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El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo VI
Fort Macpherson

Fort Macpherson era en esa época el puesto más septentrional que poseía la Compañía de la bahía de Hudson en Norteamérica, a ciento treinta y cinco grados de longitud oeste y sesenta y siete de latitud norte. Comandaba toda la parte del territorio regado por los numerosos brazos que se ramifican en el estuario del Mackensie sobre el mar polar ártico. Allí se abastecían los cazadores de pieles, y encontraban refugio y defensa contra las bandas de indios que erraban por las planicies del alto Dominion.

Este fuerte, levantado en la orilla derecha del río Peel, se mantenía lo más posible en comunicación con Fort Good Hope, a (...) leguas río arriba. Las pieles afluían allí todos los años para ser transportadas bajo escolta al depósito central de la Compañía.

Fort Macpherson sólo comprendía un vasto almacén, encima del cual se sucedían la habitación del agente-jefe, el lugar destinado a sus hombres y una sala provista de camas de campaña con capacidad para unas veinte personas. Junto al almacén, abajo, estaban instaladas las caballerizas que albergaban caballos y mulas. Los bosques vecinos proporcionaban el combustible necesario para combatir los fríos de la estación glacial. Felizmente, la madera no había faltado, y no faltaría todavía durante muchos años. En cuanto a la comida, estaba asegurada por los abastecedores de la Compañía, que llegaban a principios del verano, y, aparte de eso, la caza y la pesca mantenían sobradamente las reservas.

El fuerte lo comandaba un agente-jefe, que tenía bajo sus órdenes a una veintena de hombres originarios de Canadá y de la Columbia británica; soldados, en suma, sometidos a una severa disciplina. Llevaban una vida muy dura a causa del rigor del clima, sin hablar del constante temor de ser atacados por bandas errantes. Sus armas eran carabinas y revólveres, y la Compañía siempre estaba pendiente de renovar el aprovisionamiento de municiones.

Todas las precauciones, en efecto, habrían sido pocas, pues sólo unos días antes el agente-jefe y sus hombres habían tenido una alerta.

Fue la mañana del 4 de junio. El hombre de guardia acababa de señalar la aproximación de una tropa que descendía por la orilla derecha del Peel. Parecía estar compuesta por una cincuentena de indios y extranjeros, y varios carros con sus animales de tiro.

Tal como se hacía en esas circunstancias, y por una precaución muy justificada, la puerta de Fort Macpherson fue cerrada sólidamente. A menos que se escalara sus muros, nadie habría podido penetrar el recinto.

Uno de los extranjeros, que parecía guiar el grupo, llegó a la puerta y pidió que le abrieran.

El agente-jefe apareció entonces en lo alto del muro. Pareciéndole sospechosa esta llegada, respondió que no dejaría entrar a nadie.

Y tenía razón, porque las amenazas y las injurias estallaron enseguida. Reconoció que los extranjeros que formaban parte de la banda eran de esa raza americana del sur, siempre dispuesta a las violencias más extremas. Ya la Compañía de la bahía de Hudson había tenido sus encuentros con ellos, sobre todo desde la época en que Alaska fue cedida por el gobierno moscovita a los Estados Unidos y se había dado orden de prohibirles la entrada en los diversos fuertes establecidos en la región del alto Dominion.

Los recién llegados no se limitaron a las palabras, sino que pasaron a la acción. Por un motivo o por otro, porque querían aprovisionarse o resguardarse en Fort Macpherson, punto de apoyo muy importante que dominaba la desembocadura del Mackensie, americanos e indios trataron de forzar la puerta. Esta resistió. Además, una descarga que hirió a algunos los hizo batirse en retirada. Pero no dejaron de hacer uso de sus armas contra los agentes que estaban en lo alto del recinto; ninguno de ellos resultó herido, por fortuna.

La banda decidió retirarse después de esta infructuosa tentativa. Sin embargo, en lugar de descender la orilla derecha del río Peel, tomó la dirección del noroeste, internándose en la parte montañosa del territorio.

No es sorprendente, pues, que los agentes de Fort Macpherson se mantuvieran día y noche en guardia temiendo el regreso de esa gente tan agresiva.

Y no tuvieron que arrepentirse de haber actuado en esa forma, porque cinco días después, el 9 de junio, divisaron una nueva tropa que se dirigía igualmente hacia el fuerte descendiendo la orilla derecha del río.

Grande fue la sorpresa de la caravana del scout, pues de ella se trataba, cuando vio aparecer en lo alto del fuerte a una docena de agentes dispuestos a utilizar sus armas y que le dieron la orden de alejarse.

Tras algunas explicaciones, el agente-jefe se dio cuenta de que eran canadienses y consintió en conversar. Y ocurrió, circunstancia de las más felices, que Bill Stell y él eran antiguos conocidos, ya que ambos habían servido en la milicia del Dominion.

La puerta de Fort Macpherson se abrió inmediatamente, y la caravana penetró en el patio interior, donde fue bien acogida.

El agente-jefe dio algunas explicaciones relativas a su actitud ante la llegada de una tropa de extranjeros. ¿No se justificaba su prudencia e incluso su desconfianza después de lo que había pasado? Contó entonces que una banda de americanos y de indios se había comportado de manera hostil contra el fuerte, que había intentado entrar por la fuerza y habían tenido que rechazarlos a tiros. ¿Qué querrían esos merodeadores, esos pillos? Tal vez aprovisionarse a expensas del fuerte, pues era inadmisible que tuvieran la intención de establecerse en él. La Compañía de la bahía de Hudson no habría tardado en desalojarlos.

-¿Y qué pasó con esa banda? -preguntó el scout.

-Como les fue mal -respondió el agente-jefe-, continuaron su camino.

-¿En qué dirección?

-En dirección noroeste.

-Bueno -dijo Ben Raddle-, como nosotros vamos hacia el norte, es probable que no la encontremos.

-Así lo deseo -respondió el agente-jefe-, porque me pareció una banda compuesta por una turba de la peor especie.

-¿Pero adónde van?

-Sin duda en busca de nuevos yacimientos, porque traían material de prospectores.

-¿Ha escuchado usted decir que hay yacimientos en esta parte del Dominion? -preguntó Ben Raddle.

-Seguro que los hay -respondió el agente­jefe-, y no me asombra que alguien quiera emprender su explotación.

Pero no sabía nada más. Hablaba basándose en los relatos de los cazadores de la Compañía, que recorren el delta del Mackensie y las orillas del mar Artico. Ni siquiera hizo alusión al Golden Mount, que no debía estar más que a una centena de leguas al norte de Fort Macpherson.

Ciertamente, Ben Raddle prefería que nadie conociera el secreto de Jacques Laurier, pero esto sorprendía un poco a Summy Skim, que seguía dudando de la existencia del volcán de oro.

Y cuando preguntó al agente-jefe si había volcanes en esa dirección, este respondió que jamás había oído hablar de eso.

El scout se contentó con decir al agente-jefe que la caravana iba precisamente en busca de territorios auríferos en la desembocadura del Mackensie. Después de haber dejado Dawson City hacía seis semanas, pedían descansar durante dos o tres días en Fort Macpherson, y si el agente-jefe tenía la gentileza de darles hospitalidad, Bill Stell y sus acompañantes le quedarían muy agradecidos.

Esto se arregló sin problemas. En ese momento sólo se hallaba en el fuerte la pequeña guarnición reglamentaria. Los cazadores no debían llegar antes de un mes. El lugar estaba libre y la caravana podría alojarse con toda comodidad sin ocasionar ninguna molestia. Estaba abundantemente aprovisionada y no tendría que recurrir a las reservas del fuerte.

Ben Raddle agradeció muy vivamente al agente-jefe por esta buena acogida, y en menos de una hora la instalación del personal y el equipo se había efectuado en excelentes condiciones.

Tres días pasaron en absoluto reposo, aunque Summy Skim y Neluto no resistieron sus instintos cinegéticos. Hicieron buena caza en los alrededores. Abundaban las aves y, durante el buen tiempo, la guarnición se alimentaba de ellas sin temor de agotarlas: perdices, patos y otros representantes del género volátil. Había también oriñales, aunque en pequeña cantidad, y no era fácil acercarse a ellos. Summy Skim divisó algunos, y, lamentándolo mucho, debió renunciar a perseguirlos, pues hubiera sido arriesgado alejarse. Pero quedó tan contento que el segundo día dijo a su primo:

-Mira, Ben, yo preferiría pasar la buena estación en Fort Macpherson que en Dawson City. Por lo menos aquí no existe la promiscuidad con ese mundo de prospectores...

-Al que pertenecemos...

-Al que pertenecemos, si tú quieres. Pero aquí, en pleno campo, donde no se escucha el chirrido de los rockers ni los golpes de la piqueta, se está como en vacaciones, y yo me creo menos lejos de Green Valley... al que volveremos a ver, por lo demás, antes del próximo invierno.

Ciertamente, aunque hubiera tenido que sufrir algunas desilusiones, Summy Skim no dudaba de que iban a estar de regreso en Montreal antes de cuatro meses.

Ningún incidente marcó la estancia de la caravana en Fort Macpherson, y cuando llegó la hora de partir, todos bien descansados, estaban listos para ponerse en camino.

La mañana del 12 de junio la pequeña tropa se formó bajo la conducción del scout. Se despidieron del agente-jefe y de sus camaradas, no sin expresarles sus sinceros agradecimientos y la esperanza de volver a verlos cuando regresaran. Luego la puerta se abrió, se volvió a cerrar y la caravana descendió con rapidez la orilla derecha del Peel.

Ben Raddle y Summy Skim habían ocupado su lugar en el carro conducido por Neluto, y los otros vehículos seguían bajo la dirección del guía. Este, como se sabe, no conocía el territorio que se extendía al norte de Fort Macpherson. Jamás había ido más allá de este lugar. En realidad, ahora había que seguir las indicaciones del ingeniero. Su mapa le daba con cierta exactitud la posición del Golden Mount, de acuerdo con los datos obtenidos por Jacques Laurier. Esta montaña debía estar situada a sesenta y ocho grados de latitud norte y ciento treinta y seis de longitud oeste. En esas condiciones, la ruta a partir de Fort Macpherson se inclinaría ligeramente hacia el noroeste, a la izquierda del río Peel, que a unas cincuenta leguas de allí se perdía en las numerosas bocas del estuario del Mackensie.

A mediodía hicieron alto cerca de un río, al borde de un bosque de pinos. Los animales quedaron pastando en una pradera vecina. El tiempo había refrescado a causa de una ligera brisa del noreste, y el cielo se veía velado por algunas nubes.

La región era llana y la mirada no se detenía al oriente sino en el límite de las primeras elevaciones de la cadena de las Montañas Rocosas.

Según el mapa, la distancia que había que recorrer para llegar al Golden Mount no era superior a setenta y cinco u ochenta leguas, y demandaría unos ocho días, si no se producía ningún retardo.

Durante el descanso, Bill Stell dijo a Summy Skim:

-En fin, de todos modos llegaremos al término de nuestro viaje y no tendremos más que pensar en el regreso.

-Amigo mío -respondió Summy Skim-, un viaje sólo ha finalizado cuando se está de regreso en casa, y éste lo creeré definitivamente terminado sólo el día en que la puerta de nuestra casa de la calle Jacques Cartier se cierre detrás de nosotros.

¿Quién hubiera podido criticarlo por hablar de modo tan prudente?

La caravana necesitó cuatro días para alcanzar la confluencia del Peel y el Mackensie, adonde llegó el 16 de junio por la tarde.

Nada perturbó estas largas etapas efectuadas sin demasiadas fatigas por el suelo llano que bordeaba el lecho del río. El país estaba desierto. Apenas se encontraban algunos grupos de indios que viven de la pesca en el delta del gran río. No se encontraron, pues, con la banda de la que les había hablado el agente-jefe de Fort Macpherson. El scout, conocedor del tipo de aventureros que la componían, procuraba evitar todo contacto con ella.

-Lleguemos solos al Golden Mount -repetía-, y volvamos solos; eso será lo mejor.

-Nos defenderemos -respondía el contramaestre.

-Es preferible no tener que defenderse -declaraba Bill Stell.

-Y que nadie nos siga adonde vamos -declaró Ben Raddle.

El scout tomaba todas las precauciones. Dos de sus hombres iban siempre como exploradores delante y en los flancos de la caravana. Durante los descansos, los accesos del campamento eran custodiados celosamente para precaverse de cualquier ataque sorpresivo.

Así pues, hasta el momento no habían tenido ningún encuentro desagradable. Tampoco descubrieron ninguna huella de la banda sospechosa. Al parecer, se había internado en la parte montañosa del territorio, que se extiende hasta el este del Mackensie.

La desembocadura de este gran torrente constituye una importante red hidrográfica quizás sin parangón en ninguna región del Nuevo ni del Viejo Mundo. Sus ramales se despliegan como las laminillas de un abanico. Se comunican entre ellos por una multitud de brazos secundarios, de canales caprichosos que los grandes ríos transforman en una enorme superficie helada durante el invierno. En esta época del año, los últimos restos del deshielo se disuelven en las aguas del mar Ártico, y el río Peel no arrastraba ni un solo témpano.

Viendo esta composición tan complicada del estuario del Mackensie, cabe preguntarse si su ramal oeste no está formado por el propio río Peel, que se reúne con el ramal principal, el del oeste, por la red que se extiende entre ellos.

Poco importa, por lo demás. Lo que importaba era que la caravana pudo pasar a la orilla izquierda de este ramal del oeste, y el yacimiento del Golden Mount se encontraba a poca distancia de esta ribera, casi en el límite del océano glacial Ártico.

El paso no se efectuó sin dificultades durante el alto que hizo la caravana el día 16. Felizmente, el nivel de las aguas no era elevado y, después de una minuciosa búsqueda, el scout descubrió un vado por el que los hombres y los animales, e incluso los vehículos, podían pasar, tomando la precaución de descargar los carros.

Esta operación les ocupó toda la tarde, pero, cuando comenzó a oscurecer, Bill Stell y sus compañeros estaban instalados en la otra ribera. Enormes macizos de árboles les proporcionaban albergue, y si en ese momento sonaron algunos disparos, no fue para defender el campamento contra enemigos bípedos, sino contra cuadrúpedos de la familia de los plantígrados. Tres o cuatro osos, viéndose tan mal recibidos, abandonaron el campo, sin dejar esta vez una segunda piel que hubiera completado el par.

Al día siguiente, 17 de junio, a las tres de la mañana, cuando amanecía, Bill Stell dio la señal de partida y los animales enfilaron a lo largo de la orilla izquierda.

De acuerdo con los cálculos del guía, bastarían tres días para llegar al litoral cerca del delta del Mackensie y estar a la vista del Golden Mount, si las indicaciones del mapa eran precisas. Y, aunque la longitud y la latitud señaladas por Jacques Laurier no fuesen absolutamente exactas, de todos modos la montaña sería visible, ya que dominaba la región.

Las etapas a lo largo del ramal occidental del gran río se efectuaron, pues, sin obstáculos. Solamente el tiempo era menos favorable. Nubes venidas del norte se desplazaban a gran velocidad, y la lluvia cayó a veces con violencia. La marcha se retardó por esta causa, y al cabo de unas horas tuvieron que buscar refugio bajo los árboles de las riberas; las paradas nocturnas fueron penosas.

Pero todas las incomodidades se soportaban ahora que la meta estaba cerca.

Fue una circunstancia feliz el que la caravana no se viera en la necesidad de internarse en la red hidrográfica del delta. El scout se preguntaba, no sin razón, cómo habría podido lograrlo. Atravesar tantos ríos que no eran vadeables habría constituido un serio problema. Habrían tenido que dejar atrás una parte del material para venir a recogerlo después. Podía incluso ocurrir que las tormentas se descargaran en lluvias abundantes, que la red quedara inundada en toda su extensión y no permitiera el paso ni a los peatones ni a los carros.

Sin embargo, no se produjo ninguna eventualidad grave que pudiera demorar ni siquiera por veinticuatro horas la llegada del scout y sus compañeros al litoral del mar Ártico. En la tarde del 19 de junio, estaban a no más de cinco o seis leguas de ese lugar cuando acamparon cerca del ramal occidental. Al día siguiente, sin ninguna duda, se detendrían en las primeras arenas de la orilla.

A las cinco, el sol estaba aún bastante alto en el horizonte; por desgracia, algunas brumas se acumulaban hacia el norte.

Todas las miradas, se comprende, se mantenían fijas en esa dirección, con la esperanza de divisar la cima del Golden Mount. Admitiendo incluso que su altura fuera de sólo quinientos a seiscientos pies, debería ser visible a esa distancia, y sin ninguna duda lo sería durante la noche si su cráter se coronaba de llamas.

Nada apareció ante esos ojos impacientes; era como si el horizonte estuviera cerrado únicamente por una línea circular, como si el cielo y el agua se hubieran juntado sobre su perímetro.

Se concibe a qué grado de nerviosismo habían llegado Ben Raddle y, no menos que él, el contramaestre, que compartía todas sus esperanzas y todas sus ilusiones. No se podían mantener quietos. Si el scout y Summy Skim no los hubieran retenido, habrían reanudado la marcha en medio de la oscuridad para no detenerse sino cuando ya no tocaran tierra firme bajo sus pies, es decir, en ese límite del Dominion bañado por las aguas del océano Polar.

Con la mirada ávida, no cesaban de observar al norte, al este, al oeste esa región que la noche envolvería muy tarde, pero no percibían nada entre las ligeras brumas suspendidas en el espacio.

-Pero cálmate, cálmate, Ben -repetía Summy Skim-, y espera con paciencia hasta mañana. Si el Golden Mount está ahí, lo encontrarás en su lugar, y es inútil dejar el campamento para ir a buscarlo unas horas antes.

Su sabio consejo fue apoyado por Bill Stell, y Ben Raddle y Lorique tuvieron que rendirse. Siempre había que tomar algunas precauciones contra el posible encuentro con indios y, ¿quién sabe?, con esa tropa de aventureros que se había alejado de Fort Macpherson.

La noche transcurrió en esas condiciones y, cuando amaneció, los vapores aún no se habían disipado y a dos o tres leguas el Golden Mount no hubiera sido visible.

Dijo Summy Skim, no sin cierta apariencia de razón:

-Si ese Golden Mount no existe, aunque el tiempo fuera bueno y todo estuviera claro no lo veríamos más que ahora.

Con ello indicaba que en él persistía la duda sobre el descubrimiento del francés, y quizás Bill Stell no estaba lejos de compartir su desconfianza.

En cuanto a Ben Raddle -los rasgos contraídos, la frente ensombrecida, la inquietud pintada en su rostro-, no se podía contener.

Se levantó el campamento a las cuatro de la mañana. El sol ya estaba algunos grados por encima del horizonte. Se sentía su presencia detrás de las brumas que sus rayos todavía no habían podido disipar.

La caravana reanudó la marcha. A las once -no debían estar a más de dos millas del litoral-, por ninguna parte se levantaba el Golden Mount.

Summy Skim se preguntaba si su primo no iba a volverse loco. ¡Tantas fatigas, tantos peligros para no llegar más que a una desilusión!...

Pero no; antes del mediodía, una claridad apareció hacia el norte. Los vapores se disiparon y se escuchó a Neluto gritar:

-¡Allá, allá... un humo!

Y al mismo tiempo aparecía la montaña, el volcán de oro, cuyo cráter dejaba escapar algunos vapores fuliginosos.

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