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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo IX

Aquella mañana, un hotel, o más bien una posada, y no de las mejores, recibía dos viajeros llegados en el primer tren de Calais, simple aldea del estado del Maine.

Estos dos viajeros, un hombre y una mujer, se hicieron inscribir en el hotel Sandy Bar con el nombre de señor y señora Field.

Así, pues, el nombre de señor y señora Field no decía, no indicaba personajes de nota, y el posadero los inscribió en su libro sin exigir más.

En aquella época, en todos los Estados Unidos no había nombre alguno que fuera repetido por millones de como los de los jugadores y el del original miembro del Excentric Club.

Ninguno de los Siete se llamaba Field; por lo demás, su aspecto no era muy bueno, y el posadero tal vez se preguntó si le pagarían cuando llegara el momento de arreglar la cuenta.

¿Qué iba a hacer la extraña pareja en aquel pueblo, situado al extremo límite de un estado?

El cuarto del primer piso, donde se acomodaron el señor y la señora Field, en el hotel Sandy Bar, era menos que mediano: un lecho, una mesa, dos sillas y un lavabo. La única maleta depositada a la entrada del comedor había sido traída por un mozo de la estación. En un rincón había dos enormes paraguas y un viejo saco de viaje.

Cuando el señor y la señora Field estuvieron solos, después de marcharse el posadero, cerrada la puerta, corridos los cerrojos, ambos colocaron la oreja contra aquélla para asegurarse de que nadie podía oírlos.

-En fin -dijo el señor Field-, ya estamos al término de nuestro viaje.

-Sí -respondió su esposa-, después de tres días y tres noches mal contados.

-Creí que esto no acababa nunca -añadió el señor Field, dejando caer los brazos como si sus músculos no funcionaran.

-¡Y no ha concluido! -dijo la señora Field.

-Y ¿cuánto nos costará esto?

-No se trata de lo que puede costarnos, sino de lo que puede darnos -respondió con acritud la señora.

-En fin, hemos tenido la buena idea de viajar con nombres supuestos.

-Una idea mía.

-¡Y excelente! De lo contrario hubiéramos estado a merced de fondistas, cocheros, de toda esa gente que engorda con los infelices que pasan por sus manos, y más aún piensan que van a venir a nuestra bolsa algunos millones de dólares.

-Hemos hecho bien -respondió la señora Field-, y continuaremos reduciendo los gastos cuanto sea posible. No hemos dejado gran ganancia a las fondas de las estaciones en estos tres días, y espero que continuaremos así.

-No importa -dijo el señor Field-. Mejor hubiera sido rehusar.

-¡Basta, Hermann! -declaró imperiosamente la señora Field-, ¿por ventura no tenemos tantas probabilidades como los otros de llegar los primeros?

-Sin duda, Kate; pero lo más prudente hubiera sido firmar el contrato de división de la herencia.

-No es ésa mi opinión. Además, el comodoro Urrican se oponía a esto... y ese X.K.Z. no estaba allí para dar su consentimiento.

-Pues bien, ¿quieres que te lo diga? -respondió el señor Field-. A ése es al que más temo; no se sabe quién es ni de dónde sale... Nadie lo conoce. Se llama X.K.Z. ¿esto es un nombre?

Así se expresó el señor Field, que, si no se ocultaba bajo iniciales, había cambiado su apellido por el de Field.

Pues era Hermann Titbury, el tercer jugador, al que los dados, por uno y uno, habían enviado a la segunda casilla, estado de Maine.

La tarde del 5 de mayo, habían abandonado el señor y la señora Titbury su mísera casa de Robey Street, y ocupaban ahora aquella posada de Calais. No habiendo indicado a nadie el día ni la hora de su marcha, el viaje se había efectuado en el más riguroso incógnito.

Esto no dejó de contrariar a los que pensaban apostar, pues fuerza es confesar que Hermann Titbury presentaba notable ventaja en aquella carrera de los millones, y era indudable que llegaría a ser el favorito de la partida, pues era uno de esos privilegiados a los que todo sale bien por ser poco escrupulosos en los medios que emplean para lograr buen éxito. Su fortuna le permitiría pagar las primas si la suerte lo obligaba, y no vacilaría en pagarlas.

La digna pareja había combinado el itinerario más rápido y menos costoso a través del inextricable laberinto de líneas férreas. Así es que, sin detenerse, sin exponerse a ser desvalijados en las cantinas de las estaciones o restaurantes de los hoteles; comiendo únicamente de de las provisiones que para el camino llevaban; pasando de un tren a otro con la precisión de una bola en manos de un prestidigitador; absortos siernpre en las mismas reflexiones, perseguidos siempre por las mismas inquietudes; inscribiendo sus gastos diarios; contando y recontando la suma que llevaban para las necesidades del viaje; soñolientos de día, durmiendo por la noche, el señor y la señora Titbury habían atravesado Illinois de oeste a este.

Desde allí el señor y la señora Titbury llegaron a París y luego a Lewiston. El ferrocarril los transportó enseguida a Augusta, capital oficial de Maine. De esta manera, con numerosos y desagradables cambios de tren, se había efectuado la travesía del Maine.

Los esposos Titbury llegaron a Calais el 9 de mayo a primera hora y con anticipación notable, puesto que estaban obligados a permanecer allí hasta el dia 19. Diez días en aquella aldea de algunos miles de habitantes, y en realidad un simple puerto de cabotaje. ¿En qué ocuparían su tiempo hasta que el telegrama de Tornbrock los hiciera partir?

¡Qué excursiones más encantadoras ofrece el variado territorio del Maine! ¡Pero pedir estos viajes a dos moluscos arrancados de su banco y transportados a novecientas millas de él! No. Ellos no abandonarían Calais ni un día, ni una hora. Ellos permanecerían juntos, maldiciendo por instinto a los demás jugadores, después de tratar por centésima vez el empleo de su nueva fortuna, si el azar los convertía en cien veces millonarios.

Ellos sabrían colocar aquellos millones en valores que ofrecieran toda clase de garantías: acciones de bancos, minas, sociedades industriales. Recibirían sus numerosos productos y volverían a colocar éstos, sin emplear nada en su comodidad ni en sus placeres, viviendo como antes, concentrando su existencia en el amor al dinero, sórdidos, avaros, fieles devotos de la gazmoñería y la mezquindad, y miembros perpetuos de la Academia de los lloramiserias.

Se ocultaban bajo el nombre de Field, fastidiados e impacientes, mirando salir a cada marea los barcos de pesca y volver con su carga de arenques y salmones. Después volvían a confinarse en su cuarto del Sandy Bar, siempre temblando a la idea de que fuera conocido su verdadero nombre.

Efectivamente, Calais no está tan perdido en el fondo del Maine que no llegara hasta sus habitantes el ruido de la famosa partida. Ellos sabían que la segunda casilla correspondía a este estado de la Nueva Inglaterra y el telégrafo les había anunciado que el tercer golpe de dados -uno y uno- obliga al jugador Hermann Titbury a permanecer en su ciudad.

Transcurrieron de este modo los días 9, 10, 11 y 12 de mayo, en profundo fastidio en aquella aldea tan poco recreativa. Vagando por las calles limitadas por casas de madera, y por los muelles, el tiempo parecía interminable. ¡Qué paciencia se necesitaba para esperar, durante siete días aún, el telegrama que hasta el día 19 no debía ser expedido y que indicaría el nuevo itinerario!

No obstante, la pareja Titbury tenía entonces ocasión de hacer un viaje al extranjero; sólo tenía que atravesar el río Santa Cruz, cuya ribera izquierda pertenece al Dominio de Canadá.

Esto pensó Hermann Titbury, y en la mañana del día 13 hizo la proposición en los siguientes términos:

-¡Qué ocurrencia la de ese Hypperbone! Eligió la ciudad más desagradable del Maine para enviar allí a los jugadores que tengan la mala suerte de obtener el número dos al principio de la partida.

-¡Cuidado, Hermann! -respondió la señora Titbury en voz baja-. ¡Si te oyera alguien!... Puesto que la suerte nos ha traído a Calais, es preciso permanecer en Calais de buen o mal grado.

-¿No nos está permitido abandonar la ciudad?

-Sin duda, pero a coildición de no salir del territorio de la Unión...

-¿De modo que no tenemos ni el derecho de ir al otro lado del río?

-De ninguna manera, Hermann. El testamento prohíbe formalmente salir de los Estados Unidos.

-¿Y quién lo sabrá, Kate? -exclamó el señor Títbury.

-No comprendo, Hermann!... -replicó la matrona levantando el tono-. ¿Eres tú quien habla? ¡No te reconozco! ¿Y si más tarde se supiera que habíamos franqueado la frontera? ¿Y si algún accidente nos retenía allí? ¿Y si no estuviéramos de vuelta el día 19? Además... yo no lo quiero.

Y la imperiosa señora Titbury tenía razón para no quererlo ¿Se sabe nunca lo que puede ocurrir? Supongan que se produce un temblor de tierra; que el Nuevo Brunswick se separa del continente; que aquella parte de América se disloca; que entre los dos países se abre un abismo... ¿Cómo encontrarse entonces en las oficinas del telégrafo el día convenido? ¿No se corría el riesgo de quedar excluido de la partida?

-No... no podemos atravesar el río -declaró imperiosamente la señora Titbury.

-Tienes razón; no podemos -respondió el señor Titbury-; no sé cómo se me ha ocurrido tal idea. Desde nuestra salida de Chicago yo no soy el mismo. Este viaje me ha embrutecido. A gentes que no se han movido de Robey Street y de nuestra edad, los trastorna verse corriendo de este modo. Más cuerdo sería haber permanecido en nuestra casa y haber renunciado a la partida...

-Sesenta millones de dólares bien valen esta molestia -declaró la señora Titbury-. ¡Decididamente, te pones muy pesado, Hermann!

Parece que individuos tan precavidos y que ofrecían más garantía que los demás jugadores hubieran debido estar al abrigo de toda fastidiosa eventualidad, que no cometerían falta alguna y que no les acontecería nada que pudiera comprometerlos. Pero el azar sorprende a los más hábiles, preparándoles emboscadas, de las que toda su sabiduría no puede guardarlos, y es de razón contar con él.

En la mañana del día 14, el señor y la señora Titbury tuvieron la idea de hacer una excursión. No pensaban alejarse mucho; dos o tres millas a lo sumo fuera de Calais.

A las nueve, los señores Titbury salieron de la posada y caminaron a lo largo de la ribera, después fuera de la ciudad, a la sombra de los árboles, entre cuyas ramas se agitaban millares de ardillas.

No se preocupaban de los variados paisajes que se ofrecían a sus miradas. No hablaban más que los demás jugadores; de los que partieron antes que ellos, y de los que partirían después. ¿Dónde estaba actualmente Max Real y Tom Crabbe? Y siempre aquel X.K.Z. los inquietaba más que los otros.

Después de una marcha de dos horas y media, pensaron regresar al hotel para almorzar. Pero devorados por ardiente sed, efecto del terrible calor, se detuvieron en una taberna situada a media milla del pueblo.

Algunas bebedores, reunidos en una espaciosa sala, ocupaban las mesas, donde se alineaban los vasos de cerveza.

Los esposos Titbury se sentaron aparte y deliberaron sobre lo que iban a pedir.

-Temo que la cerveza esté demásiado fría -dijo la señora Titbury-. Estamos sudando y nos haría daño.

-Tienes razón Kate... Una pleuresía se atrapa pronto... -respondió el señor Titbury, y volviéndese al tabernero, le dijo-: Un grog con whisky.

El tabernero preguntó enseguida:

-¿Dijo usted con whisky?

-Sí... o con ginebra.

-¿Dónde está su licencia?

-¿Mi licencia? -respondió el señor Titbury muy asombrado de la pregunta.

No se hubiera asombrado si hubiera recordado que Maine pertenecía al grupo de los Estados Unidos, donde se prohíbe el consumo de bebidas alcohólicas. Sí, en Kansas, North Dakota, South Dakota, Vermont, Nuevo Hampshire y, sobre todo, en Maine, está prohibido fabricar y vender bebidas alcohólicas, destiladas o fermentadas. Únicamente en cada localidad, los agentes municipales están encargados de dar, mediante el correspondiente pago, permiso a los que compran tales bebidas para uso medicinal o industrial, y después de ser examinadas por un comisario del Estado. Infringir esta ley, aunque fuera por imprudencia, era exponerse a severas penas.

Así es que, apenas habló el señor Titbury, un hombre se acercó y dijo:

-¿No tiene usted la licencia?

-No... no la tengo...

-Entonces le declaro en contravención a la ley...

-¡En contravención a la ley!... ¿Por qué?

-Por haber pedido whisky o ginebra... así que mañana deberán comparecer ante el juez.

La pareja regresó al hotel como es de suponer. ¡Qué día y que noche pasaron! Si la señora Titbury tuvo la deplorable idea de entrar en una taberna, el señor Titbury la tuvo de preferir un grog a una cerveza.

¡A qué multa se habían expuesto! De aquí recriminaciones y disputas que duraron hasta la madrugada.

El juez, un tal R. T. Ordak, era una de las personas más desagradables y susceptibles que uno se pueda imaginar. Cuando los infractores de la ley comparecieron ante él los interrogó bruscamente:

-¿Su nombre?

-Señor y señora Field.

-¿Su domicilio?

Le indicaron, al azar, Harrisburg, Pensilvania.

-¿Su profesión?

-Rentistas.

Después los multó en cien dólares por infringir las leyes relativas a bebidas alcohólicas.

El señor Titbury, pese a los esfuerzos de su mujer por calmarlo, no pudo contenerse. Se dejó llevar de su furia y amenazó al juez. Éste simplemente dobló la multa por haber faltado el respeto a la justicia.

Exasperado, olvidó toda prudencia y llegó hasta a sacrificar las ventajas que su incógnito le aseguraba. Y entonces, con los brazos cruzados, el rostro encendido, rechazando a la señora Titbury con violencia extraña en él, se inclinó sobre la mesa del juez y le dijo:

-¿Sabe usted con quién habla?

-Con un mal educado, al que impongo trescientos dólares de multa, puesto que continúa en ese tono -respondió el no menos exasperado juez.

-¡Trescientos dólares! -exclamó la señora Titbury, cayendo medio desvacenida sobre un banco.

-Sí -añadió el juez, acentuando cada sílaba- trescientos dólares al señor Field, de Harrisburg, Pensilvania.

-Pues bien -gritó el señor Titbury, golpeando la mesa con el puño-. Sepa usted que yo no soy el señor Field, de Harrisburg, Pensilvania.

-¿Pues quién es usted?

-El señor Titbury... de Chicago... Illinois.

-¡Es decir, un individuo que se permite viajar con un nombre supuesto! -respondió el juez, como si hubiera dicho: ¡Un crimen más que añadir a tantos otros!

-Sí, el señor Titbury, de Chicago. El tercer jugador de la partida Hypperbone... el futuro heredero de su inmensa fortuna.

Esta declaración no pareció producir efecto en R. T. Ordak. Este magistrado tan malcarado, como imparcial, no haría más caso a aquel tercer jugador que a cualquier marinero del puerto. Así, con voz aguda, dijo:

-Pues bien, el señor Titbury, de Chicago, Illinois, será quien pague los trescientos dólares; y, además por haberse permitido presentarse ante la justicia con nombre supuesto lo condeno a ocho días de prisión.

Esto fue el colmo, y junto a la señora Titbury, caída sobre el banco, el señor Titbury cayó a su vez.

Ocho días de prisión, y el telegrama esperado llegaría dentro de cinco; y el día 19 sería preciso partir para ir tal vez al otro extremo de los Estados Unidos, y de no estar allí el día señalado quedaría excluido de la partida.

Se confesará que aquello era más grave para el señor Titbury que si hubiera sido enviado a la casilla cincuenta y dos, estado de Missuri, en la prisión de San Luis. Allí, al menos, había la posibilidad de ser libertado por algunos de los jugadores, mientras que en la cárcel de Calais, y por voluntad del juez R. T. Ordak, estaría encerrado hasta que cumpliera la condena.

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