El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo IX La
caza del alce
La orilla izquierda del Rubber Creek1 dibujaba un codo bastante
pronunciado a unas cincuenta toesas del lugar donde se abría la
galería subterránea que se dirigía hacia la
chimenea del cráter. El desvío se practicaría en
el ángulo mismo del codo. Se trataba entonces de cavar sobre
esta longitud de trescientos pies el canal que conduciría el
agua a la galería. El trazado fue establecido por el ingeniero,
y el 28 de julio por la mañana todos se pusieron manos a la
obra.
Ya habían comprobado que la excavación
de este canal no ofrecería grandes dificultades ni
exigiría grandes esfuerzos. El suelo estaba compuesto por tierra
quebradiza hasta unos siete pies de distancia de la capa rocosa. Esta
profundidad sería suficiente, con una anchura más o menos
igual. La piqueta bastaría para este trabajo y no sería
necesaria la mina, lo que habría podido agotar la
provisión de pólvora. Si no durante la estancia en el
campamento, por lo menos cuando retomaran la ruta de Dawson City
convenía estar provisto de municiones, pues los indios y los
aventureros la frecuentan a menudo hacia el final de la campaña
de explotación de los yacimientos auríferos.
Todo el personal de la caravana se empleó en la
tarea con entusiasmo, y ninguno de esos valientes canadienses dudaba
del éxito. Sabían que Ben Raddle trataba de provocar la
erupción del Golden Mount, como sabían que esta
erupción vomitaría pepitas al mismo tiempo que una lava
de oro. Habría para todos. Jamás ninguna parcela de
Klondike habría producido tal resultado. Incluso el
escéptico Summy Skim llegó a decir:
-En efecto, ¿por qué no?
La excavación del canal avanzaba con rapidez.
La temperatura no era demasiado elevada. Por lo demás, en
agosto, por esas altas latitudes del Dominion, el sol no sube
más que (...) grados por encima del horizonte. Los hombres se
turnaban y, aprovechando los largos crepúsculos, trabajaban una
parte de la noche. Tenían cuidado de observar si el trazado del
canal atravesaba algún filón, pero no encontraron ninguna
vena aurífera.
-Sin duda -observó el contramaestre-, este
río no se compara con el Eldorado o el Bonanza. Sus
aguas no acarrean pepitas, pero nos procurarán las del
Golden Mount, y eso será otra cosa.
Pasaron trece días, y el 9 de agosto ya se
habían cavado los dos tercios del canal. Pero, a medida que se
aproximaban a la montaña, el suelo se hacía rocoso, la
tierra más dura. Sin embargo, las herramientas bastaban y no
hubo que recurrir a la mina.
Ben Raddle estimaba que en unos seis o siete
días la operación estaría terminada. Sólo
habría que cavar la orilla del río, dándole al
canal una anchura de unos cinco a seis pies, y por otra parte la pared
que aún se erigía entre el fondo de la galería y
la chimenea. Luego las aguas irían solas a vaciarse en las
entrañas del volcán.
Ahora, ¿cuánto tiempo se
necesitaría para que se produjera la erupción provocada
por la acumulación de vapores? Era difícil saberlo. Pero
el ingeniero había observado que sus síntomas se
acrecentaban cada día. El humo se espesaba encima del cono, las
llamas se elevaban a mayor altura y, durante las pocas horas de
oscuridad, iluminaban la región en toda su extensión. Se
podía esperar, pues, que el torrente de las aguas evaporadas en
la hoguera central provocara la expulsión de las materias
eruptivas.
Ese día, por la tarde, Neluto entró
jadeando al campamento.
-Señor Skim, señor Skim...
-¿Qué hay, Neluto?
-Hay... hay oriñales.
-¿Oriñales?
-Sí, una media docena... en banda... Acabo de
verlos.
-¿Lejos?
-A una legua... por allí.
El indio señalaba la planicie al oeste del
Golden Mount.
Ya se sabe, uno de los más vivos deseos de este
fanático cazador era encontrar oriñales y abatir un par.
No había podido satisfacer hasta ahora su deseo. Apenas se
habían visto dos o tres de estos animales en los alrededores de
Dawson City o en el territorio del Forty Miles Creek. Podemos
imaginar de qué manera la noticia excitaba su instinto
cinegético. Su entusiasmo fue tan grande como el de su
compañero de caza.
-Ven -le dijo al indio.
Ambos dejaron el campamento y bordearon unos cien
pasos la base del volcán. Se detuvieron, y Summy Skim pudo
divisar con sus propios ojos la manada de oriñales que
subía tranquilamente hacia el norte a través de la vasta
llanura.
Tuvo ganas de iniciar inmediatamente la caza. Pero ya
era tarde, y dejó su proyecto para el día siguiente. Lo
principal era que esos rumiantes hubieran aparecido por los
alrededores. Ya sabría ubicarlos.
En cuanto se encontró con Ben Raddle le hizo
saber su propósito. Como los brazos no faltaban para la
excavación del canal, el ingeniero no vio ningún
inconveniente en privarse de Neluto durante un día. Se convino,
pues, que los dos cazadores partirían a las cinco de la
mañana a buscar las huellas de los oriñales.
-Pero -observó Ben Raddle-, me prometes, Summy,
no alejarte demasiado.
-Deberías hacer esa recomendación a los
oriñales -respondió Summy Skim riendo.
-No, Summy, es a ti a quien la hago. No quiero que te
pierdas a algunas leguas del campamento. No quiero que tengamos que
interrumpir los trabajos para salir a encontrarte. Y luego, ya sabes,
hay que tener cuidado con los malos encuentros. Nunca se sabe.
-No, Ben, el territorio es seguro, precisamente porque
está desierto.
-Bueno, Summy, pero prométeme que
estarás de regreso antes de que oscurezca.
-Por la tarde, Ben.
-Tardes que duran la mitad de la noche en esta latitud
-dijo el ingeniero-. No, Summy, si no has regresado antes de las seis
voy a inquietarme.
-Entendido, Ben, entendido -respondió Summy
Skim-, a las seis, con el cuarto de hora de gracia...
-¡Con la condición de que tu cuarto de
hora de gracia no dure más de quince minutos!
Ben Raddle temía que, iniciada la
persecución de los oriñales, Summy Skim se dejara llevar
más allá de lo prudente. Hasta ahora, ninguna partida de
indios ni otra gente se había presentado en las bocas del
Mackensie. Era para felicitarse. Pero esta eventualidad podía
producirse de un momento a otro.
Al día siguiente, antes de las cinco, Summy
Skim y Neluto, armados cada uno con una carabina de caza de largo
alcance, provistos de provisiones para dos comidas y acompañados
por su perro Stop, que ladraba dando saltos, abandonaron el
campamento.
Hacía buen tiempo, incluso un poco fresco,
aunque el sol ya había empezado a trazar su larga curva encima
del horizonte.
Cualquier cazador comprenderá la ansiedad que
experimentaba Summy Skim por encontrar los oriñales divisados la
víspera y abatir por lo menos uno de esos magníficos
rumiantes. Sus excursiones por los alrededores de Dawson City o en las
vecindades del Forty Miles Creek sólo le habían
procurado la caza ordinaria: tordos, perdices. La caza mayor se ha
retirado algunas decenas de leguas ante la invasión de los
mineros, y Klondike no ofrece los recursos forestales del Cassiar o de
las riberas del Pelly. Summy Skim había encontrado diversos
tipos de osos, entre otros el silver tip de garganta blanca,
el oso pardo, el oso negro, el grizzli y también el llamado
"minero viejo". Pero no había podido dirigir una sola
bala a estos cuadrúpedos que habitan más a menudo el
territorio de las Rocosas, los carneros salvajes. Más feliz
había sido con los caribús de bosque, especie de ciervo
que se distingue por su talla, de los que había cazado ya en los
bosques del Dominion. Pero, desde su llegada a Klondike, jamás
había podido ni perseguir un solo oriñal.
El oriñal es un alce de magnífica
cornamenta. Era común en la región regada por el Yukon y
sus afluentes, pero se fue dispersando después del
descubrimiento de las parcelas del Klondike. Como consecuencia, aunque
por naturaleza era bastante sociable, tendió a convertirse en
salvaje. Era difícil aproximársele. Se le podía
abatir sólo en circunstancias muy favorables, y es una
lástima porque su carne, excelente, comparable a la carne de
buey, se vende hasta por cinco francos la libra en el mercado de Dawson
City.
Summy Skim no ignoraba lo fácil que es excitar
la desconfianza de un oriñal. Es un animal dotado de un
oído y de un olfato extraordinarios. A la menor alerta, escapa
con tal rapidez que la persecución resulta inútil.
Sorprende su velocidad, ya que es un animal que pesa entre novecientas
y mil libras. Los dos cazadores debieron tomar el máximo de
precauciones para llegar a tener la manada a tiro de fusil.
Los oriñales se habían detenido en el
límite del bosque, a una legua y media del Golden
Mount. Algunos macizos de árboles se levantaban aquí
y allá, y era necesario deslizarse, o mejor dicho arrastrarse,
de uno al otro para no ser visto o escuchado, o simplemente sentido. En
las vecindades del bosque, esta maniobra resultaría
inútil. Los cazadores no podrían dar un paso sin revelar
su presencia. Los oriñales escaparían y no sería
posible volver a encontrar sus huellas.
Tras un intercambio de opiniones, Summy Skim y Neluto
decidieron bajar más al sur, para alcanzar el ángulo
meridional del bosque. De allí, yendo de árbol en
árbol, podrían acercarse a la manada sin despertar su
atención. Solamente había que contener al perro, que daba
señales de viva impaciencia.
Tres cuartos de hora más tarde, después
de haber tomado todas las precauciones imaginables, Summy Skim y el
indio se detenían en el extremo del bosque. Los oriñales
reposaban en el mismo lugar. Si subían unas mil toesas se
hallarían cerca de ellos.
-Sigamos el límite del bosque, pero por dentro
-dijo Summy Skim-, y mantén tranquilo a Stop, que no eche a
correr antes de tiempo.
-Entendido, señor Skim -respondió
Neluto-, pero, por su parte, ¡manténgame tranquilo a
mí, que también lo necesito!
Summy Skim no pudo menos de sonreír, porque
apenas podía contenerse él mismo.
Comenzó la marcha, y no sin dificultades. Los
álamos, los abedules y los pinos se apretujaban unos contra
otros y los espesos matorrales impedían el paso. Había
que tener cuidado de no quebrar con los pies las ramas secas que
cubrían el suelo. El ruido se habría escuchado
fácilmente en ese lugar en que ni un soplo atravesaba el
espacio. El sol, que se había hecho más ardiente,
inundaba de luz los ramajes inmóviles. Ningún piar de
pajarillos llegaba a los oídos. Ningún rumor venía
de la espesura del bosque, que se prolongaba extensamente en la
región regada por el Porcupine y sus afluentes. Summy Skim lo
ignoraba, y, por lo demás, no tenía intención de
alejarse del límite del bosque.
Eran cerca de las nueve cuando los dos cazadores
hicieron alto en la entrada de un pequeño claro, a menos de
trescientos pies del lugar ocupado por los oriñales. Los
animales no mostraron ninguna inquietud. Unos pastaban y bebían
en el río que salía de la arboleda. Otros estaban echados
en la hierba, probablemente dormidos. Pero no cabía duda de que
a la menor alerta se pondrían en fuga, muy probablemente en
dirección al sur, hacia los territorios del Porcupine.
Summy Skim y Neluto no iban a descansar en ese
momento, aunque lo necesitaban. Se presentaba la ocasión de
hacer una buena caza y no la iban a desperdiciar.
La carabina lista, se internaron entre los arbustos,
arrastrándose a lo largo del límite de la floresta.
Jamás Summy Skim había sentido una emoción tan
grande, emoción exenta de todo temor, se entiende, ya que no se
trataba de fieras. Pero era tanta la ansiedad que tenía de
satisfacer uno de sus más vivos deseos de cazador, que el
corazón le latía apresuradamente, le temblaba la mano y
llegó a temer que le fallara el tiro. No. Si perdía la
ocasión de abatir el tan ansiado oriñal, ¡se
moriría de vergüenza!
Summy Skim y Neluto se aproximaban no haciendo
más ruido que una serpiente entre la hierba, Summy delante, el
indio atrás. Minutos después llegaron
arrastrándose a unos sesenta pasos del lugar donde reposaban los
rumiantes. Stop, sujeto por Neluto, jadeaba, pero no ladraba.
Los oriñales no parecían haber olfateado
a los dos cazadores. Los que estaban echados en el suelo no se
habían levantado, y los otros continuaron pastando.
Sin embargo, uno de ellos, un animal magnífico
con una cornamenta que recordaba el ramaje de un árbol nuevo,
levantó la cabeza en ese momento y se volvió del lado por
donde se acercaban Summy Skim y Neluto. Agitó las orejas y
alargó el hocico como queriendo husmear el aire que llegaba
desde el bosque.
El animal había olfateado el peligro.
¿Escaparía, arrastrando a los otros tras él?
Summy Skim tuvo este presentimiento. La sangre se le
agolpó en el corazón, pero se sobrepuso. Le dijo a Neluto
en voz baja:
-Fuego, Neluto, y los dos al mismo tiempo para estar
seguros de no fallar.
En ese momento se escuchó un ladrido. Stop, que
Neluto había soltado para echarse al hombro la carabina, se
lanzó en medio de la manada.
Ni Summy Skim ni Neluto tuvieron tiempo de apuntar ni
disparar. Una bandada de perdices no hubiera volado con la rapidez con
que desaparecieron los oriñales.
Summy Skim quedó estupefacto.
-¡Maldito perro! -exclamó.
-Debería haberlo tenido de la garganta
-añadió el indio.
-Y estrangularlo -respondió Summy Skim,
completamente enfurecido.
Si el animal hubiera estado allí, lo
habría pagado caro. Pero Stop ya iba lejos, a más de cien
toesas, cuando los dos cazadores salieron del bosque. Se había
lanzado en persecución de los oriñales, y hubiera sido
inútil llamarlo. No habría acudido por nada a la voz de
su amo, admitiendo que hubiera podido escucharla.
La manada se dirigía hacia el norte con una
rapidez que sobrepasaba la del perro, aunque éste era un animal
vigoroso y veloz. ¿Volverían al bosque o huirían a
través de la llanura hacia el este? Hubiera sido la mejor
posibilidad, pues se habrían aproximado al Golden
Mount, cuyas humaredas formaban torbellinos a una legua y media de
allí.
Pero podía ocurrir también que la manada
torciera hacia el sudeste del río Peel y fuera a buscar refugio
en las primeras gargantas de las montañas Rocosas. En ese caso,
jamás la encontrarían.
-Sígueme -gritó Skim al indio- y
tratemos de no perderlos de vista.
Bordeando el bosque, emprendieron la
persecución de los animales, que ya se hallaban a cuatrocientas
o quinientas toesas de distancia.
¿Qué esperaban? A ambos les hubiera sido
bien difícil responder. Pero los arrastraba una pasión
irresistible que no les permitía razonar, una pasión
semejante a la de Stop.
Un cuarto de hora después, Summy Skim
experimentó una viva emoción. Los oriñales se
habían detenido por fin. Todo estribaba en lo siguiente: que no
pudieran continuar su huida hacia el norte, hacia el litoral, y se
vieran obligados a regresar. ¿Iban a bajar hacia el sudeste? En
ese caso, Summy Skim y Neluto tendrían que abandonar la partida.
¿O se decidirían más bien a entrar en el bosque y
perderse en sus profundidades?
Fue lo que hicieron después de unos momentos de
vacilación. El jefe de la manada atravesó el
límite del bosque de un salto y los otros lo siguieron.
-Es lo mejor que podía ocurrir -dijo Summy
Skim-. En terreno llano no habríamos podido tenerlos a tiro de
fusil. En el bosque les será imposible escapar rápido, y
podremos alcanzarlos.
Que este razonamiento fuera justo o no, el resultado
fue que arrastró a los dos cazadores hacia el oeste mucho
más de lo que hubieran debido hacer, y a través de un
bosque cuya extensión desconocían y del que no les
sería fácil salir.
Por lo demás, Stop había hecho lo mismo.
Se había lanzado entre los árboles y, aunque sus ladridos
todavía se escuchaban, ya lo habían perdido de vista.
Helos aquí, pues, bajo espesos. ramajes,
guiados únicamente por los ladridos del perro. Era seguro que
los oriñales no podían alejarse con rapidez. Sus largas
cornamentas se lo impedían.
En este sentido el perro los aventajaba, porque
podía pasar por donde ellos no podían. Los
alcanzaría, y los cazadores sólo tendrían que
dirigirse hacia donde sonaran los ladridos.
Eso hicieron durante dos horas, sin poder alcanzar a
la manada. Iban a la aventura, llevados por una pasión
insensata. Pero lo más grave era que se internaban cada vez
más hacia el oeste. ¿Cómo encontrarían el
camino para regresar?
Summy Skim comprobó que el bosque se
hacía menos espeso a medida que se internaban por él.
Siempre los mismos árboles, abedules, álamos, pinos, pero
más espaciados. El suelo se veía más limpio de
raíces y malezas.
Sin embargo, ni rastro de los oriñales. Aunque
Stop no había perdido la pista: sus ladridos
persistían, y debía estar a menos de media legua de
su amo.
Neluto y Summy Skim se aventuraban cada vez más
en las profundidades de la fronda. Poco después del
mediodía dejaron de oír los ladridos de Stop.
Se encontraban en un espacio vacío en el que
penetraban los rayos del sol. ¿A qué distancia quedaba la
entrada del bosque? Summy Skim no podía deducirlo sino por el
tiempo transcurrido. Debía estar más o menos a una legua.
Tendrían, pues, tiempo de regresar al campamento después
de un descanso que harta falta les hacía a los dos. Estaban
extenuados, hambrientos. Se sentaron al pie de un árbol, sacaron
las provisiones y comieron con un apetito formidable, aunque la comida
les hubiera parecido infinitamente mejor si un asado de oriñal
hubiera figurado en el menú.
Y ahora, ¿qué es lo que la sensatez, si
no la prudencia, ordenaba? ¿No era regresar al campamento aunque
fuera con las manos vacías? Esta vez parecía que iba a
vencer la sensatez. Sin embargo, si era desagradable no volver con un
oriñal, lo era todavía más regresar sin el perro.
Stop no aparecía.
-¿Dónde podrá estar? -dijo Summy
Skim.
-Persiguiendo los animales -respondió el
indio.
-Lo dudo un poco, Neluto. ¿Dónde
están entonces los animales?
-Tal vez no tan lejos como se puede pensar,
señor Skim.
Se veía que el indio no estaba decidido a ser
tan sensato como Summy Skim y no quería abandonar la partida. No
podía consolarse por haber corrido toda la mañana para
nada.
Por otra parte, hay que reconocer que a Summy Skim no
dejaban de producirle satisfacción las palabras de Neluto.
Creyó, sin embargo, que era su deber hacer la siguiente
reflexión:
-Si los oriñales no estuvieran lejos en el
bosque, se escucharían los ladridos de Stop...
En ese momento se oyeron ladridos a unas trescientas
toesas, a juzgar por el oído.
Los dos cazadores, sin haber intercambiado ninguna
palabra, como movidos por el mismo resorte, se levantaron, tomaron el
morral y el fusil y se precipitaron hacia el lugar de donde
venían los ladridos.
Esta vez ni la sensatez ni la prudencia tenían
la menor posibilidad de hacer escuchar su voz.
Los dos temerarios no estaban dispuestos a escuchar
consejos.
La dirección que siguieron no fue ni la del
norte ni la del este. La manada se había dirigido al sudoeste,
por donde la arboleda se prolongaba varias leguas y llegaba incluso
hasta los primeros afluentes del Porcupine. Summy Skim y Neluto se
alejarían todavía más del Golden Mount.
Pero, después de todo, el sol recién empezaba a declinar
hacia el horizonte occidental. Si los cazadores no regresaban al
campamento a las cinco, según lo prometido, y lo hacían a
las siete o a las ocho, todavía estaría claro. Se puede
asegurar que ni siquiera se hicieron estas reflexiones. Escuchaban los
ladridos de Stop y corrían detrás, seguros de que
seguían los pasos de los tan ansiados oriñales.
Estos no se hallaban muy lejos, en verdad. Los dos
cazadores se encontraban ahora sobre su pista. A través de un
bosque menos espeso hubieran podido correr a mayor velocidad. Summy
Skim y Neluto perseguían a los oriñales con todo su
ímpetu. Ya no pensaban en llamar al perro. Este, en todo caso,
no hubiera obedecido. Estaba tan poseído como su amo por el
ardor cinegético. Pasaba el tiempo, pero eso no interesaba a los
cazadores. Iban en dirección al oeste y era muy posible que
pronto llegaran al límite occidental del bosque. Corrían
a todo lo que les daban las piernas, y no marchaban sino para tomar
aliento, sin detenerse. No sentían fatiga. Summy Skim
parecía haber olvidado que estaba en los territorios del
Klondike. Cazaba como si lo estuviera haciendo en los alrededores de
Montreal. Sólo que allí nunca había tenido
dificultades para regresar a su hacienda de Green Valley;
¿ocurriría lo mismo cuando tuviera que volver ahora al
campamento del Golden Mount?
Una o dos veces se creyeron a punto de tener
éxito. Algunas cornamentas aparecieron por encima de los
arbustos a unos cien pasos de ellos. Pero los ágiles animales no
tardaban en desaparecer y nunca se les presentó la
ocasión de dispararles.
Pasaron varias horas sin que estos imprudentes se
percataran de ello. Los ladridos de Stop se fueron debilitando
gradualmente, lo que probaba que los oriñales se habían
alejado. Sería imposible alcanzarlos. Por último, los
ladridos cesaron, ya porque Stop se hubiera alejado demasiado, ya
porque, fatigado por una carrera tan larga, no fuese capaz de
ladrar.
Summy Skim y Neluto se detuvieron exhaustos y cayeron
al suelo como masas, sin saber si les sería posible
levantarse.
Eran las cuatro de la tarde, como vio Summy Skim en su
reloj.
-¡Todo ha terminado! -dijo, cuando las palabras
pudieron salir de sus labios.
Esta vez Neluto movió la cabeza en señal
de asentimiento y de contrariedad al mismo tiempo.
-¿Dónde estamos? -dijo Summy Skim.
Sí. Era el problema que ahora se presentaba y
que no sería fácil de resolver.
Un claro bastante ancho se abría en esa parte
del bosque. Un pequeño río cruzaba por allí antes
de desembocar, tal vez, en uno de los afluentes de Porcupine, en el
sudoeste. El sol iluminaba todo ese lado y, más allá, los
árboles parecían más apretujados unos contra
otros, como lo hacían cerca del límite oriental.
-Tenemos que ponernos en camino -dijo Summy Skim.
-¿Hacia...? -preguntó el indio.
-Hacia el campamento, ¡pardiez! -replicó
Summy Skim, alzando los hombros.
-¿Y hacia dónde queda el campamento?
-Hacia allá -replicó su
compañero, volviendo la espalda al sol, que descendía en
el poniente.
-No podemos partir sin haber comido, señor
Skim.
Era evidente. Los dos cazadores no habrían dado
quinientos pasos sin caer de inanición.
Abrieron los morrales. Cenaron como habían
comido por la mañana, y tanto que agotaron las provisiones. Como
la caza no abundaba en el bosque, sería difícil
renovarlas, a menos que encontraran algunas raíces comestibles
que se pudieran cocer en un fuego de brasas.
Parecía que alguien ya lo había hecho en
ese lugar, porque, siguiendo el contorno del claro, Neluto se detuvo
delante de un pequeño montón de cenizas. Llamó a
Summy Skim y le dijo:
-Vea, señor Skim.
-Han hecho fuego en este lugar, Neluto.
-Sin ninguna duda.
-¿Hay indios u otro tipo de gente en este
bosque?
-Han venido seguramente -respondió Neluto-.
Hace tiempo, en todo caso.
En efecto, las cenizas blancas, ya embarradas,
convertidas en argamasa por la humedad, probaban que la hoguera databa
de una época bastante lejana. Meses, quizás años
habían transcurrido desde la fogata. No había que temer
entonces la presencia de gente en las vecindades del Golden Mount.
Pero, casi inmediatamente después, un nuevo
incidente vino a inquietar, esta vez seriamente, a Summy Skim.
A unos diez pasos del fuego apagado, su mirada
recayó sobre un objeto que brillaba entre la hierba. Lo
recogió y no pudo reprimir un grito de sorpresa.
Era un puñal con mango de cobre.
-¿Ves esto, Neluto? -dijo Summy Skim,
presentando el puñal a su compañero.
El indio lo examinó atentamente. Luego
dijo:
-La hoguera es antigua, pero este puñal lo
perdieron hace poco.
-Sí, sí -respondió Summy Skim-.
La lámina está brillante. No hay huellas de herrumbre. Ha
caído hace poco entre estas hierbas.
El hecho era evidente.
En cuanto al arma, después de haberla dado
vueltas por todos lados y mirado de cerca, Summy Skim se dio cuenta de
que era de fabricación española. En el mango estaba
grabada la inicial M, y en la hoja, el nombre de Austin, la capital de
Texas.
-Así, pues -concluyó Summy Skim-, hace
algunas horas quizás unos extranjeros han acampado en este
lugar. Que no encendieron fuego, lo creo, pero uno de ellos
perdió este puñal.
-Y no son indios -observó Neluto-. Los indios
no poseen armas de este tipo.
-Y quién sabe -añadió Summy Skim-
si atravesaban este bosque para ir al Golden Mount.
Esta hipótesis era admisible, y si el hombre al
que pertenecía el puñal formaba parte de una banda
numerosa, quién sabe si algún grave peligro amenazaba a
Ben Raddle y a sus compañeros. Tal vez en ese mismo momento la
banda rondaba por los alrededores del estuario del Mackensie.
-Partamos -dijo Summy Skim.
-Al instante -respondió Neluto.
-¿Y nuestro perro?
El indio lo llamó a gritos en todas
direcciones, pero el perro no apareció.
No era cuestión ahora de cazar oriñales.
Había que regresar lo más pronto posible al campamento
para alertar a la caravana del scout. El medio más
rápido para llegar era el más corto, y el más
corto era la línea recta.
Había que orientarse pues con la mayor
exactitud, y Summy Skim no tenía brújula. Pero
tenía un reloj, y he aquí el procedimiento que
empleó, procedimiento del que se había servido en
más de una ocasión durante sus cacerías por los
territorios de Montreal.
El sol, como se ha dicho, proyectaba sus rayos sobre
el claro, y precisamente la sombra de un pino muy vertical se
proyectaba sobre el suelo. Esta línea de sombra iba a servir a
Summy Skim para orientarse. Se fue a colocar encima de dicha
línea, dando la espalda al sol, y sacó su reloj.
Eran las seis. Hubiera bastado colocar la aguja
pequeña directamente encima de la línea para tener el
norte. Pero con este reloj, que estaba dividido en doce horas, para
obtener el mismo resultado había que poner la aguja
pequeña en las tres. Luego, cuando la aguja quedó
paralela a la línea de sombra, el norte se encontró
exactamente indicado por el mediodía en el reloj.
Summy Skim, parado en el lugar preciso, tendió
la mano en la dirección que debían seguir, hacia el
este.
-En ruta -dijo.
Justo en ese momento se escuchó un disparo que
había sido hecho a sólo trescientos pasos del claro.
1. Aquí Veme lo
llama "Buller Creek".
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