El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo VI Fort Macpherson
Fort Macpherson era en esa época el puesto
más septentrional que poseía la Compañía de
la bahía de Hudson en Norteamérica, a ciento treinta y
cinco grados de longitud oeste y sesenta y siete de latitud norte.
Comandaba toda la parte del territorio regado por los numerosos brazos
que se ramifican en el estuario del Mackensie sobre el mar polar
ártico. Allí se abastecían los cazadores de
pieles, y encontraban refugio y defensa contra las bandas de indios que
erraban por las planicies del alto Dominion.
Este fuerte, levantado en la orilla derecha del
río Peel, se mantenía lo más posible en
comunicación con Fort Good Hope, a (...) leguas
río arriba. Las pieles afluían allí todos los
años para ser transportadas bajo escolta al depósito
central de la Compañía.
Fort Macpherson sólo comprendía un vasto
almacén, encima del cual se sucedían la habitación
del agente-jefe, el lugar destinado a sus hombres y una sala provista
de camas de campaña con capacidad para unas veinte personas.
Junto al almacén, abajo, estaban instaladas las caballerizas que
albergaban caballos y mulas. Los bosques vecinos proporcionaban el
combustible necesario para combatir los fríos de la
estación glacial. Felizmente, la madera no había faltado,
y no faltaría todavía durante muchos años. En
cuanto a la comida, estaba asegurada por los abastecedores de la
Compañía, que llegaban a principios del verano, y, aparte
de eso, la caza y la pesca mantenían sobradamente las
reservas.
El fuerte lo comandaba un agente-jefe, que
tenía bajo sus órdenes a una veintena de hombres
originarios de Canadá y de la Columbia británica;
soldados, en suma, sometidos a una severa disciplina. Llevaban una vida
muy dura a causa del rigor del clima, sin hablar del constante temor de
ser atacados por bandas errantes. Sus armas eran carabinas y
revólveres, y la Compañía siempre estaba pendiente
de renovar el aprovisionamiento de municiones.
Todas las precauciones, en efecto, habrían sido
pocas, pues sólo unos días antes el agente-jefe y sus
hombres habían tenido una alerta.
Fue la mañana del 4 de junio. El hombre de
guardia acababa de señalar la aproximación de una tropa
que descendía por la orilla derecha del Peel. Parecía
estar compuesta por una cincuentena de indios y extranjeros, y varios
carros con sus animales de tiro.
Tal como se hacía en esas circunstancias, y por
una precaución muy justificada, la puerta de Fort Macpherson fue
cerrada sólidamente. A menos que se escalara sus muros, nadie
habría podido penetrar el recinto.
Uno de los extranjeros, que parecía guiar el
grupo, llegó a la puerta y pidió que le abrieran.
El agente-jefe apareció entonces en lo alto del
muro. Pareciéndole sospechosa esta llegada, respondió que
no dejaría entrar a nadie.
Y tenía razón, porque las amenazas y las
injurias estallaron enseguida. Reconoció que los extranjeros que
formaban parte de la banda eran de esa raza americana del sur, siempre
dispuesta a las violencias más extremas. Ya la
Compañía de la bahía de Hudson había tenido
sus encuentros con ellos, sobre todo desde la época en que
Alaska fue cedida por el gobierno moscovita a los Estados Unidos y se
había dado orden de prohibirles la entrada en los diversos
fuertes establecidos en la región del alto Dominion.
Los recién llegados no se limitaron a las
palabras, sino que pasaron a la acción. Por un motivo o por
otro, porque querían aprovisionarse o resguardarse en Fort
Macpherson, punto de apoyo muy importante que dominaba la desembocadura
del Mackensie, americanos e indios trataron de forzar la puerta. Esta
resistió. Además, una descarga que hirió a algunos
los hizo batirse en retirada. Pero no dejaron de hacer uso de sus armas
contra los agentes que estaban en lo alto del recinto; ninguno de ellos
resultó herido, por fortuna.
La banda decidió retirarse después de
esta infructuosa tentativa. Sin embargo, en lugar de descender la
orilla derecha del río Peel, tomó la dirección del
noroeste, internándose en la parte montañosa del
territorio.
No es sorprendente, pues, que los agentes de Fort
Macpherson se mantuvieran día y noche en guardia temiendo el
regreso de esa gente tan agresiva.
Y no tuvieron que arrepentirse de haber actuado en esa
forma, porque cinco días después, el 9 de junio,
divisaron una nueva tropa que se dirigía igualmente hacia el
fuerte descendiendo la orilla derecha del río.
Grande fue la sorpresa de la caravana del
scout, pues de ella se trataba, cuando vio aparecer en lo alto
del fuerte a una docena de agentes dispuestos a utilizar sus armas y
que le dieron la orden de alejarse.
Tras algunas explicaciones, el agente-jefe se dio
cuenta de que eran canadienses y consintió en conversar. Y
ocurrió, circunstancia de las más felices, que Bill Stell
y él eran antiguos conocidos, ya que ambos habían servido
en la milicia del Dominion.
La puerta de Fort Macpherson se abrió
inmediatamente, y la caravana penetró en el patio interior,
donde fue bien acogida.
El agente-jefe dio algunas explicaciones relativas a
su actitud ante la llegada de una tropa de extranjeros. ¿No se
justificaba su prudencia e incluso su desconfianza después de lo
que había pasado? Contó entonces que una banda de
americanos y de indios se había comportado de manera hostil
contra el fuerte, que había intentado entrar por la fuerza y
habían tenido que rechazarlos a tiros. ¿Qué
querrían esos merodeadores, esos pillos? Tal vez aprovisionarse
a expensas del fuerte, pues era inadmisible que tuvieran la
intención de establecerse en él. La
Compañía de la bahía de Hudson no habría
tardado en desalojarlos.
-¿Y qué pasó con esa banda?
-preguntó el scout.
-Como les fue mal -respondió el agente-jefe-,
continuaron su camino.
-¿En qué dirección?
-En dirección noroeste.
-Bueno -dijo Ben Raddle-, como nosotros vamos hacia el
norte, es probable que no la encontremos.
-Así lo deseo -respondió el
agente-jefe-, porque me pareció una banda compuesta por una
turba de la peor especie.
-¿Pero adónde van?
-Sin duda en busca de nuevos yacimientos, porque
traían material de prospectores.
-¿Ha escuchado usted decir que hay yacimientos
en esta parte del Dominion? -preguntó Ben Raddle.
-Seguro que los hay -respondió el
agentejefe-, y no me asombra que alguien quiera emprender su
explotación.
Pero no sabía nada más. Hablaba
basándose en los relatos de los cazadores de la
Compañía, que recorren el delta del Mackensie y las
orillas del mar Artico. Ni siquiera hizo alusión al Golden
Mount, que no debía estar más que a una centena de
leguas al norte de Fort Macpherson.
Ciertamente, Ben Raddle prefería que nadie
conociera el secreto de Jacques Laurier, pero esto sorprendía un
poco a Summy Skim, que seguía dudando de la existencia del
volcán de oro.
Y cuando preguntó al agente-jefe si
había volcanes en esa dirección, este respondió
que jamás había oído hablar de eso.
El scout se contentó con decir al
agente-jefe que la caravana iba precisamente en busca de territorios
auríferos en la desembocadura del Mackensie. Después de
haber dejado Dawson City hacía seis semanas, pedían
descansar durante dos o tres días en Fort Macpherson, y si el
agente-jefe tenía la gentileza de darles hospitalidad, Bill
Stell y sus acompañantes le quedarían muy
agradecidos.
Esto se arregló sin problemas. En ese momento
sólo se hallaba en el fuerte la pequeña guarnición
reglamentaria. Los cazadores no debían llegar antes de un mes.
El lugar estaba libre y la caravana podría alojarse con toda
comodidad sin ocasionar ninguna molestia. Estaba abundantemente
aprovisionada y no tendría que recurrir a las reservas del
fuerte.
Ben Raddle agradeció muy vivamente al
agente-jefe por esta buena acogida, y en menos de una hora la
instalación del personal y el equipo se había efectuado
en excelentes condiciones.
Tres días pasaron en absoluto reposo, aunque
Summy Skim y Neluto no resistieron sus instintos cinegéticos.
Hicieron buena caza en los alrededores. Abundaban las aves y, durante
el buen tiempo, la guarnición se alimentaba de ellas sin temor
de agotarlas: perdices, patos y otros representantes del género
volátil. Había también oriñales, aunque en
pequeña cantidad, y no era fácil acercarse a ellos. Summy
Skim divisó algunos, y, lamentándolo mucho, debió
renunciar a perseguirlos, pues hubiera sido arriesgado alejarse. Pero
quedó tan contento que el segundo día dijo a su
primo:
-Mira, Ben, yo preferiría pasar la buena
estación en Fort Macpherson que en Dawson City. Por lo menos
aquí no existe la promiscuidad con ese mundo de
prospectores...
-Al que pertenecemos...
-Al que pertenecemos, si tú quieres. Pero
aquí, en pleno campo, donde no se escucha el chirrido de los
rockers ni los golpes de la piqueta, se está como en
vacaciones, y yo me creo menos lejos de Green Valley... al que
volveremos a ver, por lo demás, antes del próximo
invierno.
Ciertamente, aunque hubiera tenido que sufrir algunas
desilusiones, Summy Skim no dudaba de que iban a estar de regreso en
Montreal antes de cuatro meses.
Ningún incidente marcó la estancia de la
caravana en Fort Macpherson, y cuando llegó la hora de partir,
todos bien descansados, estaban listos para ponerse en camino.
La mañana del 12 de junio la pequeña
tropa se formó bajo la conducción del scout. Se
despidieron del agente-jefe y de sus camaradas, no sin expresarles sus
sinceros agradecimientos y la esperanza de volver a verlos cuando
regresaran. Luego la puerta se abrió, se volvió a cerrar
y la caravana descendió con rapidez la orilla derecha del
Peel.
Ben Raddle y Summy Skim habían ocupado su lugar
en el carro conducido por Neluto, y los otros vehículos
seguían bajo la dirección del guía. Este, como se
sabe, no conocía el territorio que se extendía al norte
de Fort Macpherson. Jamás había ido más
allá de este lugar. En realidad, ahora había que seguir
las indicaciones del ingeniero. Su mapa le daba con cierta exactitud la
posición del Golden Mount, de acuerdo con los datos
obtenidos por Jacques Laurier. Esta montaña debía estar
situada a sesenta y ocho grados de latitud norte y ciento treinta y
seis de longitud oeste. En esas condiciones, la ruta a partir de Fort
Macpherson se inclinaría ligeramente hacia el noroeste, a la
izquierda del río Peel, que a unas cincuenta leguas de
allí se perdía en las numerosas bocas del estuario del
Mackensie.
A mediodía hicieron alto cerca de un
río, al borde de un bosque de pinos. Los animales quedaron
pastando en una pradera vecina. El tiempo había refrescado a
causa de una ligera brisa del noreste, y el cielo se veía velado
por algunas nubes.
La región era llana y la mirada no se
detenía al oriente sino en el límite de las primeras
elevaciones de la cadena de las Montañas Rocosas.
Según el mapa, la distancia que había
que recorrer para llegar al Golden Mount no era superior a
setenta y cinco u ochenta leguas, y demandaría unos ocho
días, si no se producía ningún retardo.
Durante el descanso, Bill Stell dijo a Summy Skim:
-En fin, de todos modos llegaremos al término
de nuestro viaje y no tendremos más que pensar en el
regreso.
-Amigo mío -respondió Summy Skim-, un
viaje sólo ha finalizado cuando se está de regreso en
casa, y éste lo creeré definitivamente terminado
sólo el día en que la puerta de nuestra casa de la calle
Jacques Cartier se cierre detrás de nosotros.
¿Quién hubiera podido criticarlo por
hablar de modo tan prudente?
La caravana necesitó cuatro días para
alcanzar la confluencia del Peel y el Mackensie, adonde llegó el
16 de junio por la tarde.
Nada perturbó estas largas etapas efectuadas
sin demasiadas fatigas por el suelo llano que bordeaba el lecho del
río. El país estaba desierto. Apenas se encontraban
algunos grupos de indios que viven de la pesca en el delta del gran
río. No se encontraron, pues, con la banda de la que les
había hablado el agente-jefe de Fort Macpherson. El
scout, conocedor del tipo de aventureros que la
componían, procuraba evitar todo contacto con ella.
-Lleguemos solos al Golden Mount
-repetía-, y volvamos solos; eso será lo mejor.
-Nos defenderemos -respondía el
contramaestre.
-Es preferible no tener que defenderse -declaraba Bill
Stell.
-Y que nadie nos siga adonde vamos -declaró Ben
Raddle.
El scout tomaba todas las precauciones. Dos
de sus hombres iban siempre como exploradores delante y en los flancos
de la caravana. Durante los descansos, los accesos del campamento eran
custodiados celosamente para precaverse de cualquier ataque
sorpresivo.
Así pues, hasta el momento no habían
tenido ningún encuentro desagradable. Tampoco descubrieron
ninguna huella de la banda sospechosa. Al parecer, se había
internado en la parte montañosa del territorio, que se extiende
hasta el este del Mackensie.
La desembocadura de este gran torrente constituye una
importante red hidrográfica quizás sin parangón en
ninguna región del Nuevo ni del Viejo Mundo. Sus ramales se
despliegan como las laminillas de un abanico. Se comunican entre ellos
por una multitud de brazos secundarios, de canales caprichosos que los
grandes ríos transforman en una enorme superficie helada durante
el invierno. En esta época del año, los últimos
restos del deshielo se disuelven en las aguas del mar Ártico, y
el río Peel no arrastraba ni un solo témpano.
Viendo esta composición tan complicada del
estuario del Mackensie, cabe preguntarse si su ramal oeste no
está formado por el propio río Peel, que se reúne
con el ramal principal, el del oeste, por la red que se extiende entre
ellos.
Poco importa, por lo demás. Lo que importaba
era que la caravana pudo pasar a la orilla izquierda de este ramal del
oeste, y el yacimiento del Golden Mount se encontraba a poca
distancia de esta ribera, casi en el límite del océano
glacial Ártico.
El paso no se efectuó sin dificultades durante
el alto que hizo la caravana el día 16. Felizmente, el nivel de
las aguas no era elevado y, después de una minuciosa
búsqueda, el scout descubrió un vado por el que
los hombres y los animales, e incluso los vehículos,
podían pasar, tomando la precaución de descargar los
carros.
Esta operación les ocupó toda la tarde,
pero, cuando comenzó a oscurecer, Bill Stell y sus
compañeros estaban instalados en la otra ribera. Enormes macizos
de árboles les proporcionaban albergue, y si en ese momento
sonaron algunos disparos, no fue para defender el campamento contra
enemigos bípedos, sino contra cuadrúpedos de la familia
de los plantígrados. Tres o cuatro osos, viéndose tan mal
recibidos, abandonaron el campo, sin dejar esta vez una segunda piel
que hubiera completado el par.
Al día siguiente, 17 de junio, a las tres de la
mañana, cuando amanecía, Bill Stell dio la señal
de partida y los animales enfilaron a lo largo de la orilla
izquierda.
De acuerdo con los cálculos del guía,
bastarían tres días para llegar al litoral cerca del
delta del Mackensie y estar a la vista del Golden Mount, si
las indicaciones del mapa eran precisas. Y, aunque la longitud y la
latitud señaladas por Jacques Laurier no fuesen absolutamente
exactas, de todos modos la montaña sería visible, ya que
dominaba la región.
Las etapas a lo largo del ramal occidental del gran
río se efectuaron, pues, sin obstáculos. Solamente el
tiempo era menos favorable. Nubes venidas del norte se desplazaban a
gran velocidad, y la lluvia cayó a veces con violencia. La
marcha se retardó por esta causa, y al cabo de unas horas
tuvieron que buscar refugio bajo los árboles de las riberas; las
paradas nocturnas fueron penosas.
Pero todas las incomodidades se soportaban ahora que
la meta estaba cerca.
Fue una circunstancia feliz el que la caravana no se
viera en la necesidad de internarse en la red hidrográfica del
delta. El scout se preguntaba, no sin razón,
cómo habría podido lograrlo. Atravesar tantos ríos
que no eran vadeables habría constituido un serio problema.
Habrían tenido que dejar atrás una parte del material
para venir a recogerlo después. Podía incluso ocurrir que
las tormentas se descargaran en lluvias abundantes, que la red quedara
inundada en toda su extensión y no permitiera el paso ni a los
peatones ni a los carros.
Sin embargo, no se produjo ninguna eventualidad grave
que pudiera demorar ni siquiera por veinticuatro horas la llegada del
scout y sus compañeros al litoral del mar
Ártico. En la tarde del 19 de junio, estaban a no más de
cinco o seis leguas de ese lugar cuando acamparon cerca del ramal
occidental. Al día siguiente, sin ninguna duda, se
detendrían en las primeras arenas de la orilla.
A las cinco, el sol estaba aún bastante alto en
el horizonte; por desgracia, algunas brumas se acumulaban hacia el
norte.
Todas las miradas, se comprende, se mantenían
fijas en esa dirección, con la esperanza de divisar la cima del
Golden Mount. Admitiendo incluso que su altura fuera de
sólo quinientos a seiscientos pies, debería ser visible a
esa distancia, y sin ninguna duda lo sería durante la noche si
su cráter se coronaba de llamas.
Nada apareció ante esos ojos impacientes; era
como si el horizonte estuviera cerrado únicamente por una
línea circular, como si el cielo y el agua se hubieran juntado
sobre su perímetro.
Se concibe a qué grado de nerviosismo
habían llegado Ben Raddle y, no menos que él, el
contramaestre, que compartía todas sus esperanzas y todas sus
ilusiones. No se podían mantener quietos. Si el scout y
Summy Skim no los hubieran retenido, habrían reanudado la marcha
en medio de la oscuridad para no detenerse sino cuando ya no tocaran
tierra firme bajo sus pies, es decir, en ese límite del Dominion
bañado por las aguas del océano Polar.
Con la mirada ávida, no cesaban de observar al
norte, al este, al oeste esa región que la noche
envolvería muy tarde, pero no percibían nada entre las
ligeras brumas suspendidas en el espacio.
-Pero cálmate, cálmate, Ben
-repetía Summy Skim-, y espera con paciencia hasta
mañana. Si el Golden Mount está ahí, lo
encontrarás en su lugar, y es inútil dejar el campamento
para ir a buscarlo unas horas antes.
Su sabio consejo fue apoyado por Bill Stell, y Ben
Raddle y Lorique tuvieron que rendirse. Siempre había que tomar
algunas precauciones contra el posible encuentro con indios y,
¿quién sabe?, con esa tropa de aventureros que se
había alejado de Fort Macpherson.
La noche transcurrió en esas condiciones y,
cuando amaneció, los vapores aún no se habían
disipado y a dos o tres leguas el Golden Mount no hubiera sido
visible.
Dijo Summy Skim, no sin cierta apariencia de
razón:
-Si ese Golden Mount no existe, aunque el
tiempo fuera bueno y todo estuviera claro no lo veríamos
más que ahora.
Con ello indicaba que en él persistía la
duda sobre el descubrimiento del francés, y quizás Bill
Stell no estaba lejos de compartir su desconfianza.
En cuanto a Ben Raddle -los rasgos contraídos,
la frente ensombrecida, la inquietud pintada en su rostro-, no se
podía contener.
Se levantó el campamento a las cuatro de la
mañana. El sol ya estaba algunos grados por encima del
horizonte. Se sentía su presencia detrás de las brumas
que sus rayos todavía no habían podido disipar.
La caravana reanudó la marcha. A las once -no
debían estar a más de dos millas del litoral-, por
ninguna parte se levantaba el Golden Mount.
Summy Skim se preguntaba si su primo no iba a volverse
loco. ¡Tantas fatigas, tantos peligros para no llegar más
que a una desilusión!...
Pero no; antes del mediodía, una claridad
apareció hacia el norte. Los vapores se disiparon y se
escuchó a Neluto gritar:
-¡Allá, allá... un humo!
Y al mismo tiempo aparecía la montaña,
el volcán de oro, cuyo cráter dejaba escapar algunos
vapores fuliginosos.
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