El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo II Los dos primos
De regreso en su casa, Summy Skim se ocupó de
ciertas disposiciones que le imponía la muerte de Josías
Lacoste, de los partes que debía enviar a los amigos de la
familia y del duelo que convenía hacer. No olvidó ordenar
un servicio religioso en la iglesia de la parroquia. Este servicio
sería celebrado por el descanso del alma del difunto, pero
sólo cuando Ben Raddle hubiera regresado de su viaje, pues
tendría que asistir.
En cuanto al arreglo de los asuntos personales de su
tío, a la aceptación de esa herencia que parecía
reducirse a la propiedad de la parcela de Forty Miles Creek, ya
habría ocasión de conversar más seriamente con el
señor Snubbin cuando los dos primos se hubieran puesto de
acuerdo. El notario solamente tomó la precaución de
enviar al gobernador de Klondike, en Dawson City, un telegrama
informándole que los herederos de Josías Lacoste
decidirían sobre la aceptación de esta herencia
después de que un inventario estableciese la situación
financiera de su tío.
Ben Raddle sólo volvió a Montreal cinco
días más tarde, en la mañana del 21 de marzo,
después de una estancia de un mes en Nueva York. Allí
había estudiado con otros ingenieros el gigantesco proyecto de
tender un puente sobre el Hudson, entre la metrópoli y New
Jersey, gemelo del que comunicaba Nueva York con Brooklyn.
Se comprenderá fácilmente que el estudio
de este trabajo haya apasionado a un ingeniero. Ben Raddle se
había identificado con él de todo corazón, e
incluso había ofrecido entrar al servicio de la
compañía Hudson Bridge. Pero no parecía
que la construcción del puente pudiera realizarse pronto. Se
hablaba mucho de ella en los diarios, se la estudiaba en el papel. El
invierno no había terminado, y en esas latitudes de los Estados
Unidos se prolonga hasta mediados de abril. Quién sabe si el
verano vería comenzar los trabajos. Así, pues, Ben Raddle
se decidió a regresar.
Su ausencia había parecido larga y penosa a
Summy Skim. Cómo lamentaba no poder inculcar a su primo sus
propias ideas y hacerle compartir su indolente existencia.
Además, este asunto del Hudson Bridge no cesaba de
causarle inquietud. Si Ben Raddle participaba en tal empresa,
¿no permanecería largo tiempo, años quizás,
retenido en Nueva York? Entonces Summy Skim quedaría solo en la
casa que compartían, solo en la hacienda de Green
Valley. Pero en vano había tratado de retener a Ben Raddle.
La diversidad de caracteres de los dos primos era tan grande que
ninguno de ellos ejercía mucha influencia sobre el otro.
En cuanto el ingeniero estuvo de regreso, su primo le
comunicó la muerte de su tío Josías Lacoste. Si no
le había telegrafiado a Nueva York dándole la noticia era
porque lo esperaba de un momento a otro.
La noticia afligió sinceramente a Ben Raddle.
El tío Lacoste era el único que quedaba de toda la
familia. Aprobó las medidas que había tomado su primo
para la ceremonia fúnebre y, al día siguiente de su
llegada, los dos asistieron al oficio celebrado en la iglesia de la
parroquia.
Sólo ese día Ben Raddle se enteró
de los negocios de su tío. El nombre de Klondike era muy
resonante entonces, y que su tío poseyera una parcela
allí sólo podía sobreexcitar los instintos de un
ingeniero. Sin duda, ser el heredero de un yacimiento aurífero
no dejaría a Ben Raddle tan indiferente como a Summy Skim, y tal
vez entrevió allí un negocio. No que había que
liquidar, sino que había que proseguir, contrariamente a lo que
pensaba su primo.
Sin embargo, Ben Raddle no quiso decir nada
todavía. Con su hábito de estudiar seriamente las cosas,
deseaba reflexionar antes de pronunciarse. Parece que veinticuatro
horas le bastaron para sopesar la situación, pues al día
siguiente, desayunando con Summy Skim, que lo encontraba singularmente
absorto, dijo:
-¿Y si habláramos un poco de
Klondike?
-Ya que se trata sólo de hablar un poco, mi
querido Ben, hablemos...
-Un poco... a menos que no sea mucho, Summy.
-Di lo que tengas que decir, Ben.
-¿El notario no te ha comunicado los
títulos de propiedad de esa parcela 129?...
-No -respondió Summy Skim-, aunque los
recibió, pero yo no creo que sea útil tomar conocimiento
de eso...
-Ya veo -dijo Ben Raddle-; sin embargo yo no miro este
asunto con tanta indiferencia, y mi opinión es que merece una
atención seria y un estudio profundo.
Al principio, Summy Skim no contestó a este
preámbulo, pero cuando su primo se hubo manifestado más
claramente, dijo:
-Mi querido Ben, me parece que nuestra
situación es muy sencilla: o esta herencia tiene algún
valor, y nosotros la liquidaremos del modo más conveniente para
nuestros intereses, o no tiene ninguno, lo que es infinitamente
probable, pues nuestro tío no era un hombre hábil para
enriquecerse, y nosotros no la aceptaremos.
-Eso será sensato -declaró Ben Raddle-.
Pero no habrá que apresurarse. Con esos yacimientos hay tantas
contingencias... Se los cree pobres, se los cree agotados, y un golpe
de piqueta puede dar una fortuna.
-Y bien, mi querido Ben, eso es precisamente lo que
deben saber los exploradores, los que explotan en este momento los
famosos yacimientos de Klondike. Si la parcela de Forty Miles Creek
vale algo, trataremos de deshacernos de ella al precio más
ventajoso... Pero, lo repito, es de temer que nuestro tío se
haya lanzado en un mal negocio del cual nosotros pagaremos las
consecuencias. El jamás ha triunfado en su vida y no imagino que
haya abandonado este mundo en el momento de hacerse millonario.
-Es lo que queda por determinar -respondió Ben
Raddle-. El oficio de prospector es fecundo en sorpresas de este tipo.
Se está siempre en vísperas de descubrir una dichosa
veta, y con esta palabra, "veta", no quiero decir
"suerte", sino filón aurífero donde las pepitas
abundan. En fin, entre estos buscadores de oro hay algunos que no han
tenido de qué lamentarse.
-Sí -respondió Summy Skim-, uno entre
cien, y al precio de cuántas preocupaciones, cuántas
fatigas, y cuántas miserias...
-En fin -respondió Ben Raddle-, no pienso
contentarme con una hipótesis. Hay que hacer comprobaciones
serias antes de decidirse.
Summy Skim se dio cuenta de adónde
quería llegar su primo, y, si esto lo afligió, no
podía causarle sorpresa. Se aferró, pues, al tema que le
era familiar:
-Mi amigo, ¿no es suficiente la fortuna que nos
ha dejado nuestra familia? ¿No nos asegura nuestro patrimonio
independencia y bienestar? Te hablo así porque me doy cuenta de
que das a este asunto más importancia que la que yo le he dado,
que la que a mi juicio merece. ¿Sabemos los sinsabores que nos
reserva? Veamos, ¿no somos bastante ricos?
-Nunca se es bastante cuando se puede ser
más.
-A menos que uno lo sea demasiado, como ciertos
multimillonarios que tienen tantos problemas como millones, y que hacen
más sacrificios para conservarlos que los que hicieron para
conseguirlos.
-Vamos, vamos -respondió Ben Raddle-, la
filosofía es algo muy bonito, pero no hay que llevarla al
exceso, y no me hagas decir lo que no digo. Yo no espero encontrar
toneladas de oro en la parcela de nuestro tío Josías,
pero repito que es prudente informarse.
-Nos informaremos, entendido, mi querido Ben, y quiera
el cielo que una vez informados no nos encontremos en una
situación embarazosa, a la cual tendríamos que hacer
frente por respeto a nuestra familia. Quién sabe si allá,
en la explotación de esa parcela 129, los gastos de
adquisición, de instalación, de explotación no han
sobrepasado los medios de nuestro tío. En ese caso, yo he
asegurado al señor Snubbin...
-Y has hecho bien, Summy, y yo lo apruebo
-respondió sin vacilar Ben Raddle-. Pero en cuanto a eso que
dices..., ya lo sabremos cuando tengamos un conocimiento profundo del
asunto. He leído todo lo que se ha publicado sobre las riquezas
de esos territorios, aunque la explotación se remonta apenas a
dos años. Después de Australia, después de
California, después de África del Sur, se podía
creer que los últimos yacimientos de nuestro globo se
habían agotado... Y, precisamente, he aquí que en esta
parte de Norteamérica, en los confines de Alaska y el Dominion,
el azar ha permitido descubrir nuevos yacimientos... Parece,
además, que estas regiones septentrionales de América son
privilegiadas en este aspecto... Y no solamente existen minas de oro en
Klondike, sino que se han encontrado en Ontario, en Michipicoten, en la
Columbia británica, minas como War Eagle, Standard, Sullivan
Group, Álhabarca, Fern, Syndicate, Sans-Poel, Caribú,
Deer Trail, Georgie Reed y tantas otras cuyas acciones están en
plusvalía, sin hablar de las minas de plata, de cobre, de
manganeso, de hierro, de carbón... Pero, en lo que concierne a
Klondike, piensa, Summy, en la extensión de esa región
aurífera. Doscientas cincuenta leguas de largo por alrededor de
cuarenta de ancho, y no cito los yacimientos de Alaska. Sólo los
que están en el territorio del Dominion. ¿No representa
eso un campo inmenso por descubrir?... El más vasto que se ha
encontrado en la superficie de la Tierra. Y quién sabe si no es
por millones sino por miles de millones como se contarán un
día los productos de esta región.
Ben Raddle habría podido hablar largo sobre el
asunto, y Summy Skim vio que lo conocía a fondo. Se
contentó con decir:
-Vamos, Ben, es evidente, tú tienes la
fiebre.
-Cómo que tengo la fiebre...
-Sí, la fiebre del oro, como tantos otros, y
esta fiebre no se cura con sulfato de quinina, porque no es
intermitente.
-Tranquilízate, mi querido Summy
-respondió Ben Raddle riendo-, mi pulso no late más
rápido que de ordinario... Yo no querría exponerte al
contacto de un afiebrado.
-¡Oh, yo! Yo estoy vacunado -respondió en
el mismo tono Summy Skim- y no tengo nada que temer. Pero vería
con pena que tú te lances...
-Querido amigo, no se trata de lanzarse, se trata
simplemente de estudiar un negocio y, en suma, de sacar provecho si se
puede. Tú dices que nuestro tío no ha tenido éxito
en sus especulaciones... Lo creo, en efecto, y es muy probable que esta
parcela de Forty Miles Creek le haya producido más barro que
pepitas... Es posible... Pero tal vez él no tenía los
recursos necesarios para explotarla, tal vez no operaba con experiencia
y método, como habría podido hacerlo...
-Un ingeniero, ¿verdad, Ben?
-Sin duda, un ingeniero.
-Tú, por ejemplo.
-Yo, ciertamente -respondió Ben Raddle-. En
todo caso, actualmente no es ésa la cuestión. Antes de
deshacerse de la parcela cuya propiedad tenemos por herencia,
será conveniente, lo confesarás, pedir algunas
informaciones en Klondike.
-Es razonable, en efecto -respondió Summy
Skim-, aunque yo no me hago ninguna ilusión sobre el valor de
esa propiedad...
-Lo sabremos después de habernos informado
-replicó Ben Raddle-. Es posible que tengas razón como es
posible que estés en un error. Para concluir, vamos a ir al
estudio del señor Snubbin, le encargaremos todas las gestiones.
Hará venir las informaciones de Dawson City por el medio
más rápido posible, y cuando sepamos a qué
atenernos sobre el valor de la parcela, veremos lo que convendrá
hacer.
La conversación acabó allí. Summy
Skim no podía objetar nada a lo que proponía su primo. Es
natural informarse antes de tomar una decisión. Que Ben fuera un
hombre serio, inteligente, práctico, no podía ser puesto
en duda por Summy Skim. Pero no estaba menos afligido e inquieto al ver
con qué ardor encaraba su primo el porvenir, con qué
avidez se lanzaba sobre esta presa que tan inesperadamente se
ofrecía a su ambición. ¿Conseguiría
retenerlo? Sin duda, Summy Skim no se separaría de Ben Raddle.
Sus intereses serían siempre los mismos en este asunto.
Persistía en creer que todo se arreglaría pronto, y era
de desear que las informaciones pedidas a Dawson City fueran de tal
naturaleza que no justificaran seguir adelante.
Pero qué idea, qué mala idea
había tenido el tío Josías de ir a buscar fortuna
en Klondike, donde sólo había encontrado la miseria y,
seguramente, la muerte.
Por la tarde, Ben Raddle fue al estudio del notario,
en el que tomó conocimiento de los documentos enviados de Dawson
City.
Estos documentos establecían
categóricamente la situación de la parcela 129, propiedad
del señor Josías Lacoste, ya fallecido. La parcela se
emplazaba en la orilla derecha del Forty Miles Creek, en el distrito de
Klondike. El caudal afluía a la orilla izquierda del gran
río Yukon, que atraviesa Alaska después de regar los
territorios occidentales del Dominion. Sus aguas, inglesas en su curso
alto, se convirtieron en americanas cuando esta vasta región de
Alaska fue cedida por los rusos a los Estados Unidos.
Un plano permitía determinar con exactitud la
situación de la parcela 129. Se encontraba a
(...)1
kilómetros de Fort Cudahy, una aldea fundada en la orilla
izquierda del Yukon por la compañía de la bahía de
Hudson.
Durante la conversación, al señor
Snubbin no le costó mucho comprender que el ingeniero
consideraba este asunto de modo muy diferente que su coheredero. Ben
Raddle estudió los títulos de propiedad con el mayor
cuidado. No podía apartar los ojos del gran mapa extendido ante
sus ojos, que comprendía el distrito de Klondike y la parte
vecina de Alaska. Remontaba con el pensamiento ese Forty Miles Creek
que atravesaba el meridiano 140, escogido como línea divisoria
entre los dos países. Se detenía allí, cerca de
esta frontera, precisamente en el lugar donde se indicaban los jalones
de la parcela de Josías Lacoste. Contaba las otras parcelas de
ambas riberas del río cuyo nacimiento se ocultaba en alguna
región aurífera de Alaska. ¿Por qué no
podían ser estas parcelas tan favorecidas como las del
río Kiondike, de su afluente el Bonanza, de sus subafluentes el
Victoria, el Eldorado y otros ríos, tan productivos entonces,
tan buscados por los mineros? Devoraba con la mirada esta maravillosa
comarca cuya red hidrográfica arrastra con profusión el
precioso metal. El oro valía (precio de Dawson City) dos
millones trescientos cuarenta y dos mil francos la tonelada.
Cuando el señor Snubbin lo vio tan absorto en
sus reflexiones que no pronunciaba palabra, creyó su deber
decirle:
-Señor Raddle, ¿puedo preguntarle si su
intención sería conservar y explotar la parcela del
difunto Josías Lacoste?
-Tal vez -respondió Ben Raddle.
-Sin embargo, el señor Skim...
-Summy no tiene que pronunciarse, y yo mismo reservo
mi opinión, hasta el momento en que haya verificado que estas
informaciones son exactas y haya visto todo yo mismo.
-¿Piensa usted emprender ese largo viaje a
Klondike? -preguntó el señor Snubbin, sacudiendo la
cabeza.
-¿Por qué no? Y sea lo que sea lo que
pueda pensar Summy, el negocio, a mi juicio, merece que uno se tome
alguna molestia. Aunque sólo sea para vender la parcela, usted
estará de acuerdo, señor Snubbin, lo mejor es
visitarla.
-¿Es absolutamente necesario? -interrogó
el señor Snubbin.
-Indispensable -afirmó Ben Raddle-. Y
además, no basta con querer venderla. Hay que encontrar un
comprador.
-Si no es más que eso -respondió el
notario-, usted puede evitarse las fatigas de tal viaje, señor
Raddle.
-¿Por qué?
-Tenga, he aquí el despacho que acabo de
recibir hace una hora y que me disponía a enviarle cuando usted
me hizo el honor de venir a mi estudio.
El señor Snubbin tendió a Ben Raddle un
telegrama fechado hacía ocho días, que había
llegado a Montreal después de haber sido trasmitido de Dawson
City a Vancouver.
Había un sindicato americano que ya
poseía ocho parcelas en Klondike, cuya explotación
dirigía el capitán Healy, de la Angloamerican
Transportation and Trading Co. (Chicago y Dawson).
Este sindicato hacía una oferta firme por la
adquisición de la parcela 129 del Forty Miles Creek: cinco mil
dólares, que serían enviados a Montreal en cuanto se
recibiera el telegrama de aceptación.
Ben Raddle había tomado el papel y lo
leía con el mismo cuidado con que acababa de estudiar los
títulos de propiedad.
-He aquí, pues, señor Raddle
-observó el notario-, lo que lo dispensará de hacer el
viaje.
-No sé -respondió el ingeniero-.
¿Es suficiente el precio que nos ofrecen? ¡Cinco mil
dólares por una parcela en Klondike!
-Yo no puedo responderle sobre eso.
-Usted ve, señor Snubbin: si ese sindicato
ofrece cinco mil dólares por la parcela 129, es que vale diez
veces más si se quiere continuar su explotación.
-Teniendo en cuenta ese precio, no parece que vuestro
tío haya tenido éxito con su parcela, señor
Raddle. Conviene saber, pues, si en lugar de lanzarse en ese tipo de
negocios tan azarosos, no sería preferible ahorrarse
preocupaciones y guardarse los cinco mil dólares.
-No es mi opinión, señor Snubbin.
-Ya veo, pero puede que sea la del señor Summy
Skim.
-No después que haya conocido este telegrama;
yo le explicaré mis razones y él es demasiado inteligente
para no comprenderlas. Luego, cuando yo lo haya convencido de la
necesidad de emprender este viaje, se decidirá a
acompañarme.
-¿Él? -exclamó el señor
Snubbin-, el hombre más feliz, más independiente que
jamás un notario haya encontrado en el ejercicio de su
profesión...
-Sí, a este hombre feliz, a este hombre
independiente quiero yo darle el doble de felicidad y de independencia.
¿Qué arriesgamos, en suma, si siempre podemos aceptar el
precio ofrecido por ese sindicato?
-Bueno, señor Raddle, le hará falta a
usted mucha elocuencia.
-No, me bastará con tener razón.
Déme ese telegrama, señor Snubbin. Voy a
mostrárselo a Summy y hoy mismo se habrá tomado una
decisión.
-¿Conforme a su deseo?
-Conforme a mi deseo, señor Snubbin, y
habrá que ponerlo en ejecución lo antes posible.
El notario podía pensar cualquier cosa, pero
Ben Raddle no dudaba de poder convencer a Summy Skim de la necesidad de
hacer ese viaje.
Después de haber abandonado el estudio,
optó por lo más corto. Regresó a la casa de la
calle Jacques Cartier y subió inmediatamente a la
habitación de su primo.
-¿Y bien? -le preguntó éste-. Has
visto al señor Snubbin. ¿Hay algo nuevo?
-De nuevo, sí, Summy. Bastantes noticias.
-¿Buenas?
-Excelentes.
-¿Viste los títulos de propiedad?
-Los vi. Están en regla. En calidad de
herederos de nuestro tío, somos propietarios de la parcela de
Forty Miles Creek.
-Así que se va a acrecentar nuestra fortuna
-respondió riendo Summy Skim.
-Es probable -declaró el ingeniero- y, sin
duda, más de lo que tú piensas.
-¿Y qué novedades has sabido para hablar
así?
-Simplemente lo que dice este telegrama, que
llegó esta mañana al estudio del señor Snubbin y
que contiene una oferta de compra de la parcela 129. Summy Skim
leyó el telegrama.
-Perfecto. Vendamos la parcela lo más pronto
posible.
-¿Vender en cinco mil dólares lo que sin
duda vale mucho más?
-Mi querido Ben...
-Tu querido Ben te responde que los negocios no se
hacen así. No hay nada como haber visto las cosas con los
propios ojos.
-¿Todavía sigues con eso?
-Más que nunca. Reflexiona, Summy. Si nos hacen
esta proposición de compra, es que conocen el valor de la
parcela, saben que su valor es infinitamente mayor. Hay otros terrenos
a lo largo de los ríos o en las montañas de Klondike.
-¿Lo sabes tú?
-Yo lo sé, Summy, y si una sociedad que ya
posee terrenos quiere adquirir precisamente la parcela 129, es que
tiene no cinco mil razones para ofrecer cinco mil dólares, sino
diez mil, cien mil...
-En verdad, Ben, tú juegas con las cifras.
-Pero las cifras son la vida, mi querido Summy, y
tú no haces bastantes cifras.
-No tengo condiciones para las matemáticas.
-No se trata de matemáticas, Summy.
Créeme, te hablo muy en serio y después de haber
reflexionado mucho. Tal vez yo hubiera vacilado en partir para Dawson
City, pero ahora, con este telegrama, estoy decidido a llevar mi
respuesta en persona.
-¿Qué? ¿Quieres ir a
Klondike?
-Es indispensable.
-¿Y sin tener más
información?
-Voy a informarme allá mismo.
-¿Me vas a dejar solo entonces?
-No, tú me acompañarás.
-¿Yo?
-Tú.
-Jamás.
-Sí, pues el negocio nos interesa a los
dos.
-Yo te daré amplios poderes.
-No, yo te llevo.
-Pero si se trata de un viaje de dos mil leguas.
-Pongamos ciento cincuenta más.
-¿Y cuánto durará?
-Lo que tenga que durar... Sí, no tenemos
interés en vender nuestra parcela, sino en explotarla.
-¿Cómo? ¿Explotarla?
-exclamó Summy Skim-. Pero... Eso representará todo un
año.
-Dos, si es necesario.
-Dos años, dos años -repetía
Summy Skim.
-Cada mes acrecentará nuestra fortuna.
-No, no -exclamaba Summy Skim, acurrucándose,
hundiéndose en el sofá, como resuelto a no abandonarlo
jamás.
Ben Raddle hizo un último esfuerzo para
convencerlo. Retornó al asunto en todos sus aspectos. Le
probó con las más poderosas razones que su presencia era
indispensable en la parcela de Forty Miles Creek, que no podía
vacilar, y concluyó:
-En cuanto a mí, Summy, estoy decidido a partir
para Dawson City y no creo que tú puedas rehusar
acompañarme.
Summy Skim habló de la perturbación que
ese viaje traería a su existencia. Antes de dos meses
debería dejar Montreal para cazar y pescar en Green
Valley.
-Bueno -replicó Ben Raddle-, la caza no falta
en las planicies ni los peces en los ríos de Klondike, y
tú cazarás y pescarás en un país nuevo, que
te reservará sorpresas.
-Pero nuestros campesinos, nuestros buenos campesinos
que nos esperan...
-Ya tendrán ocasión de lamentar nuestra
ausencia cuando regresemos lo bastante ricos como para comprar todo el
distrito. Además, Summy, tú has llevado hasta ahora una
vida demasiado sedentaria. Hay que correr el mundo un poco.
-Podría visitar otras regiones de
América o Europa si quisiera. Lo que no haría es empezar
mis viajes hundiéndome en el corazón de ese abominable
Klondike.
-Que te parecerá encantador cuando hayas
comprobado por ti mismo que está sembrado de polvo de oro y
empedrado con pepitas.
-Ben, mi querido Ben, me das miedo. Sí, me das
miedo. Quieres embarcarte en un negocio en el que sólo
encontrarás penas y desilusiones.
-Penas, tal vez. Desilusiones, jamás.
-Comenzando por esa maldita parcela que sin duda no
vale un arriate de repollos o de papas de Green Valley.
-¿Por qué entonces esa
compañía ofrecería, para empezar, miles de
dólares?
-Cuando pienso, Ben, que hay que ir a explorar un
país donde la temperatura cae a cincuenta grados bajo
cero...
-Excelente, el frío. Lo conserva sano a
uno.
Finalmente, después de mil réplicas,
Summy Skim debió declararse vencido. No. No dejaría a su
primo partir solo a Klondike. Lo acompañaría, aunque
sólo fuera para traerlo de regreso lo más pronto
posible.
Ese día, un telegrama que anunciaba la
próxima partida de los señores Ben Raddle y Summy Skim
fue enviado al capitán Healy, director del sindicato
angloamericano Transportation and Trading Company, Dawson
City, Klondike.
1. Dejado en blanco por
el novelista.
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