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El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo IX
La caza del alce

La orilla izquierda del Rubber Creek1 dibujaba un codo bastante pronunciado a unas cincuenta toesas del lugar donde se abría la galería subterránea que se dirigía hacia la chimenea del cráter. El desvío se practicaría en el ángulo mismo del codo. Se trataba entonces de cavar sobre esta longitud de trescientos pies el canal que conduciría el agua a la galería. El trazado fue establecido por el ingeniero, y el 28 de julio por la mañana todos se pusieron manos a la obra.

Ya habían comprobado que la excavación de este canal no ofrecería grandes dificultades ni exigiría grandes esfuerzos. El suelo estaba compuesto por tierra quebradiza hasta unos siete pies de distancia de la capa rocosa. Esta profundidad sería suficiente, con una anchura más o menos igual. La piqueta bastaría para este trabajo y no sería necesaria la mina, lo que habría podido agotar la provisión de pólvora. Si no durante la estancia en el campamento, por lo menos cuando retomaran la ruta de Dawson City convenía estar provisto de municiones, pues los indios y los aventureros la frecuentan a menudo hacia el final de la campaña de explotación de los yacimientos auríferos.

Todo el personal de la caravana se empleó en la tarea con entusiasmo, y ninguno de esos valientes canadienses dudaba del éxito. Sabían que Ben Raddle trataba de provocar la erupción del Golden Mount, como sabían que esta erupción vomitaría pepitas al mismo tiempo que una lava de oro. Habría para todos. Jamás ninguna parcela de Klondike habría producido tal resultado. Incluso el escéptico Summy Skim llegó a decir:

-En efecto, ¿por qué no?

La excavación del canal avanzaba con rapidez. La temperatura no era demasiado elevada. Por lo demás, en agosto, por esas altas latitudes del Dominion, el sol no sube más que (...) grados por encima del horizonte. Los hombres se turnaban y, aprovechando los largos crepúsculos, trabajaban una parte de la noche. Tenían cuidado de observar si el trazado del canal atravesaba algún filón, pero no encontraron ninguna vena aurífera.

-Sin duda -observó el contramaestre-, este río no se compara con el Eldorado o el Bonanza. Sus aguas no acarrean pepitas, pero nos procurarán las del Golden Mount, y eso será otra cosa.

Pasaron trece días, y el 9 de agosto ya se habían cavado los dos tercios del canal. Pero, a medida que se aproximaban a la montaña, el suelo se hacía rocoso, la tierra más dura. Sin embargo, las herramientas bastaban y no hubo que recurrir a la mina.

Ben Raddle estimaba que en unos seis o siete días la operación estaría terminada. Sólo habría que cavar la orilla del río, dándole al canal una anchura de unos cinco a seis pies, y por otra parte la pared que aún se erigía entre el fondo de la galería y la chimenea. Luego las aguas irían solas a vaciarse en las entrañas del volcán.

Ahora, ¿cuánto tiempo se necesitaría para que se produjera la erupción provocada por la acumulación de vapores? Era difícil saberlo. Pero el ingeniero había observado que sus síntomas se acrecentaban cada día. El humo se espesaba encima del cono, las llamas se elevaban a mayor altura y, durante las pocas horas de oscuridad, iluminaban la región en toda su extensión. Se podía esperar, pues, que el torrente de las aguas evaporadas en la hoguera central provocara la expulsión de las materias eruptivas.

Ese día, por la tarde, Neluto entró jadeando al campamento.

-Señor Skim, señor Skim...

-¿Qué hay, Neluto?

-Hay... hay oriñales.

-¿Oriñales?

-Sí, una media docena... en banda... Acabo de verlos.

-¿Lejos?

-A una legua... por allí.

El indio señalaba la planicie al oeste del Golden Mount.

Ya se sabe, uno de los más vivos deseos de este fanático cazador era encontrar oriñales y abatir un par. No había podido satisfacer hasta ahora su deseo. Apenas se habían visto dos o tres de estos animales en los alrededores de Dawson City o en el territorio del Forty Miles Creek. Podemos imaginar de qué manera la noticia excitaba su instinto cinegético. Su entusiasmo fue tan grande como el de su compañero de caza.

-Ven -le dijo al indio.

Ambos dejaron el campamento y bordearon unos cien pasos la base del volcán. Se detuvieron, y Summy Skim pudo divisar con sus propios ojos la manada de oriñales que subía tranquilamente hacia el norte a través de la vasta llanura.

Tuvo ganas de iniciar inmediatamente la caza. Pero ya era tarde, y dejó su proyecto para el día siguiente. Lo principal era que esos rumiantes hubieran aparecido por los alrededores. Ya sabría ubicarlos.

En cuanto se encontró con Ben Raddle le hizo saber su propósito. Como los brazos no faltaban para la excavación del canal, el ingeniero no vio ningún inconveniente en privarse de Neluto durante un día. Se convino, pues, que los dos cazadores partirían a las cinco de la mañana a buscar las huellas de los oriñales.

-Pero -observó Ben Raddle-, me prometes, Summy, no alejarte demasiado.

-Deberías hacer esa recomendación a los oriñales -respondió Summy Skim riendo.

-No, Summy, es a ti a quien la hago. No quiero que te pierdas a algunas leguas del campamento. No quiero que tengamos que interrumpir los trabajos para salir a encontrarte. Y luego, ya sabes, hay que tener cuidado con los malos encuentros. Nunca se sabe.

-No, Ben, el territorio es seguro, precisamente porque está desierto.

-Bueno, Summy, pero prométeme que estarás de regreso antes de que oscurezca.

-Por la tarde, Ben.

-Tardes que duran la mitad de la noche en esta latitud -dijo el ingeniero-. No, Summy, si no has regresado antes de las seis voy a inquietarme.

-Entendido, Ben, entendido -respondió Summy Skim-, a las seis, con el cuarto de hora de gracia...

-¡Con la condición de que tu cuarto de hora de gracia no dure más de quince minutos!

Ben Raddle temía que, iniciada la persecución de los oriñales, Summy Skim se dejara llevar más allá de lo prudente. Hasta ahora, ninguna partida de indios ni otra gente se había presentado en las bocas del Mackensie. Era para felicitarse. Pero esta eventualidad podía producirse de un momento a otro.

Al día siguiente, antes de las cinco, Summy Skim y Neluto, armados cada uno con una carabina de caza de largo alcance, provistos de provisiones para dos comidas y acompañados por su perro Stop, que ladraba dando saltos, abandonaron el campamento.

Hacía buen tiempo, incluso un poco fresco, aunque el sol ya había empezado a trazar su larga curva encima del horizonte.

Cualquier cazador comprenderá la ansiedad que experimentaba Summy Skim por encontrar los oriñales divisados la víspera y abatir por lo menos uno de esos magníficos rumiantes. Sus excursiones por los alrededores de Dawson City o en las vecindades del Forty Miles Creek sólo le habían procurado la caza ordinaria: tordos, perdices. La caza mayor se ha retirado algunas decenas de leguas ante la invasión de los mineros, y Klondike no ofrece los recursos forestales del Cassiar o de las riberas del Pelly. Summy Skim había encontrado diversos tipos de osos, entre otros el silver tip de garganta blanca, el oso pardo, el oso negro, el grizzli y también el llamado "minero viejo". Pero no había podido dirigir una sola bala a estos cuadrúpedos que habitan más a menudo el territorio de las Rocosas, los carneros salvajes. Más feliz había sido con los caribús de bosque, especie de ciervo que se distingue por su talla, de los que había cazado ya en los bosques del Dominion. Pero, desde su llegada a Klondike, jamás había podido ni perseguir un solo oriñal.

El oriñal es un alce de magnífica cornamenta. Era común en la región regada por el Yukon y sus afluentes, pero se fue dispersando después del descubrimiento de las parcelas del Klondike. Como consecuencia, aunque por naturaleza era bastante sociable, tendió a convertirse en salvaje. Era difícil aproximársele. Se le podía abatir sólo en circunstancias muy favorables, y es una lástima porque su carne, excelente, comparable a la carne de buey, se vende hasta por cinco francos la libra en el mercado de Dawson City.

Summy Skim no ignoraba lo fácil que es excitar la desconfianza de un oriñal. Es un animal dotado de un oído y de un olfato extraordinarios. A la menor alerta, escapa con tal rapidez que la persecución resulta inútil. Sorprende su velocidad, ya que es un animal que pesa entre novecientas y mil libras. Los dos cazadores debieron tomar el máximo de precauciones para llegar a tener la manada a tiro de fusil.

Los oriñales se habían detenido en el límite del bosque, a una legua y media del Golden Mount. Algunos macizos de árboles se levantaban aquí y allá, y era necesario deslizarse, o mejor dicho arrastrarse, de uno al otro para no ser visto o escuchado, o simplemente sentido. En las vecindades del bosque, esta maniobra resultaría inútil. Los cazadores no podrían dar un paso sin revelar su presencia. Los oriñales escaparían y no sería posible volver a encontrar sus huellas.

Tras un intercambio de opiniones, Summy Skim y Neluto decidieron bajar más al sur, para alcanzar el ángulo meridional del bosque. De allí, yendo de árbol en árbol, podrían acercarse a la manada sin despertar su atención. Solamente había que contener al perro, que daba señales de viva impaciencia.

Tres cuartos de hora más tarde, después de haber tomado todas las precauciones imaginables, Summy Skim y el indio se detenían en el extremo del bosque. Los oriñales reposaban en el mismo lugar. Si subían unas mil toesas se hallarían cerca de ellos.

-Sigamos el límite del bosque, pero por dentro -dijo Summy Skim-, y mantén tranquilo a Stop, que no eche a correr antes de tiempo.

-Entendido, señor Skim -respondió Neluto-, pero, por su parte, ¡manténgame tranquilo a mí, que también lo necesito!

Summy Skim no pudo menos de sonreír, porque apenas podía contenerse él mismo.

Comenzó la marcha, y no sin dificultades. Los álamos, los abedules y los pinos se apretujaban unos contra otros y los espesos matorrales impedían el paso. Había que tener cuidado de no quebrar con los pies las ramas secas que cubrían el suelo. El ruido se habría escuchado fácilmente en ese lugar en que ni un soplo atravesaba el espacio. El sol, que se había hecho más ardiente, inundaba de luz los ramajes inmóviles. Ningún piar de pajarillos llegaba a los oídos. Ningún rumor venía de la espesura del bosque, que se prolongaba extensamente en la región regada por el Porcupine y sus afluentes. Summy Skim lo ignoraba, y, por lo demás, no tenía intención de alejarse del límite del bosque.

Eran cerca de las nueve cuando los dos cazadores hicieron alto en la entrada de un pequeño claro, a menos de trescientos pies del lugar ocupado por los oriñales. Los animales no mostraron ninguna inquietud. Unos pastaban y bebían en el río que salía de la arboleda. Otros estaban echados en la hierba, probablemente dormidos. Pero no cabía duda de que a la menor alerta se pondrían en fuga, muy probablemente en dirección al sur, hacia los territorios del Porcupine.

Summy Skim y Neluto no iban a descansar en ese momento, aunque lo necesitaban. Se presentaba la ocasión de hacer una buena caza y no la iban a desperdiciar.

La carabina lista, se internaron entre los arbustos, arrastrándose a lo largo del límite de la floresta. Jamás Summy Skim había sentido una emoción tan grande, emoción exenta de todo temor, se entiende, ya que no se trataba de fieras. Pero era tanta la ansiedad que tenía de satisfacer uno de sus más vivos deseos de cazador, que el corazón le latía apresuradamente, le temblaba la mano y llegó a temer que le fallara el tiro. No. Si perdía la ocasión de abatir el tan ansiado oriñal, ¡se moriría de vergüenza!

Summy Skim y Neluto se aproximaban no haciendo más ruido que una serpiente entre la hierba, Summy delante, el indio atrás. Minutos después llegaron arrastrándose a unos sesenta pasos del lugar donde reposaban los rumiantes. Stop, sujeto por Neluto, jadeaba, pero no ladraba.

Los oriñales no parecían haber olfateado a los dos cazadores. Los que estaban echados en el suelo no se habían levantado, y los otros continuaron pastando.

Sin embargo, uno de ellos, un animal magnífico con una cornamenta que recordaba el ramaje de un árbol nuevo, levantó la cabeza en ese momento y se volvió del lado por donde se acercaban Summy Skim y Neluto. Agitó las orejas y alargó el hocico como queriendo husmear el aire que llegaba desde el bosque.

El animal había olfateado el peligro. ¿Escaparía, arrastrando a los otros tras él?

Summy Skim tuvo este presentimiento. La sangre se le agolpó en el corazón, pero se sobrepuso. Le dijo a Neluto en voz baja:

-Fuego, Neluto, y los dos al mismo tiempo para estar seguros de no fallar.

En ese momento se escuchó un ladrido. Stop, que Neluto había soltado para echarse al hombro la carabina, se lanzó en medio de la manada.

Ni Summy Skim ni Neluto tuvieron tiempo de apuntar ni disparar. Una bandada de perdices no hubiera volado con la rapidez con que desaparecieron los oriñales.

Summy Skim quedó estupefacto.

-¡Maldito perro! -exclamó.

-Debería haberlo tenido de la garganta -añadió el indio.

-Y estrangularlo -respondió Summy Skim, completamente enfurecido.

Si el animal hubiera estado allí, lo habría pagado caro. Pero Stop ya iba lejos, a más de cien toesas, cuando los dos cazadores salieron del bosque. Se había lanzado en persecución de los oriñales, y hubiera sido inútil llamarlo. No habría acudido por nada a la voz de su amo, admitiendo que hubiera podido escucharla.

La manada se dirigía hacia el norte con una rapidez que sobrepasaba la del perro, aunque éste era un animal vigoroso y veloz. ¿Volverían al bosque o huirían a través de la llanura hacia el este? Hubiera sido la mejor posibilidad, pues se habrían aproximado al Golden Mount, cuyas humaredas formaban torbellinos a una legua y media de allí.

Pero podía ocurrir también que la manada torciera hacia el sudeste del río Peel y fuera a buscar refugio en las primeras gargantas de las montañas Rocosas. En ese caso, jamás la encontrarían.

-Sígueme -gritó Skim al indio- y tratemos de no perderlos de vista.

Bordeando el bosque, emprendieron la persecución de los animales, que ya se hallaban a cuatrocientas o quinientas toesas de distancia.

¿Qué esperaban? A ambos les hubiera sido bien difícil responder. Pero los arrastraba una pasión irresistible que no les permitía razonar, una pasión semejante a la de Stop.

Un cuarto de hora después, Summy Skim experimentó una viva emoción. Los oriñales se habían detenido por fin. Todo estribaba en lo siguiente: que no pudieran continuar su huida hacia el norte, hacia el litoral, y se vieran obligados a regresar. ¿Iban a bajar hacia el sudeste? En ese caso, Summy Skim y Neluto tendrían que abandonar la partida. ¿O se decidirían más bien a entrar en el bosque y perderse en sus profundidades?

Fue lo que hicieron después de unos momentos de vacilación. El jefe de la manada atravesó el límite del bosque de un salto y los otros lo siguieron.

-Es lo mejor que podía ocurrir -dijo Summy Skim-. En terreno llano no habríamos podido tenerlos a tiro de fusil. En el bosque les será imposible escapar rápido, y podremos alcanzarlos.

Que este razonamiento fuera justo o no, el resultado fue que arrastró a los dos cazadores hacia el oeste mucho más de lo que hubieran debido hacer, y a través de un bosque cuya extensión desconocían y del que no les sería fácil salir.

Por lo demás, Stop había hecho lo mismo. Se había lanzado entre los árboles y, aunque sus ladridos todavía se escuchaban, ya lo habían perdido de vista.

Helos aquí, pues, bajo espesos. ramajes, guiados únicamente por los ladridos del perro. Era seguro que los oriñales no podían alejarse con rapidez. Sus largas cornamentas se lo impedían.

En este sentido el perro los aventajaba, porque podía pasar por donde ellos no podían. Los alcanzaría, y los cazadores sólo tendrían que dirigirse hacia donde sonaran los ladridos.

Eso hicieron durante dos horas, sin poder alcanzar a la manada. Iban a la aventura, llevados por una pasión insensata. Pero lo más grave era que se internaban cada vez más hacia el oeste. ¿Cómo encontrarían el camino para regresar?

Summy Skim comprobó que el bosque se hacía menos espeso a medida que se internaban por él. Siempre los mismos árboles, abedules, álamos, pinos, pero más espaciados. El suelo se veía más limpio de raíces y malezas.

Sin embargo, ni rastro de los oriñales. Aunque Stop no había perdido la pista: sus ladridos persis­tían, y debía estar a menos de media legua de su amo.

Neluto y Summy Skim se aventuraban cada vez más en las profundidades de la fronda. Poco después del mediodía dejaron de oír los ladridos de Stop.

Se encontraban en un espacio vacío en el que penetraban los rayos del sol. ¿A qué distancia quedaba la entrada del bosque? Summy Skim no podía deducirlo sino por el tiempo transcurrido. Debía estar más o menos a una legua. Tendrían, pues, tiempo de regresar al campamento después de un descanso que harta falta les hacía a los dos. Estaban extenuados, hambrientos. Se sentaron al pie de un árbol, sacaron las provisiones y comieron con un apetito formidable, aunque la comida les hubiera parecido infinitamente mejor si un asado de oriñal hubiera figurado en el menú.

Y ahora, ¿qué es lo que la sensatez, si no la prudencia, ordenaba? ¿No era regresar al campamento aunque fuera con las manos vacías? Esta vez parecía que iba a vencer la sensatez. Sin embargo, si era desagradable no volver con un oriñal, lo era todavía más regresar sin el perro. Stop no aparecía.

-¿Dónde podrá estar? -dijo Summy Skim.

-Persiguiendo los animales -respondió el indio.

-Lo dudo un poco, Neluto. ¿Dónde están entonces los animales?

-Tal vez no tan lejos como se puede pensar, señor Skim.

Se veía que el indio no estaba decidido a ser tan sensato como Summy Skim y no quería abandonar la partida. No podía consolarse por haber corrido toda la mañana para nada.

Por otra parte, hay que reconocer que a Summy Skim no dejaban de producirle satisfacción las palabras de Neluto. Creyó, sin embargo, que era su deber hacer la siguiente reflexión:

-Si los oriñales no estuvieran lejos en el bosque, se escucharían los ladridos de Stop...

En ese momento se oyeron ladridos a unas trescientas toesas, a juzgar por el oído.

Los dos cazadores, sin haber intercambiado ninguna palabra, como movidos por el mismo resorte, se levantaron, tomaron el morral y el fusil y se precipitaron hacia el lugar de donde venían los ladridos.

Esta vez ni la sensatez ni la prudencia tenían la menor posibilidad de hacer escuchar su voz.

Los dos temerarios no estaban dispuestos a escuchar consejos.

La dirección que siguieron no fue ni la del norte ni la del este. La manada se había dirigido al sudoeste, por donde la arboleda se prolongaba varias leguas y llegaba incluso hasta los primeros afluentes del Porcupine. Summy Skim y Neluto se alejarían todavía más del Golden Mount. Pero, después de todo, el sol recién empezaba a declinar hacia el horizonte occidental. Si los cazadores no regresaban al campamento a las cinco, según lo prometido, y lo hacían a las siete o a las ocho, todavía estaría claro. Se puede asegurar que ni siquiera se hicieron estas reflexiones. Escuchaban los ladridos de Stop y corrían detrás, seguros de que seguían los pasos de los tan ansiados oriñales.

Estos no se hallaban muy lejos, en verdad. Los dos cazadores se encontraban ahora sobre su pista. A través de un bosque menos espeso hubieran podido correr a mayor velocidad. Summy Skim y Neluto perseguían a los oriñales con todo su ímpetu. Ya no pensaban en llamar al perro. Este, en todo caso, no hubiera obedecido. Estaba tan poseído como su amo por el ardor cinegético. Pasaba el tiempo, pero eso no interesaba a los cazadores. Iban en dirección al oeste y era muy posible que pronto llegaran al límite occidental del bosque. Corrían a todo lo que les daban las piernas, y no marchaban sino para tomar aliento, sin detenerse. No sentían fatiga. Summy Skim parecía haber olvidado que estaba en los territorios del Klondike. Cazaba como si lo estuviera haciendo en los alrededores de Montreal. Sólo que allí nunca había tenido dificultades para regresar a su hacienda de Green Valley; ¿ocurriría lo mismo cuando tuviera que volver ahora al campamento del Golden Mount?

Una o dos veces se creyeron a punto de tener éxito. Algunas cornamentas aparecieron por encima de los arbustos a unos cien pasos de ellos. Pero los ágiles animales no tardaban en desaparecer y nunca se les presentó la ocasión de dispararles.

Pasaron varias horas sin que estos imprudentes se percataran de ello. Los ladridos de Stop se fueron debilitando gradualmente, lo que probaba que los oriñales se habían alejado. Sería imposible alcanzarlos. Por último, los ladridos cesaron, ya porque Stop se hubiera alejado demasiado, ya porque, fatigado por una carrera tan larga, no fuese capaz de ladrar.

Summy Skim y Neluto se detuvieron exhaustos y cayeron al suelo como masas, sin saber si les sería posible levantarse.

Eran las cuatro de la tarde, como vio Summy Skim en su reloj.

-¡Todo ha terminado! -dijo, cuando las palabras pudieron salir de sus labios.

Esta vez Neluto movió la cabeza en señal de asentimiento y de contrariedad al mismo tiempo.

-¿Dónde estamos? -dijo Summy Skim.

Sí. Era el problema que ahora se presentaba y que no sería fácil de resolver.

Un claro bastante ancho se abría en esa parte del bosque. Un pequeño río cruzaba por allí antes de desembocar, tal vez, en uno de los afluentes de Porcupine, en el sudoeste. El sol iluminaba todo ese lado y, más allá, los árboles parecían más apretujados unos contra otros, como lo hacían cerca del límite oriental.

-Tenemos que ponernos en camino -dijo Summy Skim.

-¿Hacia...? -preguntó el indio.

-Hacia el campamento, ¡pardiez! -replicó Summy Skim, alzando los hombros.

-¿Y hacia dónde queda el campamento?

-Hacia allá -replicó su compañero, volviendo la espalda al sol, que descendía en el poniente.

-No podemos partir sin haber comido, señor Skim.

Era evidente. Los dos cazadores no habrían dado quinientos pasos sin caer de inanición.

Abrieron los morrales. Cenaron como habían comido por la mañana, y tanto que agotaron las provisiones. Como la caza no abundaba en el bosque, sería difícil renovarlas, a menos que encontraran algunas raíces comestibles que se pudieran cocer en un fuego de brasas.

Parecía que alguien ya lo había hecho en ese lugar, porque, siguiendo el contorno del claro, Neluto se detuvo delante de un pequeño montón de cenizas. Llamó a Summy Skim y le dijo:

-Vea, señor Skim.

-Han hecho fuego en este lugar, Neluto.

-Sin ninguna duda.

-¿Hay indios u otro tipo de gente en este bosque?

-Han venido seguramente -respondió Neluto-. Hace tiempo, en todo caso.

En efecto, las cenizas blancas, ya embarradas, convertidas en argamasa por la humedad, probaban que la hoguera databa de una época bastante lejana. Meses, quizás años habían transcurrido desde la fogata. No había que temer entonces la presencia de gente en las vecindades del Golden Mount.

Pero, casi inmediatamente después, un nuevo incidente vino a inquietar, esta vez seriamente, a Summy Skim.

A unos diez pasos del fuego apagado, su mirada recayó sobre un objeto que brillaba entre la hierba. Lo recogió y no pudo reprimir un grito de sorpresa.

Era un puñal con mango de cobre.

-¿Ves esto, Neluto? -dijo Summy Skim, presentando el puñal a su compañero.

El indio lo examinó atentamente. Luego dijo:

-La hoguera es antigua, pero este puñal lo perdieron hace poco.

-Sí, sí -respondió Summy Skim-. La lámina está brillante. No hay huellas de herrumbre. Ha caído hace poco entre estas hierbas.

El hecho era evidente.

En cuanto al arma, después de haberla dado vueltas por todos lados y mirado de cerca, Summy Skim se dio cuenta de que era de fabricación española. En el mango estaba grabada la inicial M, y en la hoja, el nombre de Austin, la capital de Texas.

-Así, pues -concluyó Summy Skim-, hace algunas horas quizás unos extranjeros han acampado en este lugar. Que no encendieron fuego, lo creo, pero uno de ellos perdió este puñal.

-Y no son indios -observó Neluto-. Los indios no poseen armas de este tipo.

-Y quién sabe -añadió Summy Skim- si atravesaban este bosque para ir al Golden Mount.

Esta hipótesis era admisible, y si el hombre al que pertenecía el puñal formaba parte de una banda numerosa, quién sabe si algún grave peligro amenazaba a Ben Raddle y a sus compañeros. Tal vez en ese mismo momento la banda rondaba por los alrededores del estuario del Mackensie.

-Partamos -dijo Summy Skim.

-Al instante -respondió Neluto.

-¿Y nuestro perro?

El indio lo llamó a gritos en todas direcciones, pero el perro no apareció.

No era cuestión ahora de cazar oriñales. Había que regresar lo más pronto posible al campamento para alertar a la caravana del scout. El medio más rápido para llegar era el más corto, y el más corto era la línea recta.

Había que orientarse pues con la mayor exactitud, y Summy Skim no tenía brújula. Pero tenía un reloj, y he aquí el procedimiento que empleó, procedimiento del que se había servido en más de una ocasión durante sus cacerías por los territorios de Montreal.

El sol, como se ha dicho, proyectaba sus rayos sobre el claro, y precisamente la sombra de un pino muy vertical se proyectaba sobre el suelo. Esta línea de sombra iba a servir a Summy Skim para orientarse. Se fue a colocar encima de dicha línea, dando la espalda al sol, y sacó su reloj.

Eran las seis. Hubiera bastado colocar la aguja pequeña directamente encima de la línea para tener el norte. Pero con este reloj, que estaba dividido en doce horas, para obtener el mismo resultado había que poner la aguja pequeña en las tres. Luego, cuando la aguja quedó paralela a la línea de sombra, el norte se encontró exactamente indicado por el mediodía en el reloj.

Summy Skim, parado en el lugar preciso, tendió la mano en la dirección que debían seguir, hacia el este.

-En ruta -dijo.

Justo en ese momento se escuchó un disparo que había sido hecho a sólo trescientos pasos del claro.

Línea divisoria

1. Aquí Veme lo llama "Buller Creek".

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