El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo V Hacia los descubrimientos
Estaba escrito en el libro indestructible del destino
que Summy Skim, después de haber acompañado a Ben Raddle
a Klondike, lo acompañaría hasta las regiones más
elevadas de América del Norte. Había expuesto todos los
argumentos contra esta nueva campaña, incluso todas las
recriminaciones. Nada había podido modificar los proyectos del
ingeniero, y, a menos que se quedara esperándolo en Dawson City
(y no habría tenido paciencia) o que tomara solo el camino de
Montreal (y no se habría decidido a ello), sólo
podía seguir a su primo a la conquista del Golden
Mount.
-Ceder una primera vez -se repetía-, es
exponerse a ceder una segunda vez, y quién sabe si no
será preciso ceder todavía una tercera vez. No puedo
culparme sino a mí mismo. ¡Ah, Green Valley!
¡Green Valley, qué lejos estás, y
cuánto más lejos estarás dentro de algunas
semanas!
Gracias a la precocidad de la estación, el
scout estuvo de regreso en Dawson City en los primeros
días de mayo. El paso del Chilkoot y la navegación a
través de los lagos y sobre el río Lewis habían
podido efectuarse más rápidamente, en condiciones
favorables. Conforme a lo dispuesto, Bill Stell llegaba a ponerse a
disposición de los dos primos para conducirlos a Skagway, desde
donde el vapor los llevaría a Vancouver.
Stell no se mostró muy sorprendido al enterarse
de los proyectos de Ben Raddle. Sabía muy bien que cualquiera
que pone los pies en el suelo de Klondike se arriesga a echar
raíces allí, y si el ingeniero no estaba por completo en
ese caso, al menos no parecía dispuesto a cerrar su maleta y
regresar a Montreal.
-Así... -dijo el scout a Summy
Skim.
-Sí, así es, mi buen Bill.
Fue todo lo que dijo el scout.
Pero Summy Skim tuvo la satisfacción de saber
que Bill Stell había aceptado hacer esta nueva
campaña.
En efecto, Ben Raddle no había creído
necesario ocultar al scout, en quien tenía plena
confianza, el fin de la expedición. Lo que había
mantenido callado ante otros, incluso ante el doctor Pilcox, no
vaciló en confiarlo a Bill Stell.
Al principio éste se resistió a creer en
la existencia del Golden Mount. Conocía la leyenda y no
pensaba que se le pudiera conceder el menor crédito. Pero cuando
Ben Raddle le comunicó todas las informaciones que le
había traspasado Jacques Laurier y le mostró el mapa en
que figuraba el volcán de oro situado con precisión, el
scout comenzó a prestar atención, y la
opinión del ingeniero sobre el asunto era tan absoluta que
acabó por compartirla.
-Y bien -le dijo Ben Raddle-, ya que allí se
encuentran riquezas incalculables, ¿por qué no participa
usted?
-¿Me ofrece que lo acompañe al
Golden Mount? -preguntó Bill Stell.
-Más que acompañarnos, guiarnos, ya que
usted ha recorrido esos territorios del norte. Usted posee el
equipamiento necesario para esta campaña: animales,
vehículos... Si no tenemos éxito, le pagaré bien
sus servicios. Si lo tenemos, ¿por qué no sacaría
también usted a manos llenas el oro de esa caja fuerte
volcánica?
Por filósofo que fuera, el valiente
scout sintió que se estremecía. En verdad,
jamás se le había presentado una ocasión
semejante, si se tomaba en serio la revelación del
francés.
Sin embargo, lo atemorizaba la duración del
viaje. Después de haber reconocido que el mejor itinerario
sería el que pasa por Fort Macpherson, que había
visitado, declaró que la distancia no debía ser inferior
a doscientas veinte leguas.
-Bueno -replicó el ingeniero-, es más o
menos la distancia que separa Skagway de Dawson City, y usted nunca ha
tenido problemas para recorrerla.
-Sin duda, señor Raddle, y yo
añadiría que el país es menos difícil entre
Dawson City y Fort Macpherson. Pero más allá, para
alcanzar la desembocadura del Mackensie...
-A lo más, hay unas cien leguas -declaró
Ben Raddle.
-En total, por lo menos trescientas cincuenta -dijo
Bill Stell.
-Que podemos recorrer en cinco o seis semanas
-afirmó el ingeniero-, y estaríamos de regreso en Dawson
City antes del invierno.
Sí, todo eso era posible, a condición de
que no sobreviniera alguna de esas fastidiosas calamidades tan
frecuentes por dichas latitudes.
A los intentos de persuasión de Ben Raddle se
unieron los del contramaestre y de Neluto, que estaba feliz de ver de
nuevo a su jefe. Y por qué no confesar que Summy Skim
habló también en el mismo sentido, y ¡cómo
estuvo de persuasivo! Desde el momento en que el viaje estaba resuelto,
el concurso del scout era precioso y acrecentaba sus
posibilidades de éxito.
En cuanto a Neluto, esta expedición le
venía de perlas. Qué hermosas expediciones de caza
harían Summy Skim y él en esos territorios apenas
visitados hasta ahora...
-Queda por saber para quién vamos a cazar
-observó Summy Skim.
-Para nosotros, naturalmente -respondió Neluto,
algo sorprendido de estas palabras.
-A menos que seamos nosotros los cazados, lo que es
bien posible en ese país plagado de malhechores de todo
tipo.
En efecto, bandas de indios de los que no se puede
esperar nada bueno recorren las regiones septentrionales durante el
verano. Los agentes de la Compañía de la bahía de
Hudson a menudo han tenido que defenderse de sus ataques.
Los preparativos se efectuaron con rapidez. El
scout puso a punto su material: carros, canoas
portátiles, tiendas, tiros de mulas, bastante más
preferibles a los perros, pues su comida está asegurada en esas
verdes praderas. En cuanto a los víveres, sin hablar de los que
produciría la caza y la pesca, fue fácil procurarse carne
y legumbres en conserva, té, café, harina, azúcar,
aguardiente para varios meses. Dawson City acababa de ser abastecida
por las sociedades que sirven los yacimientos de Klondike, desde que
las comunicaciones fueron restablecidas entre esta ciudad y Skagway o
Vancouver. Las municiones tampoco faltarían, y si había
que recurrir a las carabinas, éstas no se
desarmarían.
La caravana, bajo la dirección del
scout, iba a estar integrada por los dos primos, el
contramaestre Lorique, Neluto con su carro y su caballo, seis
canadienses que habían trabajado en el lote 129 y nueve
canadienses al servicio de Bill Stell; en total, dieciséis
personas, que bastarían para la explotación del
Golden Mount. De acuerdo con las informaciones proporcionadas
por Jacques Laurier, el trabajo se reduciría a recoger las
pepitas amontonadas en el cráter del volcán.
Se puso tanta diligencia en preparar esta
campaña, de la cual sólo Ben Raddle, Summy Skim, el
scout y Lorique conocían la finalidad, que se pudo
fijar la partida para el 6 de mayo.
Antes de dejar Dawson City, Ben Raddle quiso
informarse por última vez de la situación de las parcelas
del Forty Miles Creek. Por orden suya, el contramaestre y
Neluto fueron al lugar en que nacía la derivación que
corría hacia el norte.
La situación era la misma. El 129, como el 127
y otros terrenos situados a lo largo de la frontera, estaba enteramente
sumergido. El nuevo río seguía su curso normal en el
lecho abierto por el terremoto. Desviarlo hubiera sido un trabajo tan
considerable, tan costoso, que no valía la pena emprenderlo, y
nadie pensaba en eso. Lorique volvió con la certeza de que
debía abandonar la esperanza de volver alguna vez a explotar
esos yacimientos.
Los preparativos finalizaron el 5 de mayo por la
tarde. Summy Skim y Ben Raddle fueron al hospital a despedirse de la
superiora y de las dos religiosas. La hermana Marta y la hermana
Magdalena veían con aprensión que sus compatriotas se
aventuraran a través de esos territorios del norte, donde el
francés Jacques Laurier y Harry Brown habían sufrido
tantas miserias que finalmente habían sucumbido a ellas.
Ben Raddle tranquilizó a las hermanas lo mejor
que pudo, y Summy Skim quiso mostrarse tan tranquilo como su primo.
Antes del fin de la buena estación la pequeña caravana
estaría de regreso en Dawson City en perfecto estado; si llegaba
aplastada, ¡seria bajo el peso de las pepitas!
En cuanto al doctor Pilcox, he aquí lo que
dijo:
-Estoy encantado de verlos partir hacia el norte. Si
hubieran tomado el camino del sur, habría sido para regresar a
Montreal, y nunca los habríamos vuelto a ver en Klondike.
Así, por lo menos cuando regresen nos volveremos a ver.
-Dios lo quiera -murmuró sor Magdalena.
-Que Él los guíe y los traiga de vuelta
-añadió sor Marta.
-Así sea -dijo la superiora.
Al día siguiente, a las cinco de la
mañana, la caravana salía de Dawson City por el barrio
alto de la orilla derecha del río Klondike, en dirección
al noreste.
El tiempo era perfecto: el cielo puro, la brisa
ligera, una temperatura de unos doce grados sobre cero. La nieve ya se
había fundido en gran parte y sólo restaban algunas
placas de blancura deslumbrante sobre el suelo cubierto de hierba.
Por supuesto que el itinerario había sido
cuidadosamente establecido. Ben Raddle, Lorique y el scout
habían traspasado al mapa general del país las
indicaciones contenidas en el croquis de Jacques Laurier. Por lo
demás, no olvidemos que el scout ya había hecho
el viaje de Dawson City a Fort Macpherson, y se podía confiar en
la fidelidad de sus recuerdos para las doscientas veinticinco millas
que separan ambos puntos.
Era además un territorio bastante llano,
cortado por algunos ríos, afluentes y subafluentes del Yukon y
el Klondike, y, más allá del círculo polar
ártico, afluentes o subafluentes del Peel, que va orillando la
base de las montañas Rocosas antes de desembocar en el
Mackensie.
Así, pues, durante el primer período del
viaje entre Dawson City y Fort Macpherson el camino no
presentaría grandes dificultades. Después del
derretimiento de las últimas nieves, los ríos
bajarían a su nivel mínimo y sería fácil
vadearlos, y conservarían siempre bastante agua para las
necesidades de la pequeña tropa. Cuando ésta hubiera
llegado al río Peel, una centena de leguas antes de Fort
Macpherson, se decidiría en qué condiciones
efectuarían esta segunda mitad del itinerario.
¿Por qué no confesarlo? Con la
excepción de Summy Skim, todos partían llenos de
esperanzas. ¿Y puede uno asombrarse de que albergaran un
sentimiento tan humano? Ben Raddle, Lorique, Neluto, el propio Bill
Stell, que jamás había creído en la realidad del
Golden Mount, todos admitían ahora su existencia. Las
indicaciones del francés Jacques Laurier eran tan claras y
precisas que no se podía dudar de ellas. En el caso del
scout, más que la codicia lo que lo impulsaba era la
curiosidad, el deseo de conocer ese famoso volcán. Haría
todo por alcanzarlo.
Al salir de Dawson City, el carro conducido por
Neluto, en el que se instalaron los dos primos, corrió
rápidamente. Pero tuvo que disminuir la velocidad, pues los
animales de tiro no podían seguirlo con la pesada carga que
llevaban. Sin embargo, fue posible alargar esas primeras etapas sin
fatigar a los hombres ni a los animales. La vasta llanura no presentaba
ningún obstáculo, y el viento, que soplaba del sudeste,
no dificultaba el camino. A menudo el scout y sus
acompañantes hacían una parte de la etapa a pie, para
hacer descansar las mulas. Lorique y el scout conversaban
sobre el tema que ocupaba su mente. Summy Skim y Neluto batían
el campo a derecha y a izquierda, y como la caza no faltaba, no
perdían la pólvora. De este modo, economizaban las
conservas en las comidas que se hacían en el descanso del
mediodía y el descanso de la tarde. Antes de que llegara la
noche, que ya tardaba en esa época del año y por esas
latitudes, se levantaba el campamento hasta el día
siguiente.
La dirección que seguían, hacia el
norte, alejaba la caravana del territorio regado por las primeras aguas
del Porcupine. El río se curvaba en un amplio gancho hacia el
norte, que lo conducía al gran torrente cerca de Fort Yukon. No
había que temer entonces que Ben Raddle y sus compañeros
se encontraran con la banda de Hunter, que se había dirigido al
Porcupine muy río abajo. Por lo demás, ignoraban que los
texanos hubiesen emprendido una campaña a los territorios
vecinos al mar Ártico, bajo la conducción del indio
Krasak. Después del desastre del Forty Miles Creek,
corrió el rumor de que habían sido sus víctimas;
tras el incidente de Circle City, de su encuentro con la policía
y de su condena, se sabía que estaban sanos y salvos. Sin
embargo, Ben Raddle y Summy Skim ignoraban que hubieran recobrado la
libertad. Además, ya ni pensaban en ellos.
El 29 de mayo, veintitrés días
después de salir de Dawson City, la caravana atravesó el
círculo polar, un poco más allá del paralelo
sesenta y seis. Ningún incidente se había producido en
esta primera parte del recorrido, a lo largo de ciento veinticinco
leguas. Ni siquiera se habían encontrado con esas bandas de
indios que los agentes de la Compañía de la bahía
de Hudson todavía perseguían para expulsarlos hacia el
oeste.
El tiempo fue por lo general bueno, y los hombres se
hallaban bien de salud. Vigorosos, hechos a las fatigas, no
tenían nada que sufrir en un viaje efectuado en estas
condiciones, en esta época del año e incluso en estas
latitudes. Los animales encontraban comida fácilmente en las
praderas cubiertas de hierba. En cuanto a los campamentos, siempre
había donde instalarlos, cerca de un río claro, en los
linderos de los bosques de abedules, de álamos, de pinos que se
extienden hasta perderse de vista en la dirección del
nordeste.
El aspecto de la región empezaba a modificarse.
En el horizonte oriental se perfilaban las crestas de las
montañas Rocosas. En esta parte de Norteamérica la cadena
muestra sus primeras ramificaciones, para prolongarse después
casi a todo lo largo del Nuevo Continente.
Se encontraron en el nacimiento de uno de los
afluentes del Porcupine, que el scout no quiso descender pues
los habría llevado demasiado lejos hacia el oeste. Pero, como el
suelo se hacía cada vez más desigual, tanto a causa de la
red de esteros como de las ondulaciones en las vecindades de las
montañas, se internó decididamente a través de los
desfiladeros de la cordillera, poco elevada en esta parte del alto
Dominion, con el fin de alcanzar el río Peel, que pasa al pie de
Fort Macpherson.
En este límite del círculo polar, Bill
Stell y sus compañeros se encontraban aún a un centenar
de leguas del fuerte, situado casi en el nacimiento de la cadena
montañosa. La marcha se hizo bastante dura y, si no hubiera sido
por el cuidado que ponía Neluto, los ejes y las ruedas del carro
se hubieran roto varias veces. Como era de esperar, no había
rutas trazadas y los carros de la Compañía de la
bahía de Hudson no habían aplanado el suelo. Pero Bill
Stell sabía a qué atenerse.
-La ruta no me pareció tan mala cuando la
recorrí hace unos veinte años -declaró un
día, mientras atravesaban un estrecho desfiladero.
-No debería haber cambiado desde entonces
-observó Summy Skim.
-Debe ser a causa del rigor del último invierno
-dijo el ingeniero.
-Es lo que yo pienso, señor -respondió
el scout-. Los fríos han sido tan excesivos que los
hielos han hendido profundamente la tierra.
-Hay que tener cuidado con las avalanchas
-recomendó Lorique-. Las rocas podrían desprenderse de
los flancos de esta garganta.
En efecto, ello ocurrió dos o tres veces.
Enormes trozos de cuarzo y de granito, desequilibrados por los
hundimientos, rodaban y saltaban sobre las pendientes, triturando los
árboles que encontraban a su paso. Poco faltó para que
uno de los carros con sus animales fuera destruido por estas pesadas
masas.
Durante dos días las etapas se volvieron
penosas, y no se pudo mantener el promedio habitual de camino
recorrido. Se produjeron retrasos, contra los cuales echaban pestes Ben
Raddle y el contramaestre, pero que Summy Skim acogía con la
calma de un filósofo.
-El Golden Mount, si existe -decía-,
estará en su lugar tanto en quince días como en ocho, y
me imagino que tomaremos un merecido reposo en Fort Macpherson.
Después de trotar de esta manera, tendremos permiso para
tendernos en una buena cama de albergue.
-Si es que hay albergues en Fort Macpherson
-respondió Ben Raddle, que después de, tres semanas no
veía razón para quejarse por acampar al aire libre.
-¿Hay albergues? -preguntó Lorique al
scout.
-No -respondió Bill Stell-. Fort Macpherson es
sólo una construcción para los agentes de la
Compañía, un puesto fortificado contra los indios; pero
hay habitaciones.
-Bueno, si hay habitaciones, hay camas -replicó
Summy Skim-, y no me molestaría en absoluto estirar mis piernas
durante dos o tres noches.
-Comencemos por llegar -respondió Ben Raddle-,
y no perdamos tiempo en paradas inútiles.
La caravana marchaba, pues, todo lo rápido que
le permitían los recovecos y los obstáculos del
desfiladero. Pero tomaría velocidad cuando dejaran atrás
la cadena que bordea el valle del Peel.
Sin embargo, antes de llegar al extremo de esta cadena
el scout tuvo que enfrentar un mal encuentro, aunque Summy
Skim lo calificara de otro modo.
Al salir del desfiladero, el guía hizo alto y
acampó junto al Peel, bajo la frondosidad de grandes pinos
marítimos agrupados en la orilla izquierda.
Se había presentado la cuestión de
decidir si construirían una balsa para descender este río
hasta Fort Macpherson. Bill Stell reconoció que la corriente no
era navegable. Los últimos témpanos del deshielo iban
aún a la deriva y constituían un obstáculo.
Construir una balsa suficientemente grande como para transportar al
personal y el equipo de la caravana hubiera exigido tiempo. Dirigirla
por entre los témpanos era un problema. Así que
optó por continuar por tierra las treinta leguas que les
quedaban para llegar a Fort Macpherson, bordeando el río Peel.
Sus orillas no ofrecían grandes dificultades.
-Utilizaremos los témpanos para llegar a la
otra orilla -dijo Bill Stell a Ben Raddle-. De todos modos tenemos que
atravesar el río, porque Fort Macpherson está en la
orilla derecha, y creo que ésa es la mejor manera de
hacerlo.
Tomada esta resolución, se levantó la
tienda y se preparó todo para el reposo de la tarde, siempre
esperado con impaciencia en esta segunda etapa del viaje.
Pero apenas se habían instalado bajo los
árboles, Lorique, que se había alejado un poco río
abajo, apareció corriendo y gritando:
-¡Alerta, alerta!
Summy Skim, como el cazador profesional que era, se
levantó enseguida y cogió su carabina, listo para hacer
fuego.
-¿Indios? -gritó.
-No -respondió el contramaestre-. Osos...
-Es lo mismo -replicó Bill Stell.
En un instante todos acudieron a la entrada del
bosque, mientras las mulas resoplaban y el perro Stop1 ladraba furioso.
En efecto, tres osos, después de haber
remontado la orilla izquierda, acababan de llegar al límite del
campamento. Se detuvieron allí y se irguieron sobre sus patas.
Eran animales de gran tamaño, de aspecto formidable,
pertenecientes a la especie de los grizzlis, que frecuenta las
gargantas de las montañas Rocosas.
¿Venían hambrientos? ¿Se
preparaban para atacar la caravana? Era probable, ya que lanzaron
terribles rugidos que enloquecieron a las bestias de carga.
Summy Skim y Neluto se abalanzaron sobre ellos.
Estallaron dos disparos, que derribaron a uno de los tres osos. Tocado
en el pecho y la cabeza, el animal cayó pesadamente para no
levantarse más.
Fue el único incidente de esta agresión.
Los otros osos abandonaron el campo de inmediato, y si los saludaron
con algunas balas, ninguna los alcanzó, pues escaparon a toda
velocidad por la orilla izquierda. Se convino, en todo caso, que un
hombre vigilara toda la noche, por miedo a que volvieran las
fieras.
El animal abatido era magnífico. Su carne,
excelente, venía muy bien para acrecentar las reservas
comestibles. Lucía una soberbia piel, y Neluto se encargó
de desollarlo.
-Como el oso ya no la necesita para el invierno -dijo
Summy Skim-, no dejemos que se pierda. Con esta ropa se pueden desafiar
los fríos de sesenta grados bajo cero propios de este bendito
Klondike.
1. El novelista no ha
aludido anteriormente a la adquisición de este perro de
caza.
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