita-; y como tú has de ser quien gane los sesenta millones de dólares del señor Hypperbone...

-¿Yo?

-Tú, Lissy, me darás la mitad por mi trabajo.

-Todo, si lo deseas.

-¡Acepto! -respondió Jovita Feley con la mayor seriedad del mundo.

Claro está que la señora Titbury seguiría a Hermann Titbury en sus peregrinaciones, aunque fuera nececsario doblar los gastos. Desde el momento en que no estaba prohibido partir juntos, juntos partirían.

El señor Titbury lo exigió, como fue ella también quien exigió que Titbury tomara parte en el juego, pues las mudanzas y los gastos que ocasionaría espantaban a aquel infeliz, tan medroso como avaro.

John Milner acompañaría tarribién a Tom Crabbe, como era natural.

¿Y el comodoro Urrican, Max Real y Harris T. Kymbale viajarían solos o se harían acompañar de un doméstico? No estaba decidido aún. Ninguna cláusula del testamento se lo prohibía. Además, el que quisiera, era libre de acompañar a cualquiera de los Seis y apostar por él como si fuera un caballo de carreras.

Solamente con sus personales recursos, H. Titbury y H. Urrican, muy ricos, y también John Milner, que ganaba mucho dinero con la exhibición de Tom Crabbe, no corrían el riesgo de tener que detenerse en el camino por falta del pago de las primas. En lo que se refería a H. T. Kymbale, el Tribune -¡y qué publicidad para este periódico!- estaba dispuesto a abrirle el crédito que fuera necesario.

Max Real no se preocupaba de estas obligaciones, que aparecerían o no. Ya vería lo que hacía llegado el caso; y en lo que tocaba a Lissy Wag, Jovita Foley se había contentado con decirle:

-Nada temas; consagraremos todas nuestras economías a los gastos de viaje.

-No iremos muy lejos entonces, Jovita.

-Muy lejos, Lissy.

-Calcula... Si la suerte nos obliga a pagar primas...

-¡La suerte no nos obligará más que a ganar! -declaró Jovita Foley, con tan resuelto tono, que Lissy Wag se guardó muy bien de discutir con ella.

Era evidente que el público, muy interesado desde el principio, no veía ni las dificultades ni las fatigas de aquel viaje.

No era imposible que la partida se decidiera en algunas semanas, pero tampoco que durara meses y aun años. Ya lo sabían los miembros del Excentric Club que habían sido testigos de las interminables partidas jugadas diariamente por William J. Hypperbone en las salas del Círculo. Esta eventualidad no preocupaba a nadie. Todos tenían prisa por hallarse en campaña.

Pero si el público rehusaba pensar en los impedimentos de toda clase que podían surgir, una reflexión bien natural vino al espíritu de algunos jugadores. ¿Por qué no podían llegar a un acuerdo entre ellos, por el cual el que ganara se comprometiera a partir su fortuna con los menos favorecidos por la suerte, o por lo menos la mitad de ella, reservándose la otra mitad? Treinta millones de dólares y el resto para los demás, era tentador. Tener en todo caso la seguridad de embolsarse cinco millones de dólares, era cosa que debía tomarse en consideración.

En ello nada había que se opusiera a la voluntad del testador, puesto que la partida se efectuaría en las condiciones prescritas, y el que ganara podría siempre disponer de su ganancia como le placiera.

Así es que los interesados, por iniciativa de uno de los Seis, fueron convocados a una reunión oficial para tratar esta proposición. H. Titbury era de opinión de que aceptara. La señora Titbury vacilaba; pero tras madura reflexión, acabó por aceptar. Harris T. Kymbale se unió a esta opinión, de igual modo que Lissy Wag, aconsejada por su jefe el señor Marshall, no obstante la oposición de Jovita Foley, que lo quería todo o nada. John Milner se adhirió, en nombre de Tom Crabbe; y si Max Real se hizo rogar un poco, es porque estos artistas llevaban generalmente un punto de locura en el cerebro. Pero al fin, aunque sólo fuera por no contrariar a Lissy Wag, cuya situación le interesaba vivamente, se declaró dispuesto a suscribir el acuerdo.

Sin embargo, fue preciso romper las negociaciones pues el comodoro Urrican se negó en redondo a cualquier componenda, a pesar de la amenaza de un formidable puñetazo que Tom Crabbe se disponía a propinarle, obedeciendo al mandato de John Milner, y que le hubiera hundido algunas costillas. Además, tampoco se podía llegar a un acuerdo al que faltaba el jugador número siete, aquel desconocido X. K. Z., elegido por William J. Hypperbone.

Así, pues, no quedaba más que esperar el primer golpe de dados cuyo resultado debía ser proclamado el 30 de abril en el salón del teatro Auditorium.

Los seis días que faltaban hasta esta fecha fueron dedicados a febriles preparativos por parte de todos los participantes, a excepción de Max Real, que era el menos preocupado de todos. Cuando la señora Real, que había abandonado Quebec y vivía ahora en la casa de South Halstedt Street, le hablaba de ello, él respondía:

-Tengo tiempo de sobra.

-No mucho, hijo mío.

-Y además, madre, ¿a qué lanzarme a tan absurda aventura?

-¡Cómo! ¿No querrías probar fortuna?

-¿De volver millonario?

-Sin duda -replicaba la excelente señora-. Es preciso hacer tus preparativos para el viaje.

-Mañana, madre mía... pasado... la víspera de la partida.

-Pero, hijo, di al menos lo que quieres llevar...

-Mis pinceles, mi caja de colores, mis lienzos... al hombro, en un saco corno los soldados...

-Piensa que puedes ser enviado al extremo de América.

-De los Estados Unidos todo lo más -replicaba el joven-, y con sólo una maleta yo daría la vuelta al mundo.

Imposible obtener otra respuesta de él, que volvía a sus estudios. Pero la señora Real no lo dejaría que perdiera tan buena ocasión de hacer fortuna.

En cuanto a Lissy Wag, tenía mucho tiempo, puesto que no debía partir sino diez días después que Max Real. De esto se lamentaba la impaciente Jovita Foley.

-¡Qué desgracia, mi pobre Lissy! -repetía-. ¡Qué desgracia que tengas el numero cinco!

-¡Cálmate, amiga mía! -respondía la joven-. Es tan bueno como los otros; o quizá tan malo.

-No digas eso, Lissy. No tengas tales ideas, que nos traerán desgracia.

-Vamos, Jovita, mírame bien. ¿Es que puedes creer en serio...?

-¿Que tú ganarás?

-Sí.

-Estoy segura de ello. Tan segura corno de tener aún mis treinta y dos dientes.

Y al oír esto, lanzaba Lissy Wag tan estrepitosa carcajada que Jovita sentía deseos de pegarle.

Inútil insistir sobre el estado de ánimo del comodoro Urrican. No vivía. Hallábase decidido a abandonar Chicago diez minutos después que los dados le hubieran indicado el número. No se detendría ni un día, ni una nora, aunque fuera enviado al fondo de los Everglades de la península de la Florida.

La pareja Titbury pensaba en las primas que tendría que pagar si la suerte le era adversa, más aún que en su estancia en la prisión del Missuri o en los pozos de Nevada.

Y por último, el boxeador Tom Crabbe continuaba haciendo sus seis comidas diarias, sin pensar en el porvenir, y esperando no cambiar tan buenas costumbres durante el viaje. John Milner cuidaría de que nada faltara al coloso. ¿Acaso no habría durante el viaje ocasión de organizar alguna función de boxeo, de la que el célebre machacador de mandíbulas sacaría honra y provecho?

En fin, preciso es indicar que en Chicago y en otras muchas ciudades de la Unión se habían establecido agencias para apuestas. Pero, ¿qué base había para la cotización de las apuestas? Esta base no podía ser como para los caballos de carreras, por una serie de premios ganados antes, ni por lo ilustre de su origen hípico, ni por las garantías de los jockeys. No había más recurso que aquilatar las cualidades morales de los jugadores.

Y es preciso confesar que la conducta de Max Real no era la más a propósito para que el joven se captara las simpatías de los que apostaran en su favor. ¿Se creerá que el 29 de abril, la víspera del día en que los dados iban a fijar su itinerario, él había salido de Chicago? Hodge Urrican se exaltaba ya, pensando ganar un puesto si por cualquier circunstancia imprevista el joven no regresaba a tiempo a Chicago.

Nadie pudo decir si Max Real había vuelto de su excursión el 30 de abril, ni aun si se encontraba en la sala del Auditorium.

Al dar las doce, ante la agitada multitud de espectadores, el notario Tornbrock, acompañado por Georges B. Higginbotham y los socios del Excentric Club, agitó el cubilete con mano firme e hizo rodar los dados sobre el mapa.

-¡Cuatro y cuatro! -gritó.

-¡Ocho! -respondieron los concurrentes a una sola voz.

Esta cifra era la de la casilla asignada por el testador al estado de Kansas.

Línea divisoria

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página

 

© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.